Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 19 de noviembre de 2013

Ayer le escribí a Ana un correo electrónico que terminaba diciendo, más o menos, que a ver si nos tomábamos un café juntos cuando coincidiéramos en Madrid. Con la particularidad de que, literalmente, lo que ponía era «haber si nos tomamos un café». Me he dado cuenta hoy, al abrir el archivo de texto en el que me escribo antes algunos correos electrónicos, y me he quedado petrificado. Por si fuera poco, Ana da clases a estudiantes de Periodismo, y trata —en vano— de inculcarles que no se dice «estoy seguro que», ni «el otro área», ni «una previsión positivista». Debe de haber pensado que soy un fraude y que no me merezco su amistad. Si he sido capaz de escribir «haber» en lugar de «a ver», ¿cuántas veces habré firmado cartas, sin darme cuenta, como «un cordial salido»?  

El otro día hablaba con un catedrático emérito que me decía que a él esto le pasaba constantemente, que escribía un e-mail y luego, releyéndolo, se daba cuenta de que había cometido tres errores de bulto. «¿Pero cómo es posible que diga esto yo, que soy un hispanista famoso?», se preguntaba. Nadie está a salvo del gazapo gigante. Un gazapo que va como Godzilla destruyendo a dentelladas nuestro frágil mundo de papel.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Por espacio de diez años hemos vivido en el dúplex de la Gartenstraße. Comenzamos haciendo en él una vida bohemia, con muebles que encontramos en la calle y lámparas de papel de celofán; luego fuimos creciendo dentro de él hasta que se le empezaron a saltar las costuras. Ahora lo abandonamos, y llevamos el segundo de nuestros fondeaderos a Berlín, donde Kathleen ha firmado un contrato postdoctoral.

No recuerdo bien cuándo estuve por última vez en la capital. ¿Hace seis, siete años? Las navidades pasadas estuvimos una tarde visitando a Constanze, pero eso no cuenta. Hace ya unos cuantos días comencé a sentir cierto hormigueo ante la perspectiva de redescubrir Berlín sin prisas, y en ese estado de ánimo hice la maleta el viernes pasado.  No podía aún imaginar que, apenas una hora después de que Kathleen me recogiese en el metro de Samariterstraße, llegaría a comprender por qué hay gente dispuesta a cualquier cosa con tal de vivir en esta ciudad, a malvivir en un cuartucho desconchado, sin calefacción y lleno de humedades, a alimentarse de salchichas al curry y sopa de sobre, y a dormir en un colchón adquirido en un prostíbulo a cambio de un favor inconfesable.

En los minutos que sucedieron inmediatamente a mi encuentro con Kathleen en el andén del metro encontramos un restaurante vietnamita donde venden pho a 4,50; un garito con cocktails a 3,90 cuya barra preside un busto en piedra de Karl Marx; un cine de barrio con la cartelera escrita a mano sobre una pizarra; un cartel que anuncia un ciclo de conciertos y conferencias titulado «Avant avant garde», que trata de experimentos musicales antes del siglo XX, y otro cartel de un homenaje a Frank Zappa en el que participarán siete músicos de las diferentes formaciones de su banda, incluido el desopilante Ike Willis. A esto último tendremos que renunciar por no dejar solos a los padres de Kathleen, que vendrán el próximo fin de semana a echarnos una mano con la mudanza. «No te preocupes», dice Kathleen, «ya habrá otra ocasión», lo que como todo el mundo sabe es la traducción libre al castellano de «lasciate ogni speranza».

En cualquier caso, todo ello palidece ante la que fue, atendiendo al orden cronológico, la primera de mis sorpresas de aquella tarde. Apenas salido de la boca de metro me paro a mirar el escaparate de una imprenta; un cartel ofrece prácticas de formación, y dentro se ve funcionar un tórculo eléctrico. Algo tendré de sospechoso, porque enseguida se asoma el dueño a ver qué quiero; es un tipo de cejas espesas y ojos vivaces. Mantenemos un breve diálogo de circunstancias. «Ah, conque usted es español», me dice al poco rato; «mi suegro fue un español famoso».

