Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

De nuevo en Madrid, doy un largo paseo con Rafa, desde su nuevo apartamento en La Latina hasta Alonso Martínez. Empezamos comentando el laberinto político actual pero terminamos hablando de las redes sociales.

—Yo preferiría llamarlas «comunidades digitales» —digo—, porque si no, parece que las relaciones sociales las hubiera inventado internet.

Rafa hace un uso muy racional y controlado de los programas de socialización. Da clases de inglés desde su pueblo a través de Skype; me muestra su cuenta de Facebook y me demuestra que lo utiliza como una revista de prensa personalizada; muy del ciento al viento se mete en Twitter «para ver qué se cuece»; durante las cuatro horas que pasamos charlando sólo consulta WhatsApp una sola vez y es a instancias mías, porque le pedí que le pasase un recado a Kathleen. Son para él medios nuevos para hacer cosas viejas. En cambio, me temo que para muchos de quienes vienen detrás de nosotros las comunidades digitales sean fines en sí mismos que hay que alimentar con dosis reducidas pero cotidianas de sacrificio y falsedad.

Sentados al fin en una cafetería, Rafa me pregunta si no me preocupa quedarme rezagado, o dejar de vivir en el presente, o al menos yo entiendo que me plantea esa pregunta que, en formulaciones diferentes, escucho cada vez con más frecuencia por no socializar más en línea. Mi respuesta esta tarde me resulta menos desorganizada e incomprensible de lo habitual. Le respondo que tratar de mantener un conocimiento actualizado de todo lo que ofrece en cada momento la industria del entretenimiento —nada menos— exige un entusiasmo inmoderado y un tiempo que no tengo. Ni los tengo yo ni los tienen muchas otras personas que también viven en el presente, pero un presente roído por el trabajo, los hijos, el voluntariado, la enfermedad y con frecuencia algún vicio posesivo. Por ello, esa experiencia del presente total, del presente absoluto, es lo más seguro una quimera y en el peor de los casos un reclamo publicitario. Pero además intuyo de un modo oscuro que hay algo valioso en que coincidan en un mismo año personas anacrónicas, gentes con distintos modos de vida que se sienten cómodas en épocas diferentes. Sería otra forma de entender la multiculturalidad, una forma quizá más auténtica, porque lo que veo en las capitales europeas supuestamente multiculturales es más bien capitalismo tardío con rollitos de primavera, un melting pot de baratillo. El fantasma de la libertad se ha manifestado... y era el wifi. 

Mientras camino hacia el restaurante de la calle Almagro en el que he quedado con Giselle, Kathleen y Patricio, me digo que debería tomar nota mental de esto para escribirlo en mi dietario y que no se me olvide. Creo que tiene que algo ver con lo que vengo intentando con los artículos y con las ediciones de estos últimos años: reivindicar como contemporáneos de sus contemporáneos a escritores que fueron desdeñados como anacrónicos. Es cierto que hay diferentes niveles de cultura, con ritmos disparejos, pero no me parece políticamente aceptable que sólo algunos sean considerados legítimos en cada momento.


Me siento a la mesa de Lamucca algo cansado de andar y de hablar pero feliz de reencontrarme con mis amigos y con las alcachofas a la plancha. Giselle nos explica la actualidad social y presidencial en Venezuela, donde su hermano trata de vender videojuegos sin sucumbir al lado oscuro.

—Hablando del lado oscuro, ¿habéis visto ya la nueva película de Star Wars?

Nos olvidamos de Venezuela para discutir El despertar de la fuerza, que efectivamente acabamos de ver los cuatro. A Patricio, que ha estado trabajando un mes de crítico cinematográfico, le ha gustado mucho que los efectos especiales fueran tan contenidos. Kathleen nos resume el comentario que Frank K., su jefe, ha escrito recientemente en Facebook. Frank fue a ver la nueva entrega galáctica con su hija de 14 años, a la que la idea no entusiasmaba demasiado y que de hecho se negó en redondo a preparar la proyección viendo antes en casa El retorno del jedi. Sin embargo, acabó disfrutando de la película porque —decía— la protagonista era parecida a la de Hunger Games.

—A mí me ha parecido fan fiction de alto presupuesto —dice Kathleen—, una de esas secuelas que hacen los aficionados reuniendo los mejores momentos y transponiendo algunos detalles como el género o la raza de los personajes.

Frank K. también escribió en Facebook que había visto llorar a algunos espectadores.

—Yo lloré cuando aparece Luke —dice Patricio—. La escena final en la que Rey lo encuentra es, además de estremecedora, la más cara de la película: al actor han tenido que hacerle miles de retoques digitales para que parezca tan viejo como debería ser, porque se ha hecho tantas operaciones estéticas que cuando empezaron el rodaje ni siquiera tenía aspecto humano.

Yo ni llóré ni entendí qué falta hacía que encontrasen a Luke Skywalker. Me explican a coro que viene a ser algo así como la aparición de Dom Sabastiaõ, un líder que regresa de entre los muertos para reunir a sus tropas y devolver al pueblo luso, o jedi, el lustre de antaño. A mí me parece que, para ser una sorpresa, venía anunciada ya por demasiados heraldos: el Halcón Milenario, Han Solo, Chewbacca, Leia y hasta los Laurel y Hardy robóticos van reapareciendo por goteo durante las dos horas anteriores.

Kathleen tampoco quedó muy convencida con ese final. Por un lado, dice, la irritaba que el cliffhanger que conduce a la siguiente entrega de la saga estuviera tan marcado; por otro, lo que a ella de verdad le habría gustado es que, al aparecer Luke al final de la película, no hubiera envejecido, sino que siguiera teniendo el mismo rostro que en La guerra de las galaxias. Esto habría exigido también una mano de Photoshop, pero quizá menos importante de la que requería hacer verosímil al Mark Hamill de 2015.

Ese final habría sido brillante y habría convertido a la película en una magnífica metáfora de sí misma, pues para todo el mundo ha terminado resultando evidente que su auténtico tema es la abolición del tiempo, la recuperación de la experiencia de sentarse en un cine en 1977 y de ver como si fuera la primera vez el Halcón Milenario, la cantina galáctica, el duelo de sables láser y la incursión de los X-Wings en la Estrella de la Muerte, aunque ahora no se llame Estrella de la Muerte sino otra cosa. El envejecimiento de todos los actores e incluso de la alta nobleza jedi constituye una traición imperdonable al imperio de la nostalgia.

viernes, 11 de diciembre de 2015

—Mira qué voz tengo —me dice mi madre por teléfono. Suena como un teleñeco.
—¡Mira qué voz tengo yo! —respondo con entusiasmo: estos días pensé que me estaba volviendo imbécil, y era que estaba incubando una faringitis.

A continuación llamo a Kathleen: «¡Mira qué voz tengo!». Teóricamente debemos encontrarnos mañana en Hannover para acudir a la fiesta de una amiga suya, y luego seguir viaje hasta Berlín, donde hemos quedado en hacer fondue con Julia y Chris. Todo me haría mucha ilusión si tuviera el cuerpo serrano. Kathleen me pregunta si aún quiero ir a Hannover, y yo le digo que haré lo que ella prefiera, dejando que mi voz de Corleone sugiera lo que yo no me atrevo a sugerir, pero para Kathleen el compañerismo matrimonial está por encima de la compasión. «En la salud y en la enfermedad» lo había entendido yo siempre de otra manera.

De modo que al final fui a Hannover, me quedé en el hotel mientras ella iba a la fiesta de su amiga, le pegué la faringitis, llegamos a Berlín, pusimos a infundir medio kilo de salvia y aplazamos la fondue.

No recordamos haber estado antes enfermos los dos a la vez. Resulta económico, porque el baño con eucalipto cunde más, se agotan las cajas de medicamentos y no hace falta cocinar un plato para enfermos y otro para sanos. Uno puede hundirse en el derrotismo y disfrutar de su condición miserable junto a ese compañero de infortunio que poco puede contagiarle ya. Por la noche, mientras vemos una película sobre el fin del mundo, le digo «¡ánimo! Piensa que estas cosas entrenan al cuerpo». Pero ella responde enfurruñada «¡sí, lo entrenan a morirse!».

No la sabía yo tan filosófica. El sistema inmune se entrena con cada enfermedad y en cierto modo aprende a sobrevivir, pero la enfermedad también nos recuerda que el tiempo de esa supervivencia está medido, y que resulta irresponsable despilfarrarlo viendo vídeos de gatos en YouTube. La faringitis nos pone la ceniza en la frente, y las galletas con forma de minions que me ha traído Kathleen me sirven de viático. En cuanto remite la fiebre bato el récord de velocidad en la redacción de una reseña (modalidad «bombardeo de napalm») y dejo a medio leer otro libro de Vila-Matas: hay muchas y mejores cosas que hacer antes de regresar al polvo.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Un colega ha organizado un congreso titulado «Leer, pensar y escribir hoy». Parecía un tema lo bastante amplio como para que cupiera dentro cualquier cosa, ¿verdad? Pues no. La profesora que ha pronunciado la conferencia inaugural, una catedrática de la universidad de Columbia, ha conseguido evitar relacionarse con cualquiera de los tres verbos propuestos. Si el congreso se hubiera llamado «Disparatar, especular y mistificar hoy» seguramente habría hecho mejor papel.

En realidad sí pronunció la palabra «leer», aunque sólo una vez y en una frase cuando menos rara: «La obsolescencia y politización del tiempo eran una forma de leer el presente». Menuda frase. Es una frase que me produce una reacción casi animal de disgusto, algo así como una tirria infanticida, y no sé por qué, porque su sintaxis es más o menos correcta. Frases como esta eran las que de antiguo conjuraban los demonios. Quizá lo que la profesora quería decir era que el presente no se explica solo, que hay que conocer el pasado para comprender el presente, pero para eso habría que ser un poco historiador, y ella se alegra de no serlo.

—¿De verdad ha dicho que afortunadamente no es historiadora? —le pregunto a la persona que está sentada junto a mí.
—Sí, de verdad lo ha dicho.

Al parecer, en las universidades de élite norteamericanas la gente va tan sobrada que se enorgullece de no saber cosas. Igual es una reacción refleja frente al conocido antiintelectualismo estadounidense, pero eso vendría a ser como argumentar contra el racismo pintándose la cara de blanco.

La ponente estrella no ha sido la única en ufanarse de su ignorancia. Uno de los cuentistas hispanoamericanos a los que ha reunido la organización del congreso asegura que su obra trata fundamentalmente —y cito— «de eso de mi ignorancia de lo que es el realismo». Si tuviera dos horas libres varias de las personas presentes en la sala podrían explicarle lo que es el realismo para que pudiera dedicarse al fin a escribir sobre la repoblación del lobo europeo, la bisutería cristiana de plástico fosforescente o —y esto es un asunto que de verdad merece una autoficción— los líquenes que sobreviven durante semanas en el espacio exterior en ausencia completa de nutrientes, gases e internet.

Este mismo autor, el mexicano David T., nos explica que cuando imparte talleres de escritura todos sus alumnos usan términos de comparación cinematográficos: «esto es un giro tan inesperado como lo de las ranas en Magnolia», «este personaje se parece al Sr. Lobo de Pulp Fiction», «imagino este relato como una película de Wes Anderson»... Incluso cuando hablan de Doctor Zhivago se refieren al final de la adaptación, y no al de la novela de Pasternak. Cuando David T. les prohíbe que hablen de cine y les encarece que pongan ejemplos literarios, los aspirantes a escritores simplemente se callan. «¿Por qué?», se pregunta nuestro novelista. La respuesta es evidente, pero pronunciarla en voz alta sería como quitarle un dulce a un niño.

