Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

miércoles, 30 de mayo de 2018

Eugène Ionesco y David Mamet escriben a cuatro manos el acta de la reunión de una escuela doctoral internacional. La acción en una bella ciudad centroeuropea. Un aula con aspecto de que han dicho que la han desamiantado pero no es verdad. Calor tropical. Pendido del techo, bufa un proyector. Cuando se levanta el telón todos llevan ya veinte minutos discutiendo el título de su próximo encuentro.


A.— ¿Cuál es el problema de «puesta en escena de la hibridez»?
B.— El problema es que «hibridez» está ya muy visto.
C.— El problema no está tanto...
L.— No, no está mal.
X.— Está algo alejado de los valores, pero...
C.— Suena algo teatral.
A.— Quizá mejor «representación»...
B.— No, eso es muy literario. ¿Y los doctorandos, qué piensan?
D (doctoranda).— Lo hemos estado hablando entre nosotros y proponemos «Valor y cooperación: desafíos transfronterizos».
E (otra doctoranda, mirando de reojo a la anterior).— Algunas preferiríamos «Re/pensar lo transfronterizo».
B.— Como la escuela doctoral ya lleva la palabra «transfronteriza» en su título, quizá resulte algo redundante.
X.— ¿«Cooperaciones»?
F.— La idea era estudiar los valores que emanan de lo colectivo...
G.— «Valor y colectividad».
X.— Pero «colectividad» no contiene la noción de «cooperación».
Z.— Claro.
A.— Sociológicamente podría hablarse de «cohesión».
B. (irónico).— O de justo lo contrario.
L.— «Valor y cooperación», entonces. ¿O es demasiado...?
B.— Sí, es demasiado sociológico.
X.— ¿Y «cohesión, cooperaciones y valores»? Me gustan los títulos que tienen tres partes, no sé por qué.
E.— Habría que pensar lo transfronterizo.
G.— ¿Hace falta un tema? ¿No podríamos hacer, por una vez, algo más metodológico?
L.— Sí, lo hemos hecho otros años. ¿Cómo lo verían los doctorandos? ¿Preferirían discutir de metodología?
D.— ¿La idea sería venir a exponer la metodología de nuestras tesis?
G.— Sí, la metodología.
A.— En nuestro grupo de investigación habíamos hablado de trabajar la «representación», lo que permitiría plantear al mismo tiempo la metodología y los valores...
C.— Habría que evitar proponer temas demasiado generales. En cambio vol-ver a pen-sar lo interdisciplinar, lo transfronterizo...
E.— Lo de «repensar» habría que meterlo.
L.— Sí, por qué no.
X.— Yo me quedaría con «repensar lo transcultural».
Z.— Creo que ese título ya es una ponencia en sí mismo. Hay un artículo de trata de eso. En cambio, si hablamos de «retomar» podrá participar todo el mundo.
B (para su capote).— Sibilino...
L.— Podemos repensarlo todo, pero la idea es hacerlo dentro de las disciplinas.
A.— O sea, que el título sería solo «repensar».
Z.— No, es un tanto presuntuoso. «Recimentar...»
G (le interrumpe).— Yo creo que lo que nos piden a los doctorandos es ser originales, creativos.
L.— O sea, podría ser: «repensar: modelos y... ¿creación?».
C.— Yo sigo estando a favor de «repensar la frontera» o «repensar la diferencia»...
F.— ...O «la alteridad»
C.— «Frontera» es más abierto...
B.— Ya lo habíamos dicho, «alteridad».
L.— ¿Estáis de acuerdo los doctorandos?
E.— En realidad «alteridad» nos parece algo literario. Hay muchos que no vamos a saber qué hacer...
L.— Pero la idea de centrarse en la metodología me parecía interesante; es algo que concierne a todos los doctorandos.
X.— ¿Y «repensar la interdisciplinariedad»?
G.— ¿Eso les gusta? Si yo fuera doctoranda no sabría cómo abordarlo...
D.— No, no, por nosotros está bien.
L.— Sería entonces «repensar»...
E (interrumpiendo).— Con barra: «re/pensar... la transdiciplinariedad».
L (obediente).— «Re/pensar la interdisciplinariedad».
F.— La ventaja sería que los doctorandos estarían obligados a dialogar con otras disciplinas.
C.— Bueno, nada nos obliga a tomar una decisión hoy. Puede decidirlo la universidad organizadora.
Z.— Sinceramente, no creo que deba: la elección del tema siempre ha sido una decisión de la comisión de la escuela doctoral.
L.— ¿Podemos votar?
A.— «Re/pensar la originalidad».
B (negando con la cabeza).— No, hombre. Científicamente no tiene sentido...
X.— O sea, la cooperación la hemos descartado, ¿no?
L.— Sí, no sé... Entonces ¿«cooperación y cohesión»?
B.— No, no estamos obligados a meterlo... «Cooperaciones», en plural.
G.— ¿«Repensar las cooperaciones»?
C.— No, no...
L.— ¿Alguien se opone?
F.— No, no, pero es que en alemán esto no quiere decir nada.
A.— ¿Y «convergencias»?
B.— Es muy general, no sabe uno entre qué y qué.
L.— Podemos poner un signo de interrogación... ¿Podríais vivir todos con ese título? ¿«¿Convergencias?»?

