Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 16 de julio de 2017

El capítulo musical es exuberante. Subsiste la tradición de bandas callejeras en la Plaza de Armas y en las esquinas de Frenchmen Street, donde se ubican varios locales míticos del jazz. En uno llamado d.b.a escuchamos a la electrizante Tremé Brass Band. En la cubierta del Natchez, uno de los dos últimos vapores auténticos que surcan el Mississippi, hace reclamo un organillo de viento, y en su entrecubierta tocan ragtime los Steamer Stompers. Varias noches recalamos para tomar una cerveza Abita en Spotted Cat, donde la mitad del público parece saber bailar lindy hop. Por supuesto, todos los hombres llevamos pork pie hats.

Hacemos la visita obligada al Preservation Hall, una sala vieja de siglos sin bar ni lavabos por la que parece que acaba de pasar el huracán Katrina, y en donde cada noche se opera una ceremonia arqueológica en la que durante tres cuartos de hora se insufla nueva vida al lenguaje contrapuntístico de Bix Beiderbecke y de Sidney Bechet. Los asistentes aplauden enfervorecidos cuando la pianista hace tremolar un acorde o cuando el clarinetista se pone de pie, cosas ambas que podría hacer un infante de corta edad. Al fondo, un cartel anuncia que las peticiones del público cuestan 5 dólares; 10 si se trata de una canción moderna y 20 en el caso de «When the Saints Go Marching In». Esto último es, como evidencia la lupanaria progresión de la tarifa, lo que el público turísitico más desea que le toquen y lo que los músicos menos ganas tienen de tocar. Alguien echa veinte pavos en el bote. Los músicos cruzan una mirada de inteligencia y se encogen de hombros, como diciendo «acabemos con esto cuanto antes».

Músicos mediocres hay en todas partes, también —o sobre todo— en varias de las esquinas de Nueva Orleans, que atraen a instrumentistas de toda laya. Es fácil que un mendigo dé con una trompeta y se dedique a atronar a los clientes que están comiendo buñuelos en la terraza del Café du Monde con la esperanza de que alguien vea en él a un genio bohemio y le dé un billete de 5. El coro de la parroquia de Guadalupe podría aplacar la ira del dios de Abraham y de Israel, pero no la de los hipsters de Frenchmen Street.

Una noche nos obligamos a hacer la acostumbrada ronda por los locales de aquella calle, pero estamos tan derrengados que para volver al hotel tomamos un rikschaw, que aquí llaman pedicab. Mientras pedalea, nuestro conductor nos cuenta que durante un tiempo intentó ganarse la vida como músico profesional, pero que se cansó de tocar canciones que no le gustaban con gente que no le gustaba. Es posible que en verano, cuando los cabeza de cartel están de gira por el extranjero, algunos de los mejores músicos de Nueva Orleans sean los camareros y los conductores de bicitaxi.

Desafiando la tormenta tropical que estalla puntualmente a las tres de la tarde corremos un día a ver el Backstreet Museum, dedicado a los funerales de jazz y a la singular tradición de los «indios» afroamericanos, que es más bien una peña de carnaval con aires trascendentes. Cuando llegamos, nos encontramos ante una casita frágil, de una planta, con el cartel de «cerrado». En el porche hay un banco donde un señor con bigote echa un parrafito con un amigo que sienta medio culo en una barandilla. El señor con bigote habla un inglés incomprensible y, según creemos entender, nos explica que el dueño del museo está trabajando en ciertos proyectos además está o ha estado enfermo. Bueno. Nos cede el banquito para que aguardemos a que escampe; cabemos los tres, pero —dice— el banco no lo soportaría. Para nuestro asombro, el señor del bigote abre tan tranquilo la puerta del museo y entra en él a buscar una silla de jardín.

