Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 17 de septiembre de 2022

—¿Hasta dónde puede llegar la estupidez de este municipio? —nos preguntamos muchos de cuantos habitamos en esta ciudad triste y oscura—. ¿Hasta dónde?

Durante siglos —desde la época, quizá, del imperio borgoñón— esta pregunta había sido un arcano, pero ahora, gracias al alcance del nuevo telescopio James Webb de la NASA, se ha podido al fin fotografiar el punto hasta el cual puede llegar la estupidez de este municipio. Gracias al telescopio y, por supuesto, a Calatrava.

Como todo el mundo sabe, Calatrava es un señor que hace unas raspas de pescado muy grandes, muy grandes, a las que muchas ciudades han intentado dar alguna utilidad pública, generalmente sin éxito. Las raspas de Calatrava no sirven como puentes, ni como bocas de metro, ni como aeropuertos, ni siquiera como pabellones para exposiciones efímeras, pero el buen hombre sigue haciéndolas en tamaños cada vez más inmanejables y con precios cada vez más prohibitivos. Pues bien, una de esas raspas ocupa el lugar que antes había ocupado la estación de L***. Es verdad que de lejos parece más bien un baciyelmo puesto del revés, pero por debajo se ve que es la misma raspa de pescado de siempre.

Para limpiarla, un cuerpo de élite del ejército debe descolgarse con cables desde alturas espeluznantes. Consecuencia lógica: los cristales no se habían limpiado en diez años. Y esto era bueno, porque esa pátina de roña ponía la estación a tono con la ciudad, la retrotraía al presente desde ese futuro absurdo y posthumano del que procede y del que nunca debería haber salido. Pero ahora ha habido que despertar a las fuerzas de élite, porque la municipalidad ha tenido una ocurrencia.

La ocurrencia consiste en cubrir toda la estación con tiras de celofán de colores, para transformarla en una vidriera abstracta. No en una vidriera como las de la catedral de Metz, por supuesto; ni siquiera en una vidriera como las que hizo Gerhard Richter para la catedral de Colonia, sino algo que recuerda más bien un juego de parchís, la carta de ajuste en un monitor CGA o un proyecto para clase de plástica realizado por un niño sin ayuda de sus padres.  

La idea, igual que se le podía haber ocurrido a un niño, se le ocurrió a uno de esos artistas especializados en envolver cosas. El ayuntamiento le dio cuartelillo, quizá creyendo que la gente vendría a hacerse selfies. Puede ser —ya sabemos, gracias al telescopio, hasta dónde llega la estupidez municipal—. Puede ser que lo creyera, digo; lo que de ningún modo puede ser es que la gente venga a hacerse fotos delante de algo que es el Cristo de Borja de las vidrieras.

(Sí vendrían, por supuesto, si aquí estuviera el verdadero Cristo de Borja, al que yo tengo una particular y nada irónica devoción).  

Mi tren entra en la estación —por llamarla de algún modo—, y un tipejo de aspecto patibulario que no tiene pinta de ir a ninguna parte como no sea esposado me pregunta si es el tren de Verviers.

Dudo un instante: me gustaría decirle que sí, y que desembarcase en Colonia y entrase, por hacer algo, en la catedral, y contemplase las vidrieras de Gerhard Richter, y se llevase las manos a la cabeza, gritando él también, ignorante de los últimos adelantos astronómicos, «¿hasta dónde, Dios mío de mi vida, puede llegar la estupidez de algunos municipios?».

—No —le digo—. No es el tren de Verviers.

Y lo veo alejarse desalentado, bajo la luz rosa y verde que tamiza la raspa engalanada.

Quizá como resultado de otra instalación artística, más minimalista y económica, mi tren, que suele llevar en el lateral una banda roja, la lleva hoy azul. Mira qué bien —me digo—; es de piña.

viernes, 2 de septiembre de 2022

Es uno de los anocheceres más hermosos que jamás se hayan columpiado en las catenarias de la estación de Hamm (Westfalia). Precisamente he levantado la vista de los exámenes que estoy corrigiendo para contemplarlo unos instantes cuando nos llega uno de esos anuncios por megafonía:
 
—Señores pasajeros: lamento comunicarles que nuestro tren sufre un problema difícil de solventar. En cuanto los técnicos que intentan solventarlo me transmitan más información, les daré una estimación aproximada de cuándo se solventará.
 
Normalmente necesito mucho menos que eso para comprarme un botellín y bajarme al andén. En ese andén desabrido de Hamm (Westfalia) he cazado yo muchas veces un rayito de sol de propina, o me he comido el bocadillo del recreo.

Lo que no suele ocurrir en Hamm (Westfalia) es que detrás de mí se baje una banda de música. Uno, dos, tres, cuatro golpes de baqueta y los metales prorrumpen en un rugido sincopado y sampleable. Los saxofonistas estrujan sus instrumentos, la caja busca en cada compás una salida de emergencia, el bombo se mete en un vagón y sale por otro, la cantante se revuelca por el suelo, la tuba tiene instintos depredadores y el trombonista hace de Puck en este sueño de una noche casi póstuma de verano. A la segunda canción, la banda baila en línea; a la tercera, salimos en Twitter; a la cuarta, la mitad de los pasajeros se ha bajado del tren, se ha olvidado del tren, salta, da palmas, se hace selfies y no quiere estar en a ningún otro sitio que no sea Hamm (Westfalia), convertida de repente en una sucursal de Berlín.

Yo pienso que esos músicos van a llegar a sus casas bien pasada la medianoche, que alguno de ellos tendrá también niños chicos y que mañana a las siete de la mañana estarán removiendo el chocolate, fregando orinales, limpiando mocos, explicando incansablemente los motivos por los que uno no puede salir a la calle con el culo al aire, y eso hace que este concierto improvisado resulte todavía más improbable y milagroso.  

Al llegar a la recta final de una canción especialmente furiosa, en la que los metales suenan casi como los silbatos de los trenes de vapor, vemos cómo la otra mitad de los pasajeros comienza a descender de los vagones, arrastrando sus maletas con cara de derrota, con cara de que no los hemos invitado a nuestra fiesta, cuando las mejores fiestas son estas en las que no hay invitación, en las que pasárselo pipa es sencillamente algo que pasa. Por megafonía nos indica la interventora que el problema que estaban solventando no ha podido solventarse y que tendremos que apretujarnos en el siguiente tren de la misma línea —ya es una hora más tarde—, que está entrando en la estación por la vía de enfrente.

Hace unas semanas me topaba en un parque con una especie de vagón dentro del cual había una banda de Laponia —o, más probablemente, de un lugar imaginario que también se llama Laponia, al modo de esas revistas que se llaman Polonia o Mongolia o Kamchatka—. Ahora somos nosotros los que estamos en el vagón y la banda la que está fuera, tratando de entrar para viajar con nosotros a otro lugar imaginario, que es el único tipo de lugares al que la compañía de ferrocarriles alemana parece capaz de llevarnos en un tiempo razonable. 

viernes, 19 de agosto de 2022

Durante los meses con R, el ambiente fresco de L*** enmascara aquellos olores que ofenden a las narices. Durante el verano, en cambio, la verdadera naturaleza de la ciudad queda al descubierto.

En mi palomar, los desagües de la ducha y del fregadero siempre fueron algo remolones, pero a la vuelta de las vacaciones me los he encontrado tan poco dispuestos a colaborar en nada como a un barón regional del Partido Popular. Primero intento hacerles entrar en razón con un producto que promete desintegrar la porquería por medio de enzimas respetuosas con el medio ambiente que yo me imagino como vaquitas azules que ramonean en praderas oscuras e infinitesimales. Los desagües se beben el producto, que parece enardecerlos en su insubordinación.

—Conque esas tenemos, ¿eh?

Saco del armario el desatascador de ventosa y comienzo a succionar. De la ducha empieza a salir un agua negra, llena de tropezones horrendos que me encogen las tripas, y la halitosis del fregadero se recrudece. Amedrentado, declaro un alto el fuego.

Al día siguiente lo primero que hago es acercarme a la ferretería a comprar una sonda desatascadora de tres metros y un potingue corrosivo de la sección «guerra total». Todo en balde: mis desagües están cada vez más encastillados, ya ni siquiera les pasa el buchito de agua que quedó de la noche anterior, y cuando vuelvo a aplicarles la ventosa brota de ellos la maldad del mundo, las deyecciones de monstruos preternaturales, la papilla descompuesta de algo que estuvo vivo, y luego muerto, y que ahora vuelve a estar vivo.

