Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 21 de febrero de 2013

Los estudiantes querían que suspendiéramos nuestra clase de los jueves de la mañana, como siempre que hay huelga de autobuses. Desde luego, ayer por la tarde les dije que no era posible, y envié una circular por correo electrónico apelando al sentido del deber e informando de que hoy mantendría el horario previsto y esperaba verles a todos a las ocho en punto.

Después de haberme puesto tan serio, lo último que yo quería era verme afectado por la huelga de autobuses, que en sí no me preocupaba porque casi nunca voy en autobús, pero temía que pudiera contagiarse a los trenes. No sería la primera vez. Así que en lugar de tomar el tren de las 7 en punto, que es el que suelo coger los jueves, decidí levantarme a una hora heroica y coger el de las 6:23. Eso me daría un margen de seguridad y además me permitiría terminar de repasar los apuntes mientras me tomaba un café con un suizo.

Con un bollo suizo.

El tren de las 6:23 llega a Tilff a las 6:23, y a las 6:24 su humilde servidor está enfrascado en la reescritura de un artículo que debía haber terminado el año pasado. Los que utilizamos mucho el tren desarrollamos un sexto sentido que nos indica automáticamente en qué estación nos debemos bajar. No necesito levantar la vista de la pantalla para saber que hemos dejado atrás la estación de Calatrava, y sigo revolviendo sinónimos y preposiciones sin cuidarme del mundo exterior porque sé que en algún lugar de mi mente hay un reloj de cocina que me avisará dos paradas después.

No necesito mirar por la ventanilla la estación de Jonfosse porque sé que todavía me queda una.

De todos modos es de noche y no se ve nada.

Es curioso, en cualquier caso, que tanta gente se haya subido en Jonfosse, donde lo normal es que no se suba nadie, como no sea para chutarse en los aseos del tren. Mientras tecleo furiosamente alcanzo a ver con el rabillo del ojo una batería de farolas de nueva generación, que deben de haber instalado esta misma noche. ¿Y cómo es que hay tantos pasajeros en el tren de las 6:23 y tan pocos en el de las 7:00?

La mujer que viaja delante de mí levanta la vista de la novela y lee en mi cara el desconcierto antes de que yo mismo lo sienta.

—Está usted en Ans.

El pitido que anuncia el cierre automático de puertas no me ha dejado entender lo que la mujer me ha dicho.

—Está usted en Ans —repite, como quien dice «yo soy tu padre», o «en realidad no estaba muerto».

Debe de ser que me ha dado un aneurisma y me he desvanecido durante varios minutos; o varios años, los suficientes para redistribuir el trazado del ferrocarril y hacer que mi línea gire 45º hacia el noroeste. ¿Cómo ha podido pasar? ¿Dónde está Ans? Y sobre todo, ¿dónde está el sentido arácnido ferroviario cuando uno lo necesita? Tengo que bajarme inmediatamente de este tren.

—¡Tengo que bajarme inmediatamente de este tren!
—Está en el tren directo a Bruselas. No hay más paradas intermedias.

Se me ha quedado la misma cara que al Primer Ministro británico de la serie Black Mirror cuando le dicen que han secuestrado a la princesa de Inglaterra y la matarán si unas horas más tarde no sale en televisión manteniendo una relación sexual completa con un cerdo.

Bruselas está a 113 kilómetros de Tilff. Bastante más lejos que Segovia de Madrid, que Fuerteventura de Las Palmas, que Berlín de Mielszkowice, o que Detroit de Toledo (Ohio). Bruselas está casi a la misma distancia de Tilff que Düsseldorf o Luxemburgo. Y mi clase empieza en poco más de una hora. He sido secuestrado por la SNCB a bordo de un tren conducido por un gremlin que lleva un dispensador PEZ con una reproducción en plástico de su propia cabeza de la cual salen varias anfetaminas por minuto.
La interventora, comprensiva, dice que no se acaba el mundo, que todos somos humanos y que en cualquier caso la última persona que saltó en marcha de un tren no vivió para contarlo. Me da una palmada en el hombro y una papeleta mágica para volver gratis. Me recomienda que espere a llegar a Bruxelles-Nord a las 7:52 y confía en que haya un tren a las 7:59 en sentido opuesto.

Curiosamente llegamos a Bruxelles-Nord a las 7:27, y a las 7:33 sale desde el andén contiguo un tren en dirección contraria.

El tren de las 7:33 llega a las 7:37. A las 7:39 un amable joven me presta su teléfono móvil, con el que llamo al bedel. No está. Lo intento de nuevo a las 7:59, y vuelvo a dar con el contestador automático. Le dejo un mensaje diciendo que previsiblemente llegaré a las 8:35, y le pido que avise a los estudiantes —que estarán ya esperando en el aula— y que les diga que vayan comentando entre sí los ejercicios 3, 4 y 5 para corregirlos cuando yo llegue.

A las 8 en punto devuelvo el teléfono móvil. A las 8:17, a varias docenas de kilómetros, Kathleen apaga el despertador por enésima vez y se da media vuelta; un poco más allá varios estudiantes miran la hora en sus smartphones simultáneamente y dedican un pensamiento a mis familiares más queridos. A las 8:26 un extraño ente es avistado sobrevolando con movimientos brownianos el espacio comprendido entre la estación de Calatrava y la parada de taxis. Dicen que tenía gafas.

