Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 27 de octubre de 2012

Mi clase de introducción a la literatura española la imparto en francés. Ayer comentaba un poema de San Juan de la Cruz y dije un par de palabras que nadie pareció comprender: «prédicat», en el caso de unas estrofas del Cántico espiritual que no tenían predicado verbal, y «ascèse» a propósito de la vía de progreso espiritual contraria a la mística. Como el francés no es mi lengua materna, en cuanto veo caras de perplejidad supongo que lo que he dicho no existe, y busco un sinónimo. En esta ocasión, además, mi entregado público me aseguró que esas palabras no existían y que debería emplear el derivado «ascétisme», y de paso retirar todo lo dicho sobre el predicado.

Casualmente esa mañana yo le había escrito a mi amigo Patricio que estaba entusiasmado con Los idiotas de Ermanno Cavazonni, y él me había respondido, a vuelta de correo, con un resumen de otro libro del mismo autor, Los escritores inútiles. Tan vivo y cómico era su resumen que en cuanto salí del trabajo compré una traducción francesa. Cuando llegué a casa me dejé caer en la chaise longue y abrí mi nueva adquisición —que ya había desflorado en el tren— para toparme casi de inmediato con la frase siguiente: «D’après lui l'inquiétude produisait une incessante sensation de faim, et à cause de celle-ci la société du dix-septième siècle avait perdu l’élévation d’esprit, la disposition à l’ascèse, la métaphysique...». Hay que jorobarse. «L’ascèse». Una palabra que, como enseguida comprobé, aparece cientos de veces en las hemerotecas digitales de los periódicos francófonos (Sarkozy, por ejemplo, la empleó hace poco en una declaración). Por supuesto, «prédicat» también existe, con el mismo sentido y frecuencia que en español. Así que ya entrada la noche, desoyendo los sabios consejos de Wendy Cope («don’t answer emails when you’re drunk»), escribí un correo electrónico a todos los estudiantes, diciendo que esto es el colmo, que desde luego hay que ver, y que tiene bemoles la cosa. No porque realmente estuviera enfadado —que lo estaba—, sino porque creo haber entendido que parte de mi trabajo consiste en mostrar enfado de vez en cuando.

Hoy he recibido varias respuestas de estudiantes, aparentemente conmovidos por mi filípica, aunque revelan más contrición que propósito de la enmienda. Le enseño a Kathleen una de ellas, carente de sintaxis, de ortografía y de sindéresis: «Je ne sais pas si sa sa le “fait” de répondre, j’avais juste envie de dire merci de partager ce petit texte. Je trouve sa très intéressant, et je suis d’accord avec vous».

—¿Pero es que esa gente no ha hecho la selectividad? —me pregunta, sorprendida, Kathleen.
—Pues no, ahora que lo dices aquí no hay selectividad.

martes, 23 de octubre de 2012

Aunque generalmente soy un tipo duro, hoy he llorado.

Ha sido por culpa de una mala mujer.

Esa mujer tenía un bote de colirio en una mano, y con la otra me separaba los párpados del ojo.

Apenas unos segundos después de secarme los lagrimones empecé a notar una extraña sensación en los ojos, y al poco pude quitarme las gafas: veía perfectamente sin ellas. ¡Estaba curado!

Me disponía a abandonar la sala de espera con el firme propósito de llevarle un exvoto a Santa Lucía cuando observé que mi mano se desenfocaba. Mi ojo parecía encogerse como Alicia en la madriguera, sin ser capaz de detenerse en el momento preciso: en cuestión de segundos había pasado de miope a astígmata. Me dije que quizá sí debería esperar a que me viera el doctor.

Previendo un buen rato de lectura me había llevado tres libros diferentes (la Carajicomedia, una historia social del humor y el último poemario de Wendy Cope), pero cada vez tenía que alejar más el libro para distinguir las letras. Entonces volvió la enfermera con el colirio, y lo que ocurrió después fue curioso, porque si bien aún podía distinguir algunas palabras —«perfunctorio», «garlito», «entre», «Weltanschauung» y algo así como «saakgh»—, el libro se había vuelto por completo indistinguible. Volví a llorar.

