Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 21 de marzo de 2017

Julia ha venido de visita a Madison y nos ha traído un montón de cosas de Noruega: gofres, un licor que sabe a sol y sombra y que se llama «lenie», un queso marrón que sabe —dice— umami (el quinto sabor, descubierto en Japón a principios del siglo XX) y una mermelada que hay que comer con el queso, supongo que para que sepa menos umami. Yo ando resfriado, pero lo disimulo. Un par de días más tarde llega María, también de paso a un congreso que tienen en Chicago. Kathleen y ellas han hecho de nuestro bungalow un cuartel general. Se leen unas a otras, imprimen artículos, se gustan en Facebook, comprueban sus presentaciones Power Point, llenan las mesas de papeles y, como el congreso trata de cultura popular, comentan episodios de series ochenteras que al parecer la gente sigue consumiendo con fruición, porque todo el mundo está mucho más desocupado de lo que se atrevería a reconocer.

A mí me encargan de la intendencia. Una noche hago pulao, que es —explico— la versión portuguesa de la paella. «Está rico —dice Julia—; me recuerda al pilaf»; aquí Julia saca su teléfono móvil y, como el día anterior la había intentado convencer de que Nina Hagen es la hija de Uta Hagen, me da una mano de fact checking: «el pilaf es una forma tradicional de cocinar el arroz con cardamomo, canela y curri o cúrcuma; también se lo conoce como pilav, polow, pilafi, pulako y, en hindi, pulao». Últimamente suelto unas fake news tremebundas con un aplomo impresionante; debe de ser contagioso. Al menos se trataba de arroz, y no de la solución a la crisis económica. El pulao o pilaf es considerado plato nacional en Afganistán, Armenia, Azerbayán, Creta, la India, Irán, Kazajstán, Turquía, Uzbekistán y otros cuatro países cuyo nombre escucho ahora por primera vez. Ninguno de ellos es Portugal.

El miércoles a mediodía tienen que coger las tres el autobús para Chicago. Yo salgo por la mañana temprano a comprar pan para hacerles los bocadillos. Como aquí no hay panaderías tengo que comprarlo en el súper. Al llegar a la caja del Copps me atiende la cajera transexual. Los que se quejan de cómo ha salido la Transición democrática española deberían ver cómo le está saliendo la transición de género a esta pobre mujer. Parece un escocés. Le doy la pistola de pan y veo que a un lado de la caja, entre el bote de gel desinfectante y los cupones de descuento, está una de mis manoplas de punto.

—¡Anda! Este guante es mío; debe de habérseme caído al entrar.

—No sé de dónde ha salido —me dice ella poniendo voz de Michael Jackson—, debe de haberlo encontrado alguien.

Yo recojo el guante del mostrador y saco el otro de un bolsillo del abrigo:

—Bueno, aquí tengo su pareja, así que tiene que ser mío.

Como no quiero que piense que estoy aprovechándome de la confusión para robar un guante desparejado —lo cual resulta obviamente tentador para todo el mundo—, añado lo siguiente:

—Esto es como lo de los zapatos de la Cenicienta: este guante hace juego con el que yo tengo, por lo tanto la Cenicienta tengo que ser yo.

Ella se inmoviliza un segundo y levanta una ceja, pero no llega a mirarme, sino que se limita a decir para sí misma, con un tono apenas audible, pasivo/agresivo y brutalmente irónico:

—Por supuesto que tú eres la Cenicienta.

Sin duda tiene que estar uno fuera de sus cabales para pretender convertirse en la Cenicienta perdiendo una manopla cuando mi sufrida cajera no lo ha conseguido atiborrándose a hormonas y tirando el dinero en implantes y en tratamientos de depilación con láser. Yo, aunque a veces me invento las cosas, me doy cuenta de esto, por lo que bajo la vista y admito que no, que yo, desde luego no soy la Cenicienta. Todo lo más uno de sus ratones, el flaco ese, que lleva un gorro frigio y tiene los hombros escurridos. Luego agarro la barra de pan y salgo corriendo.

viernes, 10 de marzo de 2017

El grupo que era cabeza de cartel venía de Chicago, pero su avión se retrasó, así que la gerencia del Memorial Union Theater debió echar mano de lo primero que pilló para entretener al público. Lo primero que pilló fue un perro carlino disfrazado de Darth Vader, pero alguien debió de pensar que resultaría más apropiado llamar al combo estudiantil de música afroamericana. Grave error.

