Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 21 de enero de 2017

Mi sesión de lucha grecorromana con un saco de arena no fue ni la mitad de patética que la ceremonia de proclamación de Trump. Y no hablo ya de Trump, sino de los congresistas, senadores y expresidentes que escucharon sonrientes cómo el nuevo inquilino de la Casa Blanca les acusaba de despilfarrar el dinero y de ser meros charlatanes incapaces de hacer nada. Sabíamos que a Trump le gusta que le meen encima, pero no que la afición estuviera tan extendida entre la clase política. Obama pasó por el minuto más humillante de su cargo cuando sancionó con sus aplausos el discurso deslavazado con el que un niño de 70 años especializado en quebrar empresas lo acusaba de haber dejado el país en un estado calamitoso, desdeñando los doce millones de puestos de trabajo que ha creado en plena crisis económica y la cobertura sanitaria que ha conseguido para 20 millones de personas. Ayer asistimos, pues, a un festival de coprofagia del más alto nivel, mientras la finalista de un casting show imitaba a un delfín que cantase el himno nacional.


Por la noche fuimos al Majestic a escuchar a varios humoristas, a ver si nos levantaban el ánimo. A fin de cuentas, la multiplicación de la sátira política es uno de los cuatro puntos del plan propuesto por Michael Moore para contestar este nuevo orden. Los cómicos, sin embargo, parecen más interesados en endilgar al público sus viejas rutinas sobre usos extravagantes de la pornografía y técnicas de seducción condenadas al fracaso. Empiezo a tener la sensación de que muchos monologuistas son como músicos que sólo tuvieran una canción en el repertorio. El que más se arriesgó al comentario político fue Nate Craig, aunque la decepción lo había conducido a un consumo irresponsable de bebidas alcohólicas y a la mitad del monólogo perdió el hilo por completo. Tuvo que leer una chuleta que había dejado sobre un velador, lo que hizo pensando en voz alta de manera caliginosa: «oh, ya... ahora viene este chiste... no, pero no lo voy a contar, es bastante malo; ¿qué viene luego?; ¿qué he puesto aquí?». Cinco minutos más tarde lo único de lo que era capaz era de gritar «fucking morons! Go fuck yourselfs, you fucking bastards!». 

No obstante, antes de rendirse a la indignidad el humorista había brillado en un par de ocasiones. Una de ellas fue cuando se quejó de la mala conciencia liberal:

—A ver si lo pillo, ¿la peña vota a un oligofrénico y se supone que la culpa es de los demócratas, que «no han sabido conectar con la América rural»? Get the fuck off, you fucking bastards!!

Comprendo que el amigo Craig se haya entregado a la intoxicación, porque yo tampoco puedo con esto. Ningún ser humano debería sentirse responsable de las estupideces de más de un alto dignatario, y yo estoy cansado de salir a la calle para explicarles a los presidentes de varios países europeos que no hay armas de destrucción masiva en Irak, que hay que ayudar a la gente que viene huyendo de conflictos bélicos o que si cuatro millones de parados era una cifra escandalosa en 2011 no puede ser estupenda en 2015. Fucking morons.

¿En serio queréis que esta criatura repulsiva sea vuestro presidente? Vale, de acuerdo, pero no esperéis que encima me amargue la existencia. Una tienda de comics de Brooklyn ha publicado un periódico de número único titulado Resist! y compuesto por dibujos de mujeres de todo el mundo, en reacción a la elección de Trump; «vivir bien es la mejor venganza», escribe una de ellas. También eso podría formar parte del plan de actuación, en espera de que me llamen cuando hagan falta escudos humanos para evitar el cierre de la taquería de la esquina. Pero para vivir bien estos días hay que olvidarse de lo que dice Trump. De todos modos, el hecho de seguir día a día todas las majaderías que salen de sus cuentas de Twitter no va a evitar que una tarde encuentre en el bolsillo de su chaqueta los códigos nucleares y los teclee en el teléfono rojo pensando que se trata del número de un servicio escort.

jueves, 19 de enero de 2017

No es cierto que echemos sal en la acera, o sólo lo hicimos una vez, y era sal gruesa de cocina que esparcimos sobre los dos metros cuadrados de cemento en rampa que tenemos delante del porche, en los que uno puede descalabrarse tantas veces como saque la basura. Por eso, esta mañana me acerqué a comprar arena a la ferretería. Había llovido y luego había vuelto a helar, por lo que toda la ciudad estaba cubierta por una capa de hielo de medio centímetro. Los coches podían circular con relativa normalidad porque la rompían por su propio peso, pero en las aceras se vivían escenas de película muda. A modo de prueba saqué una de las sillas de jardín y le di un pequeño impulso: recorrió sola diez metros y antes de detenerse hizo una coqueta imitación de Charles Chaplin. 