El oftalmólogo me hizo mirar primero el haz de luz de un proyector cinematográfico, o de algo que semejaba un proyector cinematográfico, y me pidió mirase sucesivamente hacia todos los puntos cardinales. Por un extraño fenómeno óptico en determinado momento pude contemplar mi propia retina, en la que se distinguían con nitidez los vasos sanguíneos. Después me aplicó una especie de grafoscopio directamente sobre el globo ocular izquierdo, y me instó a mirarle su oreja, pero yo no podía ver nada, sólo lloraba a moco tendido y llamaba a mi madre a gritos, unos gritos que conmovían a las piedras.

Pronto había pasado todo y el oftalmólogo y yo reíamos como viejos camaradas. Mi sufrimiento había sido en balde, pues el fideo que veo continuamente desde hace meses está en el interior del globo ocular. Es una afección común y más o menos inocua. Tan sólo debería hacerme vigilar la retina una vez al año. Le aseguro que no dejaré de hacerlo.

Como no podré trabajar hasta que mi iris recupere sus antiguos reflejos, me digo que podría aprovechar para donar sangre en la misma clínica, pero resulta que los martes lo de sacar sangre está cerrado. Salgo a la calle y descubro que puedo ver sin necesidad de abrir los párpados. Me doy una vuelta por la Facultad, recojo el correo y algún libro, y me miro en el espejo del cuarto de baño: lo que veo me recuerda el videoclip de Life on Mars. Hace un día radiante, con toda probabilidad el último del año, y todo el mundo me parece envuelto en gasa, como en una película de 1964. Alguien me saluda. No sé quién es.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Qué edificio más bonito tiene todavía el Instituto Cervantes de Bruselas.
Allí se ha inaugurado hoy el congreso bianual de la Asociación de Hispanistas del Benelux. (¡Y yo que creía que esto del Benelux era una marca fallida de la que nadie se acordaba desde 1991!). Congreso, conferencias, volumen de actas: es el paradigma de la actividad académica. De la actividad, digamos, extraescolar. A la larga —e incluso a la corta— resulta bastante limitado. Máxime en estos tiempos de universidades adimensionales y de revisión de cánones culturales. Se conoce que una cosa es revisar el canon cultural y otra  es que la revisión adopte una forma no canónica.

La conferencia inaugural era interesante, trataba de coproducciones cinematográficas hispánicas de los años 1950, pero no he podido evitar distraerme pensando en nuevos modelos de actividad científica. Me digo que no se trata de abandonar los congresos especializados para lanzarse a la divulgación, ni de dar un giro populista a la investigación, sino de explorar otras articulaciones entre la investigación en Humanidades y la sociedad. Por ejemplo, tebeos. Un, dos, tres, responda otra vez:

a) Tebeos. Mi colega Luciano C. ha publicado hace pocos meses un ensayo de historia cultural italiana bajo el aspecto de una novela gráfica. ¿Por qué no hacer una colección de divulgación de humanidades en cómic?

b) Clases ejemplares. Pensando en lo poco que se habla de la didáctica en la enseñanza superior, se me ocurre que podría filmarse una serie de «clases ejemplares», que propongan dinámicas de grupo novedosas en el acercamiento a los textos de siempre.

c) Un repositorio de reflexiones para crítica cultural. Esto ya está cerca de esas ideas que a uno no se le ocurren porque son prácticamente impensables. Se trataría de facilitar el periodismo cultural, creando una catálogo en línea de ideas que son moneda corriente en el ámbito académico pero que no llegan al periodismo generalista, porque obviamente los periodistas no tienen tiempo para asistir a cada coloquio y para leer cada volumen de actas. El repositorio contendría numerosas unidades ideológicas (¿memes?) de apenas dos párrafos de extensión, agrupadas por áreas de conocimiento. Un amplio comité científico se encargaría de seleccionar las que deben integrar la base de datos, en base a los sólidos dossieres de candidatura, que el texto a repertoriar en los artículos y volúmenes que el periodista no tendrá tiempo de leer.

d) Una agencia de noticias culturales. Esto puede entenderse como un spin off de la propuesta anterior pero, en lugar de poner una herramienta a disposición de los medios, lo que se haría es venderles un reducido elenco de noticias culturales inauditas y sexis.

