Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 24 de mayo de 2013

Mi viaje a Exeter comienzó en realidad dos o tres días antes de que tomase el Eurostar submarino, cuando soñé que acompañaba a la reina de Inglaterra en una serie de visitas protocolarias, y en dos ocasiones la soltaba del brazo y ella tropezaba y se estampaba de cara contra el suelo. A la segunda, los ujieres y maceros pensaron que Su Majestad podría haberse lastimado seriamente, pero la reina Isabel se levantó echando chispas por los ojos y me dijo que estaba harta de mí, que durante todo el día sólo se había hecho lo que a mí me apetecía, y que no quería volver a verme nunca más. Yo me disculpaba con un hilo de voz inaudible: sólo había intentado, por una cortesía mal entendida, tratarla como a una persona normal.

Durante el viaje en Eurostar escuché un podcast de la BBC en el que contaban un curioso experimento realizado en la universidad de Massachusetts. Básicamente consistía en meter a dos desconocidos en una habitación y pedirles que se presentasen durante 10 minutos. Pasado ese tiempo, sacaban a uno de ellos, le revelaban que le habían grabado sin que lo supiera, y le pedían que se escuchase y localizase las imprecisiones en la información que había revelado sobre sí mismo. «¿Qué imprecisiones?», solían responder. Y luego escuchaban la grabación. Generalmente los participantes en el experimento localizaban no menos de tres importantes inexactitudes en el relato que habían hecho de sí mismos. Tres inexactitudes cada diez minutos suman 18 inexactitudes por hora en un contexto informal. El dato resulta particularmente inquietante en el contexto de una reunión como la que me ha traído a Inglaterra, cuya meta principal es recabar información sobre las carreras, proyectos e instituciones de los demás.

Exeter es una ciudad muy bonita y apacible en la que corre un viento salado que a última hora de la tarde levanta las faldas y se lleva los sombreros. A pesar de los bombardeos alemanes, conserva todavía muchos edificios góticos que le dan un aire decididamente turístico. Por ello, no deja de ser irónico que lo más digno de verse esté en la esquina inferior derecha de una vitrina del museo de la ciudad: se trata de una voluminosa jarra de principios del siglo XIV que recuerda lejanamente las cerámicas de Sargadelos; entre el asa y el pitorro, rematados con cabezas de animales, tiene un cilindro ornamental que representa una torre: en la parte exterior varios hombrecillos tañen instrumentos musicales; en la parte interior puede verse a dos obispos completamente desnudos, a excepción de la mitra. Los obispos también tienen instrumentos conspicuos, aunque no son músicos. La armazón extravagante poblada por personajes juglarescos y sustentada sobre el lomo de algo que resulta ser la vasija misma acaso remita a la estética tardomedieval del entremés y la tarasca. La jarra fue cocida y pintada en Francia, y resulta un testimonio anticlerical de primer oden, que apenas destaca en el batiburrillo de objetos absurdos reunidos en el museo.

Kathleen me ha prestado su cámara de fotos, así que tiro unas cuantas docenas, y muchas de ellas parecen postales. El centro de Exeter tiene tan sólo dos librerías: una comercial —con dos filiales— y otra de libros usados que en realidad se dan gratis (una caja registradora sin billetes bosteza demostrativamente junto a la puerta de entrada) pero que de algún modo contribuyen al desarrollo de países del Tercer Mundo y a la repoblación forestal del Reino Unido. Son muchas otras las tiendas de la ciudad que responden a algún propósito filantrópico: uno puede comprar una chaqueta en un establecimiento de prevención de la obesidad, o un juguete en las dependencias de una asociación oncológica, o una cubertería de picnic en una tienda que ayuda a los daltónicos. Mejor ayudar a los daltónicos que a Amancio Ortega.

Alguien describió justamente el campus de la Universidad de Exeter como «paradisíaco». Es un gran jardín de los que fuera de Inglaterra se llaman ingleses, que se extiende sobre una empinada colina, y en el cual brotan, herederos de la Bauhaus, los portentosos edificios de las facultades. Una de ellas contiene un simpático departamento de Lenguas Modernas, en el que cunden los enfoques habituales en el mundo anglosajón: estudios de género, interdiscursividad, historia visual, etc. Uno de los catedráticos es Derek F., autor entre otras cosas de un importante libro sobre el romanticismo en España. Durante una cena me habla de los tres años que pasó haciendo su tesis en la Biblioteca Nacional de Madrid como si aquello hubiera sido el desembarco de Normandía. Desde entonces —asegura— nunca ha tenido que volver a hacer investigación de archivo. Quiero creer que equiparar la lectura en la biblioteca con la investigación de archivo es una de las 18 inexactitudes por hora que nos concede la universidad de Massachusetts. Unos minutos después añade que él nunca ha dado clase con apuntes, y cuando me quiero dar cuenta ha desaparecido sin despedirse. ¡Un aplauso para el catedrático famoso!

