Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 9 de mayo de 2020

Hemos recibido un montón de mensajes de amigos y parientes felicitándonos e invitándonos a disfrutar de estos momentos mágicos, de estas semanas entrañables, de esta época dorada y feliz que inauguró la llegada de nuestro hijo Óscar.

Menuda panda de desgraciados.

Todos ellos han tenido hijos, así que existen dos posibilidades: una, que mientan como bellacos y en su fuero interno experimenten un orgasmo múltiple de Schadenfreude; otra, que ellos sí extraigan placer, por dudosa fortuna, de actividades como limpiar culos, poner coladas, interrumpir los ciclos de sueño, aguantar berrinches inexplicables y esterilizar chupetes. Porque al principio eso es todo lo que hay. 

Quizá más adelante, cuando los niños cumplan los dos o tres o doce o veinte años, uno pueda irse con ellos a jugar al billar, y lo dejen a uno ganar, y se lo pase bien. No hace falta que sean momentos mágicos: bastará con que sean momentos ilusionistas. Pero tener un lactante es todo lo contrario del ilusionismo o de la magia, que nos liberan durante un rato de las leyes de la naturaleza; tener un lactante significa someterse servilmente a las leyes de la naturaleza, ser esclavo de una naturaleza caprichosa que parece intuir exactamente cuándo puedes sentarte al fin a comer y escoge ese segundo preciso para montar un número. El enésimo del día.

Toda la humanidad y la personalidad que nosotros, sus padres, proyectamos sobre esa especie de pelmeni que nos trajimos de la clínica nos es devuelta por él con la polaridad invertida. Nosotros intentamos imaginarlo como un pequeño humano, lleno de intenciones, predilecciones y cuestionamientos; él se resiste a vernos siquiera como objetos animados. Para él, no somos su papá ni su mamá, sino dos cosas grandes que, si tuviera lenguaje, podría identificar oscuramente como Contetas Blandita y Sintetas Quepincha. Y ni siquiera estoy muy seguro de que sepa dónde termina la cortina y donde empiezo yo (o, para lo que hace al caso, dónde empieza él). 

Es cierto que de vez en cuando sobreviene algo que recuerda a la comunicación; un día el niño se obnubila ante las greñas confinadas de Sintetas; otro, tiene un reflejo muscular que parece una sonrisa; otro, le sobresalta el ruido que hago al teclear en el ordenador. ¿No nos resarcen esos instantes de todas las semanas que llevamos rebozados en caca? Pues no, la verdad. ¿Sería capaz de cambiar todas esas epifanías —no pasan de tres o cuatro, después de todo— por una hora de piano, por veinte minutos de lectura al solecito, por la posibilidad de volver a ducharme cada día, y no solo miércoles y domingos como, por falta absoluta de tiempo, llevo haciendo vergonzantemente desde el 6 de abril? Hell yeah.

Estas cosas no se pueden decir, so pena de parecer un padre desnaturalizado, igual (o casi igual) que antiguamente (no tan antiguamente) se consideró desnaturalizadas a las madres que querían trabajar, o a las que querían volver a trabajar cuanto antes, o las que no querían tener más hijos, o a las que dejaban a sus hijos al cuidado de terceros.

No creo que este ejercicio de sinceridad me haga peor persona. Si acaso, una persona con gustos particulares, entre los que no se cuentan los vómitos de leche rancia. Estoy seguro de que el mundo bulle de madres y padres deseosos, como yo, de que sus primeros meses de paternidad estén llenos de momentos mágicos, semanas entrañables y escenas instagrameables. Es fácil que se sientan culpables por no conseguirlo, ni siquiera tras haber quemado en el pebetero del pequeño ídolo su celo profesional, su ocio, su sueño y su higiene.

Solo una persona —Alberto, un amigo reciente— me escribió para decirme que el primer año de paternidad le resultó, literalmente, «un coñazo», pero que luego la cosa «empieza a ponerse más divertida». ¡Qué felicidad que alguien no nos obligue a ser felices!