e) Pecha kucha. Congresos interdisciplinares y lúdicos en los que las ponencias deben someterse a dos normas: no más de 20 diapositivas y no más de 20 segundos por diapositica. El modelo procede, obviamente, de Japón, y de una época en la que aún no existía Prezi, pero merece la pena adaptarlo a otras geografías y épocas. Quizá Kathleen y yo vayamos a un pecha kucha el próximo sábado. Como los fines de semana sólo tenemos un tren cada dos horas, nos lo pensamos dos veces antes de bajar a L***.

f) Una productora. Que hiciera reediciones críticas de películas antiguas descatalogadas, y todos esos documentales y entrevistas a Foucault, Bourdieu o Habermas que a veces aparecen en YouTube editados de manera artesanal, fragmentaria y con subtítulos en danés. 

g) Entrevistas. Disfruto mucho de las entrevistas y de las clases magistrales disponibles en línea. Pienso en las conferencias que albergan las páginas web de la Fundación Juan March o del Collège de France, pero también y sobre todo en el podcast que una lectora de Göttingen ha estado haciendo estos últimos años sobre didáctica del español, y que cuya existencia se ha divulgado de boca en boca y de foro en foro.

h) Aparte de todo esto, una medida fundamental para la utilidad pública de las viejas filologías sería la estabilización y dignificación de la didáctica de la lengua en el ámbito universitario. Esto es algo en lo que que justamente insiste nuestra lectora siempre que tiene ocasión. ¿Por qué hay lectores y no catedráticos de didáctica de la lengua? ¿Por qué los lectores están casi siempre sometidos a contratos temporales? Hasta ahora no se han escrito demasiados doctorados en didáctica del español, razón por la cual tampoco hay catedráticos (y como no catedráticos, tampoco se dirigen tesis en la materia); debería haber más, pues quedan realmente grandes descubrimientos por hacer y grandes discusiones por plantear en relación con la manera más eficiente de enseñar un idioma.

lunes, 15 de octubre de 2012

Algunos tenemos el privilegio de poder trabajar desde casa. Es un privilegio del que yo disfruto dos horas los sábados, cinco o seis los domingos y la mayor parte de los lunes. Aunque en honor a la verdad he de decir que cuando esta mañana han llamado al telefonillo yo no estaba trabajando, sino que en ese momento remendaba la presilla de un pantalón que se me rompió el otro día al engancharse con un picaporte. Estos vaqueros de hoy en día son una M.

Era el cartero, que traía un enorme paquete de Amazon. Yo sabía que Kathleen había pedido un par de libros; lo que no sabía es que tuviera la intención de regalarme el último tebeo de Chris Ware. Mis padres tienen razón: no me la merezco. El tebeo se llama Building Stories, lo que puede traducirse como «historias de edificios», pero también como «pisos de un edificio» o «construyendo historias». Consiste en una caja de medio metro de largo, como de juego de mesa, que contiene cerca de veinte comics de distinta complexión. Unos son pequeños cuadernillos apaisados; otros están encuadernados en grueso cartoné; otros tienen el formato inmanejable de un periódico alemán; otros se abren en acordeón como leporellos y otros, en fin, pueden desplegarse para formar un tablero de más de un metro de lado. La protagonista es la muchacha tullida que ya aparecía en alguno de los números anteriores del mismo autor. Y, según revela el título, también el edificio en el que vive.

Supongo que la narración es más o menos unitaria, y que no importa demasiado el orden en que se lean, a modo de traducción al cómic de lo que Rayuela o Juego de cartas fueron para la novela. Claro que uno también podría desplegar todos los materiales, pegarlos con cinta adhesiva y construir una casa de papel con una superficie habitable de 34 metros cuadrados, balcón y plaza de aparcamiento. Esto podría concebirse como otro de los innumerables itinerarios de lectura posibles —propuesto también, en cierto modo, desde el título—. Y si el precio resulta más que asequible tratándose de un tebeo de cerca de 200 páginas (sumadas las de todos sus componentes), como estudio o picadero está claro que no tiene competencia.

¿Cuánto tiempo tardará Muñoz Molina en escribir sobre esto?

domingo, 7 de octubre de 2012

Es la primera vez que los estudiantes se ponen toga y birrete para la entrega de diplomas. Hasta ahora los únicos togados eran los profesores. (Algunos profesores, porque otros nos resistimos, aunque dicen que abriga.)