Como el camino a la ferretería es cuesta abajo, me deslicé sin contratiempos imaginando que tenía el hooverboard de Regreso al futuro. Mientras pagaba, el cajero me preguntó si necesitaba ayuda con el saco.

—No —respondí haciendo un gesto de suficiencia—, vivo cerca de aquí. 

Dejé al dependiente hablando con un compañero y salí a recoger uno de los sacos que había apilados a un lado de la puerta. Era un saco alargado, de yute artificial; resultaba más pesado de lo que habría creído antes de pagar, pero me lo eché al hombro con un decidido golpe de riñón. En cuanto di el primer paso comprendí que me sería imposible regresar de una pieza si llevaba el saco sobre los hombros. Al mismo tiempo mi cerebro rebobinaba la conversación con el dependiente e intuía oscuramente que lo que éste le decía a su compañero sobre 60 libras tenía que ver todavía con mi compra. Cargué con el costal con un aplomo temerario y gran perjuicio de mis vértebras lumbares hasta que perdí de vista el escaparate de la ferretería. Cuando estuve seguro de que los dependientes ya no podían verme, lo bajé a la altura del vientre y lo agarré con las dos manos como el blandengue patético que soy.

¿Qué son 60 libras, al fin y al cabo?, me dije, tratando de animarme. Apenas algo más de lo que pesa el mayor de mis sobrinos, que sólo tiene nueve años. No puede ser tan difícil llevar en brazos a un preadolescente mientras asciendes por un tobogán. Todo el mundo lo hace.

La primera manzana no tenía vallas medianeras y pude recorrerla casi entera a través de los parterres, donde aún había nieve y se podía pisar con seguridad. Pero el saco parecía duplicar su peso cada minuto y pronto fui incapaz de elevar las manos por encima del codo: mis músculos se habían derretido como mantequilla. Cuando me di por vencido y lo eché al suelo había recorrido la mitad del camino: treinta metros.


Mientras recuperaba el aliento y me secaba el sudor de la frente (bajándola a la altura del codo, donde, como se recordará, se habían quedado mis manos) me acordé de la silla y tuve una idea genial. Había sido un estúpido por cargar con un peso que, empujado por una superficie sin fricción, habría hecho avanzar indefinidamente el impulso más pequeño. A eso so se le llama en física «condiciones ideales», que sólo se encuentran en climas incompatibles con la vida como aquel del que disfrutamos aquí.

Ante la dificultad de empujar con las manos un objeto que se encuentra a ras del suelo, agarré el saco por un extremo y empecé a tironear de él. Inmediatamente me di cuenta de dos cosas. La primera era que las condiciones ideales solo son ideales en plano o cuesta abajo, pero no cuesta arriba. De hecho, había tenido suerte de que al posar el saco en el suelo no se hubiera deslizado de vuelta a la ferretería, como si dijéramos, por su propio pie. La segunda, que a falta de fricción, el impulso que uno imprime sobre un objeto ejerce la misma fuerza en sentido contrario. Es decir, que si yo conseguía desplazar el saco diez centímetros hacia delante, el saco me desplazaba a mí diez centímetros hacia atrás.

A grandes males, grandes remedios. Para los pequeños males, en cambio, no quedan sino remedios de perra chica, con los que se siente uno desdichado y todo lo contrario de viril. El único remedio a mi alcance era de una pequeñez lamentable, y consistía en acercarme al borde de la acera, donde había algo de nieve congelada y no resbalaba tanto, para asentar un pie y tener una posición firme desde la cual arrastrar el saco treinta o cuarenta centímetros. A esas alturas ya había empezado a hablar con mi saco en términos poco amistosos, como Escobar en Narcos: «necio malparido, va usted a venir donde yo le diga, ¿sí o qué? Le voy a enseñar quién es el patrón, hijueputa, y como se resista le abriré un bonito agujero en la panza». Esto último pensaba hacerlo de todos modos, pero en mi fuero interno no estaba muy seguro de cuál de los dos era el patrón. 

Tardé veinte minutos en llegar a mi esquina. Podría haber sido el doble, pero en algún momento me acordé de cómo el barón de Münchhausen había salido de un agujero tirando de su propia coleta, así que empecé a apoyar una bota en el saco para tirar de él. Juro no me estoy inventando nada y me ofrezco a hacer una demostración ante la Academia sueca.

