Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 25 de enero de 2018

Poco antes de navidad empecé a despertarme con dolor de espalda. El dolor iba tomando confianza y se presentaba cada noche un poco antes. Si al principio me levantaba resentido a las siete, a los cuatro o cinco días ya no aguantaba tendido más allá de las cinco de la mañana. Entonces me levantaba, me sentaba en una tumbona y allí notaba como los cachivaches que uno tiene dentro iban volviendo poco a poco a su sitio, hasta que lograba conciliar el sueño durante una hora o dos más. Luego, durante el día, no tenía ninguna molestia y no me volvía a acordar del asunto.

Pasando esos primeros días de las vacaciones en Alemania, Kathleen me recomendó que fuera a ver a un fisioterapeuta que quedaba a la vuelta de la esquina.

—A ver si te deshace los nudos…

Este fisioterapeuta es un señor que se dirige a uno mirándolo —sin mirarlo— con los párpados entornados. En su consulta con atmósfera de ashram me ofrece un té, que no acepto. Vestido de invierno como estoy me tiende en una camilla y me torsiona un poco de un lado y de otro, con mucha cautela. Pasados veinte minutos me lleva a otra habitación y me echa encima algo así como unas grandes alforjas rellenas de pis. Allí se olvida de mí y tengo que ir a buscarlo tres cuartos de hora más tarde. Antes de que me vaya me pone en la espalda unos esparadrapos verdes que —dice— reforzarán la musculatura torácica y deberían aliviarme. 

Esa noche, a las cuatro de la mañana, otra vez el numerito.

Para Nochevieja estamos en Madrid, y pido cita con un médico de cabecera, el que sea. Me recibe una doctora con tos tabacalera y cara de haber estado de guardia. Antes de que me siente ya me ha diagnosticado:

—Será un lumbago. ¿Profesión?
—Trabajo en una universidad…
—Claro, pasarás mucho tiempo sentado…
—No, la verdad es que me paso el día de pie.
—Ah, claro, pero es que estar de pie es malísimo para la espalda. Hay que andar, repartir el peso entre un pie y otro…
—No, si eso hago.
—Bueno, bueno… —la doctora está ya algo amoscada—; quítese la camisa.

La médico me echa, de lejos y con precaución.

—Huy, esas cintas se las han puesto muy arriba.
—No, si es que es ahí donde me duele.

Viendo que los síntomas se resisten a adaptarse a su diagnóstico, la doctora se pone a firmar papeles. Estoy bastante seguro de que uno de los medicamentos que me receta da título a varias canciones punk. «Yo no me tomo esto ni borracho», digo al llegar a casa. Pero como tengo un hermano médico y mi padre dice que si estoy loco y además en Año Nuevo todos tenemos derecho a cometer alguna excentricidad, al final me lo tomo.

Esa noche hay un incendio en la casa de al lado y los camiones de bomberos desvelan a todo el barrio, pero yo duermo como un bendito hasta las once pasadas.

En los días siguientes me rebajo la dosis lo suficiente para dormir hasta las ocho, con la idea de ir a ver a un osteópata cuando vuelva a Tilff. En algún momento recuerdo que conozco a uno. Unas semanas antes de volar a Madison, cuando había subalquilado ya mi apartamento, pasé unos días en una casa de huéspedes llamada Les Gallinautes, en Esneux; el propietario era aquel doctor Lecoq que tenía hábitos de caballero renacentista y hablaba del cuerpo humano con un léxico de meteorólogo. Averiguo que tiene un gabinete de consulta en la calle Eburons, cerca de la estación de Guillemins, y le pido cita.

Luc Lecoq me recibe en una gran sala que es a la vez despacho, consulta y sala de espera; los dos primeros espacios pueden aislarse con un ingenioso sistema de paneles abatibles, de modo que el paciente tenga la necesaria intimidad. Al fondo hay varias estatuillas africanas —el gallinauta, recuerdo entonces, creció en el Congo belga—, así como siete u ocho diplomas universitarios, en varias lenguas y alguno incluso en caracteres orientales.

—Sí, me acuerdo de usted. Me encantó aquel libro que me dio. ¿Qué tal en Estados Unidos?