Al rato llega una mujer arrugada y cheposa, con una larga cabellera rizada por la lluvia y una mirada alucinada. Nos dice que se llama Geraldine. Lleva treinta años haciendo crítica musical en Nueva Orleans y es amiga de muchos músicos locales, incluyendo a los miembros de la familia Marsalis, que son los principales responsables de la última resurrección del jazz en Louisiana. Todos los viernes por la tarde Geraldine se acerca al porche del Backstreet Museum a tomar una cerveza y a pegar la hebra con el señor del bigote. Como si fuera cosa propia, se excusa por el cierre inopinado del museo, pero Kathleen y yo llegamos a versiones diferentes de su explicación: para ella, se trata simplemente de una reunión familiar, mientras que yo creo haber entendido algo de un funeral que ha congregado durante tres días a la extensa parentela del dueño.
Esa misma noche vamos a Snug Harbor —otro de los locales de Frenchmen Street— a escuchar al quinteto de Ellis Marsalis, que es el padre de tres o cuatro de las luminarias del jazz actual, y profesor de celebridades como Harry Connick Jr. El patriarca parece masajear el piano, sacándole un sonido ligado y aterciopelado que no parece proceder de una colección de teclas. En la mejor tradición de las leyendas del jazz, no sigue un orden predeterminado en el repertorio, sino que toca una introducción y espera que sus músicos adivinen de qué tema se trata. Sus improvisaciones son sencillas, más rítmicas que melódicas, aunque de vez en cuando traza un arabesco sofisticado con el que nos recuerda que esa sencillez es una opción consciente, no una limitación de alguien a quien adularíamos si lo llamáramos viejo.

Todas las ciudades deberían tener un barco a vapor con un terceto que toque ragtime, y bandas callejeras de dixieland, y clases gratuitas de lindy hop, y un local en el que una vez por semana toque alguno de los muchos Marsalis que pueblan el mundo. Hasta entonces, que no me hablen de progreso.

viernes, 14 de julio de 2017

Nos montamos de nuevo en  el tren que une Chicago con Nueva Orleans siguiendo el curso del Mississippi. Sus vagones son de dos pisos y uno de ellos tiene ventanas altas y techo acristalado para ver mejor el paisaje. Los bosques se vuelven cada vez más frondosos, invadidos por una especie alóctona que forma lianas alrededor de los troncos. Plantaciones de soja y de maíz, pantanos, ríos de aguas marrones, carreteras de tierra y vías abandonadas. Una tienda de una planta, con las paredes de hormigón visto, está cubierta de grafittis sin maña que dicen «open open open», pero los desmiente una plancha de madera claveteada al marco de la puerta. Algo más allá, un letrero municipal conmina con una sintaxis ambigua: «quiet sick zone». Las garzas alzan el vuelo entre arrayanes y pinos cubiertos de líquenes, y cuando nos queremos dar cuenta el tren se está deslizando sobre las aguas grises del lago Pontchartrain, sostenido por pilotes de madera carcomida. Al otro lado del lago se insinúan los espectros de los hoteles de Nueva Orleans, adonde todavía tardaremos otra hora en llegar.

Junto a nosotros viaja una mujer que no puede levantar las piernas, y su hijo, que no puede alzar los brazos. Están rodeados de bolsas. La mujer tiene el pelo blanco y varios dientes de menos, por lo que parece más anciana de lo que seguramente es. En pocos minutos y de forma desordenada nos cuenta la saga de su familia. Su abuela, que se apellidaba Marx, pertenecía a una dinastía de artistas circenses; acaso de otra de las ramas de su árbol genealógico colgasen Groucho, Chico y Harpo. Esta abuela Marx azotaba a sus nietos y les forzaba a comer raciones imposibles de chucrut. Una vez su propia hija la llamó nazi y ella le tiró un tenedor desde el otro lado de la mesa y se lo clavó en la mejilla.

Nuestra amiga Julia, que ahora trabaja en Noruega, nació en Nueva Orleans, por lo que cuando supo de nuestros planes contactó con sus amigas Tara y Veronica, que aún viven allí y que se apresuraron a ofrecernos su ayuda. Veronica nos recibió en la estación; en las horas siguientes nos llevaría en coche a los principales barrios de la ciudad y nos haría probar las especialidades de sus locales preferidos. Empezamos por Parkway Bakery, donde supuestamente se ofrecieron por primera vez poor boys, los extravagantes y por completo sobrevalorados bocadillos que hoy figuran en la primera página de cualquier guía turística. Como esos bocadillos se inventaron para suministrar calorías a los conductores de tranvías y a los trabajadores de la vecina fábrica de conservas, hay que hacerlos bajar consumiendo cantidades imprudentes de una espectacular cerveza pilsen de grosella.

