Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 20 de julio de 2019

Hace cien años, los berlineses bajaban al humedal en la cuenca alta del río Spree para disfrutar de la vida campesina. Ahora bajamos a la misma región a disfrutar de la vida sin más. Antes los oficinistas cansados venían al Spreewald a beber leche recién ordeñada, recoger huevos frescos, pescar truchas y ver crecer los pepinos de la huerta. Por la noche se reunían a la luz de un pescado prendido, que era más barato que las velas, y contaban las leyendas del rey culebra, de los hombres del río y de la mujer del Mediodía. Ahora hacemos piragüismo por la mañana, bicicleta de montaña por la tarde y después de cenar un risotto de setas tomamos dry martini para anegar en alcohol el recuerdo de la última temporada de Stranger Things.

Casi todas las antiguas granjas se han convertido en pensiones, pero se adornan con las herramientas inservibles de una economía desaparecida. Solo en el jardín de la pensión Brodack, donde nos alojamos, hay varios peroles de leche, muelas de molino, rejas de arado, un trillo mecánico, una bigornia, una planchadora de rodillos y la mesa de una máquina de coser alemana. En otras pensiones ocurre lo mismo: en sus fachadas cuelgan, como escudos de armas de un linaje inesperadamente prestigiado, horcas y rastrillos, yugos y azadones. 

Hace poco leí, en un libro enrabietado y misceláneo de Michel Thévoz, una reflexión sobre esta «especie de neurosis colectiva conforme a la cual, cuando ya se ha arrasado el medio ambiente, cuando se ha abandonado la ciudad a los promotores y se ha asfaltado el suelo, se reponen por encima, decorativamente, los signos empáticos de aquello mismo que se ha destruido, un simulacro de naturaleza, un simulacro de convivencia, un simulacro de urbanidad». Lo veo a diario en Tilff: los nuevos edificios de apartamentos conservan en sus fachadas el trazado triangular de una fábrica, o las aspilleras que tenían los muretes de las huertas —ventanillas ciegas que ya no comunican sino sarcasmo—. En otros lugares más urbanizados los últimos testimonios de esa etimología cultural son los nombres de las calles.

Meanwhile back at the ranch, el heno se cosecha con tractores y se enrosca en balas cilíndricas, y los viejos almiares se han convertido en una seña de identidad regional. Aún queda gente que se dedica a recoger las semillas de abedul durante el invierno, con unos cedazos cuadrados que meten en el agua fría de los canales, pero quienes más frecuentemente surcan los brazos del Spree somos los canotiers de la ciudad. Nos dejamos deslizar bajo árboles que no conocemos y observamos animales que no podemos nombrar.

jueves, 11 de julio de 2019

Después de comer salimos a dar una vuelta y a tomar café con helado. De camino a la heladería pasamos delante de la sede de una empresa que fabrica pajitas de cristal. «Ideal a partir de los tres años».

—Hombre, tanto como ideal no diría yo. Si acaso, «pasable a condición de que nadie esté mirando».

Es una oficina con tres escritorios de diseño, atriles de bambú y varios expositores. Las pajitas se venden en cajas de distintos colores y parecen tubos de ensayo para experimentos erógenos.


Llegamos a la heladería y nos sirven los cafés frappés. En lugar de pajita, descubrimos —tras unos segundos de desconcierto— que nos han puesto unos largos macarrones. A Kathleen y a mí nos entra la risa floja pensando que los inventores de las pajitas de cristal seguramente vengan algún día a tomar un batido a esta heladería, y se encontrarán en el vaso una solución más ecológica, segura, barata e ingeniosa para el problema que ellos pretendían resolver.

Mientras sorbemos de nuestros macarrones, Kathleen me cuenta algo que le ha ocurrido hace poco a una colega suya. Ella —la colega— querría que fuera una anécdota de vidrio, pero en realidad es una anécdota de pasta. Resulta que estaba en un congreso y, al terminar, se fue a un bar con otros conferenciantes. Se puso a charlar con uno de ellos. Resultaba difícil porque, como ocurre tantas veces, la música estaba muy alta. Tenían una de esas conversaciones mundanas y repelentes de los cosmopolitas, acerca de los lenguajes gestuales y de la diferente gestión del espacio físico en otros países. Como apenas podía escuchar lo que él decía, ella se fue acercando cada vez más al conferenciante. Cada vez más. Y más. Tanto que el conferenciante, arrinconado y sumido en un gran desconcierto, acabó estampándole un beso en la mejilla.

Ella lo ha contado desde entonces varias veces, dando siempre grandes muestras de escándalo, haciendo de ello una nueva prueba pericial del sexismo sistémico. Sin embargo, parece que el tipo se deshizo inmediatamente en disculpas y se escabulló sin decirle nada a nadie. Como dicen en Yesterday, esto no es el inicio de una gran historia: es una historia pequeña y se acaba aquí.

domingo, 7 de julio de 2019

Habíamos dicho de ir al Kulturkaufhaus a comprar libros para el verano, pero de camino nos detuvimos en una tienda de artículos de deporte a comprar chubasqueros, y ya no pasamos de ahí.

