Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 27 de febrero de 2014

Será por su mezcla de pompa y ridículo, de seriedad y disparate, que las emparenta con las historias de la Leyenda dorada, el caso es que las anécdotas universitarias me encandilan. Louis G. me cuenta hoy la de un decano, lo llamaremos «el decano Pierre», que hubo varios años antes de que yo desembarcase por mis pecados en esta ciudad nublada y fabril.

Resulta que el decano Pierre no tenía, como es lógico, ningún interés en ser decano. Fue la fuerza de las cosas la que lo aupó al cargo, puesto de relumbrón que no se traducía en un alivio de sus demás funciones, ni en un aumento de su salario. Pero lo que el propio Pierre descubrió con embarazoso retraso fue que, además de no tener ningún interés en liderar la Facultad, tampoco tenía ninguna de las competencias que la Facultad demandaba de él. Desde su nuevo despacho el decano Pierre llamó a Louis y le dijo estas o parecidas palabras: «Louis, estoy en un compromiso. No entiendo nada de lo que me piden, los dosieres se acumulan sobre mi mesa y cada día recibo a una docena de personas a las que no he visto nunca, con las que despacho asuntos que desconozco por completo. Tú, en cambio, te manejas bien con la legislación y sabes formarte un juicio con rapidez. Échame una mano, aunque sea sólo los primeros días».

Louis —a quien, tampoco es cosa de negarlo, le encanta meter la cuchara en todos los guisos— aceptó con mucho gusto y comenzó a estudiar presupuestos y a preparar reuniones. Apenas transcurridas unas semanas, llegaba a la facultad y se iba directamente al decanato, sin pasar por su oficina. Era Louis quien determinaba el orden del día de las juntas de Facultad y quien defendía desde la sala el punto de vista del decano mucho mejor de lo que el decano mismo habría podido hacer. Cuando se quiso dar cuenta, habían pasado varios años y el decano Pierre había firmado una bula por la que delegaba en Louis, a perpetuidad, la asistencia a la conferencia de decanos.

Pese a la perfecta ejecución de este singular ejercicio de ventriloquía, en el cual era el muñeco el que cerraba la boca y hablaba por la de su dueño, el descontento cundió en el claustro de profesores de Filosofía y Letras. Cundió con esa rapidez y convencimiento con la que sólo cunden el descontento, la indignación y las difamaciones. Cundió como no cunde ninguna otra cosa en una facultad de Filosofía y Letras. La inepcia del decano Pierre era patente y el que menos mal le deseaba quería que lo enviasen a realizar aburridas labores administrativas al África subsahariana.

Irónicamente, quien tuvo que ir a realizar aburridas labores administrativas al África subsahariana fue Louis, motivo por el cual estuvo ausente precisamente en los días en que se celebraron las nuevas elecciones a decano. Como es lógico, Louis deseaba una renovación en la cúpula que pusiese fin a un reparto de papeles en el que todos se encontraban a disgusto, y antes de salir de viaje muchos colegas le habían asegurado que esperaban impacientes el momento en que se produjese el relevo, y que incluso se ponían a disposición de la Facultad para el caso de que hicieran falta candidatos.

El día en que tuvo lugar la votación, por la noche, bajo el subyugante cielo estrellado de Kenia, Louis recibió una llamada del decano Pierre:

—Lo que ha ocurrido es inconcebible, Louis. ¡Ha habido tres personas que han osado votar en contra de mi reelección! ¿Puedes creerlo?

Así era: de manera casi unánime, al decano Pierre le había sido concedido un nuevo mandato. Era público y notorio que este giro de los acontecimientos lo contrariaba tanto a él como a sus electores, pero por algún motivo, por una aberrante concepción de la cortesía, por una delicadeza suicida, todos (menos tres) habían suscrito un acuerdo tácito que prolongaba la situación cuatro años más.

—Y esto —me dice Louis mientras nos despedimos con un apretón de manos— no lo entendemos ni usted ni yo, porque no somos de aquí. Pero es algo que explica la mitad de lo que ocurre cada día a nuestro alrededor.

sábado, 22 de febrero de 2014

Esta mañana de sábado estoy convocado a la entrega de un premio de tesinas en el Palacio de las Academias de Bruselas. La primera persona con quien me encuentro es con Teo, mi antiguo profesor de literatura hispanoamericana. Diez años sin hablar con él y en un mes nos vemos dos veces seguidas (la otra fue en la Biblioteca Nacional). Lo han liado para participar en el jurado que evalúa los trabajos; es un santo: cada año recibe más de treinta en su universidad, y todavía se anima a leer las tesinas de universidades extranjeras. «Así tengo el cerebro de quemado» dice, con una insuperable imitación de la sonrisa de Bruce Willis. Sin embargo yo lo encuentro exactamente igual que lo recordaba, quizá incluso menos ojeroso. Será que ha dejado el tabaco, o alguna otra cosa.

Inmediatamente después me topo con Jean-François. Resulta que andaba casualmente por Bruselas, zascandileando en la Bibliothèque Royale, y, como es muy amigo del duque, se ha acercado a echar la mañana. Qué alegría verlo, con su eterna pajarita y la orden de Isabel la Católica en la solapa, que guarda para ocasiones como esta. Enseguida me tira una descarga cerrada de preguntas: ¿sigo bien en mi universidad? ¿Sobre qué estoy escribiendo? ¿Y a Kathleen, cómo le va?