Curiosamente, en cuanto se empieza a hablar de películas los propios escritores se vuelven dicharacheros. Alejandro Z. obtiene de mí el respeto que no le ganaron sus relatos cuando afirma que decir que Breaking Bad es una novela constituye una enorme estupidez. También Hernán R. echa su cuarto a espadas, esta vez en defensa del séptimo arte: a sabiendas de que David T. reverencia la novela decimonónica, explica que leer una novela en el siglo XIX era sobre todo ver un mundo reconstruido. La frase es inteligente; más aún —lo uno no es condición necesaria de lo otro—: es probablemente cierta. Los fundadores de la estética realista describieron su actividad mediante analogías de la reproducción visual de la realidad: «panorama», «cuadro», «daguerrotipo», «linterna mágica», etc. Pero para darse uno cuenta de eso le tiene que gustar un poco ser historiador.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Esta semana la lucha antiterrorista ha conducido al cierre de la universidad de Bruselas, y yo he recibido varios correos electrónicos en los que, con cautela y cariño, se me preguntaba si estaba bien. Tengo que confesar que no, que aquí en L*** vivimos en un estado de terror permanente, amenazados de continuo por las reuniones sorpresivas, las comisiones desmoralizantes y la barbarie de las interfaces digitales que sirven para que se tarde más en hacer lo mismo. Los fundamentalistas de la burocracia están entre nosotros y no atienden a razones. Se sospecha que también hay muchos entre los refugiados. Uno sale a la calle tan tranquilo y cuando menos se lo espera puede estallarle al lado una ley de ordenación universitaria que reduzca su vida a aporías y errores de definición. Han hecho bien en Bruselas cerrando la ULB y permitiendo que la gente estudie y trabaje desde casa con calma relativa. Puede que para salvar las universidades haya que cerrarlas.

En nuestra provincia, el curso actual está siendo arrasado por una reforma de 17 gigatones que ha transformado la matriculación en un proceso de selección a la carta, suprimiendo los menús —o sea, los años de estudio con un contenido más o menos determinado—. La primera consecuencia es que el sistema informático ha saltado por los aires y ha habido que hacer todas las matrículas a mano, con lo cual la secretaría de la Facultad se ha convertido en algo parecido a la enfermería de campaña de M.A.S.H

El martes tuve ocasión de charlar brevemente con una de las heroínas que se están batiendo el cobre en esa trinchera:
—¿Cómo es que todavía no hemos juntado firmas al pie de una carta abierta contra esta reforma?
—Porque los belgas son unos borregos.
Se conoce que en Bélgica los belgas son los otros. Al ritmo de bochornos colectivos que padecemos, a los españoles no tardará en ocurrirnos lo mismo.

Las nuevas reglas han propiciado situaciones tan singulares como esta, que me cuenta un colega:
—Hoy ha venido a verme una estudiante y me ha dicho «debo matricularme en su asignatura, pero no debo aprobarla».
—¿Y tú qué le has respondido?
—Que era difícil no aprobar mi asignatura, pero que haría todo lo que estuviera en mi mano.
(Representación alegórica)
Los drones del rectorado han sometido al personal docente e investigador a un intenso bombardeo de siglas. Nuestro ánimo ha sufrido cuantiosos desperfectos. Armado con la clave criptográfica descifro el acta del último consejo de administración: «el VD-R (video recorder), en concertación con la URIF (Unions régionales de l’Ile de France), revisará los KLO (retrete, en alemán) para comprobar que se adecuan a lo dispuesto por la CSF (cerebro-spinal fluid); el informe resultante —siempre tiene que haber un informe, abreviado PV (per vaginam)— será avalado por los demás VD (veneral desease) y enviado a CAI (Cádiz)». No sabía yo que la cosa estaba tan interesante.

A principios de semana, mientras esperaba el ascensor, escuché sin querer una conversación entre un catedrático y un postdoc de Ciencias de la Antigüedad. Creo que no se referían a Nefertiti:
—Va a resultar difícil regularizarla, porque no es un puesto institucional —decía uno.
—Llegado el caso, tendremos que revisar las cargas docentes para equilibrar los créditos —decía el otro, poco más o menos.
En cambio, esta mañana me he cruzado con la célula terrorista de los vicerrectores, que salía a comer, y he oído que uno le decía a otro: «Parece que el champán de este año es excelente».

sábado, 21 de noviembre de 2015

Hay que hablar de París. No hablar de París estos días es una incorrección política inaceptable.

Decidido a no ser el único que no diga nada sobre los atentados, me siento frente a un montón de periódicos, tijera en mano, con la intención de fusilar lo que digan otros. «[E]l modelo de penetración cultural mercantilista que acarrea el capitalismo global ha producido un daño colateral inesperado: derrotado definitivamente el bloque socialista con su “fracaso” ideológico, las nuevas generaciones, que se sienten excluidas del sistema, adoptan las luchas de “liberación” religiosas como sucedáneo a las luchas anticolonialistas de los años 60 y 70». Toma ya, esto me gusta. Al saco. Es un artículo titulado «Égalité» y publicado hace unos días en El Estado Mental. Su autor, Nicolás A. Mattera, concluye: «Posiblemente, si en lugar de tantas menciones de Libertad, que no significa nada, todos comenzáramos a preocuparnos más por la igualdad y la fraternidad, la libertad llegaría sin drones». Muy bien dicho. Vamos bien.

Abro el Die Zeit de esta semana. Entre otras cosas leo allí un artículo sobre la cumbre del G20 en Antalya: «Mientras tenía lugar la Cumbre Antiterrorista […] el gobierno turco hizo bombardear las posiciones del Partido de Trabajadores del Kurdistán (PKK) en la frontera con Siria —es decir, aquellos kurdos que han demostrado ser los únicos capaces de resistir el terror del Estado Islámico—». El artículo, firmado por el dramaturgo Moritz Rinke, concluye con una constatación desalentadora: «Que no me vengan con lo de impedir en su origen el exilio de los refugiados... La OTAN, como aliada de Turquía, coopera a producir ese exilio; también lo hace la diplomacia internacional, en tanto interlocutora de Putin y de Erdoğan». Ahí, ahí, duro, que esto no sale ni en las noticias de La Sexta.

En términos de discurso, poco o nada parece haber cambiado tras la masacre, como comprueba otra redactora de Die Zeit: quienes denunciaban el racismo institucional de la república francesa, lo ven confirmado; quienes compartían la aprensión xenófoba de Marine Le Pen, la ven confirmada; quienes profetizábamos las funestas consecuencias de la segunda guerra del Golfo, las vemos confirmadas; quienes vieron en la llegada de cientos de miles de refugiados una amenaza al modo de vida occidental, lo ven confirmado. «Todo eso ya lo hemos oído», se dice la autora, y todas las reacciones posibles al atentado del viernes 13 producen una amarga sensación de déjà vu: «todas se han intentado desde el 11 de septiembre de 2001, y ninguna ha dado resultado. […] [S]i terminamos combatiendo con infantería el Estado Islámico nos veremos, en el mejor de los casos, en la misma situación que hace una década».

Hace una década los ejércitos europeos buscaban en Irak armas de destrucción masiva y células yihadistas que nunca habían estado allí. Pero también era en aquellos días cuando ardían los coches de los arrabales parisinos, después de que unos jóvenes de origen extranjero murieran en una desafortunada e injustificada persecución policial. En París sigue habiendo barrios con elevadísimas proporciones de desempleo, un fracaso escolar endémico y la suplantación de la noción de ciudadanía por la de pertenencia étnica o religiosa: «un estrato no desdeñable de estas poblaciones ya no cree en la integración y no busca, probablemente, identificarse con la sociedad francesa. El sentimiento de que ya no hay solución social es preponderante en él. El repliegue en la identidad religiosa aparece como un recurso salvador». Esto lo escribía Sami Naïr una semana antes del atentado, en El País del 5 de noviembre, aunque por algún motivo que se me escapa en el archivo digital del periódico se haya almacenado el día 14. De todo lo que ya se ha dicho sobre los atentados, esto es lo que menos se está repitiendo, me parece a mí. Copiémoslo.

En Tilff hay trece restaurantes; uno de ellos lo regenta un argelino que hace unos tayines fantásticos y que tiene una clientela más o menos fija entre los jubilados del valle. Cuando me trae el cuscús pega la hebra con el matrimonio que está sentado en la mesa vecina. Hablan de los atentados —sería una grave incorrección política no hacerlo—; para el cocinero la cosa es transparente:

—Esto lo han hecho unos drogatas.

Lo dice como si los acontecimientos respondieran a un patrón que ha visto miles de veces. Y además resulta que es verdad. Breaking news de esta misma tarde: resulta que uno de los terroristas que se autoinmolaron era una muchacha que «había tenido problemas con la justicia por asuntos de droga». La frase es de una prudencia que El País no suele tener con muchos «presuntos». Digámoslo con claridad, como Le Monde: la chica fumaba porros, bebía vodka y quería ser rapera, que es una conducta típica del fundamentalismo islámico. Ah, que no, que lo de hacerse fundamentalista vino luego, en plan born again in Kabul.

A mí también me da miedo el terrorismo islamista, sobre todo después de haber escuchado en Carne Cruda una grabación del tiroteo de la sala Bataclan. Pero poniendo a prueba mis potencias intelectuales, exigiéndome responsabilidad en el uso de la razón, apelando a la estadística y, como si dijéramos, a golpe de riñón cerebral consigo que me den más miedo los que conducen mirando de reojo el móvil.

viernes, 30 de octubre de 2015

Hace unos años —tres, cuatro—, cuando mi abuela Luisa todavía vivía y conservaba una memoria precaria y una atención intermitente, nos quiso hacer creer que había aprendido a leer en unos rótulos luminosos animados. Eran largas hileras de bombillas que, mediante un patrón predeterminado de encendido y apagado, daban la impresión de que se deslizaba sobre ellas un mensaje publicitario.

—¡Pero abuela, eso no se inventó hasta mucho después! ¡Haría falta un ordenador!
—Pues algo así habría, porque yo me acuerdo.

Los que la oíamos cruzábamos miradas piadosas. El panel había estado, decía, en la Puerta del Sol. Mi abuela atravesaba esa plaza a diario para ir al colegio de San Luis de los Franceses, que quedaba en la calle de las Tres Cruces haciendo esquina con lo que entonces era aún Jacometrezo. Aprendió a leer con siete u ocho años; sería, por lo tanto, cerca de 1925.

El fin de semana pasado Kathleen y yo fuimos a una exposición sobre el Berlín de los años 1920, en el Nikolaiviertel. Al final de la exposición proyectaban una película de 1925 titulada Die Stadt der Millionen. Era algo por el estilo de Symphonie der Großstadt (que se filmaría sólo dos años después), un poco menos esteticista, un poco más documental, aunque ya se dejara seducir por esos efectos yeyé de la lente caleidoscópica o la imagen superpuesta. En la película alternaban escenas de la vida cotidiana durante la República de Weimar con reconstrucciones supuestamente históricas del Berlín decimonónico. ¡Cuánto ha cambiado la vida! —pretendían decir esas contraposiciones—, ¡qué ridículos eran de antes!, ¡qué modernos somos ahora!, ¡qué rápido pasa el tiempo! Bueno, no tanto, a lo que parece, pues de repente, en una toma de Alexanderplatz o de la primitiva Postdamer Platz, la película nos muestra una fachada llena de anuncios luminosos, y entre ellos hay uno en el que las letras van deslizándose de derecha a izquierda, conforme se encienden y se apagan las bombillas. Mi abuela tenía razón.

