Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 11 de junio de 2022

Mis suegros se han llevado al niño al zoo y Kathleen está de congreso, así que puedo dedicar esta mañana de sábado a corregir exámenes y responder correos electrónicos atrasados. O bien puedo hacer como si todavía tuviese actividad cerebral y acercarme a ver una exposición que hay en el Museo Regional de Hannover y que lleva un título sugestivo: «La invención de los dioses».

Resulta que los dioses se inventaron en el Neolítico. Esa era teológica arrancó con bastante retraso en Baja Sajonia, porque el suelo era arenoso y menos fértil que el de las regiones meridionales, de modo que durante una prórroga de más de mil años los cazadores-recolectores de esta región continuaron sus vidas silvestres, despreocupadas y ateas. Solo cuando finalmente comenzaron a roturar la tierra y a domesticar animales —es decir, cuando empezaron a hacer previsiones sobre el curso de los acontecimientos— tuvieron que inventar dioses a los que echar la culpa de que los acontecimientos no salieran como ellos habían previsto.

A los dioses les ofrecían hachas de piedra nunca utilizadas. Las enterraban supongo que pensando no tanto en dioses personales como en fuerzas ignotas a las que ofrendaban esos instrumentos de transformación de la naturaleza. Un católico hoy (es decir, ayer) le llevaría a su santito un exvoto, por ejemplo un pie o una teta de cera. El feligrés neolítico, en cambio, le habría llevado un bote de agua oxigenada o un aerosol de Réflex, que son cosas de un mayor refinamiento simbólico. De hecho, cuanto más lo pienso menos claro me queda si imploraban el favor de los dioses o si, por el contrario, los extorionaban. ¿Qué pensaría el djinn de los bosques al encontrar bajo un dolmen una colección de hachas afiladas?

Al salir del museo me encuentro con todos los dioses inventados. Quiero decir que el Maschpark acoge este fin de semana una feria de religiones, cada una con su puestecito y sus prospectos. Como aún no ha llegado la hora de comer, me paseo un rato entre las carpas. En varias de ellas hay catedrales construidas con piezas de Lego. En las de las obras diaconales se promocionan utensilios para dar masajes o para ejercitar las articulaciones. Dos parejitas de musulmanes pelan la pava a la puerta de una jaima. El stand de los yazidíes tiene los dioramas más informativos y nutridos de texto. Los católicos, en cambio, tienen a un papa Francisco de cartón, a tamaño natural. Un colega mío tiene en su despacho un Sartre de cartón, y yo me pregunto de dónde saca la gente estas cosas, y por qué me resultan tan hilarantes. Tenía que haberme hecho un selfie con el Papa, se me ocurre cuando ya estoy de regreso, ¡qué rabia! La caseta de los judíos está cerrada porque es sábado (y la pena es que esta feria continúe el domingo: de otro modo, la jugada habría sido conceptualmente billante). Algo más allá los visitantes pueden subirse por turnos a un globo aerostático, que es sin duda la forma más rápida y menos incierta de alcanzar el cielo. Y, donde quiera que uno pose la vista, una ruleta. Cada religión parece tener la suya: los curiosos pueden hacerlas girar y conseguir un bolígrafo, una alfombrilla de ratón, una indulgencia plenaria o la condenación eterna.

Esto es, en definitiva, una Feria del Libro sin libros. No estoy seguro de si me parece enigmáticamente genial o genialmente enigmático. ¿Se trata, como en los mercadillos de artesanía o en los paseos marítimos, de deambular hasta que algo nos llame lo bastante la atención como para comprarlo? ¿Puede ser una suscripción a la revista de la iglesia Bahaí el regalo que finalmente triunfe en las próximas navidades? ¿O bien debemos estudiar, como si se tratase de compañías aseguradoras, la religión que mejor se acomode a nuestro modus vivendi? Los humanos, desde el Neolítico, hemos inventado tantas maneras distintas de ganarnos el pan que cada uno necesita extorsionar a un dios hecho a su medida.

