Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 27 de marzo de 2022

No fui, ni mucho menos, de los colegas más íntimos de Jean-Pierre B. No tenía su número de teléfono. Nunca lo vi fuera del contexto académico, salvo en las reuniones de fin de año o en algún aperitivo improvisado después de una junta de facultad. Y sin embargo, hay algo de obsesivo en su súbita muerte. Solo éramos colegas, pero como me hace notar Kristine, tratamos a muchos colegas con más asiduidad y aun con más intensidad que a muchos parientes.

Hace seis años se conoce que hubo un momento efímero de distensión y relajo, porque una tarde, después de una junta de Facultad, ocurrió algo que no ha vuelto a suceder desde entonces, y es que cuatro o cinco profesores acabamos tomando cervezas en la cafetería de enfrente. Entre ellos, Jean-Pierre. Yo acababa de solicitar la excedencia para ir a Madison, y todos me preguntaban si había visto la película de Clint Eastwood —que, en realidad, transcurre en otro Madison—; alguien habló de los muchos belgas que habían emigrado a aquella región (unos meses más tarde visitaría, efectivamente, la Bruselas de Wisconsin); otro, comprensiblemente envidioso de mi suerte, sugirió que yo pagase las cervezas, y Jean-Pierre dijo que debería aprovechar mi excedencia para organizar un congreso e invitarlos a todos, de manera que pudiéramos encontrarnos allí y seguir charlando y bebiendo, al abrigo de todas esas reformas legales y administrativas que nos pudrían y siguen pudriendo la existencia.

El martes pasado fui al tanatorio a dar el pésame a la familia. El miércoles era el entierro, pero coincidía con dos de mis clases. Como todavía tengo seis o siete horas que recuperar de cuando me escapé a Madrid, me pienso mucho si mantenerlas o no. Intenté imaginar qué habría hecho el propio Jean-Pierre, pero enseguida me persuadí de que ese ejercicio mental de ventriloquía ultraterrena era, en general, injusto, y en el caso particular de Jean-Pierre, además, ridículo, pues una de las cosas que caracterizaban sus intervenciones públicas era la capacidad de adoptar ángulos sorprendentes, de hacer propuestas inesperadas, de neutralizar con salidas de pata de banco los dilemas bizantinos en que se agota nuestra vida institucional.

Si algo me ha quedado claro en los trece años en los que traté a Jean-Pierre, ha sido que, entre la vida y el protocolo, él siempre tomó el partido de la vida: de la vida gastada en aprender, en conversar, en comer, en escribir. Cuando fue decano, conducía las juntas de Facultad a uña de caballo, con prisa por pasar a otra cosa. Por eso, por no inclinarme ante el protocolo, me decido a mantener mis clases. (La muerte es el peor de los protocolos, el trámite contraproducente, la gestión que postponemos hasta que el plazo —y uno— expira). Con lo que no contaba era con encontrarme a los estudiantes cariacontecidos, llorosos, alguno incluso tan incapacitado para seguir la lección que se excusa y abandona la sala entre hipidos.

A veces cuando me aburro en las reuniones, dibujo a mis colegas con la mano izquierda. Mientras que la mano derecha percibe la quidditas, la categoría general, la mano izquierda percibe la hæcceitas, lo intransferible del individuo. Pero ni siquiera con la mano izquierda conseguí sacarle el parecido a Jean-Pierre, ya que su rasgo más distintivo era la ironía que le centelleaba en la mirada. Aunque era una eminencia internacional, experto en poetas malditos y editor de clásicos benditos, poseía la virtud de no tomarse demasiado en serio. Un fanzine de estudiantes recogía hace poco una frase, dicha en el aula, que lo retrata a la perfección:

—¿Ah, sí? Ah, sí, puede ser... Es ingenioso. No había pensado en ello. Ahora, que igual lo que usted dice no tiene sentido. A fin de cuentas, ¿qué más da, verdad?

He oído decir que estaba organizando un congreso al que iba a invitarnos a todos.

martes, 8 de marzo de 2022

Los fines de semana siempre tenemos que estar malo alguno: unas veces es el niño, otras Kathleen, otras yo. Si no podemos ponernos malos nosotros, llamamos a mis suegros o a mi cuñada para que vengan y enfermen. A veces, alguno está malo por partida doble. Un fin de semana que corremos el riesgo de estar sanos todos, voy al dentista para que me desgracie. Pero todo, a fuerza de repetirlo, cansa, incluso lo desagradable, por lo que un fin de semana de finales de febrero, en lugar de regresar a Hannover a toser, saco un salvoconducto —tenía todos los papeles caducados— y me subo a un avión.

Desembarco en Madrid tras dos años largos de ausencia. Lo encuentro todo cambiadísimo. Ahora son otros todos esos comercios que, la última vez que estuve, ya no eran los de toda la vida.

Como he caído en pleno carnaval, me disfrazo de escritor. Llamo a Alberto, que, para seguirme la corriente, se ha disfrazado de agente. De agente secreto y literario.

—Estoy en Madrid —le digo.

—Muy bien —responde—; espera instrucciones.

Entro en una librería y veo involuntariamente uno o dos ejemplares de mi novela perdidos en el piélago de papel. Todas las novelas, en realidad, están igual de perdidas (con excepción de las de una tal Megan Maxwell, pseudónimo de una española que escribe cosas subidas de tono, y de las de Gómez-Jurado, cuyas pilas hay que escalar antes de poder entrar en cualquier librería). Casi todos, repito, estamos igual de perdidos, e intuyo que casi todos envidiamos la suerte de la novela de al lado, sin saber positivamente nada de ella.

—Es normal —me dice Alberto, quitándole hierro—. Es que hay tanto ruido...

—Ya —le digo, pero sin demasiado énfasis, porque me parece que quejarse del exceso de publicaciones es como estar metido en un coche quejándose del tráfico. Y no digamos ya si uno ni siquiera va en coche sino en burrotaxi.

Luego abro la prensa y leo boquiabierto lo que escriben Daniel Gascón, Paula Corroto o Manuel Jabois y me digo que debe de ser bonito practicar esa escritura, sentado en la cresta del presente, con el portátil en el regazo, en la confluencia de todas las ondas del planeta.

Pero otra voz me dice que nadie escribe en esa posición, o que esa posición, a la larga, entumece las piernas y da calambres en las cervicales, y que todos preferirían adoptar la posición del de al lado, ignorando que la ergonomía es un mito y que, cuando se trata de escribir, no hay posición buena. Lo que equivale a decir que no hay posición mala.

No hay posición mala en el damero literario. Yo escribo en una lengua que no es ninguna de las tres del país en el que vivo, y vivo, por mis pecados, en su provincia menos fotogénica. Pero presiento que esa incomodidad enardece la avidez de los escritores metropolitanos, que ya empiezan a descubrir en su sociedad chic de ferias y autógrafos dejes de apoltronamiento pequeñoburgués.

Entonces llega el miércoles de ceniza, me quito la máscara y dejo que el agente secreto me persigne en la frente con la carbonilla gris de los libros muertos. Regreso a mi larga cuaresma funcionarial, ayuno de lecturas, y sonrío imaginando que esos escritores metropolitanos se me representarán huyendo del calabobos bajo la rechifla de los carillones; departiendo con jóvenes ancianos que estudian los siete dialectos del Brabante; echando alpiste en el breve abrevadero de los herrerillos; esquivando la bicicleta del capellán de birreta; friendo huevos en una buhardilla que parece un palomar; haciendo, en fin, mil cosas pintorescas y literarias que permanecen vedadas a los urbanitas.

Y todo es exactamente así, pero peor.