Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 29 de septiembre de 2019

El edificio en el que vivimos tiene dos tipos de inquilinos: los humanos y los árboles. Estos últimos crecen sobre la capa de humus que separa unos pisos y otros, y se nutre con los detritus generados por los inquilinos de tipo humano y con lo que queda de los inquilinos de tipo humano cuando han dejado de moverse y de respirar. Las plantas atraviesan las habitaciones y, si hace bueno, se asoman a la ventana a charlar con los pájaros. La azotea, en cambio, es el territorio de los musgos y todos respetamos su silencio.

Nuestra casa está compuesta por módulos articulados, montados sobre raíles, que en los días despejados pueden separarse, abriendo así la casa al jardín, o abrazando más bien el jardín para incluirlo en la casa, o, mejor dicho aún, desarticulando la casa en un conjunto de kioscos para que solo quede jardín. El cuarto de invitados es un cajón de madera diseñado por un arquitecto de la Bauhaus: tirando de aquí y de allá se transforma en un periquete en una pequeña estancia poliédrica con pupitre, sofá cama, tocador, mueble librería y perchero. El invitado es Le Corbusier y se sienta a atacar su pipa.

El jardín es muy extenso; una parte es cultivada por varias familias de inquilinos humanos y produce suficiente comida para abastecerlas, aunque los productos varían en función de la temporada. Otra parte es cultivada a su manera por las abejas, los gusanos y las babosas, que se encargan de mantener la diversidad de plantas y hongos.

Todos los inquilinos humanos vestimos la misma ropa, una prenda de una sola pieza que puede plegarse o desplegarse en función de las necesidades climáticas. Son trajes con corte de origami, que se abren y cierran como las flores anuales de los cactus, y uno no tiene más arrebujarse en sus dobleces para echarse a dormir. Le Corbusier se niega a andar con esas pintas y va de un lado para otro dando la murga con su idea de que el inodoro debe estar integrado en la ducha. Los únicos inquilinos que le siguen la corriente son los árboles.

Los niños van a una escuela que parece un invernadero de tres pisos, con paneles de cristal abatibles abiertos al bosque; los párvulos han pintado verduras y nabos sobre un saco de estera que ahora ondea en un mástil en el centro de nuestra comunidad.

Así es como, hace muchas décadas, Leberecht Migge, Johannes Duiker, Margrit Kennedy, Ludwig Klage, Ot Hoffmann, Friendensreich Hundertwasser y muchos otros arquitectos, ingenieros y activistas imaginaron que deberíamos estar viviendo en ese futuro que es nuestro presente. Lo descubrimos en «Licht, Luft und Scheisse», una exposición de la Neue Gesellschaft für bildende Kunst dedicada a esa noble «arqueología de la sostenibilidad». Pero fuera de la exposición no encontramos el kibutz que nos habían profetizado, sino una distopía lluviosa en la que la acción política ni siquiera ha consegido erradicar las pajitas de plástico.