Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

—«Álvaro»… ¿Eso es portugués? Ah, español. Estuve en España hace un par de semanas. Un clima estupendo…

—Qué suerte —respondí—. Nosotros tenemos previsto volver estas navidades por primera vez después de dos años. Mis hermanos todavía no conocen a su sobrino, y aún me quedan allí tres o cuatro amigos a los que querría volver a ver antes de consumar mi transformación en un misántropo cascarrabias…

Concluí la frase a un volumen inaudible: de todos modos, el dependiente de la tienda de ordenadores no me estaba escuchando, sino que miraba una tablet y la acariciaba con el índice.

—Mira, Álvaro —me dijo al fin. En un descuido le había concedido permiso para tutearme, aun a sabiendas de que era un truco pedorro de mercadotecnia para hacerme creer que estábamos en el mismo barco.— Mira, Álvaro, lo cierto es que en estos modelos el puerto USB está fundido a la placa base, así que va a haber que reemplazar todo lo que tu ordenador lleva dentro. Barato no va a ser.

En el siglo que corre, un ordenador es prácticamente un órgano más, así que salí de la tienda cariacontecido como si acabasen de endilgarme un positivo en el test del covid, lo cual resultaba irónico porque serían todos los demás los que, en las dos semanas siguientes, contraerían la enfermedad o tendrían contagiado a alguien próximo.

Los modelos matemáticos que extrapolaban la situación sanitaria para Año Nuevo iban de lo espeluznante a lo apocalíptico. Los gobiernos ordenaron de nuevo el toque de queda y el uso de mascarillas, pero nadie se acordó de pedir la suspensión de las patentes de las vacunas, que es lo único que podría impedir que esta situación se vuelva recurrente. Y, después de discutirlo durante horas con Kathleen, de consultar compulsivamente los periódicos y de dar vueltas y más vueltas en la cama, terminamos por aceptar que si viajábamos a España teníamos todas las papeletas para pasarnos el mes de enero encadenando cuarentenas. 

Pronto hará dos décadas que vivo fuera de España y hasta ahora nunca me había pesado, porque raro ha sido el año que no he podido juntar allí un mesecito. Pero no he vuelto desde mi excursión a Iria Flavia en enero de 2020, y, tras haber cancelado ya un viaje en julio, realmente había esperado poder pasar diez días con mis padres y mis hermanos, soltarles al niño para que lo disfruten y, de paso, refrescar mi español y recuperar una mínima parte de las lecturas que las constantes enfermedades de Óscar me han impedido hacer en las últimas semanas. Renunciar al viaje se me hace casi tan duro como renunciar al ordenador.




 «En fin, como suscribí un seguro de viaje a razón de cincuenta pavos por barba, al menos la anulación debería resultar sencilla», me digo en un acceso de optimismo. La agencia digital en la que compré el billete me remite a la aerolínea. La aerolínea tiene un contestador automático rizomático de arte y ensayo, en el que cada mensaje ha sido pregrabado con un acento y una intensidad diferentes, que van desde el cuchicheo turco al estonio estentóreo. Cuando doy por fin con alguien de carne y hueso, me dice que eso lo tengo que hablar con la aseguradora. La aseguradora me dice que ya veremos, pero que en cualquier caso necesito que la agencia me haga un certificado de cancelación. La agencia me dice que lo haga Rita —o sea, la aerolínea—. El teleoperador de la aerolínea dice que no puede cancelar el billete, pero sí anularlo. Le pregunto si no es lo mismo. El teleoperador considera que una risa sarcástica encapsula toda la información que necesito. Tres horas más tarde, en el número de teléfono de una oficina alemana de la aerolínea española, damos con alguien que nos dice que, como es Navidad, nos va a hacer un favor, y ese favor consiste en hacer lo que legalmente está obligado a hacer.


La crispación que me ocasionan estos trámites atenúa el duelo por esta nueva postergación de los reencuentros. Por el espacio de tres horas largas, mi aversión a las técnicas corporativas para escurrir el bulto y torear al cliente por lo fino pone en olvido a todas las personas a las que no podré ver. Para distenderme, y ya que la tarde está de todos modos perdida, me acerco en bici a la tienda de informática, donde, según me comunicaron ayer, por fin puedo recoger mi ordenador.  

El mismo dependiente de la última vez saca mi portátil de un sobre de material plástico con la textura de una galleta de arroz.

—«Álvaro» —me dice—, ¿eso es portugués? Ah, español. Estuve hace poco en Barcelona. Las playas, las tapas…

—Qué suerte —farfullo—.

—Bueno, pues aquí tienes —dice, abriendo el ordenador y pulsando el interruptor de encendido—. Prácticamente no ha habido que hacerle nada. 

—¿No? —pregunto, extrañado—. La última vez usted me dijo que habría que extraer la placa madre, el disco duro, la vesícula, la batería… 

—Nah —dice, pulsando de nuevo el botón de encendido—, tan solo era una cosa de actualizaciones. 

—Bien puede ser. Lo de actualizar, la verdad, me da siempre una pereza enorme, porque antes hay que liberar tropecientos gigas, que no sé yo por qué las actualizaciones siempre necesitan tantísima memoria, y mi colección de audiolibros ha crecido tan descontroladamente que…

Me callo, porque el dependiente, tras pulsar por tercera vez la tecla de arranque, ha dejado de prestarme atención y contempla la pantalla de mi portátil, que permanece sumida en una ominosa oscuridad. 

—Dame un minuto —dice. Y, sin esperar respuesta, cierra mi portátil, lo enfunda en la galleta de arroz y se mete en la trastienda. Media hora más tarde vuelve a salir y me dice:

—Mucho me temo, querido Álvaro, que tu ordenador no arranca, ni carga, ni ventila. Ahora bien, como es Navidad, te voy a hacer un favor…

jueves, 9 de diciembre de 2021

 Fuimos a una oficina municipal a hacerle el pasaporte a Óscar. Junto a la ventanilla había un expositor de tarjetas de donantes de órganos. El principio es simple: uno firma la tarjeta, la mete en la cartera y, en caso de accidente, el equipo médico cuenta con la aceptación expresa del interfecto para sacarle los menudillos. Le pedí a Kathleen, que estaba más cerca, que me tendiese una. Me dijo que no, medio en broma; sé que la espantaría aceptar ese procedimiento en sus seres queridos, que para ella se asemejan a una mutilación. 

