Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 25 de agosto de 2015

Ha venido a hacer el examen Cyrielle. Mejor dicho, ha venido al aula del examen pero no lo ha hecho, sino que ha firmado la hoja de asistencia para evitar la calificación de «no presentado», que aquí se considera oprobiosa.

—¿Qué quiere usted?... Ah, de acuerdo... Perfectamente, firme aquí.

No la he reconocido hasta leeer su nombre en la lista. Cyrielle fue la triste protagonista de una de las más negras páginas de sucesos de este año escolar. El padre de Cyrielle era militar. El último día de las pasadas navidades sacó la pistola y disparó en la cabeza a su mujer y a su hija. Luego volvió el cañón contra sí mismo. A Cyrielle la bala le entró por debajo de la nariz y le salió por detrás de la oreja; fue la única superviviente.

Pocos lo saben, pero en este país hay una tasa alarmante de violencia doméstica. En 2013 hubo un 40% más de denuncias por maltrato que en España, para una población cuatro o cinco veces menor; en España, durante aquel año, fueron asesinadas por sus parejas 54 mujeres, y en Bélgica 163. 

En ese contexto estadístico el padre de Cyrielle se singulariza por una violencia particularmente fría y premeditada. Uno suele rendir la razón ante atrocidades de este calibre. Pero, aun cuando no se pueda comprender la sinrazón, cabe al menos distinguir en ella diferentes grados de opacidad. Personalmente, el multicrimen para toda la familia me parece más difícil de explicar que los campos de exterminio nazis. Éstos fueron producto de una cultura del odio y el racismo que tuvo dos décadas para naturalizarse; aquél es el desenlace inesperado de un relato individual, excepcional incluso dentro de la sanguínea subcultura militar, desconocido incluso para el propio protagonista. «[E]n el fondo, adentro, más abajo de nuestra conciencia y de nuestros pensamientos hay otra vida más poderosa y enorme», ha escrito Roberto Arlt en una novela de locos. Quien, como el padre de Cyrielle, ve venir la prejubilación y el divorcio como una forma de muerte social, puede sentir la tentación subterránea de enunciar ese sentimiento de un modo brutalmente literal.

(Es arrogante querer explicarse estas cosas desde la plácida distancia del dietario dominical, pero peor me parece renunciar a toda explicación, o esa otra manifestación de superioridad que es despachar los hechos calificándolos de monstruosos, ajenos a nuestra especie, externos a la ciencia y quizá también al derecho.)

Ya digo que no he reconocido a Cyrielle, lo que significa que los cirujanos han hecho un trabajo concienzudo y permite esperar que las secuelas físicas sean muy pocas. Quiero creer que ella encaja bien que la ignoren, que no le hagan comentarios tan bienintencionados como banales, y que ve en la falta de consideraciones una forma de normalidad. Sale del aula discretamente tras haber firmado en la hoja de asistencia con el apellido de su asesino.

lunes, 17 de agosto de 2015

Ya no sé muy bien qué día fue, algo así como el 15 o el 16 del mes pasado, cuando nos dejamos caer por la fiesta de verano del instituto John F. Kennedy, que es donde trabaja Kathleen. Las hamburguesas y la charla eran bastante mediocres, pero como llevábamos encima dos aperol spritz no se notaba. Uno de los profesores dejó a medias la frase que estaba pronunciando y dijo «oh, it's beer pong time». Le sigo, intrigado, y descubro un juego de college norteamericano —a fin de cuentas estamos un departamento de american studies— que tiene muy poco de beer y menos de pong. La frase, en cualquier caso, es memorable, y pienso utilizarla la próxima vez que me aburra una conversación.

Excuse me, it's beer pong time.

A la mañana siguiente volamos a Mallorca. Un niño chilla en registro de silbido durante casi todo el viaje, y más tarde Kathleen y yo descubriríamos con regocijo que los dos habíamos fantaseado con pedirle a una azafata que le sirviera un aperol spritz. Según mi hermano, la menor gota de alcohol puede tener un efecto dramático en el desarrollo neuronal del bebé, pero ¿y las neuronas del adulto? ¿Es menos dramático el efecto que tiene sobre ellas una sesión de tres horas de chillidos ultrasónicos?