Este año han subido las matrículas en las universidades públicas británicas. En Exeter, concretamente, cada uno de los cuatro años del grado pasará a costar 9.000 libras. El máster es algo más barato, pero también hay que considerar que fundamentalmente consiste en la redacción de un trabajo de investigación, y que las actividades docentes quedan reducidas durante ese año a un mínimo simbólico. Mantener en funcionamiento una universidad no cuesta eso: la inversión estatal por estudiante y año en Bélgica, que completa los 800 papeles de matrícula, es de 3.000 euros (en realidad la cifra es bastante superior para los estudiantes de ciencias puras y para los doctorandos, pero probablemente también ocurra lo mismo en el Reino Unido, así que la comparación ha de entenderse en los límites de los grados de Letras). El razonamiento británico es que aumentar las matrículas permitirá crear clases más reducidas y dar una atención más individualizada. A primera vista, resulta difícil aceptar que valga 9.000 libras el privilegio de pasar diez o quince horas semanales con catedráticos que consideran las clases como una jam session y que por lo tanto se limitarán a moderar la tertulia de otros quince o dieciséis paganinis. Ahora bien, si se divide la matrícula anual por el número de semanas (22) y por el número de horas lectivas semanales (que cifro a ojo en 24), el precio es casi de mercado (unas 17 libras por hora). Claro que, puestos a echar cuentas, podríamos convertir las 9.000 libras en euros y dividir por el precio medio del libro español (13 euros), y el resultado es que podríamos comprar 865 libros al año. ¿Qué es preferible, tener en casa miles de libros con los que acceder a la sabiduría de sabios difuntos o escuchar a un catedrático contar que en sus tiempos no había fotocopiadoras sino unas maquinolas que reproducían los textos gracias a una lámina de gelatina? La respuesta es evidente: el catedrático puede firmar un diploma; los libros, no, porque no tienen manos. Otra cosa es que la firma del catedrático garantice la obtención de un trabajo que permita recuperar la inversión en la formación en un plazo razonable. Esta misma semana varias universidades de la costa oeste de EE.UU. han sido denunciadas por publicidad engañosa.

De la formación universitaria depende la existencia de empresas y de profesionales competitivos a escala internacional, por lo que resulta lógico que el Estado se implique en su financiación. Una manera elegante de hacerlo sería ofrecer préstamos públicos a los estudiantes, con interés 0 e incluso con la posibilidad de condonar parte de la deuda en según qué condiciones. En Alemania, donde las tasas de inscripción son, además, ridículamente bajas, estos préstamos ayudan a muchos estudiantes a concentrarse en sus estudios sin tener que trabajar a tiempo parcial para pagarse el alquiler. En Exeter existe un sistema de becas, pero las que he visto anunciadas no cubren más que un tercio del precio de matrícula. Todo esto me ha producido una considerable tristeza, porque los ingleses han hecho grandes contribuciones a la humanidad, y se merecían algo mejor. En el tren de regreso, a 40 metros por debajo del mar, hago una rápida lista mental de mis deudas personales con la cultura británica. En ella figuran Black Mirror, Misfits, el Sgt. Pepper’s, Madness, Hefner, Bowie, Amy, Wendy Cope, Eric Hobsbawm, Raymond Williams, Michael Caine, The Monty Python, Momus, Lewis Carroll, Conan Doyle, Agatha Christie, Tolkien, Chesterton, Bryan May y Armando Iannucci. Se da la curiosa circunstancia de que los dos últimos son doctores honoris causa de la universidad de Exeter, que al paso que van las cosas será la manera menos onerosa de obtener un título de dicha universidad.

