Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Hemos retomado las clases y he vuelto a mi palomar belga. Esta vez, no todas las plantas están allí para recibirme. A cambio, me esperaba en el contestador automático un mensaje del viejo Roger.

Hablar de «el viejo Roger» es quitarle años. Me pide que lo llame cuando escuche el mensaje. Yo paso varios días pensando en si llamarle o no llamarle, y en el interín me escribe él un correo electrónico. Advierto que lo reproduzco íntegro y sin cambiar una coma, para que no se piense que me atribuyo el mérito de haber confeccionado un trozo de prosa tan desternillante:

«Hols. Álvaro. ¿cómo estás y donde estás?
»Yoen Lieja enmisemana de citas médicASTODAESTASEMAAN.
»lUEGO,VACÍO PORQUE SEENBAJÓLA VISTA DAMÉTICEEMRE APREMA LLEGUÉ, SUPOMGO QUE MÑANA LA OFTALMÓLOGA HRÁ LAS MECICIOMES Y LUEGOME FABRICARA´M UNOS LETES  FORTÍSIMOS,Hasat que tremunende hacerlome voy  aencontrardiacapcitado.
»Por favor,llamame amu clular apenas regreses  (04917450 22  . favorinsitir  aunque te comteteel comtestadop,porque mi aparato suem solo  vecs y débilmemte.
»nabrazo, saludos atu familia».

El mensaje es un grito de ayuda. Un grito tartamudo, pero grito al fin y al cabo. Llamo al número de móvil que pone el mensaje. Lo coge una persona que no ha oído hablar nunca de Roger D.

Doy con su verdadero teléfono, lo llamo y quedamos en vernos en mi siguiente viaje belga, en el Café del Teatro. Lo encuentro cada vez más perdido en sus ropas, más encorvado bajo el peso de la gorrilla, más engullido por su chaqueta. Romain Gary escribió un precioso libro de relatos titulado Las aves van a morir a Perú; pero Roger lo desmiente volviendo siempre de Perú. Es un ave fénix de pana y espiguilla que resurge cada año de entre los posos del café. De los ojos ya está algo mejor: tiene uno que ve y otro que se malicia cosas.

El asunto de la donación de sus libros, que yo ya creía resuelto o cuando menos sentenciado, ha sufrido un percance grave. Resulta que cuando viene a Bélgica, Roger vive en un entresuelo de la casa que alguna vez fue suya, y que hoy pertenece a un sátrapa carente de principios que le amarga las estancias con travesuras propias de duendes familiares. Pues bien, la última faena de ese trasgo ha sido ocupar su garaje y arrumbar sin contemplaciones los libros que allí había, y que Roger tenía dispuestos conforme a cierta lógica difusa de intereses y proridades. Ahora habrá que proceder a una nueva revisión. Tendrá que ser, ay, cuando pase la pandemia... (Yo asiento cariacontecido).  

Terminado el café, me tiende con mucho misterio un bolso de viaje que contiene cinco gruesos libracos. «Son para la biblioteca —dice, añadiendo de inmediato, admonitorio:— pero no se los des aún». Tres de ellos son ejemplares que tomó en préstamo el siglo pasado y que aún no ha devuelto. «Espera algunos años antes de llevárselos: no quiero que se den cuenta de que aún tengo otros muchos por devolver». Los que restan en la bolsa son los dos volúmenes de Don Quichotte en France, de Maurice Bardon: libros suyos, esta vez, de los que ya se siente con ánimo para desprenderse, y que lega graciosamente a la universidad, aunque la universidad, obviamente, ya tiene ejemplares de esta obra.

Me despido de Roger porque tengo tutorías.

—¿Y cuándo acabas?
—Tarde, muy tarde.
—Vaya, qué contrariedad. No tiene sentido que te espere, entonces.
—No, no creo, la verdad. ¡Qué le vamos a hacer!

En vista de eso, en un arranque que estos días tiene mucho de gallardo y temerario, Roger se va al cine, a ver qué echan.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Estábamos a puntito de cenar cuando descubrí que la hogaza de pan de espelta que había comprado dos días atrás ha sucumbido al moho imperialista. Aunque está lloviendo a cántaros, salto sobre la bicicleta y salgo disparado al súper, que está a punto de cerrar.

Llego empapado, y al ir a entrar caigo en la cuenta de que no me he traído la mascarilla preceptiva. No tengo tanto miedo a que me echen como a sentar mal ejemplo y a ser percibido como uno de esos asociales recalcitrantes que se niegan a proteger al prójimo de sus miasmas.

Una amiga de Kathleen escribía esta semana en Twitter que le pidió a un tipo en el metro que se pusiera la mascarilla, y que otro tipo le respondió que lo dejase en paz y que de todos modos esperaba que una zorra asquerosa como ella muriera pronto. Yo no quiero ser ninguno de los dos tipos.

En circunstancias análogas me he llegado a poner, como ersatz de mascarilla, un gorro del niño, descubriendo que ajustaba bastante bien y no deformaba las orejas. Pero hoy no tengo al niño a mano para quitarle prendas de ropa. Cuando ya estoy cavilando en cómo sacarme los calzoncillos sin quitarme los pantalones caigo en la cuenta de que llevo puesto el chubasquero intergaláctico que compré a regañadientes el verano pasado. Si subo la cremallera hasta arriba, me tapa hasta la nariz. Es cierto que tampoco me deja respirar, pero así se reduce todavía más el riesgo de contagio en estos tiempos tan pandémicos y tan poco celestes.
 
Entro, pues, en el súper, pseudoenmascarado y semiasfixiado, aunque satisfecho de estar señalizando simbólicamente mi intención de respetar el nuevo contrato social. Meto varios panecillos en una bolsa de papel y me dirijo a la caja, pero entonces pienso que sería un punto comprar judías pintas para hacer chili sin carne, y en el pasillo de las conservas me topo con un individuo que también se ha olvidado la máscara. Como, por suerte o por desgracia, él no tiene un chubasquero de gilipínfanis como el mío, ha tenido que aguzar el ingenio. Se conoce que pensó en sostener delante de la boca un pañuelo de papel, pero reparó en que necesitaba una mano para sostener la cesta de la compra y otra para escoger los productos; por eso, tuvo la brillante idea de sujetar el pañuelo mordiéndolo desde atrás. De algún modo funciona, aunque parece que se hubiera comido furiosamente una madalena sin pelarla. Si tose, proyectará un pañuelo lleno de gérmenes sobre la persona que se halle más cerca, pero mientras no le dé la tos este caballero está cumpliendo su deber cívico con auténtica heroicidad.



Cuando llego a la caja, el cajero me dice que no me preocupe, que puedo dejar de hacer el indio y sacar las narices del chubasquero. Yo —que no puedo hablar por impedírmelo el chubasquero propiamente dicho— le hago entender con gestos que no, que también yo quiero ser un mártir de la prevención sanitaria.

—De verdad, si es igual —dice él—; mire, yo me quito la mía. 

Y se la quita.

El caso es que, si uno deja de pensar por un momento y le pasa los mandos a la intuición, la reacción se comprende. Es el mismo principio que está detrás de los achuchones, de rular la litrona y de los besos con lengua: la cercanía emocional se traduce en cercanía física, el cariño se expresa arrostrando el peligro biológico, la confianza da asco. El mismo gesto puede tener dos sentidos diametralmente opuestos: hay gente que no se pone la máscara para que te mueras, y hay gente que se la quita para hacerte sentir bien. Todo el busilis está en saber quién es quién.