Se conoce que, entre sus muchos dones, el señor Lecoq ha sido también bendecido con una memoria de elefante. Yo mismo había olvidado que al despedirme de él, en septiembre de 2016, le regalé una edición francesa de Soldados de Salamina. Tras escuchar el anecdotario de mis problemas de espalda me pide que me quede en calzoncillos, me mira de hito en hito un segundo e inmediatamente me da un golpe seco en la cadera con el dedo índice.  «Ah, claro, aquí está el ixioploide». Quizá no dijera «ixioploide», pero a mí me sonó a eso; me subió la barbilla y me pegó otro papirotazo en el esternón: «sí, exactamente». Luego me agarró de las orejas y, mientras palpaba distintas partes del cartílago iba diciendo, con una entonación levemente interrogativa: «¿esto está sensible?; ¿y esto de acá?». Yo iba a decirle que no sabía cómo de sensible era mi oreja, o en comparación con qué, y que no era la oreja lo que me dolía, pero me daba cuenta de que esas preguntas no estaban dirigidas a mí, sino que el gallinauta estaba verificando una lista de indicios, estaba reconstruyendo un crimen anatómico, y con cada pregunta estrechaba el cerco alrededor del culpable, el taimado ixioploide.

—Muy bien. Tiéndase boca arriba.

Boca arriba me tuvo durante cerca de quince minutos en los que no hizo gran cosa. Me zarandeó un poco el pie izquierdo, me hizo flexionar las rodillas y sobre todo me palpó el cráneo mientras me hablaba de un viaje reciente que había hecho por la cornisa cantábrica.

—¿Qué? —le pregunto pasado un rato—, ¿está maduro el melón?

El señor Lecoq se ríe y dice que eso era algo que aún no había oído nunca.

—Se lo voy a decir así a mis estudiantes: «tenéis que ver si el melón está maduro».

Luego me levanta un poco la cabeza, la hace girar un poco en círculos, me pide que entrechoque las rodillas y comprueba cómo va la cosa a nivel de orejas. Para terminar me tira de un brazo hasta oír un pequeño crujido —«voilà»—, me aprieta otro poco las orejas y dice «bueno, esto ya está».

¿Qué es lo que está?

—Se te había movido un poco la cadera y la columna vertebral estaba compensando por distintos lados. Ya lo he corregido y le he dicho a tu cuerpo que no pasa nada, que todo está en orden. No hace falta que hagas ejercicios ni que tomes medicamentos. Pásate simplemente el jueves que viene para un chequeo de comprobación.

—¿Y lo de las orejas?
—Ah, lo de las orejas es determinante. Las orejas se forman a la vez que el sistema nervioso central.

Salgo de allí muerto de risa, sin saber aún si este gallinauta es un embaucador redomado o un taumaturgo genial. Quizá, talentoso como es, sepa conjugar ambas propiedades, robándonos lo que no tenemos o curándonos de lo que no padecemos, como un embaucador genial o un taumaturgo redomado.