sábado, 18 de mayo de 2013

En la universidad en la que trabajo ha quedado vacante una plaza de lector, y llevo un mes recibiendo currículos. A día de hoy he respondido 366 correos electrónicos relativos a este asunto. Las solicitudes en firme son más de 220, 60 de ellas remitidas por correo postal. Al principio me irritaba que algunos currículos no cumplieran los requisitos mínimos que figuraban en el anuncio. Algunos llegaban en inglés. Otros parecían de broma: «Leí en una página web este anuncio y me interesa saber más de qué se trata. Soy chileno, donde vivo», etc. Uno comenzaba con estas palabras: «Le soy franco, mis conocimientos de francés rozan lo nulo. Carezco de doctorado alguno. Ignoro completamente la enseñanza de nuestra prolífica lengua para con aquellos que la desconocen. Ni siquiera (me sincero del todo) soy docente. Sin embargo venero y honro la literatura Hipanoamericana. Incluso estaría encantado de poder trabajar con usted ad honorem».


A pesar de las muestras de simpatía expresadas por analfabetos y sociópatas, con el tiempo me ha ido ganando la sensación de desaliento y de injusticia. Hoy es sábado, cerca de la medianoche, y sigo respondiendo correos escritos también a medianoche por personas desesperadas, dispuestas a hacer lo que sea por salir adelante, incluso lo que no saben y en condiciones que ignoran.



lunes, 6 de mayo de 2013

Un viernes apago el ordenador, me limpio las gafas, saco una maleta del sótano, meto una camisa, dos mudas y tres libros y me dirijo a la estación de tren. Cuatro horas más tarde facturo la maleta en el aeropuerto de Düsseldorf. No mucho tiempo después aterrizo en la isla de Sylt, y me dirijo a un figón convenido, donde me espera una rubita muy apetecible. Cenamos pescado frito y nos registramos en una pensión de Westerland, la localidad principal de la isla.

Al día siguiente paseo por los alrededores. En términos climatológicos he retrocedido dos semanas. En Sylt todavía es invierno, aún no han florecido los magnolios y acaban de abrirse los narcisos. Las gaviotas se pasean por las calles con las manos en los bolsillos, mirando al suelo y hurgando en el interior de las papeleras como bohemios. Parece que en verano les quitan a los turistas los helados de las manos. En una fábrica de chocolate aprendo que el cacao puro sabe a cartón, y hago unas tabletas con sal y pimienta que podrían poner de rodillas al mercado mundial. Pero tengo otros planes. Por ejemplo beberme toda esta botella de licor de comino.

Saliendo de Westerland se ven infinitas colinas coronadas por una hierba intensamente amarilla; el césped también tiene un verde encendido en esta época del año, pero el paisaje está dominado por arbustos rastreros de hoja caduca y por la arena de las dunas itinerantes. De trecho en trecho se diluye en el aire la resina de los brotes de pino, o asoman formas que parecen túmulos y que unas veces son auténticos túmulos del neolítico y otras son tejados de juncos prensados, típicos de la arquitectura local.


El domingo la rubia y yo vamos en bicicleta a List, la localidad más septentrional de Alemania. Por suerte el temible viento del mar del Norte nos da de espaldas, de modo que en poco más de una hora cubrimos los 17 kilómetros que hay desde Westerland. En el preciso momento en que empieza a asomar el sol nos sentamos en una de las Strandkörbe del restaurante original de Jürgen Gosch. Gosch es un tipo que empezó hace cincuenta años vendiendo pescado en un cajón por las calles, y que hoy tiene tiendas en las principales ciudades y estaciones de Alemania. Pedimos ostras y spritz de aperitivo, y para comer una ensalada de langostinos y vieiras con filetes de salmón y lucioperca. Esto ya con blanco de la casa.

En el camino de vuelta, algo más duro porque ahora el viento nos da de frente, paramos en una playa silvestre aunque bastante frecuentada. Es una playa nudista, pero no está el tiempo para quitarse más que los zapatos. El mar se ha retirado doscientos metros y ronca apenas visible detrás de una niebla espesa. Por la playa discurren domingueros, niños, perros y extrañas aves de pico largo. Siguiendo entre las dunas una hebra de música lounge llegamos hasta un chiringuito muy bien puesto en el que pedimos un fariseo, que es una célebre bebida frisona: se trata de un carajillo de ron cubierto con nata, donde la nata viene a ser el sepulcro blanqueado. De regreso en la pensión me miro en el espejo y me devuelve la sonrisa un vividor de aspecto saludable, ante el cual me quito el sombrero.  

Podría haberme limitado a decir que este fin de semana Kathleen y yo estuvimos en la boda de Ilka y Christian, pero esto ya lo contarán ellos en Facebook.