A mí estas cosas me dan mucho rubor, sobre todo cuando el rector agradece sus esfuerzos al cuerpo académico, como si fuéramos bomberos o redentores de la patria. No tiene uno la sensación de haber influido demasiado en los estudiantes. Algunos ya eran buenos estudiantes antes de llegar; uno les presenta un par de autores y de conceptos, les corrige la puntuación y cuando salen siguen siendo personas avispadas y razonablemente informadas. Otros son menos buenos, o decididamente malos; uno les da buenos consejos, corrige sus redacciones, les enseña pronunciar la R y a argumentar de manera más o menos objetiva, les obliga a repetir exámenes, les da clases de refuerzo, y tras muchos esfuerzos y algo de manga ancha les consigue poner a la altura justa para ponerse la toga famosa y recibir el canuto —quiero decir, el título—. En cambio, que un estudiante malo acabe siendo bueno es una posibilidad infrecuente y casi hipotética. Yo podría mencionar sólo dos casos. Ambos me producen una gran satisfacción, pero no sé si la suficiente para compensar tanta licenciatura pírrica como hay en el mundo.

El rector lleva una toga impresionante, con armiño, medallas y pasamanería. Me topo con él después de la ceremonia, y no puedo dejar de preguntarle:
—Oiga, ¿y detrás de cada medalla hay una batalla?
 Lo que dice el rector casi siempre podría cincelarse en mármol:
—Las batallas universitarias no dan medallas, sino que dejan cicatrices.

Luego mete la toga en una bolsa y se la lleva, como el violinista se lleva el violín.

sábado, 6 de octubre de 2012

El Festival Literario continúa, esta vez con intervenciones de Felicitas Hoppe, Laurent Mauvignier, Alessandro Barbero y el novelista mexicano David T., además de traductores, libreros y editores, en general menos internacionales. Barbero es un políglota consumado, y además un tipo muy divertido y muy teatral. A David T. recuerdo haberlo oído en Göttingen hacia el año 2004; no fue memorable en aquella ocasión, y tampoco lo ha sido en esta. Dice que en sus novelas prescinde de guiones y comillas porque la lengua oral no tiene puntuación; es una afirmación de una simplicidad inaudita. Pese a todo, hay que reconocerle que ha mejorado las anécdotas. Cuenta dos, y una era buena. Resulta que los escritores del norte de México nunca se habían considerado a sí mismos escritores del norte de México, sino simplemente escritores, o todo lo más escritores de México. Pero un buen día alguien los invitó a un congreso de escritores del norte de México, y bebieron cerveza, contaron historias absurdas y se divirtieron mucho, a tal punto que cuando alguien propuso repetirlo al año siguiente todos se alegraron mucho, hubo más cervezas, cantaron corridos y se lo pasaron bomba, y no pasó mucho tiempo antes de que una revista cultural escribiese el primero de una larga serie de artículos sobre los escritores del norte de México, se hicieron tesis en las universidades extranjeras sobre la nueva ola de escritores del norte de México y para entonces los propios escritores del norte de México se denominaban a sí mismos «escritores del norte de México». Pero en realidad era por la cerveza.

(Al final la anécdota no era tan buena, y eso que yo la cuento mejor que él).


Pero curiosamente lo mejor de este día tan lleno de conversaciones ha sido un encuentro casual en el pasillo con Laurent D., profesor de literatura francesa y gestor del archivo Georges Simenon. No sé qué le digo que enseguida se suelta a hablar con cajas destempladas del cambio de paradigma cultural que estamos viviendo, y al que inútilmente tratamos de domar con herramientas desfasadas. Todo viene de mayo del 68, dice, que fue el fin de una era, la vulgarización de la rebelión. La dimisión de De Gaulle fue la muerte del padre, el asesinato edípico definitivo: después ya es imposible estar a la contra de nada, ni subvertir de ningún modo. Si se piensa, lo alucinante de las consignas sesentayochistas —«dessous les pavés c'est la plage», «mangez vos professeurs» o, mira tú por dónde, «enragez-vous», tan parecido al actual «indignez-vous»—, lo verdaderamente alucinante, dice, es que fueran una práctica tan generalizada. No sé, me digo yo más tarde, no sé yo si la aceptación sería tanta como para que la compartieran los huelguistas de clase obrera, trataré de leer algo sobre ello, creo que tengo en casa un hors série sobre el mayo francés. Para Laurent, en cualquier caso, ése fue el momento en que la heterodoxia se convirtió en doxa de manera definitiva y general.