Entré en casa para decirle a Kathleen que seguía vivo, aunque sólo un poco, y para coger una escudilla con la que distribuir la arena. En eso mi saco tampoco puso mucho de su parte. Era como ese chico de Youtube que se come un montón de chiles y luego vomita por toda la habitación. También él podría haber sido sobrino mío. Al cabo de un rato me harté e hice algo que tenía grandes posibilidades de inmolarnos a los dos en un último acto épico: tomé de nuevo el saco en mis brazos, orienté su apertura hacia delante y comencé a apretarlo y zarandearlo con furia demente, consiguiendo así que me propulsase hacia atrás al mismo tiempo que garabateaba sobre la acera una maldición de arena que sería visible desde el espacio. Hijueputa malparido.

domingo, 15 de enero de 2017

La nieve comenzó a derretirse y de un día para otro la temperatura se desplomó otra vez a los 15 bajo cero: es la temida estación del hielo negro. Para Harvey, el gato del barrio, nuestra calle es un túnel de la risa. El cartero, que está más habituado, pasa por las mañanas haciendo saltos de patinaje artístico. Está prohibido echar sal en la acera para no contaminar la capa freática; muchos lo hacemos de todos modos, porque no queremos que nadie se rompa la crisma, sin considerar que a estas temperaturas hasta la sal se amilana y deja de funcionar.

Kathleen le saca al gato un cuenco de leche. Le damos una voz —«¡Harvey! Milk!»— y sólo entonces entendemos el chiste.

Los dos hemos estado trabajando en artículos endiablados, y además nos hemos abonado a Blue Apron —la versión foodie y hipster de una cooperativa de consumo—, por lo que apenas hemos salido de casa en dos semanas. Como es sábado, nos damos un respiro y nos acercamos al Famous Dave's Bar-B-Que. Cuando estamos llegando nos paralizan unos gritos desgarradores. Es una mujer que está revolcándose por el suelo vestida de submarinista. Sin duda tuvo la mala idea de salir a hacer footing y se ha resbalado. Por los alaridos que pega, lo menos malo que le ha podido pasar es que se haya roto el tobillo. Mientras yo llamo al 911 Kathleen le pregunta si está asegurada y si puede permitirse una ambulancia, pero la accidentada es literalmente incapaz de articular palabra. Un chico que pasaba en coche aparca al lado y propone acercarla al hospital, lo que resuelve el dilema. La tomamos por los brazos y la llevamos con mucha cautela hasta el asiento del copiloto. A ver quién come ahora.

Como no podemos luchar contra los elementos y no queremos volver a encerrarnos aún en casa, nos vamos a patinar al lago Wingra. El alquiler de los patines cuesta 6$. Hay muchos principiantes, niños que se tiran en plancha, grupos que echan un partidillo de hockey, adolescentes que se hacen selfies, chulitos que atraviesan la pista como una exhalación y terminan con un bucle picado, abuelos que caminan por allí con zapatos como si fuera lo más normal del mundo e incluso un hombre que se pasea empujando un carrito de bebé. Milagrosamente aquí nadie se rompe nada.

Por la noche cogemos el autobús para ir al teatro. Es una pieza de Donald Margulies que se llama Time Stands Still. Nada más empezar nos quedamos un poco pasmados porque la protagonista sale a escena con muletas y lleva una de sus piernas metida en una férula. Es un requisito del papel —se supone que es una reportera de guerra que acaba de sobrevivir a una explosión en Irak—, pero por un instante creemos que se trata de la misma mujer a la que unas horas antes vimos tendida en la acera.

La pieza es una sucesión de conversaciones entre dos parejas de amigos, llenas de vivacidad y buenos argumentos, como las que hicieron que un día nos gustasen las primeras películas de Woody Allen, sin darnos cuenta de que en realidad lo que nos gustaban eran las conversaciones.

—Pero al final —dice Kathleen— la chica que no sabe hacer la O con un canuto es consagrada como una «madre excelente», y es ella la que expone las críticas más contundentes contra el fotoperiodismo.

Tiene razón. El personaje más oscuro es, en cambio, la mujer que disfruta de su trabajo y que no tiene ganas de fundar una familia. Hemos conseguido hacernos un hueco en el Old Fashioned y mientras comemos bolas de queso frito especulamos sobre cómo habría podido desactivarse esa moraleja, que nos parece un subproducto perjudicial en una trama interesante. ¿No podría ser el amigo editor quien enunciara las críticas al periodismo de catástrofes? No, estaría tirando piedras contra su propio tejado y es demasiado inteligente para ello. ¿Y si el que no quisiera hijos fuera el marido? El cliché le cortaría la digestión a la audiencia. Llegamos a la conclusión de que para evitar tópicos sexistas habría hecho falta que todos los personajes fueran lesbianas y que además hubiera un vientre de alquiler y un buen samaritano que se ofreciera a hacerlas madres. Pero como entonces sería una comedia francesa, habría que añadirle números musicales y una pareja de preadolescentes que compartieran el primer beso. Quien se iría a Irak sería el público.