Antes de salir, aprovechando una maniobra de distracción de Óscar, deslizo una tarjeta en mi bolsillo.
 
Al ir a firmarla, no obstante, vacilo. Me detienen varios considerandos. El primero de ellos, desde luego, es que la decisión no me compete solo a mí mismo. Creer que el cuerpo de uno sólo es de uno es igual de mentecato que creer que el cuerpo de los demás también es de uno. En algún lugar paradójico entre esas dos posiciones mutuamente excluyentes se encuentra la verdad de nuestra convivencia.

¿En nombre de qué bien mayor, en caso de tener una muerte violenta, le añadiría a Kathleen un dolor suplementario? En nombre de la Humanidad, por supuesto; pero por esa rendija se cuelan las demás preguntas. ¿Cuánta confianza estoy dispuesto a depositar en la Humanidad? ¿Cómo de incondicional sería mi donación? No tanto como propone la tarjeta, desde luego. La tarjeta permite reservarse algunos órganos, como cuando uno sale del restaurante y se lleva en una barquilla de aluminio los restos de la familia diciendo que son para el perro aunque en realidad son para la suegra. Para la suegra uno puede reservar, en caso de muerte sobrevenida, la vesícula biliar —es un ejemplo— o el intestino delgado. Hay quienes deberían donar su hígado a un museo, porque con él ejecutaron proezas verdaderamente épicas. Otros deberían donar a un museo... En fin, dejémoslo. 

Yo no querría reservarme órganos, sino reservar para mis órganos el derecho de admisión. Querría tener la opción de indicar el tipo de receptor que deseo para ellos. A un niño, por ejemplo, siempre le concedería el beneficio de la duda, pero temo que los niños calcen órganos varias tallas más pequeños.  

Es una lata estar muerto en el momento en el que uno mejor podría decidir sobre algo tan trascendente. Lo que a mí me gustaría es poder recorrer la lista de enfermos y tomar una decisión informada, con la misma parsimonia con la que los millonarios deciden el tipo de causa supuestamente altruista en la que piensan invertir parte del dinero que no pagaron al fisco.

Me imagino revolviéndome en mi tumba mientras mis pulmones van por ahí conduciendo un SUV, espantando a manteros, troleando a las escritoras y cortando cochinillos con el canto de un plato de loza. Mi mano se desenterraría mágicamente, como en la leyenda becqueriana, para hacer a ras de suelo un elocuente gesto de disconformidad.

Lo que yo desearía es poder customizar mi tarjeta de donante y añadirle cinco líneas rojas, cinco requisitos innegociables para mi coalición con el futuro legatario: que vote a la izquierda del centro izquierda, que no tenga coche, que no viva en una vivienda unifamiliar, que sea vegetariano y que no diga «es la tormenta perfecta». De lo contrario, amiguito —escribiría con mucha mala sombra en una nota al pie—, vas a tener pedirte los pulmones por Amazon.

—Menudo malqueda —dice mi interlocutor imaginario—. ¿Qué más te dará, si de todos modos vas a estar muerto? Piensa un poco en los demás.

Precisamente, yo pienso mucho en los demás. Me paso el día pensando en los demás, y en lo poco que los demás piensan en los demás. Pienso en cómo los demás aparcan su carro blindado en los pasos de cebra e invierten distraídamente en fondos buitre mientras mastican el penúltimo atún rojo. Quizá los demás acepten que les extirpen algunas vísceras cuando ya no puedan seguir dando la lata, pero eso no significa que alguna vez hayan pensado en los demás.



Como mi interlocutor es imaginario, lo transformo en interlocutora y la visto de Sakura Haruno, la heroína del manga preferido de mi sobrino.

—¡Si actúas así te convertirás en alguien idéntico a ellos! —me dice Sakura, componiendo un delicioso gesto de espanto.

Quizá; pero si pongo mis entrañas en dominio público me convertiré en algo peor que alguien idéntico a ellos, y es en ellos mismos.

Sakura, pensativa, se enrosca tras la oreja uno de sus mechones rosa. Pasados unos instantes de vacilación, se pone de pie y se ajusta las rodilleras, como disponiéndose a una ofensiva.

—Tienes razón —dice—. Hay una alta probabilidad de que donar tus órganos sirva únicamente a la lógica extractiva del neoliberalismo económico. Los pobres siempre han dado su cuerpo a los ricos. A los ricos, los cuerpos vivos les importan solo dentro de un reducido radio de clase.

—Bueno, bueno, tampoco hay por qué ponerse estupendos.  

—La donación de órganos es un simulacro de redistribución por el que los atropellados, los desinformados, los mal asesorados, los que se suben al andamio prolongan las vidas de quienes atropellan, de quienes informan, de quienes asesoran, de quienes trabajan en cómodos despachos de madera de cedro y sillones ergonómicos.

—Sakura, hija, te estás saliendo del guión…

—¡El momento de la filantropía ingenua ha terminado! ¡Quien aspire a heredar el corazón del prójimo debe preocuparse por el prójimo mientras su corazón aún late! ¡La socialización de los cuerpos muertos no es admisible mientras no se socialicen los medios de producción!

Sakura Haruno levita a un palmo del suelo. Un viento que parece surgido del centro de la tierra le revuelve la cabellera y arremolina en torno a ella hojas de cerezo. Sakura Haruno tiene la pose de un mural soviético y la mirada extraviada de una virgen mártir.

Esto se me está yendo de las manos.

sábado, 20 de noviembre de 2021

Óscar se pasa el día señalando cosas y diciendo «este», «uno», «otro», todo ello con un acento que podría calificarse de gaditano, sin ánimo de faltar. Le preguntamos muchas cosas y él, ceceando, dice a todo que sí:

—¿Quieres escuchar música?
—Zí.
—¿Quieres salir a la calle?
—Zí.
—¿No prefieres quedarte aquí a hacer torres de tarugos?
—Zí.

A lo mejor desearía hacerlo todo a la vez y, como no tiene aún apenas noción del tiempo, no entiende que debe escoger entre distintas opciones.