De todos modos la situación ha sufrido aún varias vueltas de tuerca desde entonces. Hoy, por ejemplo, no hay cultura académica contra la que reaccionar. En la escuela, en el instituto y en muchas de las universidades el canon de lectura propuesto es democrático, incluso populista. Cyberpunk. Novelas de vampiros. Remakes. Eso, que es lo opuesto al elitismo, no deja de ser —dice Laurent— una forma de reduccionismo. Además la posibilidad de acceder a documentos de forma ilimitada parece haber conducido, paradójicamente, a una estandarización y jibarización de la cultura. De antes echaban una peli de Bergman el sábado por la tarde y no te quedaba más remedio que verla. Si te cansabas apagabas la tele, pero al menos habías visto media peli de Bergman y sabías por qué no ibas a ver ninguna más. O bien te gustaba y buscabas otras en el videoclub. Mientras que ahora, con eso de ir a tiro hecho, resulta difícil llevarse sorpresas, buenas o malas. Por eso Laurent se define como postmoderno, en el sentido de que no quiere tener que renunciar a nada del pasado. Es una definición personal y de pasillo, que no le gustaría ponerse a justificar por escrito.

—¿Y ese eclecticismo —le pregunto— no será una manera de justificar el consumo cultural indiscriminado?

—No, yo lo veo más bien como una forma particular de presentar batalla a lo que no deja de ser una nueva forma de uniformización cultural. Para mí ser postmoderno significa acercarme a objetos culturales muy diferentes sin sentir la necesidad de jerarquizarlos. Me gusta algo de la literatura barroca, algo del neoclasicismo, una parte de lo escrito durante el romanticismo... Con lo que cada vez trago menos es precisamente con la literatura moderna; que no me hablen de Rimbaud, de Baudelaire, de Mallarmé, que no me hablen de tanta literatura de lo inefable. Si de verdad es inefable, que se callen y nos dejen tranquilos.

jueves, 4 de octubre de 2012

Dije que me quitasen del comité organizador del Festival Literario porque realmente no he hecho nasti de plasti, y me da palo darme pisto.

Esta tarde había una charla con Ian Sinclair, escritor y psicogeógrafo. Esto de psicogeógrafo viste mucho, aunque en resumidas cuentas viene a ser como un zahorí con jersey de cuello vuelto. La lectura es aburrida, y no sólo es culpa del libro; uno de los presentadores está borracho, o parece borracho, y pierde el tiempo con comentarios absurdos aunque al mismo tiempo mete prisa para terminar antes y —presumiblemente— salir a beber. Sinclair dice que, viniendo a L***, ha incumplido su divisa, que es la siguiente: «if you can't walk, don't go». Es un zahorí con algo en la cabeza, después de todo. El libro del que hoy lee es la crónica de sus caminatas por la autopista de circunvalación de Londres, por donde uno, de buenas a primeras, no tiene mucho sitio para andar. Así que imagínense cómo será esto si alguien que ha recorrido a pie los 200 km de la M25 dice que aquí no puede andar. A lo mejor es que no le dejamos, con tanta charla y tanta pregunta y tanto borracho. Cuenta que con frecuencia hace fotografías del suelo —debe de ser cosa de su formación situacionista— y que, como Londres está vigiladísimo por cámaras de seguridad, enseguida llega la policía a ver qué está haciendo. Yo aquí tuve una vez el proyecto de hacer fotos a las mierdas de perro, pero al final lo dejé de lado porque no tengo cámara. Y para escribir un libro como que tampoco me daba.

Querría haberle hecho un par de preguntas al Sr. Sinclair, pero como mañana me levanto a las 5:30 decido darme una vuelta rápido por el restaurante bretón y volver a casa a una hora decente. Resulta que la propietaria del restaurant no es bretona, sino normanda, de Ruán (de Mont-Saint-Agnan, concretamente); su marido sí es bretón fetén. Otro día tendremos que hablar más de esto, en términos psicogeográficos. Luego tomo el autobús y tengo que hacer esfuerzos conscientes para que la galette de trigo sarraceno con salmón y vinagreta no se me salga por las orejas en las curvas.