Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 25 de julio de 2016

Hacemos trasbordo en Valladolid. El tren que va a Santander tiene sólo dos vagones, y nuestra reserva está en el 3.

—Ya —dice el maquinista—; hoy han puesto sólo dos. Sentaros donde podáis.

El tren se bambolea a través de la planicie palentina, parando en pueblos decrépitos. Monzón de Campos: puertas tapiadas, tejados medio derruidos, edificios abandonados y ocupados y vueltos a abandonar. Una pintada roja en la tapia de una ruina: «¿Quién gana con esto?».

El interventor tiene la cabeza de Dionisio Ridruejo antes del decreto de unificación, cuatro pulseras con la bandera de España, una pegatina rojigualda en la maquinola de leer códigos de barras y un pin sospechoso en la solapa. Le pregunto si este tren no para, por un casual, en Molledo.

—No para, no.

Qué vergüenza: para en Amusco y no para en Molledo, que tiene siete habitantes más. Otro día, al pasar en el cercanías por Corrales de Buelna, vemos un letrero muy grande que pone «F.E. de las JONS», con el yugo y las flechas. Cubre una tapia que tendrá lo menos siete metros de largo, y nadie se ha animado a pintar encima. Me recuerda un chiste que salía en el último número de Mongolia:

—¿Por qué votó usted al PP en las últimas elecciones?
—Porque no pude votar al general Mola.

Es un poco tonto pero me hizo mucha gracia. Ahora me hace menos.

En Molledo se nos unen Adelaida, Toño y Gabrielillo. Queremos hacer picnic en el monte de Canales y paramos en Silió a ver la iglesia románica, que le hace ilusión a Adelaida porque en Andalucía no hay ninguna. Nos la encontramos cerrada. Sentados en un banco de piedra, tres paisanos se entretienen en despellejar vecinos. Les preguntamos si la llave de la iglesia la tiene alguna beata del pueblo, como en tiempos.

—No, ya no. La llave la quitó el obispo.

Ahora sólo se puede visitar la iglesia los domingos de doce y media a una y media, durante la misa. No sé si es una forma de atraer ateos a la iglesia o de evitar que entren en ella quienes de otro modo no la pisarían. La misa de diario también la quitaron por falta de curas: ahora sólo hay uno que debe atender diecinueve parroquias. 

Dos días después bajamos caminando a Helguera y nos encontramos abierta la iglesia mozárabe. Nos metemos en ella de cabeza, aunque en el interior no hay gran cosa. Una sacristía llena de trastos y un retablo con mucho perifollo. A nuestra espalda oímos una voz:

—Los que han visto el retablo antiguo dicen que era muy bonito, pero le colocaron encima este otro y ya no se puede ver. 

Quien nos habla es un sesentón con camisa blanca, gemelos de oro y zapatos impolutos. Habla un español muy correcto aunque conserva el acento escurrido británico, que ya no se quitará nunca. Es, como supuse enseguida, el inglés que compró la casa de mi tía abuela Citas, y resulta que hoy, en esa misma iglesia, se celebra la boda de su hijo. Nos dice que su padre había trabajado de ingeniero en la región, y se lo llevó de chico a pasar varios veranos allí; años después, cuando murió su primera mujer, se prejubiló y se vino a vivir al valle. Terminó casándose en segundas nupcias con la otra extranjera del pueblo, que era una colombiana. Nos habla de los interminables trámites que hubo de hacer para casarse por la iglesia. Aunque él es traductor jurado no le aceptaron sus propias traducciones.

—Eso todavía lo puedo entender —dice—, pero lo que me fastidia es que tampoco aceptaron las traducciones notariales que pagué. Me fui a un amigo traductor y éste me dijo «lo que vamos a hacer es meterle algunos latinajos», y yo dije «perfecto; y ponle también todos los sellos que encuentres». Y con todo aquello los impresionamos y al fin pudimos casarnos. Pero después yo me fui al cura y le fui poniendo delante documentos: «este me ha costado tantos euros; este, tantas libras; este de acá, otro tanto... Y cuando me encuentre con parejas jóvenes le diré que se casen por lo civil y se gasten el dinero en muebles».

Está muy irritado con el cura que va a decir la misa a Helguera. Dice —y es algo que me ha confirmado luego un primo de Molledo— que se baja del coche con la casulla puesta y se vuelve después de misa sin hablar con nadie.

—Y yo le digo «oiga, si tiene tanta prisa no venga, que ya cojo yo el coche y voy a misa a otro sitio».