Veronica nos lleva también al Lower Ninth Ward, la zona en la que más estragos produjo el huracán Katrina. Estando allí es fácil comprender lo que sucedió. Muchas calles desembocan en un muro elevado de cemento que cierra un canal de navegación industrial; la lluvia llenó el lago Pontchartrain, el viento hizo remontar el agua del Mississippi y, como el dique del canal padecía defectos estructurales, reventó. Han reconstruido muchas casas, pero el barrio conserva un aspecto devastado. Algunos vecinos siguen cortando el césped de sus terrenos por imperativo municipal, aunque de la casa que allí había sólo perdura un dintel, un trozo del fundamento o un montón de chatarra; en otras parcelas la naturaleza ha vuelto por sus fueros perdidos y las plantas, más altas que un hombre, han engullido hasta las aceras. Mientras visitamos esa zona cae un aguacero y enseguida se forman charcos que cubren por encima del tobillo, porque el barrio está por debajo del nivel del mar y tiene un drenaje pésimo. 

La gente en Nueva Orleans tiene a gala ser muy hospitalaria y extrovertida. A veces, demasiado. Veronica nos cuenta que una vez su hermano fue a recoger a un amigo antes de salir de marcha; el amigo le dijo «espera un segundo: le preparo un huevo a JFK y salimos». El hermano de Veronica dio por hecho que JFK era un perro u otro animal de compañía que por extraño capricho respondía a las iniciales del presidente Kennedy, y se impacientó porque su amigo se entretuviera en hacerle huevos fritos. Iba a echarle el sermón cuando se abrió la puerta del sótano y salió un negro diciendo: «eh, colega, ¿dónde está mi huevo? Me prometiste que me freirías un huevo». Luego, se dio media vuelta y cerró la puerta.

—¿Qué leches ha sido eso? —preguntó el hermano de Veronica.

—Oh —respondió el otro—, es JFK. Un día descubrí que estaba viviendo en mi sótano, y desde entonces lo alimento.

martes, 11 de julio de 2017

«Parecían chicos blancos escuchando música negra, pero era algo más: era el nacimiento del rock and roll». Esto decía un viejo guitarrista en un documental sobre la música en Memphis, pero obviamente no se trataba sólo de chicos blancos escuchando música negra, sino de chicos blancos saqueando las tradiciones musicales e indumentarias afroamericanas, inyectándoselas al country y haciéndose millonarios. Es posible entender, por lo tanto, que el rock and roll constituye no el primero pero sí el más notorio caso de apropiación cultural, ese mecanismo fundamental de la cultura popular occidental que hace poco ha encontrado una soberbia síntesis alegórica en la película Get Out. El debate es controvertido y, aunque quizá sea imposible o pretencioso darle una solución teórica, sí puede resolverse en la práctica comprobando la articulación entre estilos y grupos sociales. ¿Es la cultura del rock and roll un espacio de diálogo entre etnias?

Visitamos primero Sun Studio, el lugar en donde se grabaron muchos de los primeros éxitos de Elvis Presley, Jerry Lee Lewis Carl Perkins o Jimmy Cash. Para llegar hasta allí debemos atravesar un barrio abandonado por la municipalidad, donde las libélulas revolotean entre solares llenos de basura y almacenes en ruinas. Un autobús acierta a detenerse junto a nosotros y aprovechamos para preguntarle al conductor si falta mucho para llegar a Sun Studio. Es sintomático que el conductor, que es afroamericano y pasa todos los días por esa calle, no sepa de qué le estamos hablando. Cincuenta metros más allá avistamos un grupo de gente que se hace fotos delante de un chiribitil e intuimos que hemos llegado.