La situación comienza a adquirir tintes góticos, por lo que busco en Google «fontanero» y «cazafantasmas». Llamo al teléfono que aparece en la pantalla y efectivamente se presenta uno de los cazafantasmas, el que era negro y no salía en el cartel, armado con una especie de bazoka y con algo que parece un aspirador diseñado para funcionar en un planeta con una fuerza gravitacional siete veces superior a la de la Tierra. Claro que también recuerda a uno de esos barrenderos biónicos que solo proyectan la inmundicia de un lado a otro de la calle.

El cazafantasmas estudia el teatro de operaciones con gran concentración.

—Ya veo... ¿No tirará usted por el desagüe los posos del café?

No me jodas, cazafantasmas. Eso no son posos de café. Eso es lo que queda de un aquelarre cuando en la hoguera han ardido niños humanos. Eso es vómito de Belcebú. Eso es la verdadera naturaleza de esta ciudad zombi. Eso es lo que le quedaba por ver a Mariana Enríquez. Eso es exactamente lo que salía por el culo a Aldolf Hitler durante las legendarias diarreas que lo acometían mientras a su alrededor se derrumbaba su ilusorio imperio milenario.

—Bueno, esto ya está.

—¿Cómo? ¿Ya está?

—Sí —dice el simpático cazafantasmas—. Había un tapón más allá de la intersección entre las tuberías, por eso se habían atascado los dos desagües a la vez.

—Pero... ¿Y los restos de los niños humanos? ¿Y Hitler...?

—Eso... Jabón, aceite. Simple química. Lo que ocurre es que una vez que se tapona por completo, no hay líquido desatascador que valga, y hay que darle leña. Pero ya pasó. Son doscientos pavos, en metálico. Y recuerde que tiene... —aquí (a menos que lo haya soñado) mi interlocutor profirió una risa siniestra, una risa como la de Michael Jackson al final del videoclip de Thriller— tiene ¡una semana de garantía!

sábado, 13 de agosto de 2022

Muchos piensan que, mientras China siga quemando carbón y los empresarios californianos continúen veraneando en el espacio, nuestros pobres hábitos de consumo pequeñoburgueses no tienen virtualmente ninguna capacidad de influencia en la emergencia climática. Aunque este lugar común no sea por completo incorrecto, Bernd Ulrich argüía la semana antepasada en Die Zeit que cada uno debe preguntarse si realmente desea ser el tipo de persona que, en un punto de inflexión como no lo ha habido nunca en la historia de la humanidad, no hizo el mínimo gesto imaginable para mejorar las cosas.
 
Ya te lo digo yo, Bernd: sí, la mayoría de la gente desea ser el tipo de persona que no hace el mínimo gesto imaginable para mejorar las cosas. Según una encuesta reciente, la mayoría de los alemanes —pero sobre todo los hombres, y sobre todo los hombres ricos— quiere que su país siga siendo el único en Europa que carece de límite de velocidad en las autopistas, a pesar de que limitar la velocidad a 120 o a 130 km/h sería una medida bastante eficaz de ahorro energético y de reducción de emisiones contaminantes.

En su columna semanal escribía este jueves Harald Martenstein que la gente percibe como una provocación cuando alguien dice que adora los coches. Mi percepción es la inversa: la provocación es que la mayoría de la gente —pero sobre todo los hombres, y sobre todo los hombres ricos— adora los coches. Y no es solo que casi todo el mundo los adore, sino que quien puede se compra uno todavía más energívoro y amenazante.

Para huir de los coches y de sus adoradores, decidimos pasar la última semana de vacaciones en una granja del Sauerland, rodeados de gallinas, perros, burros y conejos. Óscar da cada día una vuelta en pony, más contento que todas las cosas, aunque se muestra mucho más prudente con las cabritillas, que son casi tan pequeñas como él; en el tejado anidan las golondrinas, el suelo está lleno de boñigas y en nuestra ducha encontramos un ciempiés asqueroso que nos garantiza la autenticidad rural de nuestra experiencia.

Solemos cocinar algo sencillo en nuestro apartamento, pero al segundo día los granjeros hacen pizzas en el horno de leña, y comemos con ellos y con otros veraneantes. Yo pido una pizza de verduras y, cuando nos la trae a la mesa, el granjero le dice a Kathleen: «¿Una pizza sin carne? ¿No es esto motivo de divorcio?».

En nuestra granja, desde luego, el vegetarianismo parece una opción desproporcionada. Las vacas pastan a su aire por praderas cinematográficas, los burros se revuelcan en la arena, las gallinas picotean entre las sillas y los cerdos parecen dispuestos a todo menos a abandonar su pocilga. Esta granja viene a ser como los niños: una versión amable, inofensiva y soleada de aquello que los seres humanos realmente somos.

Una tarde subimos a los establos a ver cómo ordeñan las vacas. Estas pasan en grupos de tres o cuatro por una plataforma recubierta de azulejos en la que el granjero y su ayudante les limpian primero las pezuñas y las ubres, y luego les enchufan la máquina ordeñadora. El granjero les reserva una tinaja de leche a los recentales, que se encuentran aislados en unos chiqueros que recuerdan los remolques para caballos. Todos los terneros se apresuran a meter los hocicos en los cubos de leche; todos, salvo uno: al fondo de uno de esos chiqueros yace, desorientado e inapetente, uno que ha nacido esta misma tarde. Sin duda le han dado un duchazo, porque su pelaje, crespo y colorado, tiene un aspecto lustroso. Solo la preferencia que le demuestran las moscas y algunas manchas de sangre en el hocico delatan el parto reciente.

El granjero me mira de soslayo, me señala y le pregunta a Kathleen:

—¿Eso es tu marido?  

Kathleen asiente, y el granjero suspira como diciendo «qué le vamos a hacer, hay que aceptar que nos encontramos en una fase de decadencia genética». Luego se vuelve hacia mí y me ordena:

—Métete ahí y levántalo.

Yo, solícito, me meto de un brinco en el establo.
 
—¿De dónde lo cojo? —pregunto. Y el granjero, que no va a desaprovechar la ocasión de poner en su sitio a un urbanita, aunque sea un urbanita tan poco vocacional como yo:

—De donde puedas.

Yo brego un rato con el ternerito, tratando de alzarlo primero de las corvas, luego tirándole del rabo y por último poniéndome a horcajadas sobre él para rodearle los ijares con los brazos y tirar hacia arriba.

—Haz que se yerga primero sobre las patas de delante —me recomienda el ganadero, quizá ya menos divertido que impaciente. Yo agarro al animal de las axilas, por así decir, y les pido a mis lumbares un crédito a fondo perdido para dar un último tirón. El becerro se incorpora penosamente y casi a iniciativa propia estira también los cuartos traseros. Kathleen viene entonces con un biberón para gigantes que le introducimos en la boca a la fuerza, porque por no saber, no sabe ni mamar.
 
—¡Ahí están mis milanesas! —exclama mi suegro, regocijado. No había dicho que a estas vacaciones venían mis suegros: quería guardarme para el final este giro dramático. El caso es que mi suegro está en lo cierto: por ser machos, tanto mi lactante como sus primos de los chiqueros contiguos tienen los meses contados.

Estamos quienes vemos a los terneros como criaturas desorientadas y están quienes los ven ya como milanesas. El espacio entre ambas perspectivas se vuelve cada vez más intransitable. Como escribía Bernd Ulrich, el tiempo en el que era posible bromear sobre estas cosas es uno de los muchos tiempos que ya han pasado. Precisamente porque la demanda de carne impide que la mayoría de las granjas sean como esta, las milanesas ya no implican solo la ejecución y el descuartizamiento de terneritos desvalidos, sino también la deforestación del Amazonas, la destrucción de ecosistemas silvestres, la contaminación de los acuíferos y la emisión descontrolada de metano. Hay que haber vivido los últimos años en una burbuja epistémica de hormigón armado para no ser consciente de ello.

