Hemos retomado las clases y he vuelto a mi palomar belga. Esta vez, no todas las plantas están allí para recibirme. A cambio, me esperaba en el contestador automático un mensaje del viejo Roger.
Hablar de «el viejo Roger» es quitarle años. Me pide que lo llame cuando escuche el mensaje. Yo paso varios días pensando en si llamarle o no llamarle, y en el interín me escribe él un correo electrónico. Advierto que lo reproduzco íntegro y sin cambiar una coma, para que no se piense que me atribuyo el mérito de haber confeccionado un trozo de prosa tan desternillante:
«Hols. Álvaro. ¿cómo estás y donde estás?
»Yoen Lieja enmisemana de citas médicASTODAESTASEMAAN.
»lUEGO,VACÍO PORQUE SEENBAJÓLA VISTA DAMÉTICEEMRE APREMA LLEGUÉ, SUPOMGO QUE MÑANA LA OFTALMÓLOGA HRÁ LAS MECICIOMES Y LUEGOME FABRICARA´M UNOS LETES FORTÍSIMOS,Hasat que tremunende hacerlome voy aencontrardiacapcitado.
»Por favor,llamame amu clular apenas regreses (04917450 22 . favorinsitir aunque te comteteel comtestadop,porque mi aparato suem solo vecs y débilmemte.
»nabrazo, saludos atu familia».
El mensaje es un grito de ayuda. Un grito tartamudo, pero grito al fin y al cabo. Llamo al número de móvil que pone el mensaje. Lo coge una persona que no ha oído hablar nunca de Roger D.
Doy con su verdadero teléfono, lo llamo y quedamos en vernos en mi siguiente viaje belga, en el Café del Teatro. Lo encuentro cada vez más perdido en sus ropas, más encorvado bajo el peso de la gorrilla, más engullido por su chaqueta. Romain Gary escribió un precioso libro de relatos titulado Las aves van a morir a Perú; pero Roger lo desmiente volviendo siempre de Perú. Es un ave fénix de pana y espiguilla que resurge cada año de entre los posos del café. De los ojos ya está algo mejor: tiene uno que ve y otro que se malicia cosas.
El asunto de la donación de sus libros, que yo ya creía resuelto o cuando menos sentenciado, ha sufrido un percance grave. Resulta que cuando viene a Bélgica, Roger vive en un entresuelo de la casa que alguna vez fue suya, y que hoy pertenece a un sátrapa carente de principios que le amarga las estancias con travesuras propias de duendes familiares. Pues bien, la última faena de ese trasgo ha sido ocupar su garaje y arrumbar sin contemplaciones los libros que allí había, y que Roger tenía dispuestos conforme a cierta lógica difusa de intereses y proridades. Ahora habrá que proceder a una nueva revisión. Tendrá que ser, ay, cuando pase la pandemia... (Yo asiento cariacontecido).
Terminado el café, me tiende con mucho misterio un bolso de viaje que contiene cinco gruesos libracos. «Son para la biblioteca —dice, añadiendo de inmediato, admonitorio:— pero no se los des aún». Tres de ellos son ejemplares que tomó en préstamo el siglo pasado y que aún no ha devuelto. «Espera algunos años antes de llevárselos: no quiero que se den cuenta de que aún tengo otros muchos por devolver». Los que restan en la bolsa son los dos volúmenes de Don Quichotte en France, de Maurice Bardon: libros suyos, esta vez, de los que ya se siente con ánimo para desprenderse, y que lega graciosamente a la universidad, aunque la universidad, obviamente, ya tiene ejemplares de esta obra.
Me despido de Roger porque tengo tutorías.
—¿Y cuándo acabas?
—Tarde, muy tarde.
—Vaya, qué contrariedad. No tiene sentido que te espere, entonces.
—No, no creo, la verdad. ¡Qué le vamos a hacer!
En vista de eso, en un arranque que estos días tiene mucho de gallardo y temerario, Roger se va al cine, a ver qué echan.