Efectivamente, Sun Studio es una pequeña construcción de una planta que en los últimos cincuenta años ha recibido varias funciones, entre ellas la de bar y la de peluquería. Por extraño milagro, la precaria sala de grabación de su entresuelo nunca sufrió alteraciones sustanciales. Hay visitas turísticas cada media hora, y todos los visitantes somos blancos. Algunos llevan bigote.

Salimos y recorremos el sector histórico de Beale Street, con míticos tugurios en los que paraban a tocar los músicos negros que emigraban al norte desde el delta del Mississippi. Yo ando, como siempre, silbando, y alguien que no tiene pinta de músico elogia mi silbido («¡qué flipe, tronco!»), lo que en aquel lugar es prácticamente una consagración. Entramos en la abarrotería de Schwab, uno de los comercios más antiguos del país, donde aún se venden tirachinas y pistolas de pistones. Voy en busca de un sombrero que me defienda de la canícula, pero comprar un sombrero también es un asunto con cargas políticas de profundidad. El fedora era el preferido de los blancos segregacionistas; el kangol es de jubilado aficionado al golf; el panamá pone nerviosos a los elefantes; el canotier es resistente a la ironía; el stetson requiere licencia de armas, y llevar una visera de béisbol equivale estos días a una defensa pública de Trump. Considero un instante el salakof. Revolviendo entre el género doy con un pork pie hat, uno de esos sombreros con forma de tarteleta que llevaron Lester Young y Thelonious Monk (aunque éste podía ponerse cualquier cosa en la cabeza, desde un fez hasta un gato). Es un sombrero británico que emplearon artistas de vodevil antes de ser adoptado por músicos de jazz negros y por su público de hipsters blancos; un sombrero que va de guay pero que también es algo chorras. Parece que he nacido con él en la cabeza.  

A dos pasos de allí está el museo del Blues y el Soul, donde nos mezclamos con una clientela muy cosmopolita y multicolor: hay indios de la India y de los otros, bastantes orientales, muchos afroamericanos y unos cuantos europeos. El mismo tipo de público es el que acude al museo del Movimiento por los Derechos Civiles, término consagrado por el uso que remite a la lucha contra la esclavitud y la segregación de los afroamericanos. Y luego vamos a Graceland.

Vamos a Graceland sin saber muy bien por qué, como dice una canción de Paul Simon. Se trata de la casa que Elvis Presley compró en las afueras de Memphis cuando empezó a amasar dinero de verdad. Junto a ella se alza hoy un hangar con tantas exposiciones como tiendas; estas últimas ofrecen las más excéntricas baratijas estampadas con la cara de pan de Elvis the Pelvis: toallas, sudaderas, tocadiscos, lamparillas, bolas para el árbol de navidad, púas de guitarra, barajas, puzzles o una guitarrica de plástico transparente rellena de palomitas de maíz caramelizadas. Pero sobre todo, Graceland es la experiencia más parecida al apartheid que tendrán muchos de sus visitantes europeos. De los cuarenta o cincuenta empleados que nos cruzamos a lo largo del día, sólo tres son blancos, y uno de ellos va caracterizado de gerente: una relación descomedida en una población con un 63% de habitantes afroamericanos. Mayor aún es la desproporción entre los turistas: no habremos visto a menos de 300 o 400, entre los cuales cuento a cuatro o cinco asiáticos y a seis o siete latinos; a veces oigo hablar en francés, en alemán o con acento rioplatense, pero casi todos los demás son sin duda estadounidenses, y sólo una mujer, pareja de un señor de apariencia caucásica, podría ser afroamericana, aunque varios detalles —el tipo de pelo, las elecciones indumentarias— sugieren más bien una procedencia caribeña.