La reacción alérgica que me provocan estos chubasqueros funcionales alemanes está tan fuera de proporción y de medida que merece análisis. Es el mismo rechazo fisiológico, la misma tirria primitiva que me provoca todo lo contrario a la razón cartesiana. (Bueno, depende: unas veces, lo que desafía la razón cartesiana hace que nos chisporroteen las neuronas, y otras insulta nuestra inteligencia; me refiero a este segundo caso).

Yo creo que, por lo menos en la indumentaria, no todo debe sacrificarse a la utilidad; pero en estos chubasqueros alemanes hay algo más siniestro que un pragmatismo incondicional: han refinado tanto su funcionalidad que han acabado adaptándose a condiciones a las que es improbable que nadie deba enfrentarse (a menos que vaya a buscarlas voluntariamente). En Alemania, un buen chubasquero tiene que ser impermeable, transpirable, ligero, cortavientos, isotérmico y plegable. Todas estas condiciones yo las entendería si uno no fuera a vestir ninguna otra cosa nunca más; unos amigos nuestros, por ejemplo, se fueron a Japón en bicicleta y se compraron unos calzoncillos especiales que no hacía falta lavar nunca. Eso es algo que encuentro perfectamente lógico. Pero si uno posee más de una prenda de ropa, tanta precaución resulta desmedida.

Estos chubasqueros inteligentes alemanes me recuerdan a un bolígrafo que tiene mi tío y que ha sido diseñado por la NASA para escribir en un entorno de gravedad cero.

—La tinta está metida a presión en el cartucho y se libera al ejercer presión sobre el portabala, de manera que podrías escribir sobre el techo de la carlinga en ausencia de atmósfera.
—Le recuerdo que está usted en Pastrana.
—También es verdad.

Estos chubasqueros termoactivos alemanes, de colores estrepitosos y tacto electrostático, son el uniforme perfecto para esos cuñados sabelotodo y para esos conocidos chinchones que te explican cómo desgravar los donativos de la declaración de la renta.

—Si yo lo único que quería era ayudar a los niños refugiados...
—Pues hijo, eres imbécil.

A los miembros de esta casta repelente les sentarían como un guante estos chubasqueros llenos de cremalleras, con elásticos estancos y bolsillos forrados de microfibra hidrófuga, diseñados para limpiarte las gafas con ellos cuando atravieses un huracán en parapente. Sus colores fosforito previenen seguramente contra la radiación de kriptonita, repelen los mosquitos tigre y te despiertan si te amodorras al volante.

Yo empezaría la discusión muchos escalones más abajo, preguntando, por ejemplo, qué necesidad tiene nadie de ponerse un chubasquero. Yo la última vez que me puse un chubasquero estaba en 3º de EGB y, pese a ello, he tenido un sobrevivir incómodo pero aceptable. Si hoy me pusiera un impermeable lo haría por puro esteticismo, no por una necesidad práctica en la que no creo, y sería sin duda uno de los que fabrica la marca sueca Stutterheim, que parecen hechos para ir a tomar té con la familia Mummin.

—Jolín, no te gusta nada —dice Kathleen—. Eres un plasta.
—No es verdad. Me gusta mucho el abrigo que me compré en Madison.
—¡Pero ese es un abrigo de invierno!

Y es que nadie puede salir tranquilo a trotar por el mundo sin haberse procurado antes un abrigo de verano, un monoquini de vestir, un frac de andar por casa, una visera nocturna, un coqueto chaleco de albornoz, delantal interior, batín de ducha, chanclas de montaña, botas de agua submarinas, un tutú de ciclismo, un mono de boda, un salto de cama de despacho y unas gafas de esquí de leer. Nunca se sabe lo que puede pasar, ni el tiempo que va a hacer fuera. 

Salimos de la tienda cuando están cerrando, y al final compro un impermeable azul pitufo por mero compromiso, y porque está rebajadísimo: no podíamos irnos de rositas después de haber mareado a la dependienta durante horas.

—¿Y este? ¿Qué le parece?
—Completamente ridículo, pero es igual, me lo llevo.

Termino tan deprimido que ya no vamos a comprar libros ni nada. Antes de volver a casa nos sentamos en un restaurante mexicano para cenar algo rápido, porque no hemos tenido tiempo ni de hacer la compra. Y es ahí donde encuentro la horma del zapato de esos chubasqueros incombustibles, espermicidas, hipoalergénicos y homeostáticos alemanes: pueden salvarle a uno la vida en mil situaciones hipotéticas diferentes, pero a la hora de la verdad uno no puede comérselos.