Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Hay días en los que no pasa nada. Y días en los que pasa todo.

Hoy ha habido alguien que ha entrado a formar parte de nuestra vida, y alguien que nos ha dejado para siempre, y alguien que ha regresado aunque nunca se había llegado a ir.

Hay alguien que había venido a trabajar y a quien una resolución administrativa con la fecha de hoy no le deja trabajar, ni terminar de venir.

Un amigo termina hoy de escribir un libro y me menciona en una nota al pie, que es el lugar en el que uno siempre ha querido verse inmortalizado.

Quien ha entrado a formar parte de nuestra vida no es una persona, sino una mosca. Nos sigue, nos observa y nos escucha. Nosotros le dejamos las migas en el plato.

Puesto en el trance de citar ejemplos de escuelas de vanguardia, un estudiante ha mencionado el futurismo, el dadaísmo y el onanismo.

En lo que a mí respecta, me he levantado demasiado pronto y me he acostado demasiado tarde. He trabajado más de lo corriente, me he divertido más de lo corriente, y he llevado todo el día una fiambrera bajo el brazo con un trozo de pastel, que no me he comido hasta las diez y media de la noche. Dejo las migas en el túper.

Una muchacha ha abordado el primer tren que ha visto para escapar de un maniaco que la perseguía, y yo no sólo estaba en ese tren, sino que también le había dado clase, y la había olvidado por completo. Ahora está a punto de licenciarse de intérprete.

Kathleen me regala una botella de ginebra hecha con pepinos destilados y pétalos de rosa damascena.

Es que, además, cumplo años.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

El universo de posibilidades sociológicas de Coprópolis es así:
Puede haber diferencias de grado, pero no desviaciones. Si alguien cree que en todas partes es igual, que salga a la calle y trate de situar a cada viandante en un punto de este espectro. Ya verá que no es tan fácil. En L***, sin embargo, siempre sale.

martes, 20 de noviembre de 2012

Göttingen ha cambiado mucho últimamente. Ya se puede comer pho, aunque no sea comparable al que hacen en Ratisbona o en París (o en Vietnam, lo más seguro). En menos de seis meses han abierto no menos de tres bares de bubble tea. Hay uno en el que cada vez que entro la parroquia se gira hacia mí y grita «Nooorm!». Pero el Ratskeller ya no es lo que era, y para comer un ganso en condiciones hay que ir a Herberhausen, lo que por otra parte tiene el atractivo de atravesar el bosque municipal y de la Altbier de la región, que posee la serenidad pero también el carácter inesperadamente risueño de la lírica medieval en latín.

Paso estos días absorto en varios trabajos de edición, a los que me he propuesto dedicar el mayor tiempo posible. Uno de ellos es la antología de Luis de T., cuyas galeradas me acaban de llegar, y que tienen, como todo lo que sale de las prensas de Renacimiento, una elegancia juanramoniana. Las tareas de corrección provocan una satisfacción elemental, porque el rendimiento salta a la vista. Evitar una errata en la portadilla es lo más cerca que he estado del heroísmo desde hace mucho tiempo.  

Esta noche quedamos con Sven en Zack; viene de hacer unos cálculos en su oficina: «he llegado a un resultado, pero no sé qué demuestra». Los físicos se toman estas cosas con bastante filosofía. Dentro de ocho horas sale mi tren. Más Altbier, esta vez Diebels.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Parece como si, en menos de un día, todo y todos se me hubieran puesto en contra. Tengo, al mismo tiempo, la seguridad de estar del lado de la razón y del juego limpio. 

En primer lugar, la reválida de la reforma de los planes de estudio, ahora ya tan imparable como una riada de lemmings. De nada ha servido que los departamentos, consejos y representantes de estudiantes se opusieran, o pidieran siquiera un aplazamiento: las posiciones consensuadas, a veces de manera unánime, sirven para que los capitostes se hagan mangas y capirotes. En la junta de Facultad, varias personas alrededor de mí cuchichean: «esto es una locura, hay que pararlo como sea» —y diez minutos después votan a favor—.

Al día siguiente, el primer correo electrónico: una acusación absurda y ad hominem de exceso de gasto en correos, que se nos dirige casualmente a los colegas extranjeros, en un mensaje con los demás destinatarios ocultos. Bajo inmediatamente a que la secretaria me dé la lista completa de destinatarios del correo anterior. «He debido de liarme un poco con el correo, le he dado a reenviar y no sé qué ha ocurrido». Sí, claro. Inmediatamente escribo un correo de tres puntos como tres catedrales, en el que me defiendo al más puro estilo calderoniano, y que no puede ser contradicho si no es el campo del honor.

Con esto hago cruz y raya y abro una etapa nueva, una etapa sine die de Biedermeyer académico: de la biblioteca al aula, del aula al despacho, y allí, con pocos —pero doctos— libros juntos, hacer algo que valga más que las intrigas y el tartufismo del último mes.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Coincidimos en Göttingen con Enrique, ambos de paso y por unos pocos días. Propone que vayamos a ver ciervos en una reserva que está a una hora escasa de su antigua casa. Además de nosotros tres vienen Doris, María, Cristian, Paula y un chico que escribe una tesis —otra— sobre Roberto Bolaño. Todos seguimos en las aulas, y quizá por eso busco inconscientemente revivir el tipo de conversación que uno tenía en la Facultad; ésta es más interesante e informada, pero también menos emocional, o emocionante.

El bosque, desmigajado, con el color y la textura de una biblioteca dieciochesca arrasada por algo peor que el tiempo.

Enrique corta manzanas con una navaja suiza, y les tira los trozos a los cervatillos. «Son manzanas de cultivo ecológico», puntualiza. Los cervatillos se alejan, muerden la manzana con la precaución de quien juega al escondite inglés, y se alejan con un respingo. A veces los pedazos de manzana no les entran en la boca, y los hacen pasar mirando a lo alto, como el cormorán que ha pescado un pez demasiado grande. A lo lejos se oye mugir —es el tiempo de la berrea— a los ciervos adultos. En realidad son gamos. Más adelante encontramos un viejo ejemplar, imponente de talla y cornamenta, que se deja morir apaciblemente. Las manzanas que ruedan a su alrededor no tienen para él más entidad que la de un recuerdo.

Pocos minutos después llegamos a una granja, donde una piara de jabalíes hoza el fango. Las manzanas y las nueces biológicas de Enrique tienen entre ellos un éxito clamoroso. Se disputan el alimento con violencia, y es espeluznante el ruido que hacen al triturar las nueces enteras con los dientes.

Todo esto ocurre ya como de lejos, mientras llueve cada vez con mayor intensidad.