«¡Ahí están mis milanesas!»: esa frase, pronunciada en presencia de un prodigio afelpado y todavía trastabilleante, me hace pensar que nada ni nadie está libre de verse, antes o después, empanado. Para mi suegro —pero mi suegro no es aquí mi suegro, sino cualquiera— el mínimo gesto imaginable sería no comernos, pero empiezo a convencerme de que en ese futuro turbulento que nos aguarda muchos ni siquiera estarán dispuestos a eso.

martes, 2 de agosto de 2022

El mismo sonambulismo con el que nuestra especie se interna en la sexta extinción masiva  se manifiesta día a día en los detalles más triviales. Creemos saber lo que queremos, pero no medimos nuestras decisiones, nos hacemos una idea aproximada e incompleta de las cosas y el resultado es casi siempre contraproducente.

Pensé, por ejemplo, que me sentaría bien volver a la investigación filológica. Por curiosa coincidencia, desde que hace dos años nació Óscar, no he vuelto a escribir una página de prosa académica, por lo que, cuando el director de Mediodía me pidió de hinojos que le escribira un artículo sobre la literatura española en 1922, acepté. No calibré en ese momento que el único modo de decir nada medianamente asertivo sobre la literatura de 1922 era ver todo lo que se publicó aquel año, así que termino dedicando la mayor parte del verano a revisar repertorios bibliográficos y catálogos de librería.

Nos proponemos descansar una semana en una playa paradisíaca, sin calcular que el mercurio de los termómetros entrará en efervescencia a las once de la mañana y que será suicida abandonar el hotel antes de las seis de la tarde. El mar, por otro lado, se ha puesto imposible de medusas, de manera que pasamos lo mejor del día confinados en un mundo feliz de pensión completa, artistas del karaoke y piscina de burbujas.

De nuevo en Madrid, corro a la Biblioteca Nacional porque todavía tengo por inspeccionar los índices de las muchas colecciones de novela popular que florecieron en los kioscos de 1922. El de «La Novela Corta», una de las más extensas, debería estar conservado en el CD-rom que acompaña el estudio de Roselyn Mogin-Martin. En la sala de documentación bibliográfica hallo el libro pero no el disco. La bibliotecaria hace como que busca durante diez o quince minutos antes de declararlo irremediablemente desaparecido. Días más tarde, de regreso en Alemania, recordaré que yo había leído el libro de Mogin-Martin en mi juventud heroica, y que sin duda había tenido el reflejo de hacer una copia del CD-rom. ¡Ah, si lograse encontrarla! ¡Menuda jugada, preparada con décadas de antelación! El disco aparecerá, efectivamente, entre las copias de mi tesis, pero cuando lo introduzca en el lector descubriré que, para los ordenadores actuales, la interfaz de 16 colores en la que, a finales del siglo pasado, se había codificado la base de datos con los títulos de la colección «La Novela Corta», ha devenido en un galimatías criptográfico indescifrable. La flor y nata de la ciencia española —el Centro Superior de Investigaciones Científicas, que era el organismo editor—, pretendiendo crear un software imperecedero y vistoso para la consulta de datos, ha conseguido exactamente lo contrario. Ejemplo de discalculia nivel «amo del calabozo».

La víspera de tomar el avión de regreso se nos ocurre llevar a Óscar a un espectáculo de magia para niños. Antes debo echar el resto en la Biblioteca Nacional, por lo que a mediodía engullo un pincho de tortilla, lo paso con un café con hielo y, cuando seis horas más tarde abandono mi pupitre, me digo que solo un dürüm de falafel puede reanimarme. Pero vuelvo a calcular mal, porque no merecía la pena reanimarse para arrostrar los sopetecientos grados del Paseo de Recoletos, y el principal efecto del dürüm es embadurnarme las gafas de una salsa rosa.

Así, viendo de color de rosa las obras con las que se está reformando la Puerta del Sol —en lo que tiene toda la pinta de ser un nuevo y colosal error de cálculo municipal—, corro hasta el sótano de la calle de Lavapiés en el que tiene lugar el espectáculo de magia. El chico que lo hace es muy animoso; lleva una barba postiza de chivo y, mientras el público se acomoda, simula estar durmiendo a pierna suelta. En cuanto se despierta comienza a tirar cosas por el suelo y a enredarse con el cable del micrófono. No habíamos calculado que la oscuridad del sótano, el foco espectral que iluminaba al artista y los sobresaltos con los que daba inicio aquella fantasmagoría aterrorizarían a Óscar hasta el punto de obligarle a abandonar la sala antes de que acabase el primer truco.

Mientras Kathleen y mi madre disfrutan del resto del espectáculo, yo me llevo a Óscar a dar el primer paseo de su vida por Lavapiés. Óscar tiene el flequillo lleno de trasquilones porque solo ha accedido a que le cortásemos el pelo si utilizábamos las tijeras de los pies. Vemos los puestos de flores de Tirso de Molina, saludamos a las decenas de policías que patrullan el barrio sin cesar, descubrimos una casa en la que vivió Picasso, nos fotografiamos en callejas provincianas y roñosas, y regresamos al bar del teatro para beber agua con una pajita, mientras todo lo sólido se disuelve en el aire ígneo de finales de julio. Y todo eso, que no habíamos calculado ni previsto, que no habíamos premeditado ni calibrado, terminará siendo lo menos fallido del verano y constituye también, a su modo, un espectáculo de magia para niños.

domingo, 3 de julio de 2022

Es domingo y me he llevado a Óscar al desfile de los Schützenvereine. No es nada que yo me hubiera imaginado hacer ni en la ucronía más loca, pero de algún modo hay que entretener al niño, y después de todo Hang-over no es precisamente Disneylandia.

Los Schützenvereine son clubes de tiro y asociaciones de cazadores casposos. En el siglo XVI, un duque de Gotinga les concedió el privilegio de celebrar una fiesta anual. Era un privilegio inane, pero privilegio al fin y al cabo y, como sabe cualquiera que haya visto embarcar a los pasajeros de Business Class, por tonto que sea un privilegio, ejercerlo siempre da gustirrinín.

Los Schützenvereine son gente a la que le gusta oír marchas militares, disparar escopetas y ponerse uniformes. El ejército del mal, en esta era de banalización de la violencia, no tiene por qué presentar un aspecto sustancialmente distinto. Todos los asistentes al desfile hacemos como si ignorásemos de qué lado se inclinan sus preferencias políticas. ¡Es que lanzan caramelos! Casi todos llevan insignias; muchos, charreteras y pasamanería. Leo más tarde que esas condecoraciones fantasiosas gratifican servicios prestados o rendimientos sobresalientes, sin que nadie en internet sepa decir a las claras cuál es la naturaleza de esos rendimientos y de esos servicios.

El interés del desfile, se supone, no está en los cazadores, que parecen los tíos abuelos de la familia Trapp, sino en las bandas de música que los acompañan; sin embargo, pocas de esas bandas están tocando cuando llegan a nuestra altura: el camino es largo y el repertorio es pequeño. Precisamente porque el camino es largo, los músicos andan deprisa, así que las pocas veces que una banda interpreta una canción al pasar por la calle en la que estamos apostados Óscar y yo, no oímos de ella sino unos pocos compases. Es como tratar de escuchar la radio con alguien moviendo el dial.

Muchas de las personas que desfilan no solo son feas, sino que tienen pinta de salir poco de casa. Me las imagino contemplando expectantes cómo la fecha marcada en el calendario está cada día más próxima, sacando las bolas de alcanfor de los bolsillos de la austríaca, peinándose el bigote, cortándose los pelos de la nariz y practicando ante el espejo el saludo de reinas de Inglaterra que nos habían de dedicar esta mañana interminablemente.

Yo me deprimo pensando en lo mucho que le gusta a la gente pertenecer a algo y ponerse sombreros con plumas, en que el resto del año muchos de estos catetos se dedican a abatir conejos y corzos, y en otras cosas igual de lamentables. Si en lugar de pegar tiros y colgarse medallitas practicasen un poco más con las trompetas, los feos serían guays, el mundo sería algo menos inhóspito y esta ciudad podría tener el mejor mardi gras de este lado del Atlántico. Ya sé que no es decir mucho, pero a fin de cuentas esta ciudad —repito— no es precisamente Disneylandia.

sábado, 11 de junio de 2022

Mis suegros se han llevado al niño al zoo y Kathleen está de congreso, así que puedo dedicar esta mañana de sábado a corregir exámenes y responder correos electrónicos atrasados. O bien puedo hacer como si todavía tuviese actividad cerebral y acercarme a ver una exposición que hay en el Museo Regional de Hannover y que lleva un título sugestivo: «La invención de los dioses».