Dicho combo es un grupo de estudiantes que dice recuperar las raíces africanas de la música popular. Si una muchacha tocando bossa-novas con un viloncelo recupera algo es más bien la teoría de Max Nordau sobre la decadencia inapelable de la civilización occidental. Cada canción nos da derecho a una breve contextualización, con detalles de cuya importancia desconfían los propios intérpretes, ya que se limitan a leerlos en la pantalla de sus teléfonos móviles.


El concierto de quienes en realidad habíamos venido a ver comenzó una hora después de lo previsto, lo que tratándose de músicos no puede considerarse un auténtico retraso. Se trata de la Heritage Blues Orchestra, en la que hay dos guitarras y una harmónica, pero no contrabajo. La primera canción fue un blues de un solo acorde; un dedo cambiaba de traste imperceptiblemente al llegar el turno del acorde dominante. Los guitarristas no usan púa. Esto va bien. Al terminar, la cantante dice: «Hace unas semanas estuvimos en África y tocamos esto durante cuarenta minutos seguidos». Después uno de los guitarristas se acercó al piano y comenzó a tocar unos acordes lentos y bastante clásicos: tónica con el bajo en la fundamental, primera inversión de tónica —el truco infalible de los románticos alemanes—, dominante con la tercera suspendida, y de ahí a una semicadencia en el segundo grado, si mal no recuerdo. Todo muy simple, con una melodía que recuerda lejanamente la del spiritual «Swing Low Sweet Charriot», y un estribillo que dice «Everybody deserves to be free». Al terminar ocurrió algo que yo no había visto nunca antes de que acabase un concierto, y es que todo el teatro se puso espontáneamente en pie, aplaudiendo con un fervor sosegado.

Tres canciones después yo seguía llorando a moco tendido y pensando en todas las veces que se intenta recuperar lo que uno tiene delante de las narices, y en cómo esa recuperación bienintencionada puede fácilmente dejar paso al expolio y a la tergiversación.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Sigo evitando las noticias de política nacional, dentro de lo que es humanamente posible. Afortunadamente Trump no está haciendo gran cosa, aparte de darse besos a sí mismo y gastarse el dinero de los contribuyentes en viajes de fin de semana a su casa de Florida. Ojalá siga así. A tono con las noticias falsas y con los tweets falsos del presidente me había propuesto escribir unos parrafitos costumbristas sobre el invierno falso, una pieza de almanaque acerca de las dos semanas disfrazadas de primavera de las que hemos disfrutado antes de que el invierno regresara por sus fueros perdidos.

El primero de esos parrafitos presentaba un autobús al que subía un viejecito con chupa negra adornada con parches de motero y una gorra de visera; al rato de estar allí sentado, no sé muy bien cómo, el viejito empieza a hablar con otro pasajero sobre los medicamentos que toma para la soriasis. En la encía de abajo le queda un único diente que no acaba de creer en su suerte por haber sobrevivido a sus compañeros estando en la posición más expuesta.

Luego iba a hablar de cómo a las siete las estudiantes caminan apresuradas con unos rollos de gomaespuma en bandolera que son las esterillas en las que se sientan durante la clase de yoga que está a punto de empezar o que acaba de terminar. Por la dignidad con las que las llevan uno esperaría que fueran cualquier otra cosa: pinceles, saxos soprano, cuchillos de chef, nunchakos, pancartas. A Kathleen le han recetado en la fisioterapia que haga ejercicios con rulo gigante de poliespán y yo le pido de rodillas que se lo tercie a la espalda y salga a la calle para humillar a todas esas veinteañeras hippies que tienen la desfachatez de hacer yoga por motivos no terapéuticos.

El tercer parrafito me sorprende esperando al número 4 en la parada del Capitolio. A pocos metros hay un señor barbudo con chaleco de una asociación de militares veteranos; está parado en medio de la acera y sostiene un cartel que dice «no a la guerra». Al cabo de un rato de observarle con descaro entiendo que su manifestación se dirige a los clientes de un restaurante postinero. Todos los clientes llevan en el pecho cartelitos con sus nombres, pero conversan y brindan con tal desenfado que la única guerra de la que uno les creería responsables es la de clases. Quién sabe, hay mucha gente simpática que hace cosas odiosas. El marido de nuestra secretaria fabrica y se las vende a Nigeria. Esa es la gente que saca Bélgica adelante.