Algo que, con toda seguridad, querría hacer todo el rato son croquetitas. Así es como llamamos al entrenamiento de volatinero que me tiene descoyuntado: yo lo lanzo sobre la cama y lo zarandeo de un lado a otro, como si estuviera rebozando croquetas. Él se ríe a carcajadas y pide «¡máazz!», o «¡no máz!», que quiere decir lo mismo, pero en alemán.
 
Se ha inventado una canción que dice «ma, ma, ma», y luego sube una tercera y dice «mi, mi, mi», repitiéndolo da capo y ad libitum. A veces lo que dice es «pa, pa, pa... pi, pi, pi...», pero menos, porque entonces se confunde con la canción de las croquetitas, que dice «pa-pa-pí... pa-pa-pú..», o con la canción del columpio, que va «pa-pí, pa-pú».

Durante varios días nos ha vuelto tarumbas gritando «¡oh, patata! ¡oh, patata!», hasta que comprendimos que lo que quería era que jugásemos a una especie de «aserrín, aserrán» cuya letra dice «hoppe, hoppe, Reiter». Aparte de eso, «patata» —que él suele pronunciar esdrújula— puede ser una piedra, un bulbo de jengibre, la nariz de mi suegro y ocasionalmente también una patata.

Esto, que puede parecer una fase primitiva del lenguaje humano, es en realidad el punto culminante del lenguaje humano. Hay animales que atribuyen signos a cosas, pero los seres humanos se inician rápidamente en los arcanos de la analogía y atribuyen el mismo signo a cosas que no guardan la menor relación entre sí. «Libertad», por ejemplo, puede ser no vacunarse, o sí vacunarse, o un coche, o la Revolución Francesa, o Isabel Díaz Ayuso. «Lista» puede ser una enumeración, una franja de tela o todo lo contrario de Isabel Díaz Ayuso. La palabra «músico», con sus flexiones de género, puede tener por referente a Taylor Swift, el Fary, Gloria Coats, Johann Sebastian Bach, Johann Sebastian Mastropiero, Ethel Waters, Enrique Santos Discépolo, Conchita Wurst, Óscar con su «pa-pa-pa», Ricchi e Povere con su «ma-ma-ma», el Dr. John, Rodolfo Chiquilicuatre, Toscanini, «Scarface y Napoleón, Yatasto y Marimón, Carrera y San Martín».

Óscar ya ha descubierto que todos somos unos, que todo es cambalache, todo patata.

Oh, patata.

miércoles, 27 de octubre de 2021

Ahora que la gente puede al fin prescindir de la mascarilla cuando camina por la calle, ya vuelve a haber escupitajos en el suelo y la ciudad de L*** recobra su flair característico. Yo intento hacerme algo más acogedor este palomar en el que, hasta la siguiente pandemia, pasaré dos o tres noches por semana. Enciendo de nuevo la nevera, cambio el filtro del agua y le imploro a la casera con humildad genuflexa que arregle el calentador. Mi casera es una de esas personas inasequibles a las órdenes pero vulnerables a la sumisión, por lo que manda arreglar el calentador de inmediato. Desgraciadamente, el fontanero debe de llamarse Schrödinger, porque solo cuando ya estoy bajo la ducha descubro si esa mañana va a haber agua caliente o no.

Los días en la universidad son complicados; tienen que dar de sí lo mismo que una semana completa y casi siempre me he olvidado en la otra ciudad los documentos de los que precisaba. Cuando termino de excusarme por haberlos olvidado, corro mi palomar a hervir una sopa de sobre y ver qué pone en la pantallita del calentador, salvo el viernes, que corro a tomar el tren de medianoche.

«Al menos en el tren puedes trabajar», me dice la gente, porque la gente tiene del tren una imagen publicitaria y no se da cuenta de que un tren alemán viene a ser como un metro esporádico e impredecible. Del tiempo que dura el viaje, la mayor parte me la paso en un andén, expuesto a los cuatro vientos, esperando un tren que debería haber llegado ya. Cuando al fin llega y me subo, termino sentado en el suelo de un pasillo porque todos los asientos están reservados; o engullendo un plato de arroz con verduras recalentado al microondas en el coche restaurante, que es lo único que he podido comer desde el mediodía; o vegetando en una butaca a las dos de la madrugada, a la merced de los neones implacables del vagón, después de haber perdido un transbordo.

Ocasionalmente consigo dar con un asiento libre y abrir sobre las rodillas el ordenador portátil. En esos momentos podría llegar a trabajar si no hubiese estado encadenando un resfriado tras otro, cortesía de esa coctelera de patógenos que es la guardería. Ahora soy ese tipo que tose al fondo del vagón y al que los demás pasajeros dedican miradas esquinadas.  

El fin de semana consiste en contar hacia atrás las horas que faltan para que termine el fin de semana y vuelva a abrir la bendita coctelera, es decir, la guardería. Veintisiete horas: leer tres cuentos, cambiar un pañal. Veintiséis horas: dibujar caracoles con las ceras, preparar el segundo desayuno. Veinticinco horas: despertar a Kathleen, lavarme la cara, cambiar otro pañal. Cuando la cuenta atrás se extingue, respondo los correos electrónicos de la semana anterior, compro sobres de sopa y corro a tomar el tren.

Temo estar convirtiéndome en uno de esos personajes de Gogol, de Poe o de Dostoïevsky cuya existencia iba siendo usurpada meticulosamente por un doble maléfico, que no le deja sino las funciones más indignas e ingratas de lo que otrora fue su vida: disculparse, esperar trenes, limpiar culos, toser. Para escapar a sus artimañas y recuperar una vida propia necesitaría un tercer lugar a medio camino entre la ciudad belga del trabajo y la ciudad alemana de la crianza. Es cierto que para llegar a ese tercer lugar la semana debería tener un octavo día y yo tendría que tomar más trenes aún. Pero en el tren al menos podría trabajar.

jueves, 16 de septiembre de 2021

A mediodía bajo al despacho de François, con quien he quedado para hablar de un asunto de ordenación académica moderadamente capital. Me hace entrar, abre la ventana, nos sentamos a una distancia pandémica y, cuando yo estoy a punto de abordar el tema moderadamente capital que me ha llevado allí, me hace un gesto imperioso.