A las 8:35 pago el taxi —previsiblemente el taxista no tiene suelto para darme la vuelta— y a las 8:36 entro en la facultad con la frente más alta que don Rodrigo en la horca. Todavía había algunos estudiantes en clase. El bedel no les ha transmitido ninguna información. De hecho, ni siquiera sabían que hubiera un bedel. Me preguntan por qué no me he tirado del tren en marcha, y mi respuesta no parece convencer a todos.
  

domingo, 17 de febrero de 2013

Hace dos semanas estuvimos visitando las Termas de Claudio, en Colonia. Allí bebimos un agua que ha pasado 39.000 años en el subsuelo, antes de brotar por un caño en una esquina del Rheinpark. Es un agua más antigua que la humanidad. Sabe también un poco a eso, pero impresiona.

El viaje a Colonia fue una escapada rápida y casi irresponsable —estaba a punto de comenzar el nuevo semestre— con un objetivo claro, aparte del baño termal: comprar una olla a presión. En el primer centro comercial que nos echamos a la cara tienen cerca de 78 metros cuadrados de baterías de cocina, la mitad de ellas compuestas de ollas a presión en diámetros variados. Una vendedora nos explica durante media hora larga las funcionalidades inauditas de sus ollas, hasta que otra cliente que pasaba por allí —claramente a sueldo de los grandes almacenes— se acerca y asegura que ella lleva treinta años cocinando con una olla como la que nos acaban de recomendar y la volvería a comprar sin pensárselo dos veces. Qué diablos, si el precio fuera el de hace treinta años nosotros también la compraríamos. 

La verdad es que la compramos igual con los precios del siglo XXI. Potaje en nueve minutos. Risotto en cinco. Kathleen dice que alguien debería escribir una historia cultural de las ollas exprés: hay muchas recetas castizas para hacer potajes y cocido con ellas, pero según los foros alemanes de cocina están algo pasadas de moda, y en Bélgica no encontré más que dos modelos de calidad dudosa y precio a todas luces optimista.

El lunes pasado estuvo cenando en casa Patricia W., la nueva profesora de traducción. Contó historias tremebundas de lo resabiados que están los estudiantes en la Universidad de Buenos Aires. Uno, por ejemplo, le reprochó a un catedrático que entreverase su argumentación de expresiones adverbiales por el estilo de «evidentemente», «muy probablemente» o «como es obvio». «¿No cree —le dijo— que es demasiada modalización? Los datos deberían ser suficientes para que su clase se tuviera en pie».

Otra vez un estudiante le preguntó a un catedrático de literatura qué pasaba con el mendigo ciego al final de «Casa tomada». El catedrático elaboró una detallada e ingeniosa explicación acerca no sólo de su destino, apenas sugerido, sino también de la sutil dimensión simbólica que caracterizaba a ese discreto personaje del relato del Cortázar. Habría salido aquel día por la puerta grande si en el relato hubiera habido realmente un mendigo ciego y si todo hubiese sido algo más que la broma pesada de un goliardo desahogado. 


Con Patricia compartiría pocos días después una experiencia tristemente representativa de esta provincia distópica. Habíamos salido de la cena de navidad del equipo de español (que no celebramos en navidad y aplazamos varias veces hasta mediados de febrero), y regresábamos en el mismo tren de la línea de Rivage cuando en nuestro vagón comienzan a estallar las ventanillas. Cuatro percusiones rápidas —¡pac!, ¡pac!, ¡pac!, ¡pac!— y los cristales se hacen trizas como si los hubieran sumergido en nitrógeno líquido. En el centro de cada uno, un agujero por el que cabría holgadamente mi dedo corazón (ese dedo «tan rico de expresión», que decía Luis de Tapia). Patricia se ha echado a un lado con brusquedad refleja. Le pregunto si está bien, recompone el gesto y comprueba que efectivamente está ilesa. Los proyectiles parecen haber atravesado la primera capa de cristal, pero no la segunda: eso nos tranquiliza un poco y nos hace pensar más bien en pistolas de aire comprimido. Me levanto y en los asientos contiguos encuentro a dos muchachas que llevan el miedo pintado en la cara; junto a ellas, otra ventanilla escarchada. Una de ellas cuenta, con marcado acento de Flandes, que dos jóvenes la venían siguiendo y habían descendido del tren en la estación suburbial que acabábamos de abandonar. En la siguiente estación llegan los peritos de la SNCB, la interventora, la policía, y varios guardias de seguridad. Uno de ellos nos explica que deben de haber sido pedradas, pues de otro modo las consecuencias habrían sido mucho más graves. Otro comprueba que en los vagones no falta ningún martillo de emergencia, y al pasar por nuestro lado nos dice: «es la tercera vez que ocurre esto en las dos últimas horas». En el andén observamos como un trabajador con chubasquero reflectante desprende los fragmentos de vidrio con un destornillador y luego los echa a la vía, sobre el balasto. Patricia se ríe con ganas y exclama:

—¡Qué folklórico es todo!