Es más: si hubiera dicho que de pequeña había cubierto en tren 250 kilómetros en una hora, también habría tenido razón. Al menos la habría tenido si hubiera vivido en Alemania, donde para nuestro asombro existía ya en 1931 un tren de alta velocidad. La historia se cuenta en otra sala de la misma exposición: se trataba del Schienenzeppelin, un tren de un único vagón propulsado por una hélice, y que se hacía Berlín-Hamburgo en 98 minutos.

Si Marty McFly hubiese regresado al futuro el pasado día 21, cuando se le esperaba a comer, no habría visto coches volantes, ni patinetes que levitan, ni cazadoras que se ajustan y se secan solas. Lo que se habría encontrado es un mundo aún muy parecido al de 1985. Sobre todo si hubiera regresado al futuro en una ciudad de Valonia.

El otro día Kathleen y yo vimos en Netflix una película sobre cómo los ordenadores amenazan con dejar sin empleo a los humanos; terminaba, sin embargo, con una moraleja tan conciliadora como la de los artículos de tecnología de El País: se puede convivir con la alta tecnología, a condición de ponerla en su sitio. La película era de 1957.

Desde 1957 han aparecido muchos chismes nuevos que sirven para hacer cosas viejas: trabajar, cotillear, escribir, leer, ligar, comprar, aburrirnos. Muchos de los descubrimientos son variaciones de la telegrafía sin hilos, que se inventó hace cien años. La estereoscopia la descubren cada treinta o cuarenta años; luego se comprueba por tercera o cuarta vez que da dolor de cabeza, y se olvida. Lo próximo será descubrir que un faraón egipcio se llamaba Ipad Pro.

domingo, 11 de octubre de 2015

Quienes dicen que Madrid está lleno de basura deberían darse una vuelta por París. Es una ciudad saturada, llena de orines, atufada por el tráfico y con una la exclusión social a flor de piel. Los yupis bajan los bulevares y a veces las aceras en una vespa, muy estirados y satisfechos de sí mismos, como si ir al trabajo en una vespa fuera un pequeño gesto que mejorase el planeta, cuando tan sólo es un pequeño gesto.

Despido a Eduardo y Laura en la estación de Lyon y tomo el metro hacia la del Norte, pero me bajo en Anvers para pasarme a ver la exposición de Hey! antes de cenar en casa de Kachen y Arne. Hey! es una revista que compro de vez en cuando, en cuyas páginas se viene escribiendo desde hace un lustro la historia alternativa del arte contemporáneo. Damien Hirst, Jeff Koons y Jean-Michel Basquiat son meros especuladores sin imaginación al lado de los monstruos reproducidos en Hey!. Por tercera vez la revista reúne originales recientes de los artistas seleccionados en sus últimos números, y los expone en la Halle Saint Pierre. Como un tren de la bruja, la exposición zarandea al visitante, trastorna sus nervios y coloniza su hipotálamo.

Mujeres cuya cabellera es un inmenso arrecife de coral. Estatuas de seres híbridos entregados a actividades incomprensibles de un verismo tan inquietante que parecen a punto de abandonar la sala por su propio pie. Un niño-camaleón y un niño-armadillo, encogidos en posición fetal, modelados por Claire Partington. Los «Turbulents» de Alain Bourbonnais, personajes disparatados confeccionados con alambres y basura, como salidos del almacén de un chamarilero sobre el que hubiera soplado brevemente el aliento de una divinidad dionisíaca. Un mausoleo lleno de calaveras de encaje, realizadas por el maestro artesano Hervé Bolmert. Un niño de plumas blancas arrodillado en cuyas manos se deshace con exasperante lentitud una bola de helado de fresa. Anuncios reales de varios freak shows japoneses, en los que una mujer despedaza serpientes a dentelladas y un hombre de cuatro piernas se pasea por una tarima con ritmo arácnido al par que profesoral.

Me alegra ver que lo primero que se ofrece al visitante son las obras de Gustavo Grün, pintor argentino afincado en Madrid que pinta alegorías indescifrables con el dominio de los maestros flamencos: una mujer con pezones repartidos por todo el cuerpo, una maternidad marsupial o —este no está expuesto, pero es mi preferido— su autorretrato bajo especie de tortuga ninja renacentista. Y, por supuesto, en el corazón de la exposición laten las obras de Mark Ryden, cuyos originales tienen una riqueza de texturas y detalles que palidecen en las reproducciones. Se expone un impresionante lienzo de gran formato representativo de su estilo: gran cantidad de personajes disparejos, distribuidos de forma aparentemente casual por una sala metafísica, adornada con símbolos cabalísticos; creo recordar un monstruo de purpurina, el esqueleto de Abraham Lincoln y, sin duda, varias de las prepúberes siniestras que le son propias, con ojos inmensos como las mujeres de Margaret Keane o Paul Delvaux. Mucho más reducido e intimista es otro cuadro suyo, muy reciente, titulado Queen Bee: una joven de grandes ojos tristes color avellana (y de mayor profundidad aún que los de la Betty de Gerhard Richter), cuyo peinado se yergue y comba en un único rizo que conforma algo parecido a un nido de golondrina, aunque lo que se ha posado sobre él es una abeja de un palmo de longitud. El misterio de este cuadro es más simple, y por eso mismo, más hipnotizante.

Marion Peck es la mujer de Ryden, y sus obras han terminado pareciéndose mucho a las de él; si acaso, tienen un planteamiento más esquemático, aunque la ejecución es igual de virtuosa. Y al fondo, en un recodo ciego de la planta superior de la Halle, una colección que en otro contexto le helaría a cualquiera la sangre en las venas: una extensa serie de monstruos con todo el aspecto de estar compuestos por parches de piel humana (luego leo que no es así), de formas poco proporcionadas, con cuernos en la frente y ojos y bocas cosidos, como si fueran los despojos de faunos a medio momificar y a medio jibarizar. Su autor es Ludovic Levasseur, un nombre que no debería buscar en Google Images nadie que quiera seguir durmiendo como antes.
Es difícil contemplar muchas de estas obras con algo más que admiración genuflexa, pero resulta sorprendente la brevedad del gesto crítico que acompaña la exposición de esto que, de forma evidente, se nos revela como el género más importante del arte plástico occidental contemporáneo. En la propia muestra puede verse alguna pista de construcción histórica, como la página de un tebeo de Edmond-François Calvo, un dibujante detallista pero disparatado, algunas de cuyas planchas tienen la perversa inocencia y el horror vacui de muchas de las obras expuestas, posteriores en varias décadas. Sin embargo, los libros disponibles en la librería apenas arañan la superficie de lo que está ocurriendo alrededor. Tanto las monografías como las obras de conjunto son meros catálogos, mudas reproducciones de obras con prólogos timoratos de una o dos páginas; en el mejor de los casos hay una entrevista o un apunte biográfico mínimo, por el estilo de los que se publican en la revista. No hay siquiera un manualito de conjunto que estudie la obra en marcha de Ryden o de Joe Coleman, pero sí una tesis de un academicismo casi autoparódico dedicada exclusivamente a la portada que aquél realizó para el disco Dangerous de Michael Jackson. 

Pop surrealism es la etiqueta que preside alguna de las recopilaciones publicadas. El elemento surrealista es difícil de discutir; el elemento pop puede aceptarse en atención a muchos de los contenidos (elementos de la cultura de masas), pero no a los procedimientos de creación, que siempre son opuestos a la estrategia warholiana consistente en maximizar la rentabilidad deteniéndose en el umbral de la producción industrial. Los artistas de Hey! mantienen una relación eminentemente artesanal, obsesiva y en ocasiones pírrica con sus obras; algunos enfatizan el carácter amateur de su creación (en el doble sentido de «no profesional» y de «entrega emocional»). Pero lo que vemos en la Halle contiene muchos otros elementos en espera de análisis. Para todo el mundo es evidente que muchos de estos artistas están social o mentalmente próximos a los tatuadores; que reverencian con indistinción netamente postmoderna a los grandes maestros del arte occidental, de Brueghel a Dalí; que son más que bienvenidos en revistas de street art como Juxtapoz y Hi-Fructose; que el dibujo oriental —el manga, el Ukiyo-e— es una fuente de inspiración generalizada; que exploran de preferencia lo grotesco y lo siniestro (en su acepción freudiana, por supuesto); que todos se saben hermanastros de esos pintores de cotolengo y garabato que han encontrado asilo en la categoría «art brut». Pero, al igual que las tablas de la ley, todas estas coincidencias pueden resumirse en una, que es la de responder al capricho luminoso de Julien y Anne, los coleccionistas circenses y cabaretistas periodísticos que capitanean una revista tan improbable como ellos mismos.

Los artistas de Hey! producen una fascinación genuina, que un Rothko, un Pollock e incluso un Banksy (genial como nadie lo ha sido desde hace décadas) sólo son capaces de generar de manera más intelectualizada e incluso algo impostada. Quien se dé un garbeo estos días por la Halle Saint Pierre podrá observar a visitantes incrédulos que pegan las narices a las estatuillas, contemplan durante horas el mismo cuadro, sufren de vértigos por el mal de Stendhal, caminan en círculos viendo una y otra vez los mismos cuadros y descubriendo en ellos detalles nuevos, toman notas en cuadernos atiborrados, llaman por teléfono a sus amistades para balbucear su asombro, todos ellos varados en una laberíntica cacharrería de sueños, entre carricoches de desecho, carruseles de pesadilla, estereoscopias demenciales, con mucho de taxidermia y no poco de sastrería.

Esa dificultad para construir un discurso sobre las obras de la Halle Saint Pierre, en conjunto o en particular, es quizá lo que nos salva de quedar para siempre mesmerizados. ¿Cuáles son los poderes de la reina de las abejas? ¿Con qué intenciones vienen los Turbulents de Bourbonnais? ¿Cómo murieron las momias de Levasseur? ¿Qué está ocurriendo exactamente en las abigarradas láminas de Ravi Zupa? ¿Quién le vendió el helado al huérfano emplumado? ¿A qué saben los pastelillos humeantes de ese panadero de Peck que lleva la letra π bordada en la pechera? Son obras más emblemáticas y grávidas que la generalidad del arte plástico existente, pero lastradas todavía por ese aspecto estático, tautológico, del cuadro o de la estatua, esa inacapacidad para todo lo que no sea decirse a sí mismos o decir algo sobre la disciplina en la que se inscriben.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Hoy el sol nos ha hecho un último guiño antes de dejarnos a merced del chubasco y de la niebla. Las últimas luces del verano coinciden felizmente con la fiesta anual de los gigantes, de la que ya escribí alguna vez. Lo que no me llamó la antención entonces es que muchos de estos gigantes que recorren Tilff son héroes locales y modestos: un boxeador que combatió en la I Guerra Mundial, un director de escuela, una mujer que se hizo célebre por sus tartas de albaricoque, un Till Eulenspiegel local... Por la mañana he salido a comer una salchicha en los puestos de la plaza, y por la tarde he ido en bicicleta hasta Hony, he hablado con las vacas y me he tumbado en un campo de hierba recién cortada a escuchar un audiolibro de Murakami.