Pero al llegar al cuarto parrafito volvemos al Dave's Famous Bar-B-Que, donde, un par de mesas más allá, un jubilado descuartiza con sus manos desnudas algo que parece un lechón o un párvulo a la brasa. No sé decirlo con exactitud porque lo veo de espaldas y porque me distrae su sudadera, en cuyo dorso puede leerse «All Lifes Matter». Este es el lema de protesta contra el movimiento «Black Lifes Matter», en una lógica cenutria que ni siquiera se disfraza de lógica. Si «Black Lifes Matter» denuncia la amenaza de prácticas discriminatorias y reacciones desproporcionadas por parte de las policías municipales, la sudadera del jubilado sugiere que los policías blancos sufren el mismo tipo de opresión que los civiles negros.

—Igual ni siquiera saben que existe esa violencia —dice Kathleen. Pero si no lo saben, entonces el movimiento «Black Lifes Matter» es para ellos ininteligible, y resulta aún más demente que se opongan a él. «Sí que sé lo que es eso —replicaría probablemente mi jubilado si pudiera leerme—; lo que pasa es que los policías también corren peligro ahí fuera» (con tanto negrata como hay suelto, se entiende, pero esto no hace falta ni que lo diga, porque lo dice la sudadera con un explícito código de color negro y rojo). La dialéctica parece reducirse a que, como uno tampoco es completamente feliz, nadie debería sentirse peor tratado que demás:

—¡Eh, no os quejéis tanto! ¡Mi colectivo étnico, religioso, político o de orientación sexual también tuvo un problema una vez!

Empiezo a entender a la gente que se manifiesta delante de los restaurantes. 

Estados Unidos ofrece muchas cosas agradables a quien sea blanco y tenga liquidez o, como yo, una mujer que le mantenga, pero también ha integrado la violencia mucho más que otros países occidentales. «La violencia es más americana que la Cherry Coke», decía un tipo hace cincuenta años en imágenes que ahora ha recuperado el documental I Am Not Your Negro. El otro día, por ejemplo, en un cine de Florida, un jubilado —otro— le pegó un tiro en la cara a un espectador porque le molestaba que mandase mensajes de móvil. Y la película, a todo esto, ni siquiera había comenzado. Es verdad —parece— que se montó una pequeña trifulca, y que el espectador en cuestión le había tirado encima un cucurucho de palomitas, pero esto que aquí termina en un tiroteo de saloon se habría solucionado en cualquier otro país occidental con un par de tacos y la constatación de que eso no me lo dice usted en la calle. 

I Am Not Your Negro ilustra con fragmentos de celuloide pasados y presentes un guión inconcluso de James Baldwin, un escritor afroamericano rápido y lúcido a quien hago votos de leer. Hay un momento maravilloso de un debate televisivo en el que Baldwin le da un repaso fenomenal a un profesor de filosofía. «No hay que plantearlo todo en términos de raza —peroraba el filósofo—; muchos de los problemas que plantea el Sr. Baldwin son los que debe afrontar cualquier hombre que se construya como tal».

—Sí —respondía Baldwin—, pero yo en Francia o en Holanda puedo construirme sin temer que me asesinen en cualquier momento, y aquí no.

Acto seguido procedía a enumerar las múltiples segregaciones (sindicales, educativas, recreativas...) que parecían no existir en la cabeza del filósofo. Porque en aquellos años en que se desarrollaban la crítica de la ideología y el análisis del discurso también Baldwin se daba cuenta del abismo que existía (y aún existe) entre la realidad cotidiana del país y el relato que ese país —este país— cuenta —y se cuenta— de sí mismo. Un país, decía Baldwin reescribiendo el último verso del himno nacional, «que no es de la gente libre y que sólo rara o esporádicamente es hogar de valientes». En esa épica nacional, construida a través de películas y programas de televisión, los negros no desempeñaban ningún papel como no fuera el de enemigo, «como si nuestro país estuviera aún buscando una solución final con la que desembarazarse de nosotros» y hacer que fuera así más bien la realidad la que se adecuase a su figuración idealizada. El lema «All Lifes Matter» es la formulación actual de ese viejo relato nacional, un relato en el que sólo aparecerían las adolescentes que hacen hot yoga —invariablemente blancas— y no los pasajeros del autobús —mayoritariamente negros—.