Para que el ambiente sea todavía más loco, este rastrillo espiritual coincide con la cita anual de una asociación de trajes regionales, por lo que muchas mujeres llevan basquiña, cofia y refajo, y se ve a muchos hombres con sombreros de copa que parecen sacados del País de las Maravillas y chaquetas que de arriba bajo todo son botones, como los pantalones de la Tarara.

Oigo unas corcheas sincopadas y mis pies, sedientos de música en vivo, me conducen hasta un remolque blanco que podría haber sido un camión de los helados, solo que dentro no hay helados, sino una banda de metales. Desde la calle uno puede escoger una canción de una lista, indicar su número girando dos discos e introducir una moneda en una ranura: entonces, las persianas que cierran el remolque se abren automáticamente y los músicos de esta rocola viviente se ponen a tocar. Un cartel afirma que vienen de Laponia, aunque vistan de mormones o de camareros. Quizá esos sean sus trajes regionales, uno nunca sabe.  

Casi todo su repertorio está compuesto por himnos religiosos con arreglos de jazz; el hecho de que la lista incluya la canción de la abeja Maya o el tema de los osos Gummi me desconcierta, aunque tampoco puedo decir que me sorprenda: hace ya muchas décadas que en las parroquias se cantan canciones de los Rolling Stones sin que nadie se sonroje. Evidentemente, no puedo dejar de echar una moneda, y escojo un clásico del soul que yo siempre he cantado a lo profano: «this little ass of mine / I’m gonna let it shine».

En la exposición sobre la invención de los dioses, lo más parecido a la representación de un dios que uno puede ver es una estatuilla de madera del tamaño de un mando a distancia. Se trata de una talla sencilla, hecha con cuatro tajos diestros, que representa a un hombre de rasgos mongólicos: cara de plato, mejillas achatadas, ojos rasgados y la boca abierta en una sonrisa contagiosa. Es la sonrisa de alguien que todavía no sabe cómo suena una banda lapona de dixieland, pero que ya ha comenzado a imaginarlo. La cartela dice que podría haber sido un regalo dentro de los contactos entre los cazadores y los agricultores, en ese largo milenio mesolítico durante el cual ambas civilizaciones se estuvieron mirando de reojo. Esa estatua nos muestra —continúa la cartela— «la sonrisa más antigua del mundo». Quizá sea también el dios más antiguo.

jueves, 2 de junio de 2022

Treinta y seis horas después de la última intervención bélica en mi dentadura, y a pesar de tres paracetamoles y un ibuprofeno, mi jueves seguía siendo algo demasiado delicado que había caído desde una altura demasiado elevada, así que lo di por irreparable, metí al niño en el remolque y me lo llevé al parque infantil del Eilenriede (aquel en el que, en episodios anteriores, a Kathleen no le robaron el teléfono móvil).

Óscar aún no acaba de fiarse de los toboganes. Los mira con mucha circunspección, los golpea como calibrando su estabilidad, y solo tras muchas vacilaciones consiente en tirarse, pero a condición de que yo lo lleve de la mano como si fuera la anilla del autobús.

—Si esto es muy fácil —le digo—. Mira lo bien que lo hace ese... esa...

Le doy vueltas durante varios segundos, sin encontrar el término exacto: no es necesariamente un niño, tampoco una niña, y es demasiado grande para calificarlo de bebé. Sus padres lo han vestido con unos colores tan neutros y lo han abrigado tan insólitamente en esta tarde de junio que debo rendirme a la evidencia:

—Mira lo bien que lo hace ese niñe.

Es la primera vez que utilizo esa flexión, y me da tanta vergüenza que, si me hubiera oído alguien que no fuera Óscar, se me habría caído la cara mientras, por no saber dónde meterme, me tragaba la tierra.