También me he traído a Hony la antología de poesía catalana que tengo en casa, en este día de incierta trascendencia para la ordenación territorial española. Leo allí un poco al azar: «Per veure bé Catalunya, / Jaume primer d’Aragó / puja al cim de Sant Jeroni...». Es un poema en el que Jacint Verdaguer despliega una argumentación irredentista que exige el rescate de Mallorca y Valencia. Hay que ver... Paso unas cuantas páginas: «Déu nos do ser catalans, / gents de bella anomenada / la millor cosa del món...» ¡Mi madre! ¿Quién ha escrito esto? Atiza, es el venerable Josep Carner. Salto a los versos finales para ver si se trata de un poema irónico. No, no parece. Si donde pone «catalans» pusiera «castellans», el poema habría habría podido figurar sin desmerecer en las obras completas de Eduardo Marquina o de José María Pemán. En fin, pasemos a alguien un poco más moderno, como J. V. Foix:
No pas l’atzar ni tampoc la impostura
Han fet del meu país la dolça terra
On visc i on pens morir. […]
Clos segellat, oh perfecta estructura
De la mar a Ponent, u a l'alta serra
—Forest dels Pirineus—, on ma gent erra!:
a Ella els cors en la justa futura.
Pues estamos arreglados. ¿Será que el antólogo, también poeta, se propuso sonrojar a sus rivales pasados y presentes sacando a publicidad sus versos más patrioteros? Hay uno que, aunque también termina hablando del amor a la patria, lo hace en un tono resignado que me gusta; es de Salvador Espriu, y comienza así: «Oh, que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra, / i com m’agradaria d’allunyar-me’n, / nord enllà, / on diuen que la gent ès neta / i noble, culta, rica, lliure, / desvetllada i feliç»...

Al regresar me apetece mucho un batido, por lo que dejo atrás mi calle y sigo pedaleando hasta la plaza. La heladería de Tilff está completamente llena. La cola sale del establecimiento y serpentea entre las mesas de la terraza. Para no esperar en balde, nada más ponerme a la cola le hago seña a una camarera y le pregunto si también hacen batidos.
—Ah, sí, por supuesto.
—Pero ¿batidos de fruta natural?
—Claro —responde ella—. De todos los sabores que quiera.

Esta respuesta me desconcierta un poco: ¿puedo pedir cualquier fruta que se me ocurra? ¿O incluso cualquier sabor? ¿Podrán hacer batido de aguacate? ¿Es el aguacate una fruta? El aplomo de la camarera y el repugnante pabellón auditivo de un perro faldero que tiene en brazos la clienta de delante disipan pronto estas dudas. Dos años después llego al mostrador.
—Buenas tardes. Querría un batido de frutas del bosque.
—¿Cómo, de frutas del bosque? No hay batido de frutas del bosque.

Esta dependienta apenas es dos o tres años mayor que la anterior, pero se conoce que la vida ya la ha hecho mucho más realista. Yo trato de no enzarzarme con requerimientos extravagantes porque los ojos de las cuatrocientas personas que hacen cola convergen en mi nuca y me instan a no perder tiempo.
—Bien, de acuerdo; entonces, ¿de qué frutas pueden hacer batido?
—De ninguna.

Ah. Esto ya es estar completamente de vuelta, esto es puro pirronismo. Uno cree tener todas las frutas del mundo a los pies y en un par de años se desvanecen todas las ilusiones. Yo busco con la vista la lista de precios, detrás de la heladera:
—Ahí lo pone: «milkshake aux fruits», batido de frutas.
—Sí, claro. Lo que hacemos es echar frutas en el batido.

Ah. Ya empiezo a entender. Es decir, que se hace el batido por una parte y las frutas por otro. El batido de frutas es, en realidad, batido de helado con frutas. 
—Exacto.
—Un batido de fruta natural en el que la fruta no está batida.
—Eso es —la muchacha mira con aprensión la cola, y no me da tiempo a preguntarle por qué sería tan costoso batir la fruta una vez que está en el mismo recipiente que el batido—. ¿Le pongo uno?

Sí, venga, lo que sea, pero deprisa y de fresa. La dependienta echa una bola de helado en un cubilete metálico, le añade leche, fija el cubilete a la batidora y cuando ésta entra en funcionamiento toma un vaso de cartón y pone dentro una cucharada de la macedonia que tiene preparada en otro recipiente. Luego echa el batido por encima, le pone una pajita y me lo tiende junto con una cuchara de plástico. Irónicamente, al final de lo que más disfruto es del batido de helado, porque la macedonia tiene sobre todo tacos de manzana, que siempre se me hace muy pesada.

Cosas como ésta están ocurriendo ahora mismo en esos países del norte que Salvador Espriu imaginaba cultos, nobles y felices. Cosas de una estupidez verdaderamente admirable, que es inútil tratar de entender, y frente las cuales los mismos gigantes son de muy escasa ayuda.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Cuando firmé el contrato de nuestro apartamento actual en Tilff, el marido de la casera me dio la llave del buzón y me extendió una cuartilla fotocopiada:

—Ya tienes correo. Estaba dentro.

Se trataba de una invitación a la reunión fundacional del Comité de Barrio, a la que asistiría pocos días más tarde. Inmediatamente me integré en la célula de Movilidad Lenta, antes llamada de Usuarios Débiles, que se dedica a detectar y denunciar problemas de tráfico, aparcamiento y urbanismo. Hubo un momento en el que llegamos a tener una reunión quincenal de nuestra célula, más una o dos reuniones al mes del Consejo de Administración, del que formé parte durante cosa de un año. Era una situación completamente ridícula: no tenía tiempo ni para darles un telefonazo a mis hermanos una vez al mes, ¿cómo diablos podía permitirme participar cada una o dos semanas en conjuraciones nocturnas que se extendían hasta pasadas las once? Poco a poco he ido dimitiendo de mis funciones, hasta convertirme en algo así como un amigo político con derecho a roce, un simpatizante que echa una mano cuando se presenta algún imprevisto y que de vez en cuando se deja caer por una reunión.

A pesar de la irritación que me produjeran algunas discusiones bizantinas e innecesariamente largas, el Comité de Barrio ha hecho mucho por mi arraigo en el pueblo, y representa un simpático simulacro de vida social. Hay en él unas cuantas jubiladas estupendas y varios vecinos que organizan de manera altruista merendolas y excursiones. Hubo otro grupo que creó enseguida una cooperativa de consumo de hortalizas locales. Nuestra célula ha sido de las más activas, pero por desgracia de las que menos resultados tangibles ha conseguido, no tanto por culpa nuestra como por la heroica resistencia que ejerce el consistorio a cualquier propuesta razonable.

Esta semana pasada nuestro grupo de Movilidad Lenta convocó a los vecinos a una conferencia de un profesor de Lovaina. Este profesor, experto en modelos urbanísticos y responsable del pavimento de importantes plazas centroeuropeas, se llama Pierre V., lo que traducido al castellano quiere decir exactamente «Piedra Delacalle». Nomen omen: hay nombres que parecen profetizar el destino de quien los porta. En Alemania este fenómeno me sorprendía regularmente: recuerdo por lo menos un dentista Dr. Zahn («Dr. Diente»), un apicultor Bienenfeld («Campodeabejas») y una estudiante cuyo nombre era homófono de freier Vogel, «pájaro libre», y a la que efectivamente resultaba por completo inútil decirle lo que debía hacer.

El profesor Delacalle comienza enfatizando que la forma en que hoy usamos la misma no es natural, sino histórica. En Bélgica y, si he entendido bien, en Alemania, la obligación de caminar por la acera data sólo de 1936; significativamente, es en ese mismo año cuando se permite aparcar los coches en la calle: hasta entonces estaba prohibido abandonar un vehículo privado en el espacio público. Comenzó así a dividirse y especializarse la calzada, en zonas supuestamente seguras. Sólo supuestamente, pues está demostrado que la mayor frecuencia de atropellos se da en pasos de cebra, donde el peatón, creyéndose amparado por la ley, baja un poco la guardia. El conferenciante da varios ejemplos del fenómeno contrario, que él denomina «peligro tranquilizador»: cuando una situación de riesgo obliga a concentrarse y se traduce en una reducción del número de accidentes. Es lo que ha sucedido cada vez que un concejal ha suprimido las líneas de la calzada, o lo que ocurrió en Suecia cuando decidieron conducir por la derecha: el número de accidentes se redujo en un 19%, al menos hasta que los conductores se acostumbraron al nuevo régimen vial. En cambio, cuando en Inglaterra obligaron a instalar cinturones de seguridad en los asientos traseros, los conductores se sintieron menos responsables, bajaron la guardia y chocaron como nunca antes.

El modelo que predica Delacalle, y el que las superabuelas de nuestro Comité quisieran ver aplicado en Tilff, es el de «espacios de encuentro». Consiste en hacer tabula rasa de la calle, en suprimir las señales de tráfico, los semáforos y las aceras, en desmontar el régimen de segregación que rige hoy en día, con espacios separados para peatones, automóviles y ciclistas (que habría que multiplicar ridículamente si se quisiera hacer sitio a nuevos modos de transporte como esos artilugios circenses llamados segway con los que los turistas siembran el terror en los cascos históricos). Se trataría de regresar a una calle primigenia en la que los usuarios deban mirarse a los ojos y negociar en cada momento su prioridad, su velocidad, su dirección; en la que estemos expuestos a la alteridad, tengamos encuentros inesperados, conozcamos mejor nuestro entorno y utilicemos más el pequeño comercio. A pesar de que parezca utópico, es un modelo que se está ensayando con éxito en muchos cruces de todo el mundo, varios de ellos con un tráfico de más de 12.000 vehículos al día.

«La calle —explica el Sr. Delacalle con voz fatigada— debe decir a través de su mobiliario que no es una carretera. La lectura que hoy hacemos de calles como la avenida Labobulle, en Tilff, es la contraria: es un espacio hecho para coches, una autopista con aceras a los lados. Debemos reorganizar la ciudad para que se lea de otro modo».

Siempre encontré estimulante que Alan Moore o Ian Sinclair hablasen de leer la ciudad, pero cuando son mis huesos los que se la van a jugar en la operación hermenéutica la idea no me parece tan seductora. Si algo sabe un profesor de literatura es que los textos se leen a lo loco, de manera muchas veces fragmentaria e inexacta, y que con demasiada frecuencia el lector no encuentra en ellos sino la confirmación de su visión del mundo, a despecho de lo que el texto dice literalmente. Por lo tanto, la idea de que los automovilistas lean Tilff igual que leen textos —cuando los leen— hace germinar vertiginosamente en mi interior la agorafobia.

Si cambiásemos el lenguaje en el que se expresa la ciudad deberíamos hacer un esfuerzo educativo por alfabetizar a los usuarios en ese nuevo idioma, que no tiene nada de intuitivo y que no se adquiere por ciencia infusa. El conferenciante ha evocado varias veces con admiración nostálgica aquel espacio diáfano de las calles anteriores a 1936, en las que peatones, carros, niños, automóviles, tranvías, buhoneros y burras de leche se entrecruzaban milagrosamente. Pero si hubiéramos tenido más tiempo para preguntas, habría desafiado públicamente al profesor Delacalle a encontrar un número de periódico de los años 1920 en el que no se notifique el atropello de un niño. 