Yo me preparé para alguna salida ocurrente, para alguna coincidencia feliz, para algo por el estilo de «se llamaba Diego Velázquez», o «fue el tipo que inventó el futbolín». Lo que dijo, en cambio, fue «José Renau».

—José Renau... Renau... ¡No!... ¡Josep Renau! ¡Inconcebible! ¡No puede ser! —algo así fue lo que atiné a decir antes de perder por completo el habla. El impresor me contó brevemente la historia de cómo había conocido a la hija del célebre cartelista, y de las actividades de éste en la República Democrática Alemana, pero mi atontamiento me impidió retener más que palabras sueltas. Kathleen me llevó a rastras hasta el apartamento, con la promesa de que otro día retomaría la conversación con quien ahora es nuestro vecino.

Tras dejar mis maletas salimos a dar un garbeo por el barrio. En el rastrillo de Boxhagener Platz descubrí hace cosa de seis años al formidable Mateo, pintor de monstruos melancólicos o risueños que nada tiene que envidiar a Mark Ryden o a Scott Musgrove. Cuando me fui a vivir a L*** no tenía cama, ni mesa, ni sillas, pero sí una lámina de Mateo que representa a un engendro feliz con cabeza de cucurbitácea en trance de hacerse un autorretrato con un plastidecor. En aquel oscuro agujero de Valonia, el engendro me comunicaba su entusiasmo y su confianza a toda prueba. Por eso me ha hecho tanta ilusión encontrar en la Mainzerstraße la tienda Zozoville, en la que Mateo vende reproducciones de sus cuadros. A menudo los originales están pintados sobre cofres, puertas o maletas, pero no consigo que Kathleen me deje comprarlos con la excusa de que para su nuevo apartamento necesitará cofres, puertas y maletas. Ella propone que nos mudemos directamente a Zozoville, lo que sin duda resultaría más práctico y económico. Al lado de Zozoville hay un local llamado Funk You, en el que sirven zumos naturales y hacen chocolate de manera tradicional, removiendo pacientemente el contenido de una jicarita. Tomo un zumo de manzana, fresa y bayas goji; en la mesa de al lado un tipo lee un blog de diseño mientras su novia bebe un brebaje verde tan oscuro que parece negro, hecho seguramente a base de algas y espinacas.

El sábado arrasamos en Ikea, pero los muebles sólo nos los traerán el lunes, así que cenamos de pie. Bajo al súper y traigo pan negro (¡50 céntimos!), jamón y Berliner Kindl, una cerveza local en la que enseguida se nos mete una avispa. Estamos dándole caña a la avispa cuando una amiga de Kathleen le escribe en Facebook invitándonos a un festival de arte en Neukölln. Tenemos los pies hinchados, pero nos decimos que si tomamos el metro al menos quizá encontremos dónde sentarnos un rato. El festival está repartido por antros y garitos de aquel barrio de emigrantes, que hay que explorar mapa en mano. En un bar, por ejemplo, un proyector de diapositivas muestra ejemplares de la fauna nocturna de Alexanderplatz. Un local sin letrero acoge la presentación clandestina de un libro ilegal (y, como enseguida descubrimos, completamente inocuo). Más allá, una formación de ukeleles y guitarras toca una música sinuosa y deliciosamente anticuada. Una galería de arte vende litografías vacilonas y un libro para colorear sobre la serie Twin Peaks. Un berlinés disfrazado de sí mismo (sienes afeitadas, flequillo, gafas de pasta, pantalones de pitillo, jersey desproporcionado) sale de un salón iluminado por neones de color azul eléctrico, restregándose los ojos y exclamando «¡horrible!, ¡espantoso!».

Más tarde descubrimos que nos hemos perdido la Noche de los Balcones Cantantes, que tenía lugar al mismo tiempo en nuestro propio barrio: treinta y ocho aficionados y profesionales de la música presentaban sus espectáculos en fragmentos de diez minutos desde sus respectivas viviendas. «No te preocupes», me dice Kathleen, «ya habrá otra ocasión».