Los empleados de Graceland, negros vestidos con un uniforme sencillo y funcional de color azul marino, dirigen a la multitud de turistas blancos con gestos y palabras automatizados, como inevitablemente realizaría cualquiera una tarea tan mecánica como la suyo: el trabajo especializado de explicar y dar forma verbal a los espacios en los que vivió y murió el rey del rock lo hacen unas tabletas que debemos colgarnos al cuello como un ronzal. Las pantallas ofrecen fotos panorámicas en 360º de la habitación en la que uno se encuentra. Los comentarios, grabados en seis idiomas, componen una leyenda en tonos pastel que mataría de hiperglucemia a la sirenita de Disney. Es posible y aun probable que quien pase cinco horas en Graceland salga convencido de que Elvis Presley nunca se divorció, de que gozó toda su vida de un prestigio incontrovertido y de que un buen día, después de tocar el piano durante varias horas y de jugar al squash como un campeón, cayó fulminado por un síndrome misterioso.

Si alguien acudió ese día a la cuna del rock buscando, como yo, el diálogo entre etnias, lo más interracial que habrá encontrado será mi sombrero.

miércoles, 5 de julio de 2017

Han venido mis suegros a pasar dos semanas con nosotros, y aprovechamos para visitar otras partes de Wisconsin con un Ford de alquiler. Hacemos una parada en Two Rivers, una pequeña población en la que se encuentra el mayor depósito de tipos de imprenta de madera que existe hoy en el mundo. Aunque es casi la hora de cerrar, una trabajadora nos hace una demostración de virtuosismo con el pantógrafo y en quince o veinte segundos talla una H pequeñita. Los trabajadores de esa antigua fábrica, casi todos voluntarios jubilados, reciben encargos de diferentes países, aunque es obvio que no les reportan más que unos ingresos simbólicos; el procedimiento es un retorno voluntarioso y militante a la tecnología analógica, ya que los patrones se diseñan primero en pantalla, se imprimen con láser y se envían a Two Rivers para que allí los tallen manualmente en maderade de arce.

Mientras yo compro una cantidad excesiva de láminas, Kathleen y sus padres esperan en el coche y buscan en el mapa la heladería en la que se inventó el sundae. No es que hubiera mucho que inventar —chocolate caliente sobre una bola de vainilla— pero el local está en un curioso edificio con paredes de hojalata y techos de cobre. Yo, que no soy muy goloso, me derrito comiendo un helado de ruibarbo con anarcardos y caramelo fundido. Lo que a mí me parece una receta ridículamente cosmopolita se compone de ingredientes locales y debe de ser un estándar tradicional que lamería sin ironía el republicano más patriota.

Seguimos por la carretera bordeando por el oeste el lago Michigan, viendo pasar una granja detrás de otra. Atravesamos un pueblo llamado Alaska. De vez en cuando hay paneles de anuncios con proclamas reaccionarias: «el aborto y la eutanasia son opciones que matan», «aquí apoyamos a Scott Walker» (el gobernador que ha reducido impuestos y rechazado el dinero que Obama le ofreció para recuperar la red ferroviaria en Wisconsin), «toda vida importa, hasta la más pequeña» (de las humanas, se entiende: a las demás las puede partir un rayo) o «más granjas familiares y menos fábricas de animales». En conjunto, esos carteles delatan una relación conflictiva con el Estado: se deplora que cobre impuestos pero se exige que intervenga para regular la producción de carne, se propugnan políticas neoliberales deseando que hagan regresar la producción tradicional, se convoca el valor de la vida humana al tiempo que se celebra al gobernador que redujo la seguridad social pública. No es tanto un pensamiento contradictorio como un pensamiento parcial, del que vemos cada día nuevos y chocantes ejemplos. La lucha contra el terrorismo es la prioridad nacional, pero en ciertos estados se acaba de aprobar una ley que admite la tenencia de armas por parte de psicópatas diagnosticados (y no es una figura de estilo). Los autobuses escolares llevan luces intermitentes que pueden verse desde el espacio exterior y cada vez que se baja un niño sale un brazo mecánico con una señal de stop que para el tráfico en ambos sentidos, pero los conductores se contratan al buen tuntún y con frecuencia son los locos armados del ejemplo anterior. Como si el razonamiento, perezoso, se hubiera detenido nada más salir de casa y hubiera dado media vuelta para pasar el resto del día delante del televisor.