Resulta que los dioses se inventaron en el Neolítico. Esa era teológica arrancó con bastante retraso en Baja Sajonia, porque el suelo era arenoso y menos fértil que el de las regiones meridionales, de modo que durante una prórroga de más de mil años los cazadores-recolectores de esta región continuaron sus vidas silvestres, despreocupadas y ateas. Solo cuando finalmente comenzaron a roturar la tierra y a domesticar animales —es decir, cuando empezaron a hacer previsiones sobre el curso de los acontecimientos— tuvieron que inventar dioses a los que echar la culpa de que los acontecimientos no salieran como ellos habían previsto.

A los dioses les ofrecían hachas de piedra nunca utilizadas. Las enterraban supongo que pensando no tanto en dioses personales como en fuerzas ignotas a las que ofrendaban esos instrumentos de transformación de la naturaleza. Un católico hoy (es decir, ayer) le llevaría a su santito un exvoto, por ejemplo un pie o una teta de cera. El feligrés neolítico, en cambio, le habría llevado un bote de agua oxigenada o un aerosol de Réflex, que son cosas de un mayor refinamiento simbólico. De hecho, cuanto más lo pienso menos claro me queda si imploraban el favor de los dioses o si, por el contrario, los extorionaban. ¿Qué pensaría el djinn de los bosques al encontrar bajo un dolmen una colección de hachas afiladas?

Al salir del museo me encuentro con todos los dioses inventados. Quiero decir que el Maschpark acoge este fin de semana una feria de religiones, cada una con su puestecito y sus prospectos. Como aún no ha llegado la hora de comer, me paseo un rato entre las carpas. En varias de ellas hay catedrales construidas con piezas de Lego. En las de las obras diaconales se promocionan utensilios para dar masajes o para ejercitar las articulaciones. Dos parejitas de musulmanes pelan la pava a la puerta de una jaima. El stand de los yazidíes tiene los dioramas más informativos y nutridos de texto. Los católicos, en cambio, tienen a un papa Francisco de cartón, a tamaño natural. Un colega mío tiene en su despacho un Sartre de cartón, y yo me pregunto de dónde saca la gente estas cosas, y por qué me resultan tan hilarantes. Tenía que haberme hecho un selfie con el Papa, se me ocurre cuando ya estoy de regreso, ¡qué rabia! La caseta de los judíos está cerrada porque es sábado (y la pena es que esta feria continúe el domingo: de otro modo, la jugada habría sido conceptualmente billante). Algo más allá los visitantes pueden subirse por turnos a un globo aerostático, que es sin duda la forma más rápida y menos incierta de alcanzar el cielo. Y, donde quiera que uno pose la vista, una ruleta. Cada religión parece tener la suya: los curiosos pueden hacerlas girar y conseguir un bolígrafo, una alfombrilla de ratón, una indulgencia plenaria o la condenación eterna.

Esto es, en definitiva, una Feria del Libro sin libros. No estoy seguro de si me parece enigmáticamente genial o genialmente enigmático. ¿Se trata, como en los mercadillos de artesanía o en los paseos marítimos, de deambular hasta que algo nos llame lo bastante la atención como para comprarlo? ¿Puede ser una suscripción a la revista de la iglesia Bahaí el regalo que finalmente triunfe en las próximas navidades? ¿O bien debemos estudiar, como si se tratase de compañías aseguradoras, la religión que mejor se acomode a nuestro modus vivendi? Los humanos, desde el Neolítico, hemos inventado tantas maneras distintas de ganarnos el pan que cada uno necesita extorsionar a un dios hecho a su medida.

Para que el ambiente sea todavía más loco, este rastrillo espiritual coincide con la cita anual de una asociación de trajes regionales, por lo que muchas mujeres llevan basquiña, cofia y refajo, y se ve a muchos hombres con sombreros de copa que parecen sacados del País de las Maravillas y chaquetas que de arriba bajo todo son botones, como los pantalones de la Tarara.

Oigo unas corcheas sincopadas y mis pies, sedientos de música en vivo, me conducen hasta un remolque blanco que podría haber sido un camión de los helados, solo que dentro no hay helados, sino una banda de metales. Desde la calle uno puede escoger una canción de una lista, indicar su número girando dos discos e introducir una moneda en una ranura: entonces, las persianas que cierran el remolque se abren automáticamente y los músicos de esta rocola viviente se ponen a tocar. Un cartel afirma que vienen de Laponia, aunque vistan de mormones o de camareros. Quizá esos sean sus trajes regionales, uno nunca sabe.  

Casi todo su repertorio está compuesto por himnos religiosos con arreglos de jazz; el hecho de que la lista incluya la canción de la abeja Maya o el tema de los osos Gummi me desconcierta, aunque tampoco puedo decir que me sorprenda: hace ya muchas décadas que en las parroquias se cantan canciones de los Rolling Stones sin que nadie se sonroje. Evidentemente, no puedo dejar de echar una moneda, y escojo un clásico del soul que yo siempre he cantado a lo profano: «this little ass of mine / I’m gonna let it shine».

En la exposición sobre la invención de los dioses, lo más parecido a la representación de un dios que uno puede ver es una estatuilla de madera del tamaño de un mando a distancia. Se trata de una talla sencilla, hecha con cuatro tajos diestros, que representa a un hombre de rasgos mongólicos: cara de plato, mejillas achatadas, ojos rasgados y la boca abierta en una sonrisa contagiosa. Es la sonrisa de alguien que todavía no sabe cómo suena una banda lapona de dixieland, pero que ya ha comenzado a imaginarlo. La cartela dice que podría haber sido un regalo dentro de los contactos entre los cazadores y los agricultores, en ese largo milenio mesolítico durante el cual ambas civilizaciones se estuvieron mirando de reojo. Esa estatua nos muestra —continúa la cartela— «la sonrisa más antigua del mundo». Quizá sea también el dios más antiguo.

jueves, 2 de junio de 2022

Treinta y seis horas después de la última intervención bélica en mi dentadura, y a pesar de tres paracetamoles y un ibuprofeno, mi jueves seguía siendo algo demasiado delicado que había caído desde una altura demasiado elevada, así que lo di por irreparable, metí al niño en el remolque y me lo llevé al parque infantil del Eilenriede (aquel en el que, en episodios anteriores, a Kathleen no le robaron el teléfono móvil).

Óscar aún no acaba de fiarse de los toboganes. Los mira con mucha circunspección, los golpea como calibrando su estabilidad, y solo tras muchas vacilaciones consiente en tirarse, pero a condición de que yo lo lleve de la mano como si fuera la anilla del autobús.

—Si esto es muy fácil —le digo—. Mira lo bien que lo hace ese... esa...

Le doy vueltas durante varios segundos, sin encontrar el término exacto: no es necesariamente un niño, tampoco una niña, y es demasiado grande para calificarlo de bebé. Sus padres lo han vestido con unos colores tan neutros y lo han abrigado tan insólitamente en esta tarde de junio que debo rendirme a la evidencia:

—Mira lo bien que lo hace ese niñe.

Es la primera vez que utilizo esa flexión, y me da tanta vergüenza que, si me hubiera oído alguien que no fuera Óscar, se me habría caído la cara mientras, por no saber dónde meterme, me tragaba la tierra.

Luego, durante esos segundos desabridos que quedan entre salvar a mi hijo de los peligros que lo acechan y salvar al mundo de los peligros que él provoca, reflexiono y me digo que tampoco es para tanto. Ya está, «el niñe», lo he dicho, ¿qué pasa? Cortar de vez en cuando el nudo gordiano del dimorfismo morfosintáctico del español no me convierte en un enemigo de la gramática, digo yo. Y además (eso no es una araña, Óscar, es una mosca, y no hace nada), igual un parque infantil no es el mejor lugar para andar esforzándose en determinar en el papel que podría jugar en la reproducción cada persona con la que nos cruzamos.

Al final, esa es la madre del cordero (la araña tampoco te iba a hacer nada, tenía más miedo que tú). Una lengua no es sexista —o no es más sexista que marxista, capitalista o adventista de séptimo día, como gusta de puntualizar Álex Grijelmo—, pero sí nos obliga a prestar atención a ciertas cosas, como los caracteres sexuales, que no siempre tienen por qué parecernos relevantes. Este era el argumento con el que los lingüistas Roman Jakobson y Franz Boas matizaban la famosa tesis de Sapir y Whorf sobre el influjo que tiene la lengua materna en la percepción de la realidad. Una lengua permite expresar todo tipo de pensamientos, pero también impone la expresión de ciertas cualidades. Como resume Guy Deutscher en El prisma del lenguaje, si una lengua influye en la mentalidad de sus hablantes no es por lo que les permite decir, sino por el tipo de información que les obliga a considerar.
 