Los textos no se leen a sí mismos. Hay que leerlos, y saber leerlos. Lo mismo podría decirse de las ciudades, si aceptamos la metáfora. Quizá el gran fracaso del modelo urbanístico actual es que está planteado en términos puramente semánticos, pero es descifrado en términos pragmáticos. Es decir, que presupone para cada signo un significado único y literal, mientras que el usuario le da un significado traslaticio y contextual. Así, por ejemplo, el conductor que entra en Tilff desde el sur ve una señal de limitación de velocidad a 30 km/h, un paso de cebra, una verja pintada de rojo y amarillo que resguarda un islote en mitad de la calzada, dos farolas pintadas de rojo y con potencia suplementaria, un lápiz fosforescente de dos metros y medio de alto que le recuerda que se acerca a una escuela y le sugiere que reduzca la velocidad y, por último, un monitor conectado a un radar que le da las gracias si circula a menos de 50. Este conductor ve todos esos signos entre dos mensajes de WhatsApp, pero de un modo inconsciente y preverbal se hace una serie de reflexiones. Se dice que ya son las ocho de la tarde y no es hora de que salgan los niños del colegio; se dice que no hay ningún vecino esperando a cruzar la calle junto al paso de cebra; se dice que ha venido atravesando el valle a 80 por hora, por lo que nadie puede pretender en serio que reduzca a treinta un kilómetro antes de incorporarse a la autopista; se dice que si realmente quisieran que frenase le habrían puesto un badén; se dice que en Tilff todo el mundo se toma las señales a beneficio de inventario, y que él no va a ser el único gilipuertas que las respete; se dice, en fin, que puede vivir sin que la alcaldesa le dé las gracias anónimamente desde un monitor, y que de todos modos nunca pone multas para no irritar a sus votantes. Conclusión: una vez al mes hay que reponer la verja de colorines porque se la ha llevado por delante un coche que circulaba con excesivo nominalismo. En algún lugar de Valonia hay un hangar lleno de verjas rojigualdas en espera de la siguiente sobreinterpretación.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Anoche fui con Alfredo a la Cité Miroir, donde echaban un documental sobre El Mercurio, diario y emporio mediático chileno que lleva perteneciendo a la misma familia desde mediados del siglo XIX. Tras el golpe de Estado del 11 de septiembre del 73, El Mercurio, que ya había sido muy crítico con Allende, recibió casi dos millones de dólares de la CIA que de algún modo debieron de entenderse como indemnización por la cantidad de falsedades que publicaría desde entonces. Entre esas falsedades destaca lo que ha pasado a la Historia como «la lista de los 119». Estos 119 eran en su mayoría militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria que el nuevo régimen había hecho desaparecer. Ante las acusaciones de detenciones ilegales, torturas y ejecuciones sumarias, el servicio secreto de Pinochet, la DINA, tuvo una idea sórdida: mandó agentes a Argentina con la misión de sacar cadáveres de la morgue, meterles en los bolsillos cédulas de identidad de los desaparecidos y abandonarlos en los Andes. A continuación, dos números únicos de revistas hasta entonces inexistentes informaron en Argentina y Brasil de que esos cadáveres correspondían a militantes del MIR que habían muerto cruzando la frontera, o que se habían matado entre ellos. En Chile, El Mercurio y otros diarios de la misma familia dieron por válida esta información pese a lo turbio de su procedencia, y se resistieron a indagar más en el asunto a pesar de los insistentes requerimientos de los familiares de desaparecidos.

Algunos de ellos están hoy en la sala: la sobrina de uno, el cuñado de otro. Después de la proyección cuentan que uno de los argumentos más sólidos para contestar la explicación oficial sobre el fallecimiento de los 119 fue el testimonio de decenas de personas que habían coincidido con ellos en los calabozos secretos de la DINA. Muchos de esos testigos estaban presos en un campo de concentración cerca de Valparaíso. Ante la negativa de los medios a tomar en consideración su testimonio, iniciaron una huelga de hambre. Dos de ellos, que sobrevivieron y emigraron a Bélgica, están también sentados en las butacas de la sala de proyección.

Le dan el micrófono a uno de ellos, un señor todavía joven —debía de ser casi un niño en el 75—, con un acento ceceante que podría pasar por jienense. Tiene un nombre raro, visigótico, algo así como Wenceslao o Wilfredo. «Bonestard», dice, y enseguida explica: «ye ne parle bien francé, mas ci parlo nerlandés, es pior». Luego me enteraría de que vive en Amberes. Y prosigue contando lo que le han pedido que cuente:

—Nus estions dans le campo de concentración cuand viene un con el periodíc, le yurnal, e di: «aquí pon que ce an matao, que ce zon tués les uns a les otres». Pero nuzatres zavións que ceté fals, ceté pas correcte, l'información du yurnal, parsque quelques uns de les disparús avé eté compañóns de celda, e nus zabións que ellis ne eté partis al entrager, que cé lo que le yurnal dicié.

Hasta ahí, nadie había comprendido nada, salvo que aquel hombre nos estaba presentando una tragedia tristísima de una manera involuntariamente cómica, a la manera de Roberto Benigni en La vita è bella; y tras quitarle con la potencia de la imaginación las gafas, las canas, treinta kilos y veinte años, uno aseguraría que el viejo mirista había tenido un parecido razonable con el Roberto Benigni que ha quedado fijado en aquella película, las cejas apartadas, el pelo repeinado hacia atrás y rizado en los extremos.

—Entonz, nus avóns decidé que, como nadie nus creíe, nus alón fer la greve de la fam. Me primer, nus preguntames al Partí, parsque bocú dels prizoniers eran comunistes, e les comunistes han disciplina de partí. E le comité del Partí di que non, que une greve de la fam en un campo de concentración es un provocación inaceptable. Me de tut manier nus avón fe la greve de la fam, e nus navóns manyé plus rian de rian. Ah, me dans le cam de concentración avé un general muy farucho, avec le muztacho fachista, e il di que la greve de la fam era una traición a la patria e tut un serie de barbarités. Entonz, il nus a fe former en carré (la formación en carré es una especie de U avec la forme de un carré), e il di: «¡el que quier fer la greve de la fam, que eleve la man, parsque nus alón le fuciler! ¡A ver quién tié narices!». E un camará a elevé za man, e ye he elevé ma man ocí, e otro, e otro...

Aliviado al comprobar que Walterio era consciente del efecto chusco de su acento —y, por supuesto, calificarlo de acento es tan inexacto como generoso—, y al ver que él mismo se sonreía al improvisar una traducción o calcar un modismo, el público perdió el pudor y empezó a reír a carcajadas, como si Tip y Coll le estuvieran explicando las instrucciones para llenar un vaso de agua, aunque lo que en realidad nos estaban explicando era un truco mucho más difícil y arriesgado, que si salía mal podía hacer desaparecer al ilusionista sin dejar huella.


—E luego el general del muztacho a cherché otres presos, parsque nus etións en diferentes cabañes, e lo mesme: tus elevan la man, e a la fin il avé, ye ne sé, ochente, novente prisoniers dispuestes a cer fucilés. El general ne pué fusiler a la muatié del campo de concentración, e a la fin il nos a llevé a otro campo, u nus avóns fe la greve de la fam, e za a eté tres bien.

El moderador, que es un colega del departamento de Información y Comunicación, se impacienta un poco porque aún deben tomar la palabra muchos supervivientes, y se agita en el asiento:

—Vaya terminando la huelga, Wilfredo, por favor.

—¡Non! La greve de la fam ne ce termine, parsque ye tengo que racontar une cose plus. E cé que trua señoras, trua fames, veníen por turnos con mezages de apoyo de la famille de les disparús, e nuzatres les dabam artícules, poemas, cartes, e za a eté la chose que nus a permí de terminer la greve, parsque nus sabión que nostre greve eté entendú a Zantiago, e que il avé cet zolidarité. E una de eses fames —señala a la sobrina de uno de los desaparecidos, que está en la tribuna— era la mer... no, la gran-mer de esta señorita. Bué, ya se me acabó el francés. En fin, nus etións tres fin... ¿cómo se dice «flaco»?; tres megre, eso, pero tres content, e les soldats nus on regardé con respect, e le general del muztacho fachiste también, e no ha fucilé a ningú. Vualá.

La gente ríe y aplaude con un regocijo poco justificable dadas las circunstancias, pero que a una escala muy reducida constituye una nueva victoria de la vida sobre la destrucción.

martes, 1 de septiembre de 2015

Soñé que Almodóvar recibía el Óscar. Penélope Cruz sacaba la cartulina del sobre. Millones de espectadores contenían el aliento.

And the Oscar goes to... PEDRO!!

Again. El director subió al estrado emocionadísimo, no acertaba a decir nada, sólo «thank you, thank you», de un modo entrecortado, mientras lloraba y se mesaba los cabellos. El público aplaudía, íntimamente halagado por las muestras de reconocimiento que manifestaba ese cineasta extranjero y gordinflas.

Al cabo de un minuto Almodóvar dijo que tenía preparado un discurso pero que no se sentía capaz de leerlo. Sacó de su bolsillo una cuartilla, doblada en cuatro, y con un gesto elocuente me la tendió a mí, que estaba en una de las primeras filas. «Será un honor», dije.

Ajusté la altura del micrófono, desdoblé la cuartilla y empecé a leer, pero el texto, que parecía un impreso volandero, en tinta azul, estaba muy gastado, y había líneas enteras que apenas podía descifrar. «Harta de claustro... rezo y penitencia, puso fin una... monja a su exigencia, digo existencia...; que allí, para vivir en santa calma, o la materia... sobra, o sobra... o sobra el alma». Eran poemas contra los jesuitas, con referencias oscuras a la harina plástica y al magro en conserva. Había lo menos treinta estrofas. La Academia, que no entendía una palabra, guardaba un silencio respetuoso. ¿Por cuánto tiempo? Al pie de las escaleras, Almodóvar lloraba y lloraba de una manera que por momentos parecía una risa nerviosa.

martes, 25 de agosto de 2015

Ha venido a hacer el examen Cyrielle. Mejor dicho, ha venido al aula del examen pero no lo ha hecho, sino que ha firmado la hoja de asistencia para evitar la calificación de «no presentado», que aquí se considera oprobiosa.

—¿Qué quiere usted?... Ah, de acuerdo... Perfectamente, firme aquí.

No la he reconocido hasta leeer su nombre en la lista. Cyrielle fue la triste protagonista de una de las más negras páginas de sucesos de este año escolar. El padre de Cyrielle era militar. El último día de las pasadas navidades sacó la pistola y disparó en la cabeza a su mujer y a su hija. Luego volvió el cañón contra sí mismo. A Cyrielle la bala le entró por debajo de la nariz y le salió por detrás de la oreja; fue la única superviviente.

Pocos lo saben, pero en este país hay una tasa alarmante de violencia doméstica. En 2013 hubo un 40% más de denuncias por maltrato que en España, para una población cuatro o cinco veces menor; en España, durante aquel año, fueron asesinadas por sus parejas 54 mujeres, y en Bélgica 163. 

En ese contexto estadístico el padre de Cyrielle se singulariza por una violencia particularmente fría y premeditada. Uno suele rendir la razón ante atrocidades de este calibre. Pero, aun cuando no se pueda comprender la sinrazón, cabe al menos distinguir en ella diferentes grados de opacidad. Personalmente, el multicrimen para toda la familia me parece más difícil de explicar que los campos de exterminio nazis. Éstos fueron producto de una cultura del odio y el racismo que tuvo dos décadas para naturalizarse; aquél es el desenlace inesperado de un relato individual, excepcional incluso dentro de la sanguínea subcultura militar, desconocido incluso para el propio protagonista. «[E]n el fondo, adentro, más abajo de nuestra conciencia y de nuestros pensamientos hay otra vida más poderosa y enorme», ha escrito Roberto Arlt en una novela de locos. Quien, como el padre de Cyrielle, ve venir la prejubilación y el divorcio como una forma de muerte social, puede sentir la tentación subterránea de enunciar ese sentimiento de un modo brutalmente literal.

(Es arrogante querer explicarse estas cosas desde la plácida distancia del dietario dominical, pero peor me parece renunciar a toda explicación, o esa otra manifestación de superioridad que es despachar los hechos calificándolos de monstruosos, ajenos a nuestra especie, externos a la ciencia y quizá también al derecho.)