—Tú, Jean-François, siempre haces lo mismo —le digo—: te lías a preguntar en qué andamos trabajando los demás, cuando lo que realmente interesa es en qué andas trabajando tú.

Luego llegan los archipámpanos: la hermana del Rey, su marido el duque, los embajadores, los catedráticos, el secretario de la Real Academia... Unos días antes, quienes teníamos que intervenir recibimos un correo electrónico en el que se nos indicaba la fórmula protocolaria con la que debíamos comenzar nuestros discursos: «alteza real, señor duque, señores embajadores, señores doctores, señoras y señores». Algunos colegas añaden «queridos estudiantes», aunque quienes están en la sala ya no lo son; yo añado «señoras doctoras», pues, aunque en general soy contrario a las declinaciones innecesarias de sustantivos, en este caso la referencia a los señores doctores impide considerarlo neutro, y excluye a las varias doctoras que hay en la sala.

Toda la mañana me la paso incómodo, echando cuentas. Los cinco mil del premio —es un premio superdotado, casi en el sentido pornográfico que también tiene el término—, más los mil del áccesit, más el alquiler del palacio, más los desplazamientos y la intendencia del jurado, más lo mismo de los presidentes de honor y de sus acólitos, más el piscolabis que nos han dado al terminar... Todo ello para premiar un trabajo académico que puede ser muy digno pero que no deja de ser una promesa, o incluso algo menos firme, un presagio, una corazonada. Algo así como el Nobel de Obama, que sacan en el despacho oval para que la gente se eche unas risas cuando la negociación se pone demasiado tensa. Y pienso en mis amigos que ya se han doctorado, que han hecho aportaciones significativas al hispanismo, que han descubierto e interpretado —o redescubierto y reinterpretado— textos fundamentales, que han bregado con los trámites para la acreditación de personal docente universitario y que malviven en el pluriempleo, o en el desempleo, o en el vagabundeo, y pienso en lo bien que les habría venido este premio u otro parecido, con el que podrían haber editado un libro, o financiado una investigación, o con el que simplemente habrían sabido que sus esfuerzos no habían sido en balde, que lo que hacían a expensas de su familia y de su vida personal se tomaba en serio y se leía con atención. Pero es lo que tienen el mecenazgo y la filantropía: que el dinero se gasta sin plan ni proporción. Por suerte el premio se lo lleva nuestra candidata, Jéromine, quien por lo menos no se lo gastará todo en vino.

domingo, 16 de febrero de 2014

—Al final me he comprado un nuevo ukelele.
—¿Y eso? —pregunta mi madre, desde el auricular del teléfono.

La verdad es que no sé muy bien por qué. Es cierto que le tenía echado el ojo desde hace más de un año, pero ¿por qué ahora? El previsible retraso de los trenes alemanes me da tiempo para pensar en ello.

Antes de que me comprase el ukelele y le reservase el poco tiempo libre que me han dejado estas semanas las correcciones, había estado leyendo algo de sociología. En particular las críticas constructivas que Bernard Lahire dirige a la escuela bourdieusienne. Ésta entiende que todas las prácticas del individuo son resultado de las coordenadas que ocupa en el mapa de posibles sociológicos. Uno de esos puntos en el mapa sería la licenciada en Derecho, universitaria de primera generación, cuadro de la administración provincial. Otro punto, el trabajador de una fundición que hace dos años aceptó por convenio colectivo reducir su jornada a 32 horas. Otro punto, el dependiente de una gran superficie dedicada al bricolage, con un salario bruto de 1.720 euros mensuales, incluida la redistribución de dos pagas extra. Otro punto, la enfermera que desde hace treinta y un años se dedica a sacar muestras de sangre para análisis, y que ha criado con éxito a cuatro hijos, uno de ellos adoptado, pero quizá esto último ya sería quizá una consecuencia previsible de lo primero. Otro punto, en fin, este cura.

El problema, viene a decir Lahire, es que los seres humanos de verdad no responden a una única fórmula ni tienen una única acepción. Así, además del currículo y de la nómina, uno puede ser diarista, lector de tebeos, músico a ratos, virtuoso de la hipocondría, ciclista cuando el tiempo lo permite, marido de fin de semana, tío de higos a brevas, tacaño para cuanto que cueste menos de 45 euros, y manirroto para todo lo demás.

Antes que Lahire, Erving Goffman escribió sobre las varias vidas sociales que todos tenemos, como los gatos o como Super Mario. Esas vidas pueden perderse, no de golpe ni por accidente, sino en lentas e insentidas consunciones, estranguladas por la fuerza de las cosas. Si la suerte es adversa, uno puede quedar reducido a ese punto unidimensional que ya era para cierta sociología, y venir a ser algo así como el poinçonneur des Lilas, interventor en todo y para todo, fantasma en cuya vida no había más que agujeros. Y entiendo que si al fin me he decidido a comprar el ukelele ha sido para salvar una de mis vidas, para seguir siendo el superhombre goffmaniano, múltiple y molongui.