Vuelvo a leer estos días sobre ello en un trabajo de fin de grado singularmente bueno, cuyo autor cita varios estudios experimentales en los que se demuestra que el masculino genérico fomenta representaciones imaginarias androcéntricas: sexólogos de sexo masculino, barones varones y hombres-orquesta hombres. Esto no necesariamente confirma la tesis de Sapir-Whorf, porque recuerdo haber leído un artículo (una cosa es que no les tengas miedo a las arañas, y otra que te las comas) que constataba las mismas representaciones mentales entre quienes leían una frase por el estilo de «una estrella de la cirujía ha culminado el primer transplante ocular», en cuyas cabezas la estrella devenía en estrello. Y, por supuesto, muchos hablantes de lenguas sin género asumen que los hombres-orquesta, los barones y los sexólogos son, en principio, señores.
 
Ahora bien, estos experimentos se suelen centrar en las denominaciones de profesiones, y me termino preguntando (si te vas a tirar por el tobogán, gordito, a lo mejor tienes que soltar la pierna del niñe; y luego dirán que los teléfonos móviles nos distraen, ¡me río yo de los móviles!, ¿qué estaba yo diciendo? Ah, sí, «me termino preguntando»), me termino preguntando si no convendrá aceptar de entrada que la disyuntiva entre masculino genérico y lenguaje inclusivo no es igual de relevante en todos los contextos.  

Porque las implicaciones o las repercusiones sociales son distintas cuando uno habla de «genios», de «científicos» o de «políticos» que cuando uno habla de «vecinos», de «espectadores» o de «niños». Es más (los pies primero, Óscar; cuando seas mayor de edad te podrás tirar por el tobogán de cabeza): en contextos como este parque infantil, hablar de padres que cuidan a sus hijos, aun pensándolo como masculino genérico, podría favorecer la implicación de los varones en la crianza.

En esta pelea de perros en la que se ha convertido el debate sobre el sexo de la lengua casi todo el mundo va con todo y se azuzan soluciones sistemáticas y maximalistas: las duplicaciones a gogó y a gagá, el femenino genérico a machamartilla o el truquillo este de les niñes, que tiene la virtud, con todo, de ser lo más económico y lo que menos relieve da a la entrepierna. Pero el esfuerzo cognitivo que exigiría aplicar sin excepciones cualquiera estas propuestas no siempre será igual de rentable en términos políticos. Yo mismo acabo de decir «niñe» porque me agotaba y me incomodaba decidir el sexo —o el género culturalmente construido— de una persona de reducido tamaño y corta edad. A veces (deja de echarte arena por encima, bonito, que luego te pica el culo y no sabes por qué), a veces nos obcecamos en defender soluciones coherentes y sistemáticas como si el resto de nuestra vida no fuera ya el puto caos.

miércoles, 18 de mayo de 2022

Amaury llega tarde porque estaba durmiendo al niño, que anda con bronquitis. David, otro de los que debíamos encontrarnos esta tarde para cenar en lo que antes fue la librería Livre aux Trésors, y que hoy es una pizzería de moda, no puede venir porque no le ha dado permiso su reloj.
 
David es futbolista semiprofesional. Acaba de ascender de división y tiene que correr no sé cuántos kilómetros al día. Si no lo hace, le regaña el reloj digital que le ha regalado el club, y que debe llevar permanentemente en la muñeca. Ascender de división ha sido para David algo así como obtener un tercer grado penitenciario. En primera supongo que no te dan un reloj, sino unos grilletes unidos mediante una cadena a una bola de hierro macizo.  

David, por si fuera poco, tiene casi dos niños. Uno calculo yo que debe de tener la edad de Óscar, y el otro puede llegar en cualquier momento, así que tampoco era cosa de irse con los amigotes a la pizzería. A mí me extraña que el reloj no tenga nada que decir a ese respecto, porque los niños de esas edades son lo peor que hay para el rendimiento físico. Si fuera consecuente, el reloj debería interrumpir los momentos de intimidad de David conectando por videollamada con el míster o cantando aquello de Les Luthiers: «¡píldoras, píldoras... anticon-cep-ti-vas!».

Total, que pedimos las pizzas y Amaury cuenta una historia demencial que oyó en una visita que hizo el otro día con sus estudiantes a los juzgados. Un tipo quiere vender su coche; un comprador potencial le manda un mensaje de móvil y quedan en el centro. El comprador potencial se muestra muy interesado, pero insiste en probar el coche antes de hacer el alboroque. Se montan los dos y el vendedor dice «pon mi dirección, así ves cómo funciona el GPS y me dejas en casa». El comprador pone su dirección, pero al cabo de 15 minutos están en un dédalo de calles grises y deshabitadas. «¿Adónde me has traído, tío?». «Ah, tú te habías olvidado de que le debías 15.000 euros al bueno de Ahmed, pero ya vas recordando, ¿verdad que vas recordando? Yo creo que sí vas recordando. 15.000 pavos se buscan rápido». El vendedor no se deja amilanar y se lanza sobre su extorsionador, mientras detrás de las ventanillas el paisaje huye a 150 kilómetros por hora. El coche derrapa y se sale de la calzada. Ambos, milagrosamente ilesos, siguen forcejeando, pero Ahmed, o aquel que hablaba de Ahmed y que quizá se llame de otra manera, consigue expulsarlo del coche y se escapa a toda mecha. Muchos kilómetros después, llega a un establecimiento de lavado y le pide a un empleado que le pase el aspirador por las alfombrillas. El empleado no quiere hacerlo, o igual ya lo ha hecho pero no con tanta dedicación como esperaba el otro, así que una vez más acaban partiéndose el bautismo, y Ahmed o quien quiera que fuese coge un destornillador que andaba por allí y se lo clava al del aspirador en el único lugar del cuello en el que uno puede llevar un destornillador y vivir para contarlo.


El juez interrumpe el relato antes de que Ahmed llegue al momento en el que fue finalmente detenido. «Esta causa tiene demasiados vericuetos; prosigamos la vista dentro de dos semanas». «Ah, no, Señoría» replica Ahmed; «dentro de dos semanas no puedo, que tengo examen en la uni».

—No me jorobes —dice Alexis, que es nuestro tercer comensal—; igual le doy clase yo.

—Seguramente. Pero espera —dice Amaury— espérate, que falta lo mejor. Es que no te vas a creer quién era el fiscal. Cuando te lo diga, es que no te lo vas a creer, no te vas a recuperar en la vida. ¿Sabes quién era el fiscal?

—¿Quién era el fiscal? —pregunta Alexis.

—Agárrate: el fiscal era el primo de Gauthier.

—¿Quién es el primo de Gauthier? —pregunta Alexis.

Luego charlamos sobre sobre Savitzkaya, Wauters, Demoulin, Johannin. Amaury destaca los méritos de cada uno con rara finura hasta que nos llaman a capítulo nuestros relojes, nuestros trabajos, nuestros hijos con bronquitis. Mi reloj, en la vida real, es un cepillo de dientes: el cepillo de dientes eléctrico que tuve que comprarme bajo amenazas de mi dentista, y que me tiene tiranizado. Si hago lo que me pide, la pantalla del mango sonríe con estrellas en los ojos y mi cerebro chapotea en dopamina. En cambio, cuando me entran las prisas, el cepillo hace una mueca de profunda decepción que me hunde para el resto de la semana. Se conoce que también he ascendido a la segunda división de algo, no sé de qué.

sábado, 30 de abril de 2022

A finales de enero leí una entrevista con José Luis Alcaine, que ha sido director de fotografía de muchos de los clásicos recientes del cine español. En ella lanzaba sobre el tapete una hipótesis fascinante: la de que el cine actual deja menos poso en los espectadores porque determina su atención en exceso. Las películas del día se ruedan abriendo mucho el diafragma de la cámara, con lo que queda desenfocado todo salvo aquello que el director quiere que se mire. Entre los años 1940 y 1970, decía Alcaine, se hacía lo contrario: se rodaban escenas con gran profundidad de campo en las que había tantas cosas que podías pasarte luego horas diseccionando la película.

