Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 20 de junio de 2021

Amira tiene los mismos meses que Óscar, pero pesa la mitad. Lo noto cuando, a instancias de su madre, la ayudo a alejarse del tobogán para que pueda tirarse el siguiente niño. El siguiente niño es todo un hombre: debe de tener por lo menos tres años. Me recuerda a mi sobrino Lucas. Tiene los ojos grandes, oscuros, y un corte de pelo de futbolista. Óscar intentó jugar con él a la pelota, pero él la cogía y la arrojaba lo más lejos posible.

—Lo que me extraña es que no se la haya robado aún —dice la madre de Amira.

Kathleen y yo nos quedamos algo perplejos. Miramos a nuestro alrededor y vemos a la familia del niño, sentada en una de las mesas del merendero, comiendo patatas fritas y sirviéndose de grandes botellas de refresco. El comentario parece xenófobo, pero no nos cuadra, porque la propia Amira tiene aspecto de niña hindú. Kathleen me susurra que los padres del niño deben de ser gitanos, pero si me dice que son de Getafe, me lo creo.
 
Un rato después, el niño que se parece a Lucas le tira arena a Óscar a la cara. Es una cosa que he visto que hacen mucho los niños: en lugar de hablar, se tiran arena. Son como los pulpos de Arrival. Nosotros le decimos que en este planeta eso no se hace, y la madre de Amira dice que de todos modos no cree que entienda ni una palabra. Con un gesto despectivo del mentón señala a la familia de domingueros:

—Miradlos: seguro que entre ellos no hablan alemán.

—¡Nosotros tampoco! —respondo yo, bastante amostazado ya. No es cierto, evidentemente: a veces Kathleen y yo sí hablamos en alemán, aunque nuestra lengua franca sea el cheli.

Despechada, la madre de Amira se lleva a su hija a los columpios, y nosotros regresamos al tobogán. Al rato, Kathleen se acerca a nuestras bicicletas a mirar la hora y regresa diciendo que no encuentra su móvil. Volvemos nuestras cabezas instintivamente hacia el merendero: vacío.

Quiero creer que si no nos hubiéramos pasado toda la tarde hablando de gitanos ladrones, habríamos estado buscando el móvil entre el pasto durante más de un cuarto de hora antes de pensar que alguien lo había apandado. Sugestionados, nosotros pensamo primero esto último y luego buscamos, por si acaso, en todos los sitios en los que ha estado Kathleen. Cuando nos acercamos al lugar en el que está la madre de Amira, hacemos como si estuviéramos estirando las piernas: no queremos darle ninguna satisfacción. Nos fastidiaría conceder que la realidad es tan rupestre, que los estereotipos son el pronóstico meteorológico de la convivencia, que las apariencias son el fondo de la realidad. Deseamos encontrar el teléfono debajo de un banco, al pie de un árbol, dentro de un cubo, y poder exhibirlo con satisfacción como en testimonio de inocencia, como se hacía antes con las sábanas nupciales.

Otros padres advierten que echamos algo en falta y nos preguntan si pueden ayudarnos. Le contamos nuestro caso a una madre y nos sugiere que utilicemos un programa de rastreo. Como yo he salido sin móvil, nos apresuramos a volver a casa para hacerlo desde el ordenador. Una vez allí, Kathleen se registra en el programa y descubre, atónita, que el móvil aparece localizado muy cerca del parque infantil en el que estábamos, a apenas dos calles de distancia.

—Será que se te ha caído y que el rastreo es aproximado.

—No, no —dice ella, señalando la pantalla—. El radio de localización es el de este círculo verde. No está en el parque infantil, está en esta otra calle.

Yo infiero, entonces, que es allí donde los ladrones se han deshecho de la tarjeta SIM del teléfono, pero ella me hace notar que el programa informa también del nivel de batería que queda en el aparato. Hay que ir a ver en qué para aquello.
 
Kathleen se queda para darle la cena al niño, mientras yo embrido de nuevo la bicicleta y me marcho a hacer pesquisas. Hemos quedado en que cuando llegue a la zona del mapa que aparece marcada con el disco verde, llamaré a nuestro teléfono fijo y Kathleen le dará a un botón que hará que su teléfono, teledirigido, emita un potente pitido. ¿Y entonces, qué? ¿Podré enfrentarme a todo el clan de domingueros, cuando salgan esgrimiendo sus botellas de Fanta de dos litros? Por si las cosas se ponen serias, meto en el macuto las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein.  

Cuando llego al círculo verde me encuentro en un barrio residencial, bastante parecido al nuestro, de pisos resultones y balcones floridos. Llamo a Kathleen para pedirle instrucciones y ella me dice que, entre tanto, sus padres la llamaron por WhatsApp y les salió un señor muy simpático que vive en esa calle y que había encontrado el teléfono debajo de un columpio. Un minuto después, llamo a la puerta del señor simpático, que sostiene en un brazo a un churumbel en cueros mientras con la otra mano me tiende el móvil de Kathleen.

Pienso luego en volver al parque infantil, buscar a la madre de Amira y decirle que estaba equivocada, que la familia de Getafe es del todo inocente, o al menos tan inocente como todo el mundo. Que, como todo el mundo, aquella familia de falsos gitanos —o de gitanos verdaderos, quién sabe— sigue llenando de plástico los océanos, y emitiendo dióxido de carbono, y esquilmando las savanas africanas, y comprando tops cosidos a mano por niñas bangladesíes, pero que todavía no se ha decidido a asaltar a sus vecinos a pleno día. Sin embargo, dejo que mi bicicleta vuelva derecha al establo, por miedo a que los otros niños me tiren argumentos a la cara.

miércoles, 16 de junio de 2021

De antes era un bosque primordial, frondoso, presidido por grandes árboles centenarios; poblado también de maleza, de colonias gramíneas, de brotes rastreros. A primera vista no parecía haber allí nada aprovechable, pero cualquier paseante podía recoger puñados de bayas, raíces, frutas, piñones y nueces de los que desbordaba aquel ecosistema. La alborada era interrumpida por las animadas conversaciones de los pájaros. Los recodos tupidos y los troncos derribados hospedaban a millones de insectos, que a su vez alimentaban a toda clase de alimañas simpáticas y filosóficas.

Hoy, ese bosque anciano que era mi mente ha sido transformado en monocultivo. Las copas más majestuosas hace tiempo que fueron taladas para hacer sitio a las tierras productivas. Algunas arañas tejen aún sus redes entre las piedras del lindero, pero han volado las ficciones de ayer, los suplementos en prosa, las tiras cómicas para los sobrinos, las cándidas cancioncillas; las abejas y las ideas agonizan desorientadas, sulfatadas, y los blogs han decidido economizar sus fuerzas entrando en hibernación indefinida. Las madrugadas son ahora silenciosas; es entonces cuando salta la cerca alguna lectura furtiva, pero raro es el día en que consigue hacer presa.