—Espera, espera.

Se nota que algo lo ha turbado hasta el extremo de que a él, que es la locuacidad elevada al cubo y pasada por la semántica estructural saussuro-hjelmsleviana, le faltan las palabras.— A ver... ¿Tienes un reloj nuevo?

Yo asiento y me remango, algo ruborizado, porque me incomoda que la gente se entere de que gasto dinero.

Durante diez años llevé el mismo reloj, un reloj analógico, que era barato cuando lo compré pero entre reparaciones y cambios de pila acabó haciéndome perder cuatro o cinco veces lo que valía. El año pasado, justo después de haber pagado cuarenta euros por que le cambiasen la correa y le pegasen el número 7, que se había desprendido de la esfera, se le desprendió la correa, se me cayó y se le saltaron el 8, el 2 y, de nuevo, el 7.

Cansado de tirar el dinero, dejé de usar reloj: como, de todos modos, me pasaba el día delante de la pantalla, no me hacía falta. Pero una vez que hemos vuelto a la vida de trenes, clases presenciales y conciliábulos variados, no puedo pararme a abrir el ordenador a cada paso para mirar la hora, ni consultar el móvil mientras doy clase sin parecer un adicto a las redes sociales.

«¿Puedo verlo?», me pregunta François. Yo le tiendo la muñeca, pero él añade: «¿puedo verlo... de cerca?». Abro la hebilla y le tiendo el reloj. François lo toma entre las manos como si fuera el Cuerpo de Cristo, y parece recogerse en una ferviente oración. «¡Qué bonito es!», dice, con un hilo de voz.

Sí, he decidido gastar un poco más desde el principio y apostar esta vez por un reloj automático, que no me deje en la estacada en el momento menos esperado, como los relojes a pilas, sino en un momento esperable. Un reloj automático es, si bien se piensa, una máquina prodigiosa y ecológica, que se nutre de la energía cinética del propio cuerpo. Las más leves sacudidas del brazo hacen que gire una pieza con forma de media luna que le da cuerda constantemente. Si uno deja de usarlo durante un par de días, basta con girar unas cuantas veces la corona para ponerlo de nuevo en marcha.

El mecanismo de un reloj automático, tan próximo al perpetuum mobile, posee una gran belleza intelectual. Por desgracia, el tributo que los seres humanos rinden a la belleza suele consistir en desvirtuarla. Así, los coleccionistas de este tipo de relojes los exhiben en vitrinas móviles, que consumen electricidad para que no se paren aunque su dueño no los utilice.

Es difícil encontrar un reloj automático que cueste menos que el salario mínimo interprofesional. Pero más difícil aún es encontrar un reloj automático que no tenga connotaciones antidemocráticas. Muchas marcas de relojes automáticos, como Aristo, Regent o Erbprinz («príncipe heredero»), exhiben una nostalgia del Antiguo Régimen con la que mi pulso jacobino no puede avenirse. Descartadas. Otra de las más conocidas, aunque es suiza, se llama ETA. Descartada. Otra se llama Messerschmitt, que era el nombre de unos cazas de la Luftwaffe. También descartada.

Ya van quedando pocas cartas sobre el tapete, y me veo que a este paso me quedo sin peluco. Los zeppelines son unos inventos igual de maravillosos que los relojes automáticos, pero en el catálogo de la marca homónima el único modelo que puedo permitirme se llama «Hindenburg», en recuerdo de un autoritario mariscal de campo alemán o del dirigible nazi que honraba su memoria y que ardió en llamas sobre la costa de New Jersey en uno de los accidentes aeronáuticos más infaustos de todos los tiempos. Descartado. Y por descarte acabo llevándome un reloj de la marca Iron Annie, que es un nombre como de heroína de Disney agiornatta.

François y yo cruzamos esa tarde un par de correos electrónicos sobre los juegos de rol a los que invitan los catálogos de relojes para hombres. Es frecuente que estos artículos, en lugar de ordenarse conforme al precio, al tamaño o al material de que están hechos, sean clasificados por lo que esos hombres querían ser de mayores cuando tenían siete años. Así, la marca Fortis ofrece relojes para «Flieger» (es decir, para pilotos), para «Aeromasters», para «Marinemasters», para «Cosmonautas oficiales» y para «Cosmonautas clásicos». Estos últimos llevan por divisa «vestidos para el espacio», porque, obviamente, uno no puede desembarcar de cualquier manera en las lunas de Júpiter.

En el catálogo de Hanhart uno puede escoger entre ser un «pionero», un «campeón de carreras» o un «primus». Esto de «primus» no sé qué significa, pero en el interior de esa categoría se encuentran otras como «conductor de carreras», «submarinista», «piloto» o —no es lo mismo— «piloto del desierto».

Muchos anuncios publicitarios insertan sus productos en un mundo de ficción, pero pocos nos ofrecen tantos papeles en él como los fabricantes de relojes. En el reloj se concentran, por metonimia, todos los atributos de un aventurero que, como Alejandro Magno, desafía a los cuatro elementos: la tierra, el mar, el aire y el espacio intergaláctico. El reloj, que contiene un mecanismo miniaturizado, contiene también miniaturizado un prolijo disfraz. Arrancado de su geografía de ficción, este objeto sigue vinculado a ella y nos transfiere algunas de sus propiedades, un poco como una pulsera magnética. Un reloj es un objeto desplazado que nos desplaza, de manera que mientras una mano pone la lavadora o conduce el ratón por los meandros de un formulario en línea, la otra, la del reloj, está destazando cocodrilos en una estación orbital.  

Un reloj viene a ser el pedacito de ficción con el que salpimentamos nuestra vida de soseras. Un reloj es el embrague metaléptico que pone en comunicación el mundo real con un mundo imaginario del que somos monarcas o redentores laureados. Los relojes que prueban ser incapaces de establecer esa comunicación transontológica son mera bisutería factual.