En las entrevistas de estas últimas semanas sobre La Edad de Tiza hemos hablado mucho de cómo contar el pasado reciente y, a fuerza de darle vueltas y de explicarlo mal muchas veces, termino echando mano de esta ideaca de la profundidad de campo, que puede ayudar a aprehender lo que hay de traición en la mirada nostálgica. La mirada nostálgica es la que se consigue con el cierre de diafragma, con el primer plano extremo de unas sandalias cangrejeras, de un dispensador de caramelos PEZ, de una Game Boy o de la bruja Avería. Esa mirada falsea el universo semiótico de cualquier época, siempre mucho más complejo que la suma de los objetos que lo componen.

La historiografía académica no tiene por qué tener una mayor profundidad de campo que la de la ficción histórica, y de hecho no la tuvo durante todos los siglos en los que la Historia se desplegó en los manuales como un leporello de episodios bélicos. Todavía hoy un historiador cultural puede opositar a cátedra ignorando el lenguaje de las flores, o el pronombre de cortesía que debe aplicarse al deán catedralicio, o los usos de las aucas, o la pronunciación de la cedilla medieval, o el código de conducta durante los rituales religiosos, o los ruidos que atronaban las calles en la época de la que es especialista.

Por eso —entre otras causas— yo soy defensor de transcribir los textos de los cuatro últimos siglos manteniendo la ortografía original. Lo contrario es abrir el diafragma: maquillar las arrugas del lenguaje, inyectar bótox en los significantes. Esas operaciones estéticas generan la ilusión, sagazmente formulada en un libro reciente por Santiago Díaz Lage, «de que ninguna distancia histórica nos separa de aquel estado de lengua»; y ello, a su vez, «puede sesgar la interpretación», ya que también los significados han ido madurando, macerando, arrugándose, alterándose.  

Creo importante conocer —o, mejor dicho, aspirar a conocer, aunque ese conocimiento solo pueda ser, por fuerza, ridículamente parcial y fragmentario— esos detalles nimios y banales que componían la percepción epidérmica de la realidad cotidiana, porque en ellos se cifra la resistencia del pasado a nuestros reflejos mitómanos y universalistas. Basta con remontarse unas pocas décadas para comprobar cómo incluso la fisonomía humana se ha transformado sutilmente, desde aquella época en la que menos gimnasio, menos azúcar y menos comida producían cuerpos fibrosos, magros, chatos, culibajos y reconcentrados.

La arqueología de los objetos fósiles del pasado reciente puede aportar profundidad de campo, pero solo si se los desentierra con determinada actitud. La actitud nostálgica los aisla en una mirada contemplativa, bidimensional, que no enfoca lo que queda detrás ni lo que queda delante del objeto; pero si arqueología cultural transforma la contemplación en algo más discursivo y articulado, el resultado puede ser verdaderamente pedagógico.

Pensemos en ese gesto perdido de actor antiguo que consiste en meterse el pañuelo entre el cuello de la camisa y la piel. Arturo Barea decidió comenzar con ese gesto la última novela de una trilogía que es lo más cerca que quizá pueda estar uno de experimentar la vida cotidiana en el Madrid de principios de siglo: «El calor de agosto disuelve el almidón. El interior del cuello planchado se convierte en un trapo húmedo y pringoso; la tela exterior conserva su rigidez y sus aristas rozan la piel sudorosa». En la incomodidad del cuello deformado hay algo del pasado que no es nostalgia, como lo había en la caligrafía —que podía ser «española, inglesa o francesa», nos recuerda Díaz Lage—, en la cadencia del paso —mi amiga Giselle dice que le ha bastando con ver andar a alguien para saber que era de Venezuela— o en la manera de sostener un cigarrillo.

(Esto de sostener un cigarrillo ya va camino del museo de artes populares. Uno puede ver en la pantalla a actores que sostienen un cigarrillo como si sus dedos hubieran estirado la pata seis horas antes. Se llevan el pitillo a los labios con un exceso de premeditación y de precaución del que puede deducirse que faltaron a clase el día que daban el sistema Stanislawski).
 

No hay esquina del barrio de Salamanca que no luzca estos días un anuncio de la adaptación teatral de Tea Rooms, la novela-reportaje que Luisa Carnés escribió en 1934, y que trata de los sinsabores de unas camareras de un salón de té. A mí me exaspera que en el cartel aparezcan cruasanes y macarons. Algunos cruasanes sí que salen en la novela, pero macarons, ninguno. Dice la Wikipedia que estos dulces se inventaron en el siglo XVI, pero yo el primero que vi en mi vida lo vi en internet, no digo más.

Mi amigo el crítico marxista-althusseriano ha ido a ver la puesta en escena de Tea Rooms y está que trina porque han suprimido el alegato revolucionario-bolchevique con el que Carnés cerraba la novela. Yo no me habría atrevido a esperar tanto del Madrid que ha encumbrado a Díaz Ayuso, aunque sí habría creído posible evitar los macarons. Pero claro, el barrio de Salamanca exige también ese tipo de concesiones.

En la novela se mencionan los mantecados, los hojaldres, las pastas de té, las ensaimadas, los pasteles de nata, los «pan cakes» —que no sé si serían fruitcakes o tortitas—, los brioches, los mantecados, los puddings, los huevos de Pascua de chocolate, los merengues y unos bizcochos llamados «soletillas». Estas soletillas son lo contrario de los macarons: para mí representan el pasado inaprensible, el detalle que se resiste a la analogía facilona, a la actualización ruidosa de la trama obrerista. Si meciéramos esa soletilla en la palma de la mano y nos la llevásemos a la oreja, probablemente nos diría: «el mundo en el que vivieron estas mujeres ya está muy lejos del vuestro. Nunca lo comprenderéis por entero».

domingo, 27 de marzo de 2022

No fui, ni mucho menos, de los colegas más íntimos de Jean-Pierre B. No tenía su número de teléfono. Nunca lo vi fuera del contexto académico, salvo en las reuniones de fin de año o en algún aperitivo improvisado después de una junta de facultad. Y sin embargo, hay algo de obsesivo en su súbita muerte. Solo éramos colegas, pero como me hace notar Kristine, tratamos a muchos colegas con más asiduidad y aun con más intensidad que a muchos parientes.

Hace seis años se conoce que hubo un momento efímero de distensión y relajo, porque una tarde, después de una junta de Facultad, ocurrió algo que no ha vuelto a suceder desde entonces, y es que cuatro o cinco profesores acabamos tomando cervezas en la cafetería de enfrente. Entre ellos, Jean-Pierre. Yo acababa de solicitar la excedencia para ir a Madison, y todos me preguntaban si había visto la película de Clint Eastwood —que, en realidad, transcurre en otro Madison—; alguien habló de los muchos belgas que habían emigrado a aquella región (unos meses más tarde visitaría, efectivamente, la Bruselas de Wisconsin); otro, comprensiblemente envidioso de mi suerte, sugirió que yo pagase las cervezas, y Jean-Pierre dijo que debería aprovechar mi excedencia para organizar un congreso e invitarlos a todos, de manera que pudiéramos encontrarnos allí y seguir charlando y bebiendo, al abrigo de todas esas reformas legales y administrativas que nos pudrían y siguen pudriendo la existencia.

El martes pasado fui al tanatorio a dar el pésame a la familia. El miércoles era el entierro, pero coincidía con dos de mis clases. Como todavía tengo seis o siete horas que recuperar de cuando me escapé a Madrid, me pienso mucho si mantenerlas o no. Intenté imaginar qué habría hecho el propio Jean-Pierre, pero enseguida me persuadí de que ese ejercicio mental de ventriloquía ultraterrena era, en general, injusto, y en el caso particular de Jean-Pierre, además, ridículo, pues una de las cosas que caracterizaban sus intervenciones públicas era la capacidad de adoptar ángulos sorprendentes, de hacer propuestas inesperadas, de neutralizar con salidas de pata de banco los dilemas bizantinos en que se agota nuestra vida institucional.

Si algo me ha quedado claro en los trece años en los que traté a Jean-Pierre, ha sido que, entre la vida y el protocolo, él siempre tomó el partido de la vida: de la vida gastada en aprender, en conversar, en comer, en escribir. Cuando fue decano, conducía las juntas de Facultad a uña de caballo, con prisa por pasar a otra cosa. Por eso, por no inclinarme ante el protocolo, me decido a mantener mis clases. (La muerte es el peor de los protocolos, el trámite contraproducente, la gestión que postponemos hasta que el plazo —y uno— expira). Con lo que no contaba era con encontrarme a los estudiantes cariacontecidos, llorosos, alguno incluso tan incapacitado para seguir la lección que se excusa y abandona la sala entre hipidos.