miércoles, 17 de enero de 2018

Yo me había imaginado que pasaría las navidades en Madrid al solecito, leyendo en el balcón un libraco que debo reseñar, y al final es como siempre. A todos regateo los minutos y a todos defraudo en algo, empezando por mí mismo. Otra vez va a tener que comerse mi madre la docena de hamburguesas vegetarianas que ha comprado. Sólo dos o tres días ceno en casa, y después sigo hasta las doce o la una redactando documentos para un proyecto de investigación cuyo plazo empieza a apremiar. Y menos mal si esta vez consigo ver a Adelaida y Toño, que han conseguido una ganga —lo que en Madrid es hoy una ganga— en la ribera del Manzanares. Se produce esa paradoja de que, cuanto menos ve uno a los amigos, menos cosas tiene que decirse. Lo suyo sería quedar varias veces, pero entonces tendría que podría ver sólo a la mitad. Con Rafa comí un día y le prometí que lo vería el 6 por la noche, pero hemos estado en casa de mi tío hasta la hora de cenar… ¡Para una vez que nos vemos! Podría haberme tomado un café con él el domingo por la mañana, pero al final opto por ir con mi sobrino a ver la exposición sobre la historia del tebeo que hay en el Museo ABC. Estuvo genial conectar durante hora y media y copiar en nuestros cuadernitos los trucos de los caricaturistas. Pero ahora habrá que esperar hasta dentro de tres o cuatro meses. A mi tía Mamen esta vez no la veo. A Ignacio y Enrique, los simpáticos archiveros de la SGAE, ni siquiera me he atrevido a decirles que estoy en Madrid. Y Kathleen piando por ir alguna vez al cine, pobre. El lunes por la noche habíamos hablado de volver a quedar con Patricio y Giselle, pero estaré hasta el cierre en la Biblioteca Nacional, revisando referencias para el libro de Tapia… por lo menos algunas, lo que sea más difícil de consultar desde Bélgica. A ver si lo remato de una santa vez, antes de que empiecen los exámenes. Si me doy prisa puedo sacar media hora, a todo tirar, para hojear novedades en la librería Antonio Machado, y de paso completar las compras de Reyes. Dios mío, y ¿cuándo voy a visitar a mi tía abuela Cuqui? Bastante es que no haya podido ir al entierro de su hija, y que no vaya a estar para el funeral. Laura y Eduardo me escriben preguntando si como con ellos en Olivia Te Cuida. Respondo que no sin más explicaciones, a la carrera. Ya intentaré acercarme a verlos en París algún fin de semana, si saco tiempo, si he terminado el proyecto, y el libro, y las correcciones, y la reseña.

Dos noches después de volver a Tilff sueño que viajo en un autobús de línea; los edificios de ladrillo claro separados por parterres podrían ser los de la ribera del Manzanares, pero sé que es Moratalaz, el barrio en el que vivía Rafa. El conductor del autobús va dando explicaciones turísticas sobre los lugares que recorremos. En determinado momento llegamos a unos bloques de apartamentos sobre los que han crecido grandes enredaderas y otras plantas vigorosas que han roto con sus raíces las fachadas. En el local comercial de uno de los edificios más infiltrados por las plantas hay un garito que se llama Cero Grados. No sé cuándo he bajado del autobús, pero allí estoy, adentrándome en la atmósfera de acuario del Cero Grados, que tiene una entrada de gruta y más que un bar es un cruce de after y restaurante nouvelle cuisine. Sentadas en un sofá bajo veo de reojo a dos modelos etíopes gemelas; los clientes me dedican miradas despectivas de anuncio de Martini. Pese al glamour, o como una nueva forma de glamour, hay mesas cuyos manteles son de papel de estraza, y en ellos firman o pintan los visitantes célebres: un camarero acaba de recortar de uno de ellos un Saura (un Saura rápido y con los trazos contados, como las ilustraciones que hizo para aquella edición de Pinocho).

Me llego a la barra y pido una Coca-Cola. Lo hago en alemán, quizá por ponerme a tono. El camarero es un muchacho con perilla al que sin duda me crucé alguna vez en el mundo real en la época en que estaban de moda las perillas. Tiene el pelo muy rizado, largo pero sin que le forme melena. Me dice que son 5 euros.

—Venga ya.
—Tiene razón, no son 5 euros. Son 7,50.

Le digo que me enseñe la carta para comprobar el precio. El camarero se niega, por lo que exijo que venga el dueño. Éste viene dando explicaciones incomprensibles, creo que inicialmente con una actitud conciliadora y hasta sumisa, pero conforme se va acercando se transforma en un muñeco de trapo sin cabeza, un pelele con una levita y un chaleco abotonado, que flota en el aire como un títere sin cuerdas.

Salgo del bar, del restaurante o de lo que fuera, y ya no estoy en Moratalaz sino en un callejón formado por tapias enjalbegadas, una de esas calles en las que mueren los pueblos andaluces o insulares, asediadas por los desmontes y las pitas. Es mediodía, y la luz cae a plomo. El camarero de la perilla camina a mi espalda, blandiendo sin mucha convicción una toalla azul. Delante de mí el callejón termina en un terraplén abrupto. «Esto tendría gracia si fuera real —pienso—, pero es sólo un sueño, así que no podré contarlo en el blog».