Tengo el problema, no obstante, de que el catálogo de Iron Annie no es suficientemente preciso —quiero decir, estrafalario—, y no sé muy bien de qué tengo reloj. No sé si se me espera en el Nilo, en un submarino nuclear o en Alpha Centauri, y tener reloj no me eximirá de llegar tarde. François disipa mi incertidumbre al explicarme que el mío es un reloj de piloto: los hacen con la corona más grande de lo normal para que uno pueda ponerlos en hora sin quitarse los guantes. Yo me alegro porque, aunque los aviones me produzcan aprensión, llevar guantes es una cosa que me sucede con cierta frecuencia.   

Poco después me entero de que «Iron Annie» fue el sobrenombre que se dio a un avión de carga tipo Junkers que, aunque diseñado para el uso civil, sirvió también como bombardero en varias guerras del siglo XX. Ahora no puedo mirar la hora sin atravesar antes las ruinas de Guernica.

viernes, 20 de agosto de 2021

Estoy con Óscar en el parque, buscando bellotas para tirarlas al agua y escuchar cómo hacen «pluc», cuando oímos el ruido de un motor. Óscar aguza las orejas y dice «tío», que en su lengua quiere decir «helicóptero». Los helicópteros son una de las cosas que más le gustan; deben de parecerle animales mitológicos o dioses.

Cuando pasa sobre nosotros vemos que no es un helicóptero, sino una avioneta. No importa: si un hipopótamo puede ser un «guau guau» y yo puedo ser «mamá», no veo por qué una avioneta no puede ser un helicóptero. La saludamos al grito de «¡tío, tío!», haciéndole fiestas de náufrago. Pero entonces veo que la avioneta arrastra una banderola, y que la banderola hace publicidad de la AfD, por lo que dejo a Óscar en el suelo y me pongo a hacerle cortes de mangas.

Se conoce que hoy es el día escogido por ese partido xenófobo y reaccionario para entrar en campaña, porque sus militantes también han llenado de carteles las farolas de nuestro barrio. Si la banderola de la avioneta decía «Vota libertad», los carteles de las farolas precisan: «la libertad son los coches».

Los mismos que se ríen del partido animalista han hecho del suyo un partido automovilista. Otros carteles de la AfD y de los ultranacionalistas Hannoveraner prometen más plazas de aparcamiento en nuestro barrio. No sé cómo querrán hacer: si se crean más plazas de aparcamiento en el barrio, habrá que llevarse el barrio a otro barrio, porque ya hay coches aparcados en todos los sitios aparcables, e incluso en muchos otros sitios que en principio deberían servir para que los vecinos puedan cruzar las calles.  

Lógicamente, para un partido de extrema derecha es embarazoso que la libertad guarde algún nexo con los ideales ilustrados, con el desmantelamiento de vínculos neocoloniales, con el derecho a elegir el país de residencia o con la posibilidad de idolatrar los helicópteros que cada uno escoja. Por eso, se entiende que haya tenido que comprar en un todo a 100 una libertad de plasticurrio, que consiste en no vacunarse, tener un coche y que el municipio te pague un lugar donde dejarlo.

Muchos mártires de esa libertad han debido de decirse que, ya que de momento no puede haber más coches porque están ocupados todos los aparcamientos y todas las aceras, por lo menos pueden hacer que los coches sean más grandes. Y así es como poco a poco se nos va llenando la ciudad de SUVs.  

Estoy leyendo The Social Construction of Reality, y allí se dice que un objeto puede ser signo de hostilidad aunque no sea empleado con finalidad hostil. Un cuchillo clavado en la puerta, por ejemplo, no le hace daño a nadie, pero expresa inequívocamente una animadversión. Pues bien, eso son para mí los SUVs: un cuchillo clavado en la puerta.

Un SUV hace lo mismo que un coche normal —contaminar, atropellar, meter ruido, ocupar espacio, desgravar impuestos y transportar gente que casi siempre podría ir en autobús— pero además incluye 500 kilos de suplemento semiótico. Viene a ser lo que el diario del domingo al diario del lunes, pero a lo bestia.  

De esos 500 kilos extra, la mayoría sirve para expresar de una manera extravagantemente cara el desprecio por todos los seres vivos y por los esfuerzos que hacen muchos vecinos y algunos gobiernos por dejar un planeta más o menos habitable tras de sí.

Por supuesto, los vendedores de estos coches y los compradores que creen necesitarlos para superar sus enrevesados complejos traen siempre preparada una batería de excusas con las que se podría montar un buen monólogo cómico que a ellos mismos les haría sonreír si alguna vez hubieran cruzado la calle a pie delante de un SUV. Todos nos autoengañamos un poco, lo normal o mucho, pero el grado de iluso virtuoso solo lo alcanzan los propietarios de esos carros blindados para el uso civil con los que pretenden liberarnos a todos hasta la náusea.

domingo, 18 de julio de 2021

Estoy haciendo todo lo posible por no enterarme de nada de la campaña electoral alemana, pero los carteles me lo están poniendo crudo. En cuanto salgo en bicicleta me veo flanqueado por los miles de retratos que cuelgan desde hace unos días por toda la ciudad, a razón de tres o cuatro por farola. La sensación debe de ser parecida a la de los ciclistas del Tour bajo la mirada demente de forofos que, cuando menos se espera y con la mejor de las intenciones, pueden arrojarles a la cara botellas de agua o banderas nacionales.  

Los democristianos han puesto de candidato a un humanoide con el carisma de un besugo, y le hacen repetir proclamas que parecen escritas menos para traducirse en acciones políticas que para pasar el test de Turing (justico).

Los viejos comunistas, Die Linke, son todo lo contrario. No se pierden en difusas aritméticas sobre el dióxido de carbono, ni se dan de plazo las calendas griegas para el cierre de las centrales termoeléctricas. Por ejemplo: 

—¿Qué les parecen los SUV? 


—Mal, habría que prohibirlos.

Chúpate esa, besugo. (Y el besugo se la chupa. Capaz es).

Lógicamente, este tipo de propuestas razonables los han convertido en unos apestados políticos. Hace un par de semanas uno de los artículos de fondo de Die Zeit se escandalizaba de que pretendiera formar gobierno un partido contrario a la exportación de armas. Alemania ya ha renunciado a la energía atómica ¿y todavía hay quien tiene el cuajo de esperar que renuncie a hacerse cómplice de las masacres de regímenes autoritarios en los países subdesarrollados? ¿Qué sería entonces de la pobre Realpolitik?