A veces cuando me aburro en las reuniones, dibujo a mis colegas con la mano izquierda. Mientras que la mano derecha percibe la quidditas, la categoría general, la mano izquierda percibe la hæcceitas, lo intransferible del individuo. Pero ni siquiera con la mano izquierda conseguí sacarle el parecido a Jean-Pierre, ya que su rasgo más distintivo era la ironía que le centelleaba en la mirada. Aunque era una eminencia internacional, experto en poetas malditos y editor de clásicos benditos, poseía la virtud de no tomarse demasiado en serio. Un fanzine de estudiantes recogía hace poco una frase, dicha en el aula, que lo retrata a la perfección:

—¿Ah, sí? Ah, sí, puede ser... Es ingenioso. No había pensado en ello. Ahora, que igual lo que usted dice no tiene sentido. A fin de cuentas, ¿qué más da, verdad?

He oído decir que estaba organizando un congreso al que iba a invitarnos a todos.

martes, 8 de marzo de 2022

Los fines de semana siempre tenemos que estar malo alguno: unas veces es el niño, otras Kathleen, otras yo. Si no podemos ponernos malos nosotros, llamamos a mis suegros o a mi cuñada para que vengan y enfermen. A veces, alguno está malo por partida doble. Un fin de semana que corremos el riesgo de estar sanos todos, voy al dentista para que me desgracie. Pero todo, a fuerza de repetirlo, cansa, incluso lo desagradable, por lo que un fin de semana de finales de febrero, en lugar de regresar a Hannover a toser, saco un salvoconducto —tenía todos los papeles caducados— y me subo a un avión.

Desembarco en Madrid tras dos años largos de ausencia. Lo encuentro todo cambiadísimo. Ahora son otros todos esos comercios que, la última vez que estuve, ya no eran los de toda la vida.

Como he caído en pleno carnaval, me disfrazo de escritor. Llamo a Alberto, que, para seguirme la corriente, se ha disfrazado de agente. De agente secreto y literario.

—Estoy en Madrid —le digo.

—Muy bien —responde—; espera instrucciones.

Entro en una librería y veo involuntariamente uno o dos ejemplares de mi novela perdidos en el piélago de papel. Todas las novelas, en realidad, están igual de perdidas (con excepción de las de una tal Megan Maxwell, pseudónimo de una española que escribe cosas subidas de tono, y de las de Gómez-Jurado, cuyas pilas hay que escalar antes de poder entrar en cualquier librería). Casi todos, repito, estamos igual de perdidos, e intuyo que casi todos envidiamos la suerte de la novela de al lado, sin saber positivamente nada de ella.

—Es normal —me dice Alberto, quitándole hierro—. Es que hay tanto ruido...

—Ya —le digo, pero sin demasiado énfasis, porque me parece que quejarse del exceso de publicaciones es como estar metido en un coche quejándose del tráfico. Y no digamos ya si uno ni siquiera va en coche sino en burrotaxi.

Luego abro la prensa y leo boquiabierto lo que escriben Daniel Gascón, Paula Corroto o Manuel Jabois y me digo que debe de ser bonito practicar esa escritura, sentado en la cresta del presente, con el portátil en el regazo, en la confluencia de todas las ondas del planeta.

Pero otra voz me dice que nadie escribe en esa posición, o que esa posición, a la larga, entumece las piernas y da calambres en las cervicales, y que todos preferirían adoptar la posición del de al lado, ignorando que la ergonomía es un mito y que, cuando se trata de escribir, no hay posición buena. Lo que equivale a decir que no hay posición mala.

No hay posición mala en el damero literario. Yo escribo en una lengua que no es ninguna de las tres del país en el que vivo, y vivo, por mis pecados, en su provincia menos fotogénica. Pero presiento que esa incomodidad enardece la avidez de los escritores metropolitanos, que ya empiezan a descubrir en su sociedad chic de ferias y autógrafos dejes de apoltronamiento pequeñoburgués.

Entonces llega el miércoles de ceniza, me quito la máscara y dejo que el agente secreto me persigne en la frente con la carbonilla gris de los libros muertos. Regreso a mi larga cuaresma funcionarial, ayuno de lecturas, y sonrío imaginando que esos escritores metropolitanos se me representarán huyendo del calabobos bajo la rechifla de los carillones; departiendo con jóvenes ancianos que estudian los siete dialectos del Brabante; echando alpiste en el breve abrevadero de los herrerillos; esquivando la bicicleta del capellán de birreta; friendo huevos en una buhardilla que parece un palomar; haciendo, en fin, mil cosas pintorescas y literarias que permanecen vedadas a los urbanitas.

Y todo es exactamente así, pero peor.

martes, 15 de febrero de 2022

En el hemiciclo de mi dentadura yo me comporto como cualquier político de medio pelo: «esto me lo dejo para la siguiente legislatura», «este problema para mí es como si no existiera», «a esto otro habría que ponerle remedio de inmediato pero no le iba a gustar a mis electores»...

Lo que yo echo de menos en la política es algo más de mentalidad dentista. A los dentistas no hay que explicarles quiénes son los de arriba y quiénes los de abajo. Los dentistas ven las cosas como son y no les importa demasiado la composición de lugar que uno se haya hecho. Los dentistas tienen el espejo de la verdad, un espejo ante el cual retroceden las falsas expectativas y las encuestas demoscópicas.

A muchos políticos quisiera verlos yo sentados en el sillón quirúrgico de mi dentista.

—Aquí hay un par de mitos políticos que va a haber que extraer —les diría ella nada más abrieran la boca—. Se lo llevo diciendo muchos años y antes o después vamos a tener que coger el toro por los cuernos.

—No, si ya lo sé, pero es que la unidad nacional... las raíces cristianas de la cultura europea... el crecimiento económico... Como empecemos a tocar estas cosas, mi circunscripción se pone en pie de guerra. ¿No podríamos dejarlo para más adelante?

—Usted verá, pero lo que usted tiene aquí es una bomba de relojería. En fin... A ver, dígame, ¿cómo cepilla usted los servicios sociales?

—Pues así... —y uno (quiero decir, el hipotético político) mueve el cepillo como si estuviese restaurando un bajorrelieve egipcio.  

—¿A eso le llama usted cepillar? Eso ni es cepillar ni es nada. Tiene que barrer toda la encía, no solo el barrio de Salamanca. Sigamos... la seda dental, ¿con cuánta presión fiscal la utiliza?

—No sé, la normal, supongo.

—La normal, no. Hay que pasarla a fondo, a lo bestia. Al principio va a sangrar, pero luego ya verá cómo se acostumbra. ¿Y qué cepillo está utilizando contra la extinción masiva?

—Ah, eso sí: el cepillo de la coalición. Es bastante blando, pero es nuevo...

Mi dentista lo miraría consternada, como esos maestros que no querrían suspenderte pero que se empiezan a ir viendo obligados a hacerlo.

—Mire, usted necesita un cepillo eléctrico, de bajo consumo, descarbonizador y renovable.

—Es el presupuesto no me da para tanto.

—Para lo que no nos da el presupuesto es para que se nos llenen de caries los océanos y las selvas vírgenes. Así que ya sabe...

Cuando, incandescente de puro bochorno, abandono la clínica odontológica, mis encías son el patatal sobre el que se está construyendo una utopía.


lunes, 31 de enero de 2022

Día 1

Es curioso, el test. Uno se ha acostumbrado a hacerlo con tanta naturalidad que la rayita fatídica aparece de manera todavía más sorpresiva. Uno ya no la aguarda como un emboscado, con la mirada fija en la cajita del kit, sino que se la encuentra de improviso mientras prepara el desayuno. Es ella la que acaba tendiéndonos la emboscada.

Mi mayor temor se confirma: he dado positivo en el test de Covid pocos días antes de iniciar el viaje de promoción de la novela. Aunque no me encuentre mal, tendré que tragarme una semana larga de encierro. Peor que el virus va a ser la presencia en la casa de mis suegros, y el temor a que ellos, a su vez, enfermen y vayamos encadenando las cuarentenas, y las cuarentenas nos encadenen a nosotros.