Para la boda el inglés se ha traído a otro cura que es amigo suyo.

Por la tarde estamos todavía por ahí, sesteando en unos bancos que hay entre la iglesia de Helguera y el cementerio. La escena es de una elevada graduación simbólica. A las cinco hay entierro —se ha muerto una mujer con 102 años—, y llega el cura titular. Yo estoy aún amodorrado por una siesta de guerrilla que me acabo de echar y leo al tran tran una novela de Isaac Bashevis Singer. El cura se sienta junto a mí. Me decepciona que no lleve puesta la capa pluvial, sino una simple camisa gris de clergyman. Es un gordinflas de aspecto aburrido, calvorota, bastante estrábico —«lleva un ojo en la espalda», dirá Adelaida más tarde—. Tiene un smartphone y consulta en él alguna cosa, moviendo el índice de arriba abajo. Se le acerca una parroquiana a hablarle del nuevo calendario de misas diocesano. Él mira con un ojo a la parroquiana y con el otro el teléfono. La Providencia es sabia.

sábado, 23 de julio de 2016

Plano secuencia de cena con Eduardo y Laura, por encima de unas verduras al horno.

—¿Y? ¿Estaba bien? ¿O era una mierda como todas las demás?

Hablamos de la última película de Woody Allen. Kathleen responde que efectivamente era un poco birria, pero que Irrational Man nos había gustado más. Laura cuenta que cuando la vieron en París a Eduardo le daba la risa floja porque la encontraba ridícula, y que los franceses —que estaban viendo aquello como si fuera un clásico de Dreyer— volvían hacia él miradas llenas de reconvención.

—Ya —digo yo—, a mí también me dejó bastante frío. En cambio la de Magic in the Moonlight terminó entusiasmándome: la primera hora era bastante rollete, pero luego tenía un giro muy ingenioso.
—¿Y salía algún negro? —pregunta Eduardo.
—Eh... no, no que yo recuerde.
—Creo que en toda la producción de Woody Allen sale un único negro, y además es una prostituta: era en Poderosa Afrodita... No, no, en Celebrity. Porque en Nueva York no hay negros, como todo el mundo sabe...

Luego hablo de la que realmente es mi película favorita de Woody Allen de siempre: Zelig, un falso documental disparatado sobre un judío que se transforma en el prototipo de cada círculo social en el que cae. Lo que me gusta es esa forma desacomplejada de plantear un relato alegórico, sin cuidarse de justificar lo sobrenatural  con la coartada de los polvos mágicos, como hace en otras películas.

—De polvos mágicos chinos —repone Eduardo—, porque los chinos siempre son magos. O tienen una lavandería. Porque, como todo el mundo sabe, China está llena de lavanderías y de sótanos misteriosos con gremlins y armarios de desaparición.

De pronto se le ilumina la cara con el fogonazo de la ocurrencia:

—¡Gremlins y lavanderías! ¡Una combinación con un potencial apocalíptico impresionante!

sábado, 16 de julio de 2016

El sábado pasado Kathleen tenía que dar un seminario en Potsdam y me llevó a un hotel postinero con vistas a la puerta de Brandenburgo, que no es la de Berlín, sino propiamente la de Brandenburgo. Una cosa rara pero a la vez muy lógica, como si en Alcalá tuvieran la Puerta de Alcalá.

Da la casualidad de que esa noche el municipio organiza una verbena por el estilo de las que pagaban los ayuntamientos del PP con las comisiones de las constructoras, pero en lugar de traer a Bisbal han traído a Santana. Como el concierto es gratuito la plaza está hasta la bandera. Hacemos por acercarnos pero el escenario queda siempre igual de lejos: parece un circo de pulgas. Guiñando los ojos se ve, muy chiquitito y muy al fondo, a Carlos Santana. Volvemos al hotel a una hora decente y a ritmo de merengue:

—¡Ah, ah, ah, corazón espinaca!
—Me parece que no era así —dice Kathleen.
—¿Quién es aquí el nativo?

Al día siguiente ella se va a dar su seminario y yo tomo el tren a Münster, donde pasaré la próxima semana de maniobras filológicas. Es el congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, cita trienal con mucho de hoguera de las vanidades, algo de campamento scout y, para algunos, no poco de vacaciones por la filosa. Muchos nos alojamos en una residencia de la diócesis (Münster practica un catolicismo exhibicionista): es un lugar muy agradable pero en las horas silenciosas del desayuno me sobrecoge la sensación de estar participando en unos ejercicios espirituales buñuelianos. 