Hay un partido nuevo, llamado Volt, cuyos carteles confundí durante un tiempo con anuncios de bebida energética. Hay otro partido —o quizá sea el mismo— que se compromete a darnos carriles bici como los de Dinamarca, transportes públicos como los de Suecia y plebiscitos como los de Islandia, donde se conoce que se vota mucho. Me parece dispendioso haber hecho un cartel para cada país escandinavo, pudiendo haber imprimido uno solo que dijera «culo veo, culo quiero». Porque además no hay suficientes culos en los carteles electorales; muchos caraculos sí, pero no culos propiamente dichos.
  

Los Verdes prometen más apertura cultural. Esto me choca, porque siempre me ha parecido que la inmensa mayoría de alemanes era ya tan receptiva a las culturas extranjeras que solo mediante un ejercicio espartano de la voluntad y un atávico miedo al ridículo podían contener sus ganas de salir a la calle en kimono. De hecho, conforme a mi experiencia, todos los alemanes son más españoles que yo, con excepción de los que se sienten catalanes.

Bien mirado, esto de prometer cosas que no hacen falta porque ya existen es una estrategia electoral con solera y eficacia garantizada. ¿A santo de qué, si no, concurren tantos a las urnas pregonando libertad, autopistas y menos impuestos para los ricos? Se expone uno mucho menos pidiendo apertura cultural y —como leo en otro cartel de los Verdes— más internet que pidiendo la reducción de la exportación de armas o, como acaba de comprobarse de manera harto edificante en otros pagos, la del consumo de carne.

Para los pocos alemanes que, sin dejar ser españoles —o quizá por serlo en demasía—, prefieren tener no más sino menos apertura cultural, el partido de ultraderecha, la tristemente célebre AfD, ha dado con un lema verdaderamente brillante. Es brillante porque destila su ideología de una manera tan pura, tan exacta, tan meridiana que las diecisiete primeras veces que lo vi me pareció una parodia. El eslogan es el siguiente: «Alemania, pero normal». No me digan que no es maravilloso. Resulta semióticamente imposible declarar más a las claras la beligerancia excluyente y la fantasía nostálgica con la que se han fraguado las sociedades más anormales.


viernes, 16 de julio de 2021

Ha ocurrido algo espantoso. Algo que me impide seguir escribiendo con la frecuencia habitual en estas páginas de plasma.

Lo que ha ocurrido es que el año pasado terminé de escribir una novela, una novelita de esas ligeras que se leen en lo que tarda el tren en llegar a Cercedilla. Yo pensaba que, con algo de suerte, alguna editorial indie vería el envite, le pondría una tapa en cuatricromía, la sacaría a cencerros tapados y yo podría cumplir mi sueño secreto de ser un escritor secreto.

He tenido, sin embargo, la desgracia de dar con una editora de extraordinaria generosidad, que ha visto en mi novela un montón de virtudes que yo no había puesto ahí, que no sé de dónde han salido, que parecen virtudes pero deben de ser erratas, y al final la novela —esa novela que, ya digo, está acomodada al traquetreo de un tren de vía estrecha— va a compartir catálogo con Julio Cortázar, con Otessa Moshfegh, con Carme Riera, con Peter Handke, con Mario Vargas Llosa y con muchos otros hombres y mujeres ilustres, laureados, nobelados o nobelables.

Yo estaba pensando que debería contar lo del diente de Óscar, pero creo que no lo voy a contar. Es una anécdota anodina, aunque también un poco repugnante, sobre todo por esa madre que también estaba en el parque infantil y que vino a decirnos que no era para tanto, que su hijo el otro día se había tragado el canto de un columpio y acabaron los dos, él y ella, chorreando sangre de la cabeza a los pies, y que al niño se le había caído un diente, pero que ella —no él— se lo había metido en la boca para que no se extraviase, en ese bolsillo de doble fondo que hay entre la encía y el carrillo, y luego el dentista tomó el diente con los dedos y se lo encajó otra vez al niño en la mella, tal cual, y que ahora ni se nota.

Solo que ahora, si cuento cosas así, a lo mejor me echan.  

Supongamos —es un suponer— que un día me acerco a la editorial a hacerme un selfie vacilón delante del edificio y da la casualidad de que en ese mismo momento sale de él Vargas Llosa. Porque, aunque parezca mentira, uno a Vargas Llosa se lo encuentra. Y Vargas Llosa, que siempre ha colmado de atenciones a los escritores principiantes como Javier Cercas, me reconoce y me dice «joven, que sepa que eso del diente es una asquerosidad; va usted a terminar devaluándonos el sello con tanta tontería».

(«Sello» es como llaman a las editoriales los escritores que ya no son, o que nunca llegaron a ser, escritores secretos).

Yo no puedo hacerle eso a Vargas Llosa. Y donde digo Vargas Llosa, digo Juan Gabriel Vásquez, Marcela Serrano o Manuel Vicent. Ahora lo que corresponde es escribir algo de empaque, algo que ponga el corazón en un puño y que no dé repelús como la historia del diente. Así que ando estos días con la aprensión a cuestas, cariacontecido y autocensurado.

Pero más tarde, de manera completamente fortuita, me pongo a leer a Proust, y me digo que si él puede llenar sesenta páginas contando cómo esperaba, trémulo de emoción, que su madre subiera a remeterle el embozo y a darle un besito de buenas noches, yo puedo contar lo del diente sin demasiados escrúpulos. Es más, no pasa mucho tiempo antes de que empiece a tomarle ojeriza a Proust, porque la historia del besito no quiere acabar nunca. El nene tiene ya barba cerrada y sigue piando por que suba la mamá, pero ella sigue en la salita tomando sorbete de apio y haciendo comentarios clasistas. ¿Cómo puede hacerle esto al pobre Vargas Llosa? Dejemos tranquilo a Vargas Llosa: ¿cómo puede hacerme esto a mí? Luego recuerdo que el sello de Proust es de otro grupo editorial y se me pasa el soponcio.