Ya digo que no he reconocido a Cyrielle, lo que significa que los cirujanos han hecho un trabajo concienzudo y permite esperar que las secuelas físicas sean muy pocas. Quiero creer que ella encaja bien que la ignoren, que no le hagan comentarios tan bienintencionados como banales, y que ve en la falta de consideraciones una forma de normalidad. Sale del aula discretamente tras haber firmado en la hoja de asistencia con el apellido de su asesino.

lunes, 17 de agosto de 2015

Ya no sé muy bien qué día fue, algo así como el 15 o el 16 del mes pasado, cuando nos dejamos caer por la fiesta de verano del instituto John F. Kennedy, que es donde trabaja Kathleen. Las hamburguesas y la charla eran bastante mediocres, pero como llevábamos encima dos aperol spritz no se notaba. Uno de los profesores dejó a medias la frase que estaba pronunciando y dijo «oh, it's beer pong time». Le sigo, intrigado, y descubro un juego de college norteamericano —a fin de cuentas estamos un departamento de american studies— que tiene muy poco de beer y menos de pong. La frase, en cualquier caso, es memorable, y pienso utilizarla la próxima vez que me aburra una conversación.

Excuse me, it's beer pong time.

A la mañana siguiente volamos a Mallorca. Un niño chilla en registro de silbido durante casi todo el viaje, y más tarde Kathleen y yo descubriríamos con regocijo que los dos habíamos fantaseado con pedirle a una azafata que le sirviera un aperol spritz. Según mi hermano, la menor gota de alcohol puede tener un efecto dramático en el desarrollo neuronal del bebé, pero ¿y las neuronas del adulto? ¿Es menos dramático el efecto que tiene sobre ellas una sesión de tres horas de chillidos ultrasónicos?

En fin, dejémoslo estar. No vamos a arruinar por eso nuestra estancia en Palma, que es la mejor ciudad del mundo. Lo decimos nosotros y lo dice el Times. Entramos en el Palau March. Tiene las mejores vistas de la ciudad, pero su colección de arte es en realidad asistemática y algo absurda: estatuas brancusianas, un belén napolitano que ocupa tres habitaciones enteras y contiene un ejército turco, una habitación que Sert decoró como si fuera un circo, una docena de mapas del siglo XVI, otra docena de cofres tardomedievales, una capilla gótica, litografías de Dalí, sillas Louis XIV, abanicos, candelabros. La caja de tesoros de un niño rico. No quiero saber qué habrá en el garaje. 

Al salir asistimos a una genuina batalla de raperos, en el foso de la muralla. Doblamos la edad al más viejo de los participantes. Quedamos bastante impresionados, porque los chavales se lo toman muy en serio e incluyen en sus respuestas alusiones a las intervenciones de los demás. Alguien rima «Jack Daniels», no recuerdo con qué. ¿Con qué diablos puede rimar «Jack Daniels»?

—Entérate, capullo: lo único para lo que vales / es para barrer las calles de los peores arrabales. / Los de tu país sois los parias mundiales, / ya verás cuando os quiten las ayudas sociales.

—Sí, soy barrendero, más a mi favor: / tú eres la basura, se nota en el olor; / como apestas tanto y hace tanto calor / te meteré a sopapos en el contenedor.

La música es de lata, el tono es agresivo y vulgar, las letras contienen insultos sexistas y xenófobos, pero curiosamente ver a adolescentes concentrados en una actividad creativa, divertida y en cierto modo artística sin que haya teléfonos móviles de por medio, me provoca algo parecido a la esperanza.

—Bueno —me diría Patricio unos días más tarde—, es que esa agresividad verbal reemplaza la violencia física. Está probado que donde hay batallas de rap hay menos tiroteos.

Es verdad: después de haber cruzado los peores insultos y de haber puesto como no digan dueñas a las respectivas madres y hermanas, los raperos chocan las manos y quedan tan colegas. Ha tenido uno que salir de la universidad y venir a tratar con los chonis mallorquines para recuperar el optimismo. 

El domingo vamos a Valldemosa. La Cartuja hace caja enseñando las habitaciones en las que Chopin y George Sand pasaron dos meses hace doscientos años. La novelista escribió el libro de rigor sobre el carácter español, lleno de platitudes esperables. Las visitas las lleva una congregación pía o cosa semejante, con más devoción que museología. En una vitrina se puede admirar el chaleco de Chopin, así como un peine y un guardapelo con pelos genuinos del genial pianista. Cada casa de Valldemosa tiene junto a la puerta un azulejo que recuerda alguna estación anodina de la vida de santa Catalina Thomàs, gloria local. En cambio, nadie parece recordar que allí vivió también Jacobo Sureda, el malogrado poeta ultraísta, que escribió algún verso milagroso y murió a la edad de Cristo en un sanatorio alemán. Borges pasó con él uno o dos veranos en ese pueblo de la Tramontana. ¿Dónde están los calzoncillos de Borges? ¿Dónde está el bigote de Sureda? Un poco de gestión cultural, por el amor de Dios.

El martes siguiente tomamos el autobús de línea que nos lleva a Cala Mesquida. En el hotel reconocemos de la otra vez a algunos empleados. Entre otros, a Chema, el camarero que nos invitaba a cócteles. Dice que piensa dejar el hotel este año o el siguiente; su plan es comprar un terreno en Almería y dedicarse a la agricultura intensiva en un invernadero de plástico. Su tío ganó el año pasado 400.000 euros con los calabacines. 

Un hombretón empuja una carretilla por la playa:
—¡Melonemelonemelonemelonemelonemelone cóconat ánanas banano meloooooo ooón!

Cuánto hacía que no escuchaba un buen pregón. ¿Cómo? ¿Ya llevamos aquí nueve días? ¡Maldita sea! Volamos a Madrid. En el aeropuerto nos reciben con los brazos abiertos mis padres y siete plagas bíblicas: la calima, el aire acondicionado, los mosquitos, la contaminación atmosférica, el estreptococo de la amigdalitis, el espíritu de la gengivitis y una ola de infanticidios mediáticos que pone los pelos de punta.

domingo, 21 de junio de 2015

Patricia y Albert me invitaron ayer a cenar, porque iba a estar también Nil S., a quien tenía muchas ganas de conocer. Cuando estudiaba leí con devoción su antología de la primera ciencia ficción española, y unos años más tarde descubriría sus luminosos ensayos sobre Ganivet y el modernismo. Llego con antelación, porque resulta que las siete no era la hora a la que se me esperaba, sino la hora a la que Patricia me llamaría para decirme cómo iba la cosa, y cuándo debía ir. Han pasado casi todo el día en Lovaina y no han tenido tiempo de preparar nada, así que Albert y Marisol —la mujer de Nil— han bajado a comprar embutido y cervezas al súper de Tilff. Nos hemos debido de cruzar, no sé muy bien cómo.

Nil tiene una conversación remansada, con un acento raro y como traducido. Es un hápax prosódico, el acento probablemente único de un catalán que enseña español en Estados Unidos y se pasa el día leyendo en alemán. Parece frágil, pero su posición corporal y sus movimientos delatan una robustez que no era perceptible a primera vista. No es un godiflaco desgalichado como todo el mundo. Tiene una ergonomía romana, eso que se veía de antes en algunos curas, una como memoria muscular de la toga. Toga no lleva, pero de todos modos su ropa resulta anacrónica: lino, tirantes, zapatos de cuero en verde, todo muy Muji.

Hace un par de años Nil terminó un libro sobre la narrativa fascista, o más bien sobre la construcción del espacio en la narrativa fascista española. Lo escribió en inglés, dice, para que le resultase más entretenido. Lo que está haciendo ahora no tiene nada que ver, y ni siquiera es un tema de hispanismo. Dice que se cansa de los temas, que hay que acabar con el tema antes de que el tema acabe con uno, algo así. Yo le digo que tiene razón, y que alguien —no sé quién— distinguió entre el investigador lobo y el investigador zorro: el primero se mantiene toda la vida fiel a su dieta de carne de corza, mientras que el segundo ramonea lo que va encontrando, un día es un pájaro, otro un racimo de uvas, otro un par de escarabajos...

En realidad ser un investigador lobo tiene algo noble y épico; de antes había, efectivamente, investigadores que perseguían durante años a su presa, en una cacería a tumba abierta que luego dejaba libros como Mímesis, o Entre lo uno y lo diverso, o Literatura europea y Edad Media latina. Esto ya no puede hacerse porque hay que ganar sexenios y proyectos de investigación. No se puede esperar a cansar la presa, es todo más bien aquí te pillo aquí te mato. Por eso las cacerías intelectuales ya no se llevan. Lo más frecuente son los necrófagos que viven adheridos al primer objeto de estudio que se les cruzó por delante. Primero lo desuellan, luego se comen los menudillos, ponen la carne en salazón y acaban quebrando los huesos para chuparles la médula, entre un enjambre de moscas. A mí me parece que continuar royendo el hueso del tema al que uno le hincó el diente dos o tres décadas antes es una cosa mezquina, máxime cuando ese hueso muchas veces pertenece a un contemporáneo que aún anda por los cafés medio vivo, o que se murió hace poco bajo la mirada expectante del buitre académico.

Claro que todo esto no lo se lo dije a Nil porque no se me ocurrió en el momento y porque además Nil ya había empezado a hablar del nuevo libro que está escribiendo, que, como digo, no es un libro de hispanista, sino que trata de las guerras mundiales. Uno de los capítulos se centrará en el proyecto Echolot de Walter Kempowski. Recuerdo vagamente haber visto una exposición sobre él hace muchos años, y escribí sobre ello en mi blog de entonces. Kepmowski recopilaba diarios íntimos y testimonios personales de la generación que hizo la última guerra mundial, tanto de las víctimas como de los victimarios. Las siete mil páginas de esa cronografía polifónica, que Nil se ha leído ascéticamente, «despliegan una ética diametralmente opuesta a la de la guerra absoluta». Hay que ver. Y eso es sólo un capítulo, o un epígrafe. Más que una cacería, ese libro es un safari.

(Claro —refunfuña una voz dentro de mí—, es que a Nil le dieron clase Francisco Rico, Claudio Guillén, Alberto Blecua, Sergio Beser. Así ya se puede).

A la hora de las revelaciones se descubre que Albert persiguió a una chica hasta Dinamarca; que Patricia hizo el juramento hipocrático («¿en qué contexto?», pregunta Nil); que Nil escribió sobre unos escritores que él se había inventado.

—Sí, sí. Me los inventé —admite con mucha naturalidad.

Albert ameniza la cena con evocaciones de su apocalipsis particular: la desaparición de la prensa impresa y del periodismo independiente; la desintegración de Europa y del Estado social; la suplantación de la actividad crítica por hordas de robots que retuitean artículos científicos en función de cuánto hayan pagado las universidades. Cinco minutos antes de la medianoche, antes de que mi bicicleta se transforme en calabaza, pongo rumbo a Tilff, con esa ebriedad que dejan las conversaciones largas y ocurrentes. El faro de la bici rasga la noche y se me figura que es algo así como un símbolo.

domingo, 14 de junio de 2015

—¿No te enseñaron cuando eras pequeño que el sitio más peligroso en el que puedes estar durante una tormenta es una barca dentro de un lago?

En la meseta central castellana las probabilidades de estar dentro de un lago durante una tormenta son bastante remotas, así que no, Kathleen, no me lo enseñaron. Deja de hacer preguntas sarcásticas y sigue remando.