En fin, dejémoslo estar. No vamos a arruinar por eso nuestra estancia en Palma, que es la mejor ciudad del mundo. Lo decimos nosotros y lo dice el Times. Entramos en el Palau March. Tiene las mejores vistas de la ciudad, pero su colección de arte es en realidad asistemática y algo absurda: estatuas brancusianas, un belén napolitano que ocupa tres habitaciones enteras y contiene un ejército turco, una habitación que Sert decoró como si fuera un circo, una docena de mapas del siglo XVI, otra docena de cofres tardomedievales, una capilla gótica, litografías de Dalí, sillas Louis XIV, abanicos, candelabros. La caja de tesoros de un niño rico. No quiero saber qué habrá en el garaje. 

Al salir asistimos a una genuina batalla de raperos, en el foso de la muralla. Doblamos la edad al más viejo de los participantes. Quedamos bastante impresionados, porque los chavales se lo toman muy en serio e incluyen en sus respuestas alusiones a las intervenciones de los demás. Alguien rima «Jack Daniels», no recuerdo con qué. ¿Con qué diablos puede rimar «Jack Daniels»?

—Entérate, capullo: lo único para lo que vales / es para barrer las calles de los peores arrabales. / Los de tu país sois los parias mundiales, / ya verás cuando os quiten las ayudas sociales.

—Sí, soy barrendero, más a mi favor: / tú eres la basura, se nota en el olor; / como apestas tanto y hace tanto calor / te meteré a sopapos en el contenedor.

La música es de lata, el tono es agresivo y vulgar, las letras contienen insultos sexistas y xenófobos, pero curiosamente ver a adolescentes concentrados en una actividad creativa, divertida y en cierto modo artística sin que haya teléfonos móviles de por medio, me provoca algo parecido a la esperanza.

—Bueno —me diría Patricio unos días más tarde—, es que esa agresividad verbal reemplaza la violencia física. Está probado que donde hay batallas de rap hay menos tiroteos.

Es verdad: después de haber cruzado los peores insultos y de haber puesto como no digan dueñas a las respectivas madres y hermanas, los raperos chocan las manos y quedan tan colegas. Ha tenido uno que salir de la universidad y venir a tratar con los chonis mallorquines para recuperar el optimismo. 

El domingo vamos a Valldemosa. La Cartuja hace caja enseñando las habitaciones en las que Chopin y George Sand pasaron dos meses hace doscientos años. La novelista escribió el libro de rigor sobre el carácter español, lleno de platitudes esperables. Las visitas las lleva una congregación pía o cosa semejante, con más devoción que museología. En una vitrina se puede admirar el chaleco de Chopin, así como un peine y un guardapelo con pelos genuinos del genial pianista. Cada casa de Valldemosa tiene junto a la puerta un azulejo que recuerda alguna estación anodina de la vida de santa Catalina Thomàs, gloria local. En cambio, nadie parece recordar que allí vivió también Jacobo Sureda, el malogrado poeta ultraísta, que escribió algún verso milagroso y murió a la edad de Cristo en un sanatorio alemán. Borges pasó con él uno o dos veranos en ese pueblo de la Tramontana. ¿Dónde están los calzoncillos de Borges? ¿Dónde está el bigote de Sureda? Un poco de gestión cultural, por el amor de Dios.

El martes siguiente tomamos el autobús de línea que nos lleva a Cala Mesquida. En el hotel reconocemos de la otra vez a algunos empleados. Entre otros, a Chema, el camarero que nos invitaba a cócteles. Dice que piensa dejar el hotel este año o el siguiente; su plan es comprar un terreno en Almería y dedicarse a la agricultura intensiva en un invernadero de plástico. Su tío ganó el año pasado 400.000 euros con los calabacines. 

Un hombretón empuja una carretilla por la playa:
—¡Melonemelonemelonemelonemelonemelone cóconat ánanas banano meloooooo ooón!

Cuánto hacía que no escuchaba un buen pregón. ¿Cómo? ¿Ya llevamos aquí nueve días? ¡Maldita sea! Volamos a Madrid. En el aeropuerto nos reciben con los brazos abiertos mis padres y siete plagas bíblicas: la calima, el aire acondicionado, los mosquitos, la contaminación atmosférica, el estreptococo de la amigdalitis, el espíritu de la gengivitis y una ola de infanticidios mediáticos que pone los pelos de punta.