Por lo menos, no ser Proust: he aquí un objetivo a la altura de mis modestas capacidades. Ahora ya puedo contar lo del diente con la conciencia tranquila. 



jueves, 8 de julio de 2021

Hace una semana que estoy durmiendo yo al niño. Es un cambio bienvenido en este año de alienación implacable, porque, aprovechando que durante los diez primeros minutos de sueño no debo moverme apenas, so pena de despertarlo, me pongo los auriculares con mucho cuidado y escucho un cuentito de Borges. Luego, cuando le noto los brazos de pelele y la respiración profunda, lo deposito en su cuna, dejo a Borges en medio de uno de sus laberintos metafísicos y salgo de puntillas.

Esa es la fase recreativa; antes viene la fase embaucadora y juglaresca, en la que recito romances tremebundos o canto canciones indecentes en inglés. Cuando veo que los romances ya han surtido efecto y que el rorro está en el umbral de la morada hipnagógica, le doy un empujoncito recitándole en desorden cosas disparejas, que desprendan sus últimas conexiones racionales. Hoy le he recordado que en el portal nos ha saludado un caracol, y que hemos arrugado un papel para hacer una pelota, y que en el estanque hemos visto unas carpas enormes, y que luego se nos ha cruzado un helicóptero que hacía «top top top», y que parecía que pasaba por el cielo como descendiendo un tobogán, y que todas esas cosas lo acompañarían en la travesía de la noche. 

Óscar ha cerrado los ojos y yo echo mano de los auriculares, aproximándome mentalmente a la siguiente galería de la biblioteca de Babel. Con el hilo de voz de los hipnotizados, el niño repite «tío» —que es como llama al helicóptero—, «top, top, top»; y luego, tras una pausa:

—Mamá.

—Sí —susurro—, mamá va en el helicóptero.

—Papá —dice, a continuación, y yo me siento tontamente halagado al responder que sí, que también yo estaré allí, llevando de la mano al caracol, y que nos lo vamos a pasar de miedo lanzándonos por el tobogán aéreo y jugando a la pelota con las carpas. Óscar se sonríe y con un resto de energía, antes de que su hipotálamo apague la luz, convoca a un último compañero de viaje:

—Pedete.


domingo, 20 de junio de 2021

Amira tiene los mismos meses que Óscar, pero pesa la mitad. Lo noto cuando, a instancias de su madre, la ayudo a alejarse del tobogán para que pueda tirarse el siguiente niño. El siguiente niño es todo un hombre: debe de tener por lo menos tres años. Me recuerda a mi sobrino Lucas. Tiene los ojos grandes, oscuros, y un corte de pelo de futbolista. Óscar intentó jugar con él a la pelota, pero él la cogía y la arrojaba lo más lejos posible.

—Lo que me extraña es que no se la haya robado aún —dice la madre de Amira.

Kathleen y yo nos quedamos algo perplejos. Miramos a nuestro alrededor y vemos a la familia del niño, sentada en una de las mesas del merendero, comiendo patatas fritas y sirviéndose de grandes botellas de refresco. El comentario parece xenófobo, pero no nos cuadra, porque la propia Amira tiene aspecto de niña hindú. Kathleen me susurra que los padres del niño deben de ser gitanos, pero si me dice que son de Getafe, me lo creo.
 
Un rato después, el niño que se parece a Lucas le tira arena a Óscar a la cara. Es una cosa que he visto que hacen mucho los niños: en lugar de hablar, se tiran arena. Son como los pulpos de Arrival. Nosotros le decimos que en este planeta eso no se hace, y la madre de Amira dice que de todos modos no cree que entienda ni una palabra. Con un gesto despectivo del mentón señala a la familia de domingueros:

—Miradlos: seguro que entre ellos no hablan alemán.

—¡Nosotros tampoco! —respondo yo, bastante amostazado ya. No es cierto, evidentemente: a veces Kathleen y yo sí hablamos en alemán, aunque nuestra lengua franca sea el cheli.

Despechada, la madre de Amira se lleva a su hija a los columpios, y nosotros regresamos al tobogán. Al rato, Kathleen se acerca a nuestras bicicletas a mirar la hora y regresa diciendo que no encuentra su móvil. Volvemos nuestras cabezas instintivamente hacia el merendero: vacío.

Quiero creer que si no nos hubiéramos pasado toda la tarde hablando de gitanos ladrones, habríamos estado buscando el móvil entre el pasto durante más de un cuarto de hora antes de pensar que alguien lo había apandado. Sugestionados, nosotros pensamo primero esto último y luego buscamos, por si acaso, en todos los sitios en los que ha estado Kathleen. Cuando nos acercamos al lugar en el que está la madre de Amira, hacemos como si estuviéramos estirando las piernas: no queremos darle ninguna satisfacción. Nos fastidiaría conceder que la realidad es tan rupestre, que los estereotipos son el pronóstico meteorológico de la convivencia, que las apariencias son el fondo de la realidad. Deseamos encontrar el teléfono debajo de un banco, al pie de un árbol, dentro de un cubo, y poder exhibirlo con satisfacción como en testimonio de inocencia, como se hacía antes con las sábanas nupciales.

Otros padres advierten que echamos algo en falta y nos preguntan si pueden ayudarnos. Le contamos nuestro caso a una madre y nos sugiere que utilicemos un programa de rastreo. Como yo he salido sin móvil, nos apresuramos a volver a casa para hacerlo desde el ordenador. Una vez allí, Kathleen se registra en el programa y descubre, atónita, que el móvil aparece localizado muy cerca del parque infantil en el que estábamos, a apenas dos calles de distancia.

—Será que se te ha caído y que el rastreo es aproximado.

—No, no —dice ella, señalando la pantalla—. El radio de localización es el de este círculo verde. No está en el parque infantil, está en esta otra calle.

Yo infiero, entonces, que es allí donde los ladrones se han deshecho de la tarjeta SIM del teléfono, pero ella me hace notar que el programa informa también del nivel de batería que queda en el aparato. Hay que ir a ver en qué para aquello.
 
Kathleen se queda para darle la cena al niño, mientras yo embrido de nuevo la bicicleta y me marcho a hacer pesquisas. Hemos quedado en que cuando llegue a la zona del mapa que aparece marcada con el disco verde, llamaré a nuestro teléfono fijo y Kathleen le dará a un botón que hará que su teléfono, teledirigido, emita un potente pitido. ¿Y entonces, qué? ¿Podré enfrentarme a todo el clan de domingueros, cuando salgan esgrimiendo sus botellas de Fanta de dos litros? Por si las cosas se ponen serias, meto en el macuto las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein.  