No estamos realmente dentro de un lago, sino en mitad del Spree, el río que atraviesa Berlín. Una hora antes habíamos atracado elegantemente en un embarcadero del Treptower Park. Esto de aparcar la barca, saltar al pantalán y atravesar las mesas de una terraza con el remo al hombro es probablemente la cosa más cinematográfica que he hecho en mi vida. Eso sí, qué vergüenza si mi tía Mamen viera el churro de nudo que he hecho, ella que es tan náutica y que sabe hacer el ballestrinque y el ocho corredizo. Ejem. El caso es que nos acabábamos de sentar a comer soljanka y salchichas en la terraza cuando empezaron a caer gotas. El pantalán en el que teníamos que devolver las canoas estaba a cosa de un kilómetro, o kilómetro y medio.

—Yo creo que si nos damos prisa, llegamos —dice mi hermano, que es muy animoso.

Quince minutos después luchábamos a brazo partido contra las olas, mientras los truenos retumbaban bajo nuestras canoas. La tarde se había puesto súbitamente épica. Por si la lluvia no fuera bastante, el viento nos lanzaba al sesgo ráfagas de agua. Sólo remando de un único lado lográbamos a duras penas imponernos a la corriente. Yo tenía las gafas mojadas por completo y veía poco; Kathleen, que iba delante, tampoco debía de ver mucho, porque durante un cuarto de hora enfilamos hacia un edificio que no era el embarcadero al que debíamos dirigirnos. A lo lejos creí entrever a Nacho y Eva haciendo molinetes con los remos como eskimales de dibujos animados.
Cuando empezaron a sonar las trompetas del Apocalipsis perdí la noción del tiempo y de los brazos. Nacho, que es todavía más pedante que yo, diría luego algo así como que aquello era uno de los ríos que separaban el Hades del mundo superior. Desembarcamos en la orilla correcta, pero el patrón no parecía muy contento de vernos vivos.

—¡Podíais haber esperado a que escampara! ¿Es que no habéis oído al hombre del tiempo?

Pues sí, sí lo habíamos oído, pero el hombre del tiempo nos había decepcionado mucho últimamente y decidimos darle más crédito a la mañana gloriosa que teníamos delante. Ahora debe de estar retorciéndose en su casa el muy cabrón, con un ataque de risa nerviosa. Nacho y yo nos quitamos las camisas, que están empapadas y dan repelús. Por suerte, Berlín es un sitio en el que uno puede coger el metro medio en bolas sin llamar la atención. Lo que llama la atención es que no tenemos ningún tatuaje. ¡Ni siquiera tenemos un bigote para un remedio...!

—Si es que te lo tengo dicho, Kathleen, que a ver si nos tatuamos alguna cosa porque vamos dando el cante.

En casa nos secamos y nos cambiamos de ropa. Mi hermano y mi cuñada, que han venido para día y medio, traen pantalones de repuesto; yo, que me quedo una semana y en realidad vivo más o menos aquí, le tengo que pedir uno prestado a Kathleen. Me pongo la camisa verde que compré en el Humana de Frankfurter Tor y me siento como uno de los Jefferson Airplane. Vamos al Schwarze Traube, el garito de los cóckteles misteriosos. Le contamos a la camarera nuestra aventura, y le pedimos el aguamiel de las victorias, el bebedizo levantamuertos del ceremonial vudú, el reconstituyente que le dieron a Jonás cuando lo escupió en la orilla la ballena.

La camarera nos lo trae. Es lo bueno de este sitio.

viernes, 12 de junio de 2015

Hemos tenido una tesina peculiar, este semestre. Una tesina que, en su construcción, recordaba esas fantasías musicales románticas donde las melodías se suceden con brusquedad ciclotímica, propulsadas —se diría— por una suerte de impaciencia introspectiva, y por la dicha sádica de poner a prueba las cualidades del intérprete. El tema, en cambio, era muy poco romántico: se trataba de una propuesta de análisis semiótico de los tropos (es decir, de las llamadas «figuras de pensamiento», como la metáfora o la metonimia), mediante la lógica formal.

No diré aquí nada más del trabajo, por estar éste inédito y ser propiedad de su autor, ni de la evaluación tras la defensa oral, que se hace a puerta cerrada. Apuntaré sólo una anécdota. Un colega le preguntó al estudiante si tenía en mente posibles aplicaciones informáticas de su trabajo. El estudiante dijo que no había pensado en ello, pero añadió a continuación algo muy interesante, que para no haber pensado en ello demostraba una rara viveza de juicio. Los programas informáticos relacionados con la lengua —dijo— suelen adoptar un enfoque lexicológico: tratan de producir y reconocer palabras, y de relacionar unas con otras de manera adecuada; en paralelo, se está llevando a cabo una inversión muy importante en software de reconocimiento de objetos, o, más que de objetos, de «discreciones», de formas distinguibles de un conjunto —el tipo de software que utilizan, por ejemplo, los coches automáticos—. Estas dos áreas de desarrollo, sin embargo, son cultivadas en paralelo y sin que haya comunicación entre ellas. Esa comunicación la daría precisamente una semiótica formalizada en términos matemáticos. Es la semiótica la que permitiría a una cámara identificar una pistola, y a un coche diferenciar una bolsa de un erizo.

Un día mi ordenador procesará mi careto, lo cruzará con Google Images, llegará a la conclusión de que me parezco a Woody Allen y me perderá el respeto, por lo que probablemente lo siguiente que vea será una ventana emergente con el mensaje «contraseña no válida».  Pero eso es fácil. ¿Podría un ordenador decirse «esto es una pistola, y por lo tanto un arma, así que contiene el sema [+letal] a través del cual se relaciona con los ojos verdes verdes con brillo de faca que se me han clavaíto en el corazón»? En otras palabras: ¿podría un ordenador, a través de un razonamiento lógico, pasar del sentido literal al sentido traslaticio o simbólico?

Esto del sentido literal tiene su miga. Ayer leí en un examen la frase siguiente: «Don Juan arde literalmente de amor por doña Inés». Se trata de un uso traslaticio de «literal», de un uso hiperbólico, de un uso —en definitiva— no literal de «literal», que está ya muy difundido en todas las lenguas occidentales, en particular en inglés. Esto tiene que ver seguramente con la degradación de la educación primaria en Estados empobrecidos, pero también con el genio popular que de algún modo intuye lo relativo del significado literal, la reversibilidad de la semiosis: una pistola es literalmente un arma, que es literalmente dañina; una mirada es literalmente dañina, lo que hace de ella literalmente un arma. En estas ecuaciones, «literalmente» quiere decir «pertenece a» o «está incluido en» cierto conjunto semántico. Entre «mirada» y «pistola» hay una intersección que no es difícil confundir con una relación de identidad.

Otra forma de verlo es que la literalidad no es una categoría discreta, sino continua, según su proximidad a... ¿a qué? ¿A un prototipo independiente del contexto, como aceptan hoy muchos lingüistas? ¿O a la acepción más frecuente en cierto contexto? ¿Lo que el atracador tiene en la mano es [+ literalmente] una pistola porque la acepción más frecuente es la del arma de fuego que blande un atracador?

En un artículo de Revista de Libros leo que las afirmaciones de Isaiah Berlin «casi nunca son literalmente falsas». Quizá una palabra pueda tener un significado literal, si asumimos que haya prototipos no contextuales, pero no son concebibles prototipos de oraciones. ¿Puede tener una frase un sentido literal e inamovible? Tomemos, por ejemplo, la afirmación siguiente: «en un cráter de la Luna hay un pueblecito habitado exclusivamente por conejos filósofos». No es una frase de Isaiah Berlin, es cierto, pero puede hacernos el apaño, porque es literalmente falsa. Ahora bien, esto puede entenderse de varias maneras:
a) en un cráter de la Luna hay un pueblecito habitado exclusivamente por ratones filósofos;
b) en un cráter de la Luna hay un pueblecito habitado exclusivamente por conejos que se creen filósofos, pero en realidad no pasan de vulgares tertulianos de televisión digital terrestre;
c) el pueblecito habitado exclusivamente por conejos filósofos no está en la Luna, sino en Marte;
d) en un cráter de la Luna hay un pueblecito habitado sobre todo por conejos filósofos;
e) en un cráter de la Luna hay una megalópolis habitada exclusivamente por conejos filósofos
f) ...
Es cierto: (d) y (e) mantienen con la afirmación original una diferencia de grado (más o menos conejos, más o menos urbanizado), por lo que es fácil entender que una puede ser más exacta que la otra, en algún sentido. Y confieso también que falta la variante más obvia: «en un cráter de la Luna no hay un pueblecito habitado exclusivamente por conejos filósofos». Pero me costaría aceptar esta frase como literalmente verdadera, porque es compatible con la veracidad de todas las anteriores y porque sigue remitiendo a un mundo —o a una «enciclopedia», como dice Umberto Eco— en el que los conejos departen sesudamente en las plazas.

Quizá se podría replicar que una frase es literal en relación con un contexto prototípico, con un escenario convencional, como las interacciones comerciales que aprendemos en los manuales de lenguas («buenos días, quería una barra de pan, por favor») o los clichés de actuación culturalmente construidos (el hombre que se pone una media en la cabeza, da un tiro al aire y grita «¡que nadie trate de hacerse el héroe!»). Así, la frase sobre los conejos filosóficos sería literalmente falsa en cualquier contexto no televisivo. Si un atracador amenaza con un arma a los trabajadores de un banco, la frase «el hombre los amenazó con la pistola» será literalmente cierta. Pero también una barra de pan, al menos en Castilla, es una pistola. Cuando voy a la panadería pido literalmente una pistola. Si un caco entra en un banco y amenaza al personal con una barra de pan, alguien dirá «¡nos está apuntando literalmente con una pistola!», y todo el mundo se echará a reír, porque es verdad —y al mismo tiempo no lo es—. En este escenario, «literalmente» no significa «adecuado a un contexto prototípico», sino más bien todo lo contrario.

Este último ejemplo puede ser inventado, pero constituye una producción perfectamente aceptable en términos lingüísticos. La literalidad no tiene que ver en este caso con el significado, como uno tendería a pensar en general, sino con el significante. Esta disociación de literalidad y significado se evidencia también en una frase como «estamos siendo gobernados por un títere»: tomada literalmente es una frase falsa, pero su sentido es mucho más verdadero y profundo que el de la frase «estamos siendo gobernados por un señor con barba».

Una de las cosas difíciles y bonitas del juego del mus es que incorpora esa recurrencia semiótica que es propia del lenguaje. Una carta vale por otra, que vale por otra. El rey es el rey, pero (para casi todo) un tres también puede ser un rey; en una parte del juego, la sota, el caballo y el rey (y, por consiguiente, también el tres) tienen el mismo valor; sin embargo, en la jugada conocida como «la real» el tres no suele admitirse como equivalente del rey. En este último caso, podría decirse, el tres es literalmente un tres: su valor real equivale a su valor nominal. Pero también podría decirse que los otros casos —en la práctica totalidad de las jugadas— el tres tiene literalmente el valor de un rey; es decir, que tiene literalmente el valor real (no el nominal) del rey. Literalmente real, por cierto, lo que paradójicamente quiere decir que es real en el sentido monárquico del término: o sea, en una acepción que no es la originaria. En esa larga cadena de suplantaciones que permite la baraja del lenguaje, lo literal parece corresponder más bien un punto de curiosa pertinencia del signo.

