Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 14 de abril de 2018

Cuando Julia nos invitó a pasar unos días con ella en Trondheim dejó caer que, si no nos importaba, le llevásemos alguna botella, porque el alcohol en Noruega está a un precio prohibitivo. Por supuesto que no nos importa, respondió Kathleen, y a vuelta de correo Julia le mandó una lista de la compra de más de diez litros. Por eso me encuentro cierto día en el supermercado de la estación de Kiel metiendo botellas de ginebra en una bolsa de Ikea y explicando que no son todas para mí. La cajera pone la cara de resignación de quien se encarga de atender a un pariente senil.

Nos habían explicado que el puerto de Kiel está a dos pasos de la estación de tren, y yo me lo había imaginado como la plaza de San Marco de Venecia. Creo que es porque los dos días anteriores sólo me habían dado de comer queso, y la indigestión había devastado mi flora intestinal dejando vivas únicamente a las bacterias que producen la neurotoxina del optimismo. Ese día concreto Kiel parece la hermanastra mala de Venecia, arrasada por un vendaval gélido que intenta arrebatarnos las bolsas de Ikea a los que intentamos embarcar en el ferry de Oslo.

Una vez a salvo sobre la cubierta del ferry, Kathleen me graba mientras yo tomo carrerilla y salto contra el viento intentando remontar el vuelo como un superhéroe. La idea me parece hilarante, pero cuando veo la grabación parezco un imbécil que salta dentro y fuera de cuadro mientras, cosquilleado por bacterias eufóricas, se ríe a carcajadas.

Al atracar en Oslo nos cruzamos con el regimiento de empleados que entra en el barco para limpiar. Prácticamente todos son inmigrantes, en un violento contraste cromático con los ruidosos pasajeros noruegos que hemos observado en las veinte horas de navegación. Kathleen y yo nos ponemos de perfil en el control de aduana, corremos a la estación de tren, metemos nuestro cargamento de alcohol en una taquilla y nos damos una vuelta rápida por la ciudad. Salvando el ayuntamiento y un castillo medieval, Oslo está aún en construcción.

El resto del día lo pasamos en un vagón de tren junto a un tipo que se quita los zapatos, se saca los mocos y nos tose jovialmente sin cubrirse la boca. Me sorprende que no me salga una calentura en ese mismo instante. Al otro lado de la ventanilla remontamos en el tiempo meteorológico, adentrándonos de nuevo en el invierno. La tundra, cubierta todavía por una densa capa de nieve pétrea, se expande como algo irremediablemente derramado. El tren para de rato en rato en lugares desoladores, donde no hay nada más que un apeadero de madera y un andén tan pequeño que desde él sólo puede accederse a un único vagón.  Los gamos triscan donde cede la nieve, a pocos metros de las granjas desocupadas, y todo me parece territorio de frontera. Un lugar todavía próximo del principio del mundo. O de su final.
Y sin embargo, esta no deja de ser la parte civilizada de Noruega. Nuestro destino, Trondheim, está en la misma latitud que Reykjavik, en lo que aún constituye la parte meridional del país: el ferrocarril continúa kilómetros y kilómetros hacia el norte, hasta el lugar donde ni siquiera los nazis apaleando a un ejército esclavo consiguieron torcerle el brazo a la tundra. Más allá llegan sólo los barcos, por lo que se entiende que cuando Edvard Munch perdió el ferry de vuelta hiciera el gesto de Macaulay Culkin en Solo en casa.

Aunque el día es largo, llegamos a Trondheim de noche. Julia nos conduce por calles silenciosas, llenas todavía de la grava que el ayuntamiento esparce sobre el hielo para que los peatones no se descalabren (se descalabran igual). Los montones de nieve vieja desprenden un olor a turba que confirma la supervivencia bacteriana y que es el primer anuncio de la primavera. Me pregunto si son bacterias eufóricas y, en caso afirmativo, de qué se ríen.

El apartamento de Julia está a dos pasos del cine Prinzen y de la catedral Nídaros. A uno no le suelen gustar las catedrales, ni por lo que representan ni por su arquitectura de parches, rodilleras y postizos. Son como esas casas belgas que han ido comiéndose el jardín a base de reformas, y que terminan siendo un muestrario disforme de ladrillos. La catedral de Trondheim, en cambio, se empina del románico al gótico con gracilidad, y se me hace simpática. Por fuera está rodeada de gárgolas boquiabiertas, y al restaurar uno de sus giraldillos le han puesto —no es broma— la cara de Bob Dylan. Es un destino de peregrinación comparable a Santiago de Compostela (o «de Compostelo», como dice el guía, confundiéndolo seguramente con Elvis Compostelo). Sin embargo, no veo peregrinos por ninguna parte: se los ha debido de tragar la tundra.

Pasamos unos días esplendorosos, en los que el viento de los glaciares y un sol hiperactivo nos cuartean la piel y nos ponen rápidamente cara de vikingo. Hay tanta luz que Kathleen se olvida de que lleva puestas las gafas de sol y pide que se las dé: lo siguiente será salir a la calle con la máscara de dormir. Al doblar alguna esquina, una vaharada de olor ahumado nos abre el apetito y los pies caminan solos hasta el mercado semanal, donde tomamos zumo de arándanos rojos con manzana (tyttebær) y panqueques rellenos (sveler). Picando de puesto en puesto, y por no quedar mal con nadie, nos dejamos varios cientos de coronas en quesos locales, entre ellos varias tonalidades de brunost, el famoso queso marrón que —nos explica un tendero— en realidad no es queso, porque la lactosa se funde hasta convertirse en caramelo. Caramelo de cabra.

Esta placidez que otros, menos corridos, atribuiríamos al comienzo de la primavera boreal, Julia la atribuye al petróleo. Cuando en los años 1970 se descubrieron en Noruega ingentes yacimientos petrolíferos —nos explica—, el gobierno los nacionalizó, creó un fondo de pensiones y, aunque ahora la energía consumida sea casi enteramente renovable, los noruegos siguen gozando de un capital geológico equivalente a un millón de dólares per capita.

—Este lo que pasa es que tiene asegurada la jubilación —razona Julia cuando el conserje sube a arreglarle la tele.

Un ciclista sonriente nos cede el paso:
—Es que tiene asegurada la jubilación.

Una tienda abre únicamente de cuatro a siete de la tarde:
—Es que el dueño tiene asegurada la jubilación.

Lo que todo ello prueba es, sobre todo, que Julia no tiene asegurada la jubilación. Cuando Kathleen y yo regresemos a la primavera todavía le quedará un alijo de ginebra en el mueble bar, que no es una jubilación pero tiene los mismos efectos sobre el organismo.