Como por ensalmo el proyector interrumpe su arrullo. Pasa un ángel. Salimos de un estado como de intoxicación.

viernes, 25 de mayo de 2018

Congresito en París, pero no en el París real, sino en ese arquetipo parisino que es el 5º arrondissement. Me alojo en el hotel Senlis, donde ya estuve hace unos años, y que debe de ser la fonda de la clase tropa conferenciante que viene a la Sorbona. Salgo a cenar algo. La tarde se está disolviendo en tonos pastel sobre el zinc de las buhardillas. El tráfico se remansa alrededor del Panteón. Los edificios góticos alternan con orondas fachadas burguesas. Paseo junto al parque de Luxemburgo, ya cerrado, por la calle donde resonaron por primera vez los acordes de Francis Poulenc. A mano derecha nace sin hacer ruido la calle Vaugirard. Hay anticuarios, viejas librerías, pequeñas editoriales —algunas arruinadas— de manuales técnicos y de tratados arqueológicos. Al día siguiente entraré en Gibert Joseph y me sentaré en el parque medieval de Cluny a leer un libro sobre la lectura. Yo no quiero ser culturalista, pero peor es robar.

El congreso ha sido como ver diapositivas de veintisiete veraneos: «aquí sale Nocedal, con su boina»; «este es Gedeón»; «estos son los soldados cubanos en la manigua»; «estos son Amadeo y el duque de Montpensier paseando alrededor del trono»; «este es el tupé de Sagasta cuando aceptó el régimen de Sagunto». Y así quince horas.

No hay héroes en esta crónica: yo hice una faena bastante errática y confusa, como el que está rodeado de sanguijuelas hidrocéfalas y reparte mandobles sin mirar demasiado a quién. No podemos seguir haciendo como si todas las caricaturas fueran satíricas —decía—, ni como si todas fueran alegóricas: en realidad sus formas de relación con la realidad empírica son variables y responden a estrategias retóricas muy disímiles. Habría que pararse a considerar cómo se ha ido conceptuando históricamente la sátira y asumir de una vez por todas que no es un género.

—Pues para mí sí es un género —refunfuña al fondo Eliseo T. Yo prosigo impertérrito recordando que mucha gente no acababa de entender las caricaturas, como demuestra el hecho de que en El Motín hubiera una sección en la que se explicaban, y que no está claro que contengan crítica política, pues su existencia en tanto sátira depende de una complicidad axiológica previa.

—Todo eso es obvio —responde un señor con suficiencia. Pero media hora más tarde, cuando le toque hablar, dirá que el significado de las caricaturas es inmediato, y que todo el mundo las comprendía, y que siempre son realistas aunque a veces los personajes representados no los reconozca ni la madre que lo trajo, y que la revolución Septembrina no se explica sin ellas, y que una alegoría de la República a él le recuerda las mujeres que bailaban el can-can. 

Lo que yo quería decir y quizá no supe expresar con suficiente claridad —le digo después a un señor de Málaga— es que no podemos seguir haciendo como si el significado de la sátira, o de la caricatura, fuera único, estuviera inscrito en ella y construyera un discurso coherente. Debemos evitar aplicar marcos pragmáticos de universitarios del siglo XXI a dibujos de la prensa republicana decimonónica, así como distinguir lo que son impresiones nuestras de lo que remite a códigos históricamente verificables, porque si no la cosa se convierte en un test de Rorschach.

—No, si ya... Pero mira esta litografía: ¿te has dado cuenta de el sable del oficial con el que se tropieza este otro paseante es un símbolo fálico? Y la calle en la que está me hace pensar en el no-lugar de Marc Augé, donde el espacio se aniquila a sí mismo...

Este es el París de postal, pero en su interior soplan neumas inanes, entre expresiones complacientes y celebratorias. Se levanta la sesión y salgo corriendo a Gibert Joseph a comprar un libro que tampoco da lo que promete.

martes, 15 de mayo de 2018

En L*** no voy a exposiciones ni al cine ni al teatro, ni entro en los comercios, ni me siento a tomar un café en una terraza. Por supuesto que tengo el propósito constante de hacerlo, y marco películas en el programa del Sauvenière, y apunto representaciones en mi agenda, pero al final me vence el cansancio o necesito ese par de horas extra para revisar contratos Erasmus o voy corriendo de un lado a otro y no me entero de que están poniendo una ópera de Philip Glass. Estoy seguro de que le ocurre lo mismo a cualquiera que tenga una edad social superior a los treinta.

Cuando estoy en Berlín las obligaciones no se desvanecen, pero sí se atenúa la extorsión terrorista que ejercen sobre la psique, y así puedo acercarme con Kathleen a ver una obra de teatro judío sobre eruditos disparatados que viven tiranizados por sus mujeres. También puedo detenerme sin remordimientos ante un escaparate, pasar una hora hojeando libros en el Kulturkaufhaus o meterme en una cafetería de Boxhagener Platz —el centro gravitacional de nuestro barrio— y escribir en mi diario sobre las metamorfosis de la ciudad.