Menos mal que ayer por la tarde salí diez minutos a jugar con el niño en la acera. Mi sombra era un cangrejo que amenazaba con apresar sus botas, y él pataleaba con una mezcla de excitación y miedo, como si el cangrejo fuera él.

Día 2

Oigo a mis suegros levantarse, trajinar con los cubiertos, moler café, tirar de la cisterna. Oigo a Óscar cantar «Oh Tannenbaum! Oh Tannenbaum!», y corretear por la casa, y me siento como el hermanito fantasma de Los otros. Kathleen entorna la puerta y me da una infusión. Es mi médium.

Cuando nadie me ve, me pongo el abrigo y salgo al médico. No estoy infringiendo la cuarentena, sino acudiendo a que me hagan la PCR que aquí, en Alemania, es preceptiva. Cuando llego, hay tres o cuatro personas formando cola delante de mí, todas con sus mascarillas, evidentemente, y con la mirada huidiza de quien va a comprar una revista pornográfica. En cinco minutos se forma a mis espaldas una fila de otros diez o doce pacientes.

Como la consulta especial de coronavirus está en el primer piso, la espera continúa en el hueco de la escalera. De vez en cuando se va la luz, y el que está más cerca del interruptor tiene que darle con el codo. Alguno se sienta sobre los escalones de pórfido. Nadie habla. Tres turnos por delante de mí hay un hombre con su hijo, de once o doce años, pero ellos tampoco hablan, quizá por respeto, quizá por pudor. En la consulta nos sientan en pequeños cubículos y nos hacen rellenar una anamnesis. Como yo soy extranjero me dan un formulario extra, en el que leo: «fecha prevista del parto».

Día 3

Hoy tengo que dirigir una reunión importante, que, a la vista de las circunstancias, hemos pasado a videoconferencia. Para que no se vea la cama deshecha, ni la bolsa de los pañuelos usados, ni el tendedero de los pañales, ni el montón de platos sucios, pero sobre todo para que mi ordenador pueda captar un hilito de la wifi, debo desplazar algunos los muebles. Saco los cajones del cambiador y lo empujo hasta casi bloquear con él la puerta del dormitorio. En su nueva ubicación, recuerda un atril de iglesia calvinista o un harmonio desvencijado. En el rincón ahora vacío hay año y medio de polvo. Vuelvo a meter los cajones y coloco encima la caja de un purificador de aire que teníamos en Berlín y que no hemos vuelto a usar desde que Óscar lo embadurnó de caca. Encima del purificador está la caca, y encima de la caja del purificador está ahora mi ordenador. En la pantalla sale un plano americano con el armario ropero de fondo. Ahí es donde voy a salir yo, predicando o tocando el harmonio, con los pantalones del pijama y el jersey bueno. Lo que queda fuera de plano es un asco. 

Día 4

En estos momentos debería estar a bordo de un avión, rumbo a Madrid. Mi plan era hacerme selfies en las librerías, conceder entrevistas sin quitarme las gafas de sol y firmar autógrafos no solicitados. Estos días esperaba gustar no ya los laureles de la gloria, pero sí por lo menos el escabeche de la notoriedad. En cambio, he acabado disfrutando de todo lo malo de no irme y de todo lo malo de haberme ido.  

Hablando por Skype con la editora, hemos quedado en mover mi luna de miel literaria un par de semanas más allá. De aquí a entonces, me da tiempo a curarme, contagiarme de nuevo y curarme otra vez. El problema, no obstante, es que cualquiera de mis planes dista de concernerme solo a mí: la cuarentena se ha convertido en la nueva pandemia. Según la Organización Mundial de la Salud, en el próximo mes se infectará con la variante ómicron la mitad de la población europea, lo que pondrá en cuarentena a la otra mitad. Puede perfectamente darse el caso —le digo a mi editora— de que yo llegue a Madrid y todos los demás estéis encerrados en vuestras madrigueras.

Día 5

Oigo a mis suegros levantarse, trajinar con los cubiertos, moler café, tirar de la cisterna. Oigo cómo Óscar llora y grita: «nein! nein! nein!», que es lo mismo que hago yo cuando veo que pasan las semanas y que mis suegros no tienen intención de irse.

Cuatro o cinco veces al día me acerco a la puerta, me pongo la mascarilla y doy una voz: «¡todos fuera!». Cuando oigo cerrarse las puertas del pasillo inspiro profundamente, contengo la respiración y me doy una carrera al cuarto de baño. La rutina tiene algo de electroshock doméstico.

Día 6

Ayer tuve unas décimas de fiebre, pero hoy me he levantado despejado y, tanto para distraerme como para hacer rendir el tiempo, decido que es buen momento para llevar a la práctica nuestro viejo proyecto de grabar una conversación sobre Las letras de la República.

En la plataforma de videoconferencia nos vemos por fin las caras, tras varios años de cruzar correos electrónicos, el explorador de Kamchatka y los pastores de la oveja roja. Me siento al harmonio y durante una hora larga hablamos de Bernard Lahire, Pierre Bourdieu, Julio Caro Baroja y Stanley Fish.

Devuelvo la conexión con la sensación de que ha quedado bastante bien, pero por la noche me asalta la sospecha de que, dado que el virus ataca al sistema neurológico, quizá yo no haya hecho más que balbucear y gorgotear como un zombi.  

Día 7

Entorno un ojo y miro la hora: las ocho menos diez. Ronroneo y duermo otra horita.

Hacía dos años que no me levantaba tan tarde. Me incorporo en la cama. Giro la cabeza a un lado y a otro. Nada, ni rastro de la tortícolis que arrastro desde que Óscar rebasó la marca de los diez kilos. Me pongo de pie y muevo los brazos como si fueran las manecillas de un reloj. Siento cierto resquemor, pero puedo marcar las diez menos diez sin que un calambre me corte el aliento. Me restriego los ojos y miro los exámenes corregidos, las notas de las videoconferencias, la pila de libros anotados y reseñados en Goodreads, los mensajes de audio que he cruzado con los amigotes. Caigo en la cuenta de que hace una semana que no limpio cacas ni canto nanas ni cuento cuentos.

Qué felicidad.

Alguien escribía estos días en Twitter que le parecía trágico cómo muchos se alegraban de coger el virus porque así podían dejar de trabajar un rato. Otra tuitera respondía que habrás dejado de trabajar tú, bonica, porque lo normal es seguir teletrabajando durante la baja. A lo que a mí me dan ganas de contestar que, para una tercera categoría de trabajadores, hacer una jornada de teletrabajo sin tener un niño al lado que te saque los libros de la estantería o te quite los bolis para pintar en la pared ha terminado convirtiéndose en algo próximo al descanso.  

Quién habría dicho que, sin salir de mi cuarto, terminaría llegando a Estocolmo.

Día 8

Fecha prevista del parto. Salgo a hacerme el test que pondrá fin a mi encierro. Podemos considerar un triunfo que, de las cinco personas que había en casa, solo yo haya caído enfermo. O, mejor dicho, que solo yo haya caído enfermo de coronavirus, porque obviamente todos han ido pasándose estos días uno de los resfriados que Óscar se trae de la guardería.

Aun cuando el resultado es negativo —alguien escribía en Die Zeit esta semana que hay niños para los que «positivo» significa algo negativo, y viceversa—, me cuesta quitarme la mascarilla y acercarme a los demás. ¿Seguro que es seguro? Kathleen llama a un número de información y se ríen de ella, o sea, de mí. Acepto comer en el mismo cuarto, pero sin quitarme la mascarilla. Durante la comida, mis suegros hablan del piso que van a alquilar aquí en Hannover, y discuten sobre la mejor manera de encajar la encimera de su antiguo apartamento en la nueva cocina, sobre cómo disponer el tresillo en el salón sin que bloquee la puerta de entrada, sobre cómo vender una enciclopedia de veinticinco volúmenes de 1994, sobre la altura a la que deberán taladrar las baldas en la despensa empotrada, sobre si comprarle o no los muebles del balcón a los anteriores inquilinos, y lo hacen afirmando vigorosamente, aleternativamente, a veces simultáneamente una misma opinión y la contraria.

«Willkommen zurück», me dice Kathleen, pero yo apenas la escucho, pues en mi imaginación ya he regresado a ese dormitorio en el que, por un breve lapso de tiempo, fui joven de nuevo.