Luego, durante esos segundos desabridos que quedan entre salvar a mi hijo de los peligros que lo acechan y salvar al mundo de los peligros que él provoca, reflexiono y me digo que tampoco es para tanto. Ya está, «el niñe», lo he dicho, ¿qué pasa? Cortar de vez en cuando el nudo gordiano del dimorfismo morfosintáctico del español no me convierte en un enemigo de la gramática, digo yo. Y además (eso no es una araña, Óscar, es una mosca, y no hace nada), igual un parque infantil no es el mejor lugar para andar esforzándose en determinar en el papel que podría jugar en la reproducción cada persona con la que nos cruzamos.

Al final, esa es la madre del cordero (la araña tampoco te iba a hacer nada, tenía más miedo que tú). Una lengua no es sexista —o no es más sexista que marxista, capitalista o adventista de séptimo día, como gusta de puntualizar Álex Grijelmo—, pero sí nos obliga a prestar atención a ciertas cosas, como los caracteres sexuales, que no siempre tienen por qué parecernos relevantes. Este era el argumento con el que los lingüistas Roman Jakobson y Franz Boas matizaban la famosa tesis de Sapir y Whorf sobre el influjo que tiene la lengua materna en la percepción de la realidad. Una lengua permite expresar todo tipo de pensamientos, pero también impone la expresión de ciertas cualidades. Como resume Guy Deutscher en El prisma del lenguaje, si una lengua influye en la mentalidad de sus hablantes no es por lo que les permite decir, sino por el tipo de información que les obliga a considerar.
 
Vuelvo a leer estos días sobre ello en un trabajo de fin de grado singularmente bueno, cuyo autor cita varios estudios experimentales en los que se demuestra que el masculino genérico fomenta representaciones imaginarias androcéntricas: sexólogos de sexo masculino, barones varones y hombres-orquesta hombres. Esto no necesariamente confirma la tesis de Sapir-Whorf, porque recuerdo haber leído un artículo (una cosa es que no les tengas miedo a las arañas, y otra que te las comas) que constataba las mismas representaciones mentales entre quienes leían una frase por el estilo de «una estrella de la cirujía ha culminado el primer transplante ocular», en cuyas cabezas la estrella devenía en estrello. Y, por supuesto, muchos hablantes de lenguas sin género asumen que los hombres-orquesta, los barones y los sexólogos son, en principio, señores.
 
Ahora bien, estos experimentos se suelen centrar en las denominaciones de profesiones, y me termino preguntando (si te vas a tirar por el tobogán, gordito, a lo mejor tienes que soltar la pierna del niñe; y luego dirán que los teléfonos móviles nos distraen, ¡me río yo de los móviles!, ¿qué estaba yo diciendo? Ah, sí, «me termino preguntando»), me termino preguntando si no convendrá aceptar de entrada que la disyuntiva entre masculino genérico y lenguaje inclusivo no es igual de relevante en todos los contextos.  

Porque las implicaciones o las repercusiones sociales son distintas cuando uno habla de «genios», de «científicos» o de «políticos» que cuando uno habla de «vecinos», de «espectadores» o de «niños». Es más (los pies primero, Óscar; cuando seas mayor de edad te podrás tirar por el tobogán de cabeza): en contextos como este parque infantil, hablar de padres que cuidan a sus hijos, aun pensándolo como masculino genérico, podría favorecer la implicación de los varones en la crianza.

En esta pelea de perros en la que se ha convertido el debate sobre el sexo de la lengua casi todo el mundo va con todo y se azuzan soluciones sistemáticas y maximalistas: las duplicaciones a gogó y a gagá, el femenino genérico a machamartilla o el truquillo este de les niñes, que tiene la virtud, con todo, de ser lo más económico y lo que menos relieve da a la entrepierna. Pero el esfuerzo cognitivo que exigiría aplicar sin excepciones cualquiera estas propuestas no siempre será igual de rentable en términos políticos. Yo mismo acabo de decir «niñe» porque me agotaba y me incomodaba decidir el sexo —o el género culturalmente construido— de una persona de reducido tamaño y corta edad. A veces (deja de echarte arena por encima, bonito, que luego te pica el culo y no sabes por qué), a veces nos obcecamos en defender soluciones coherentes y sistemáticas como si el resto de nuestra vida no fuera ya el puto caos.