Llegamos a Sister Bay, un pueblo vacacional cuya principal atracción es el restaurante de Al Johnson. El Al de marras ha cubierto el tejado con césped y hace pastar allí cada día a tres o cuatro cabras, que posan para que los turistas les hagamos fotos. Otra tienda, la Cremery, vende helado y mantequilla de leche de cabra. La manteca de cabra, untuosa y salada, es superior a la de vaca por muchos conceptos, y confirma que el que pensó la gastronomía occidental también lo dejó a medias.

Visitamos la granja de la Cremery, que está a apenas dos kilómetros de distancia. Durante la visita nos siguen varias cabritillas de pocas semanas, que mordisquean los bajos de los pantalones y las correas de los relojes. Si uno les pone delante el dedo lo chupan tratando de sacarle leche. En cinco años la granja ha pasado de ordeñar siete cabras a ordeñar un centenar. Las hembras enseguida se desentienden de las chivas, y éstas corren por la granja y pegan brincos con sus patillas temblequeantes de taburete cojo, cayendo como peleles, unas veces patas arriba, otras de costado y las menos de pie.

Como las heladas en Wisconsin son tempranas y el deshielo llega tarde, la hierba cría pocas bacterias, por lo que la morbilidad de las cabras es ínfima. En invierno comen más heno que hierba, y eso le da al queso un sabor recio a nuez moscada. En la granja hay un señor muy flaco y algo arisco al que sólo vemos de lejos. No es el propietario, ni es el que trae y lleva a los turistas. Es el señor que les pone de comer y les da el biberón a las más pequeñas. Yo me fijo en que a veces se queda mirando a una cabra a los ojos y acerca la frente a la suya. Le preguntamos quién es a uno de los muchachos que nos enseñan la granja. «Es el hombre que habla con las cabras», nos dice. Muchas veces pensamos en el lenguaje de los animales en términos humanos, como si los animales operasen con conceptos y tuvieran un código lógico que nosotros no atinamos a descrifrar. Yo creo que no, que el lenguaje de los animales es más empático que lógico, y  que a veces consiste en darle a una cabra un beso de esquimal.  

De un establo sale trastabilleando una cabritilla de pocas semanas.

—Esta todavía no tiene nombre —nos dice nuestro pastor—; si se os ocurre alguno...

Dado que «Ziege» es cabra en alemán, ¿por qué no Ziggy, como el personaje de David Bowie? A veces, señalar un parecido equivale a crearlo. Todos ríen y los cabreros me aseguran que la llamarán Ziggy, aunque no sé si cumplirán. De todos modos no importa, porque como es un macho dentro de un par de meses se lo habrá comido alguien en el mesón del Segoviano. 

A la vuelta paramos en otra granja para ver y ordeñar más cabras, y luego seguimos atravesando el condado por una región en la que se instalaron muchos belgas en el siglo XIX. Nos detenemos en Bruselas para comer en un restaurante. La camarera es de una antipatía excepcional y tiene unos brazos más largos de lo común. Para que no nos escupa en la comida trato de hacérmele simpático contándole que vivo de Lieja, pero ella me explica que, aunque es belga, no ha nacido en Bélgica. Mientras estoy digiriendo la respuesta, que se explica seguramente por la hipertrofiada necesidad identitaria de los estadounidenses, la camarera añade:

—Si quiere, puedo llamar a mi colega, que habla belga.

Si esto pasa en Bruselas, ¿qué no pasará en provincias? Seguimos conduciendo y dejando atrás granjas, viveros, depósitos de tractores, carteles reaccionarios. Siempre que bordeamos el lago Michigan nos parece que el horizonte queda más lejos de lo normal. Sólo estamos a medio continente, y ya a nosotros mismos nos parece que Washington queda en Laponia y que allí nadie tiene nada que decir sobre lo que suceda aquí en Bruselas. En dirección contraria cruzamos cada vez más coches: son los que se adentran en la América rural para celebrar el día de la Independencia. Según una encuesta reciente, un tercio de ellos ignora de qué país se independizaron.