Como ya me ocurrió seis años antes, nada más ponerme en la cola del despacho de inscripción alguien se me acerca y me dice: «tú eres el hermano de Ignacio, ¿verdad?». La pregunta será frecuente y, en función del día, responderé «depende de quién lo pregunte», «en realidad es adoptado» o «io non parlo spagnolo».

Supuestamente hay setecientos inscritos: en las comunicaciones, sin embargo, estamos siempre los mismos seis o siete. La mayoría de los setecientos ha venido a Münster a que lo escuchen y no a escuchar a nadie: leen su conferencia, recogen el papelito —o sea, el certificado de participación— y se van a hacer compras en la ciudad. Los catedráticos alemanes tampoco aparecen si no es a bendecir algún simposio, y ocupan la mayor parte de su tiempo en darse pisto en conciliábulos de pasillo, todos ellos hombres, todos ellos con un rictus sardónico imborrable. Esta gente tan hinchada no se da cuenta de que no representan nada a nivel internacional, mientras que otros hispanistas de países no hispanohablantes sí gozan de notable prestigio; son, además, los que están en las secciones escuchando ponencias, dando consejos, sugiriendo pistas de lectura: Patricia B., de Roma; «Pepe Nieves», de Madison; David G., de Virginia; Bénédicte V., mi predecesora en L*** y ahora catedrática en Berna; y, por supuesto, Jean-François. De los alemanes, me parece que sólo Jan-Henrik W. y Dieter I. tienen un trato más generoso; coincido un día con este último en el autobús y me cuenta que Botrel organizó tras la reunificación unos encuentros internacionales para acoger en el hispanismo europeo a los colegas de las provincias ex comunistas: un nuevo motivo de admiración. También las catedráticas alemanas son simpáticas: Susanne Z., de la FU, que conoce a Kathleen; Claudia G., con la que ya charlé largo y tendido la semana pasada en Mannheim, o Sabine S., de Bremen, con la que hablo de películas recientes y de las novelas de Patricio, a quien los dos tratamos y queremos.

Uno de los momentos más electrizantes de la semana fue la conferencia de Ana C., de la RESAD, sobre el mundo al revés en el teatro dieciochesco. Días después, en la cena de clausura, charlaríamos una hora larga sobre la pervivencia de la emblemática como modo de representación, sobre la extensión de obras teatrales carnavalescas fuera del tiempo litúrgico que le es propio y sobre la continuidad entre la comedia de magia y ciertos subgéneros del sainete lírico. Pero antes de eso, cruzando uno de los parques que rodean el palacio de Münster que acoge la universidad, le planteo a Jean-François algo que me preocupa desde hace tiempo:

—A fin de cuentas, ¿qué haces con un pliego de aleluyas como el del mundo al revés? ¿Lo miras, lo recortas, lo comentas...?
—Supongo que tenían un uso parecido al de esas estatuillas de oficios que se coleccionaban, al modo de las figuras de belenes.
—O sea, que era un consumo contemplativo.
—Sí, imagino que sí...

La conferencia de clausura la imparte Randolph P. A la salida, David, presidente de honor de la asociación y amigo del conferenciante, me pregunta si me ha gustado. Hago un mohín.

—¿Y eso? A ver, a ver, dime con sinceridad.
—Hombre, David, completamente sincero no puedo ser porque me echáis. Yo diría... —aquí busco las palabras, acordándome de lo que se ha dicho en otra conferencia sobre la discreción renacentista como un modo de disimular la verdad para que brille a su tiempo— yo diría que no ha sido una conferencia adecuada a este público.

Junto a mí está Rosa Mª A., a quien yo, habiendo leído hace diez años Teoría del canon y literatura en España, me imaginaba como una erudita valetudinaria de aspecto thatcheriano, y sin embargo resulta ser una joven algo tímida con la que uno se siente inmediatamente en confianza. «Ya que hablamos con sinceridad —le dice a David con un tono muy dulce—, convendría revisar el formato de las mesas redondas...» No, lo de la sinceridad ya sabía yo que no iba a traer nada bueno: el pobre David se da la vuelta abochornado, diciendo «hala, bueno, pues venga», y deja a Rosa Mª con la palabra en la boca.