Sigo corrigiendo exámenes: «Don Juan Tenorio es literalmente un donjuán». A veces los estudiantes, por ignorancia, dicen verdades deslumbrantes como esta. Don Juan Tenorio es, efectivamente, un donjuán literalmente literal.

domingo, 17 de mayo de 2015

Julia y Chris han estado paseando por Kreuzberg con una amiga, y a las cinco y pico se acercan a nuestra casa, lo que nos viene bien porque tenemos tres metros cuadrados de pastel de ruibarbo con los que no sabemos qué hacer. Chris saca con entusiasmo de la estantería un libro que nos regaló Patricio hace muchos años. Son fotos de crímenes, tomadas en los años cincuenta por la policía de Los Angeles. Tiene un prólogo de James Ellroy, el autor de L. A. Confidential. «Estos reporteros se pensaban mucho las cosas —dice Chris—; hay fotos en las que ves claramente que han tenido que subirse a una escalera para hacerlas». Yo me imagino el diálogo con los policías que custodian la escena del crimen:

—Eh, oiga, ¿adónde cree que va con esa escalera?
—Apártense: soy fotógrafo.

Chris también lo es, y tiene un ojo rápido para los detalles significativos. Se detiene en una foto que muestra un monedero. Está completamente fuera de contexto, de modo que resulta difícil determinar con seguridad su tamaño: puede ser grande como un bolso, puede caber en un bolsillo. Ha sido atravesado por un balazo, que puede ser de un balín o de un cartucho.
—Sí, pero fíjate en la trayectoria: la bala va de dentro afuera. Seguramente su propietaria tenía dentro una pistola pequeñita, una Derringer.

Por diferentes motivos tanto ellos como nosotros nos hemos pasado el día picando, y nos apetece una comida consistente y humeante, uno de estos platos alemanes de carne fibrosa, patatas cocidas y salsa espesa. Hígado. Codillo. Estofado. Los llevamos a un sitio estupendo que descubrimos hace poco en la Wühlischstraße. La conversación es fluida. No hay ningún teléfono móvil sobre la mesa.

La amiga de Chris y Julia se llama Rachel (con pronunciación paroxítona). Trabaja en el servicio de lenguas de la universidad de Michigan. Vivió durante un tiempo en Grenoble, donde tuvo un hijo. Le irrita mucho que su hijo, que tiene pasaporte francés, no pueda beneficiarse de la protección social de Francia. En Michigan, sólo la guardería le cuesta mil dólares al mes, y todavía debe sentirse privilegiada porque lo normal son 1.600 o 1.700. Cuando dio a luz quiso hacerlo en casa con una comadrona, para evitar gastos, pero después de treinta horas de esfuerzos infructuosos tuvo que ir a urgencias. El niño acabó naciendo gordo y sano, pero la factura que le pasaron ascendía a 12.000 $.

—¡Es un disparate! ¿Cómo puede pagar eso la gente?
—No puede, claro —responde Rachel—. Paga con la tarjeta de crédito y se pasa el resto de la vida devolviendo el dinero.

Me imagino que estos días que está pasando en Berlín, Rachel ha tenido que cruzarse muchas veces con esas punkis que disfrutan de catorce meses de permiso de maternidad y veinticinco años de subsidio infantil, y pasan las tardes viendo jugar a sus hijos en el parque infantil y bebiendo latte machiatto. «Aquí resulta difícil imaginar cómo es vivir día a día en un país sin Estado —dice—. Cuando estuve en Japón, por ejemplo, no iba a los médicos estadounidenses para que mi historial no fuera almacenado en las bases de datos que consultan las compañías de seguros norteamericanas». 

Luego habla del famoso plan de Obama para una cobertura sanitaria universal, que en la práctica es una simple obligación de contratar un seguro privado. Quedan eximidos los pobres de necesidad, que tienen derecho a la ayuda de Medicare. Son pocos los norteamericanos que no estén sujetos a una educación y una sanidad orientada al lucro. Sólo el estado de Vermont tiene un gobierno socialista con algo parecido a servicios sociales.

Y además está el asunto de la violencia. Es verdad que los informativos exageran a veces las implicaciones de los sucesos: en los últimos meses no se ha hablado más que del ébola y del Estado Islámico como si hubieran invadido ya todos los McDonalds de Estados Unidos. Pero en cambio, los tiroteos en colegios e institutos son algo cotidiano, y no llegan a los titulares a menos que haya dos docenas de muertos. 

Le pregunto si no ha pensado en volver a Japón.

—Sí —dice Rachel—, me tienta mucho. En Tokio tienen incluso un colegio francés al que podría llevar a mi hijo. Lo que ocurre es que cada setenta años hay allí un terremoto bestial. El último fue en 1923, lo que significa que estamos viviendo en tiempo de descuento.

—Ya veo. Pero estarán preparados, ¿no?

—No puedes estar preparado para algo así. Los edificios modernos son antisísmicos, pero hasta ahora no han sido sometidos a una prueba parecida. El suelo llega a licuarse en seísmos de esa magnitud. Por otro lado, nunca sabes dónde te va a coger: quizá estás en la calle, o en el súper, o en un tren que casualmente pasa en ese momento por un paso elevado. Además, es probable que unos minutos después del terremoto Tokio sea arrasada por un tsunami.

Visto así, yo también elegiría el tiroteo, donde con un poco de suerte te dan en una nalga y puedes enseñársela a un reportero para que la fotografíe subido a una escalera.

viernes, 17 de abril de 2015

Indescriptible frustración: he llegado a Madrid demasiado tarde para comer torrijas, y demasiado pronto para las rosquillas de San Isidro. Lo compensa —un poco— el poder asistir a la exposición temporal de la fundación Mapfre, titulada «El canto del cisne». A partir de los fondos del Musée d’Orsay, la exposición presenta al público una antología de los lienzos que la Académie des beaux-arts admitió a concurso en la segunda mitad del siglo XIX. Esos cuadros que las historias del arte despachan rápidamente como anodinos, repetitivos, vulgares, pomposos, aburguesados, insulsos, acomodaticios y, en definitiva, insultantes para la inteligencia de los espectadores.

Sin embargo, nada más entrar el visitante se da con un desnudo de Ingres que le corta el aliento. Salvando al mencionado Ingres, Courbet, Alma-Tadema y algún otro (¡Moreau!), los nombres de los pintores representados serán hoy desconocidos incluso para los habituales de los museos: Cabanel, Blanc, Meissonier, Guillaumet... A despecho de lo que uno cree que sabe, en esos cuadros hay drama y discurso, perspectivas aéreas audaces, contrastes arriesgados, composiciones estudiadas y una comprensión, una interiorización del paisaje que no tienen las fotografías.

El más complejo es probablemente Los guardacostas galos (1888), de Lecomte de Noüy. Vienen a ser tres cuadros en uno: la esquina superior izquierda es una reedición de Impressions de Manet; el centro es un paisaje simbolista, una naturaleza desatada a lo Caspar David Friedrich; el tercio inferior derecho —donde están los galos propiamente dichos— constituye un testimonio ejemplar de realismo historicista sobre el origen mítico de la nación.

Visito la exposición dos veces: una solo, a media hora del cierre, y otra al día siguiente con Eva, Nacho, Kathleen y Nora. A todos (salvo a Nora, que tiene dos añitos y además anda pachucha) nos embelesa La araña de Léon Comerre (1905), donde la araña es una rubia en escorzo, frescales e impúdica, con una mirada sonriente que Comerre aprendió seguramente en Murillo y en los garitos de Montmartre. Es una representación demasiado fácil de la mujer fatal, probablemente ya algo lúdica —el cuadro es de 1905—, y me arriesgaría a decir que al artista lo que más le interesaba era el alarde técnico de una telaraña que se ve a pesar de no haber sido dibujada, casi como la aguja de la bordadora de Vermeer que obsesionaba a Dalí. El centro de la tela —y de la telaraña— es el ombligo.

Mis cuadros preferidos son La pucelle! de Craig y Les oréades de Bouguereau. El título del primero lleva un signo de exclamación que a Eva no se le escapa. Sobre un borrón ensangrentado se desboca el caballo de la doncella de Orléans, que espanta la mirada —alucinada— en un mikado de lanzas rojas. De lejos, el cuadro se descompone en un estudio de vectores como los de Paul Klee. 

Les oréades presenta una escena disparatada con una seriedad que sólo muchos años más tarde recuperaría Dalí: cuarenta y dos mujeres desnudas volando por los aires como si las hubieran disparado con un cañón de confetti. Revisando luego catálogos en casa, descubro que el cuadro de Craig (>1907) y el de Bouguereau (1902) estaban contenidos (en potencia) en una arrebatada y abigarrada alegoría política del polaco Malczewski, pintada a principios de los años 1890, en la que una multitud erizada en lanzas es propulsada mágicamente desde un lienzo que el pintor está pintando dentro del propio cuadro.
¿Era este el arte aburrido que barrieron las vanguardias? ¿Era este el enemigo de los impresionistas, los expresionistas y los nabis? Es verdad que mis cuadros preferidos de la exposición pertenecen ya al siglo XX, pero la Mélodie du soir de Jean Jacques Henner data aproximadamente de 1872. Encontramos allí un cielo pintado con espátula, contornos difuminados, rostros apenas esbozados y un título que dispara el conjunto a través de dos sinestesias consecutivas: la sensación de la tarde es traducida a una melodía y retraducida a lenguaje pictórico. A ver si los cuadraditos de Piet Mondrian saben hacer eso.

Henner es un ejemplo trucado, ya que no fue el artista que más cómodo se sintió en los salones de la Academia; el último cuadro que remitió al finalizar su beca en Roma —la Susana que también acoge la fundación Mapfre— fue desdeñado como «un esbozo», y pocos años después su obra sería elogiada por artistas excluidos de la Academia como Renoir, Degas o Manet. Pero no se trata sólo de Henner: toda la exposición en su conjunto mantiene una llamativa sintonía con el modernismo, ese movimiento literario que pasa por ser una pica hispánica puesta en el Flandes de la modernidad. Mujeres ideales, faunos, pegasos, centauros, náyades, representación mítica y transtemporal de personajes bíblicos, cristianismo tolstoiano, paisajes del alma, reverencia ante las ruinas de la Antigüedad, neoclasicismo impostado... Es el mundo de Prosas profanas pintado con el mismo virtuosismo formal que también se exigía Darío; virtuosismo que admitía una exageración epatante de ciertos contornos y colores, y que incluiría en una fase posterior una simplificación artificiosa.

Esta pintura academicista es más representativa que ninguna otra de los valores artísticos imperantes en la época en la que fue producida, y sin embargo se resiste a las categorías que hoy explican esa misma época. El propio catálogo de la exposición confiesa su desconcierto en numerosos epígrafes interrogativos: «¿sabemos mirar la pintura académica?»; «¿crónica de una decadencia programada?»; «¿un tema olvidado?»; «¿hijos del museo?»; «¿examen o revisión?».

Una clase de primaria visita la exposición y se sienta frente al Persée de Paul-Joseph Blanc. La profesora, de acento porteño, lo hace muy bien:

—¡Fa! ¡Pero qué enoooorme es este cuadro! Va del techo hasta el suelo. ¿A que no cabría en vuestra casa?

La tela representa a Perseo a lomos de Pegaso («no, no es un unicornio», corrige la profe); el héroe tiene en la mano la cabeza de Medusa. «¿Por qué sólo aparece la cabeza de la chica?», pregunta la profesora, y un párvulo contesta: «¡porque la chica tiene dos cabezas!». Efectivamente: en la cabeza de este niño el cuadro se titula «Mujer de dos cabezas sufre operación radical a manos de cirujano nudista». Los niños que van al museo son hematocríticos natos; qué pena que no les dejen redactar el catálogo. No aprenderíamos menos, y nos divertiríamos más.