Porque Berlín, como es público, está transformándose a ojos vista, y su cambio más manifiesto es la desaparición de los descampados. A principios de este siglo la experiencia más común de los turistas en Berlín consistía en ir de solar en solar preguntándose dónde estaría el centro histórico. En su empeño de equidad y de reunificación, el municipio se había cuidado de repartir equilibradamente los solares entre los distintos barrios. 

Enfrente de nuestro apartamento había un terreno circundado por un murete de ladrillo del tipo que solía encontrarse de antes en los barrios populares de Madrid, con hiladas dobles y sencillos frisos. Hubo una época, a principios del siglo XX, en que la albañilería seguía patrones de tricotosa. Una agrupación secreta se había adueñado de ese recinto abandonado que veíamos desde nuestro apartamento y lo dedicaba a actividades enigmáticas y vagamente situacionistas. «Instituto de garambainas», fue el letrero que durante muchos meses figuró encima del arco de entrada. Kathleen quiso hacerle una foto, pero nunca encontró el momento. Las pocas veces que nos asomamos no había nada; es decir, sí, había campo —piedras, plantas silvestres—, restos de una hoguera, una guirnalda tibetana, un ratón y la sensación de no vivir en una ciudad.

Un día, al volver de Madison, quise ir a nuestro apartamento de Berlín. Salí del metro y al llegar a la esquina descubrí que la calle estaba cortada por una valla metálica recubierta de tablones. Entre las tablas podían verse camiones, hormigoneras y materiales de obra apilados a ambos lados de la calle, entre dos excavaciones de cimientos. Alguien montaba guardia en una garita. Sesenta metros más allá, otra valla delimitaba la zona de exclusión. Y detrás estaba mi portal.


Aquella vez me eché a reír a carcajadas, pero el absurdo sólo resulta divertido mientras no se padece. En adelante, para llegar a nuestro apartamento debía caminar diez minutos más, dando la vuelta a una inmensa manzana, muchas veces tirando de una maleta que se resiste a rodar sobre los adoquines y la grava de Friedrichshain. Sin que lo hubiésemos decidido conscientemente, Kathleen y yo dejamos de ir al restaurante indio, a la peluquería y a las cafeterías que quedan al otro lado del muro. En lo que para nosotros es ahora la parte oeste de Berlín-Este ha quedado también la imprenta del yerno de Renau, al que ya no nos cruzamos cuando sale a almorzar al solecito. Sobre la señal de tráfico que prohíbe el paso hasta nuestro portal alguien ha escrito con un rotulador indeleble «de aquí no va a salir nada bueno». No hay mucho más que se pueda hacer. 

En realidad sí hay algo más que se puede hacer. Kathleen no me dejó colgar en la ventana una pancarta que dijera «tear down this wall!» (el imperativo que, como es fama, le dirigió Reagan a Gorbachov en 1987), pero un grupo de vecinos exasperados empezó a dar caceroladas nocturnas a los seguratas de la garita. El ruido de la construcción se prolongaba así durante media hora más, pero al cabo de unos meses los promotores aceptaron abrir la valla por las noches y en días festivos.

Desde entonces el edificio ha ido creciendo sobre el solar. Ahora vemos la masa desnuda de hormigón, aún deshabitada y esquemática, cubierta de andamios y con flecos de ferralla asomando en lo alto. No veríamos nada muy distinto desde una ventana de Alepo, de Gaza o de Kabul o de alguna de esas ciudades que la barbarie ha despojado de habitantes y enfoscados, de sus marcos y molduras. A diferencia de Kabul, Gaza o Alepo, el edificio de enfrente sólo permanecerá así un año. Transcurrido ese año, se instalarán allí 132 familias con sus niños, sin que aumente proporcionalmente el número de colegios, ni de ambulatorios, ni de parques.

Hemos perdido un solar que no servía para nada pero que reducía la edad social de la ciudad, precisamente porque era mera potencia: un terreno soltero, sin ataduras, sin contratos, sin hipotecas. En la Zitty de esta semana explican unos arquitectos que una ciudad es libre en la medida en que está inacabada. Un solar puede convertirse en cualquier cosa: en un parque, en un área infantil con mesas de ping-pong —que en nuestro barrio tienen una gran demanda—, en una piscina municipal o en un huerto urbano, para que los berlineses no tengan que plantar patatas en los alcorques, como suelen hacer. Un solar contiene una promesa.

Varias de las cosas más excitantes que suceden en nuestro barrio suceden junto a unas cocheras del ferrocarril, sobre la tierra de nadie de la antigua frontera. De manera permanente hay en ese descampado varios garitos, un rocódromo y tres o cuatro hangares telestópicos con tiendas de muebles antiguos tirados de precio; pero ese espacio acoge también exposiciones de grabado, ferias de artesanos cerveceros, proyecciones de cine al aire libre, conciertos y funciones circenses. En torno a él se han empezado a congregar, a paso de zombi —tan lento como incontenible—, las hordas de promotores urbanísticos.