Pero es que ya está bien, hombre, joroba. A los ponentes invitados les hemos pagado entre todos el viaje y la estancia: lo menos que deben hacer es preparar un texto informado y organizado, que pueda presentarse como modelo a los doctorandos, que también hay algunos, y que, como los demás, también han pagado un dineral por el viaje, la cuota y la inscripción. Si en una plenaria de la AIH el conferenciante se retrata, en esta edición han salido unos retratos a lo Forges: «...todo lo cual demuestra una mayor prabalización y la consalidación del dandynismo de nuestro autor» (transcripción literal). En una mesa redonda alguien habla de las declamaciones poéticas grabadas, afirma que «cuando estamos ante un poema la voz del autor se vuelve mucho más conceptual» y evoca «el ente espectral que nos viene por el aparato reproductor». Esto del ente espectral y el aparato reproductor me lo imagino de manera demasiado vívida y se me escapa una carcajada que resuena solitaria por el paraninfo durante un segundo. Si soy el único al que le da la risa, es que los demás se han dormido. Me giro para hablar con Mariano de la C., que está sentado detrás de mí, y que es vocal de la junta directiva.

—Mariano, despierta y haz que la nueva junta ponga un poco de orden, porque esto es un escándalo.
—No, ya, ya. Esto es responsabilidad de la comisión local organizadora, pero yo lo voy a decir.

Y luego, en una pausa, le pregunto por la Autónoma y me traza un panorama de la universidad española que pone el corazón en un puño. Estudiantes a los que les deniegan la beca cuando ya se han examinado de muchas asignaturas, a veces con notas excelentes. Profesores que cobran 600 euros y deben dedicar la mitad del sueldo a pagarse ellos mismos la seguridad social. Decanos que llaman a los profesores para decirles que deben aprobar a más estudiantes. Matrículas de 3.000 y 4.000 euros anuales. Compromisos de contratación que se rescinden a pesar de haber cumplido todos los recortes impuestos. Clases en las que dos tercios de los estudiantes son chinos... «Y esto es la universidad pública, que alguna vez fue buena». Otros no pensábamos que alguna vez hubiera sido buena, pero sí que no podía ir peor: también nos equivocamos. 

En la cena de despedida Carlos A., el célebre medievalista de Ginebra, me cuenta cómo llegó a Barcelona y Martín de Riquer le dio a leer el Tirant lo Blanc y el Curial e Güelfa; como había aprendido el catalán de mayor se sentía raro y prefirió dedicarse al provenzal. Con otros dos comensales discutimos si los sentimientos crean las tradiciones poéticas o si son las tradiciones poéticas las que crean los sentimientos; yo, algo cínico y determinista, soy el único que tiende a pensar lo segundo. En cierto modo Carlos A. me da la razón cuando dice que hay textos que no puede explicar en clase porque se echaría a llorar de emoción, aunque es un señor con toda la barba, como aquel que dice. Tiene mucho trato con mi colega Nadine H. y, como ella, reverencia la tradición filológica de L***: Delbouille, Thiry, los Horrent... «En cambio —afirma— el hispanismo alemán se lo han cargado; bueno, muy bien, allá ellos». Muy simpático, muy modesto y muy sabio: parece que todo va junto. En cambio, cuando alguien empieza diciendo «ya sabrás quién soy»... malo.

Se acercan para despedirse Jean-François y Danielle, su mujer. Les pregunto cómo ven que se haya escogido Israel para sede del próximo congreso, y si piensan asistir.

—Eso es en tres años —dice Jean-François—, ¡cuán largo me lo fiáis!
—Ah, ya. O sea, que a lo mejor entre tanto se propone otro sitio...
—No, no; quiero decir que ya tiene uno cierta edad y tres años es mucho tiempo. 

Mi madre. Quita, quita... Tienes que hacer vida sana, Jean-François: ¿a qué va a ir uno de congresos, si no es a verte? Víctor, el catalán de Ontario, se me acerca por detrás como si fuera a atracarme y me cuenta un chiste intencionado:

—¿Qué diferencia hay entre un inglés y un español? Un inglés se va sin despedirse y un español se despide y no se va.

Sí, yo todavía soy español en eso y en lo de hablar a gritos. Al día siguiente la mayor parte de los asistentes ha emprendido ya el camino de regreso y yo doy mi charla ante seis personas contadas, incluidos el técnico, la otra ponente y la presidenta de mesa. Peor lo tuvieron quienes hablaron por la tarde, pues la propia organización los boicoteó contraprogramando al mismo tiempo una visita guiada a la ciudad. Los que hablaron tuvieron que imponerse al ruido de los becarios que desmontaban mesas y arrancaban carteles.