Cuando llego al círculo verde me encuentro en un barrio residencial, bastante parecido al nuestro, de pisos resultones y balcones floridos. Llamo a Kathleen para pedirle instrucciones y ella me dice que, entre tanto, sus padres la llamaron por WhatsApp y les salió un señor muy simpático que vive en esa calle y que había encontrado el teléfono debajo de un columpio. Un minuto después, llamo a la puerta del señor simpático, que sostiene en un brazo a un churumbel en cueros mientras con la otra mano me tiende el móvil de Kathleen.

Pienso luego en volver al parque infantil, buscar a la madre de Amira y decirle que estaba equivocada, que la familia de Getafe es del todo inocente, o al menos tan inocente como todo el mundo. Que, como todo el mundo, aquella familia de falsos gitanos —o de gitanos verdaderos, quién sabe— sigue llenando de plástico los océanos, y emitiendo dióxido de carbono, y esquilmando las savanas africanas, y comprando tops cosidos a mano por niñas bangladesíes, pero que todavía no se ha decidido a asaltar a sus vecinos a pleno día. Sin embargo, dejo que mi bicicleta vuelva derecha al establo, por miedo a que los otros niños me tiren argumentos a la cara.

miércoles, 16 de junio de 2021

De antes era un bosque primordial, frondoso, presidido por grandes árboles centenarios; poblado también de maleza, de colonias gramíneas, de brotes rastreros. A primera vista no parecía haber allí nada aprovechable, pero cualquier paseante podía recoger puñados de bayas, raíces, frutas, piñones y nueces de los que desbordaba aquel ecosistema. La alborada era interrumpida por las animadas conversaciones de los pájaros. Los recodos tupidos y los troncos derribados hospedaban a millones de insectos, que a su vez alimentaban a toda clase de alimañas simpáticas y filosóficas.

Hoy, ese bosque anciano que era mi mente ha sido transformado en monocultivo. Las copas más majestuosas hace tiempo que fueron taladas para hacer sitio a las tierras productivas. Algunas arañas tejen aún sus redes entre las piedras del lindero, pero han volado las ficciones de ayer, los suplementos en prosa, las tiras cómicas para los sobrinos, las cándidas cancioncillas; las abejas y las ideas agonizan desorientadas, sulfatadas, y los blogs han decidido economizar sus fuerzas entrando en hibernación indefinida. Las madrugadas son ahora silenciosas; es entonces cuando salta la cerca alguna lectura furtiva, pero raro es el día en que consigue hacer presa.

viernes, 23 de abril de 2021

Me encuentro por casualidad en la intranet una de las clases que grabé en los primeros días de la pandemia, cuando aún no había nacido Óscar, y que corresponden al mismo punto del temario en el que me hallo ahora. Veo allí a un orador de locuacidad gabilonda, a un artesano de la orfebrería verbal que aquilata la terminología, hilvana perlas conceptuales y engasta ideas rutilantes en el equivalente retórico de un huevo de Fabergé. Estoy a punto de ponerme a tomar notas cuando recuerdo que aquel tipo soy yo; o, mejor dicho, fui yo, cuando todavía me hallaba en plena posesión de mis facultades físicas y mentales.

Muy pocas horas antes de encontrar ese vídeo he tenido que explicar ese mismo tema. Sin embargo, lo que esta vez ha salido de mi boca ha sido algo así como un discurso de Isabel Díaz Ayuso: una guirnalda de ruiditos que, cuando está a punto de significar, implosiona y estalla en una bonita nebulosa de martingalas.

Lo que ocurre es que en este último año he envejecido física y mentalmente varios lustros. Tengo las mejillas hundidas, los ojos como dos mejillones rebajados, el coronapelo lleno de mocos y del hummus que le ponemos al niño para cenar, una jaqueca intermitente del tamaño de una moneda de 10 céntimos encima de la ceja izquierda y una tortícolis que me va desde las gafas hasta el lumbago. Por las mañanas, después de tres horas y media sacrificadas a la intendencia, me siento delante del ordenador desaliñado, desalentado, con la cabeza a pájaros y la imaginación exangüe.

—¿Cómo te las apañas? —me ha preguntado hoy alguien, en los primeros minutos de una videoconferencia.

—Pues estafando —respondo. Y mi interlocutora, que tuvo que criar sola a un niño, sonríe como si acabase de decirle que somos del mismo pueblo.

La estafa consiste en que, aunque trabajo todo lo que puedo, trabajo bastante menos de lo que debo. Raro es el día en el que saco más de seis horas para algo que no sea la supervivencia y la puericultura. He suprimido varias actividades formativas, he dejado de intervenir en las reuniones, he regateado las horas de clase, he criogenizado la respuesta a muchos correos electrónicos, he rechazado ofertas de investigación apetecibles, he dejado morir el blog de divulgación que comencé hace un par de años, y allí donde anteriormente habría puesto inventiva y originalidad hoy me contento con no poner demasiada mierda.

Mientras las guarderías no abran doce horas diarias, la reproducción entraña esto: o se estafa a los abuelos, o se estafa al patrón —y el patrón, en mi caso, es la sociedad—.

—¡Pero es que los niños son tan monos! —escucho por todas partes, como cuando la selección nacional marca un gol en semifinales. Para mucha gente la monería lo compensa todo, igual que para mucha gente (el 40% de los madrileños, según las últimas encuestas) lo compensa todo una cañita con patatas fritas en una terracita. Luego, sale el sol por Antequera y se sorprenden.


  

domingo, 11 de abril de 2021

 Mis suegros han venido a vernos —otra vez— y nos han regalado unos cuchillos para mantequilla fabricados de forma artesanal en las islas Baleares. No sé de dónde los han sacado, porque ninguno de ellos ha estado nunca allí. Uno es de madera de olivo, otro de madera de enebro. Este último tiene un olor penetrante, lo que se dice embriagador. Últimamente, no sé si por efecto del confinamiento o por miedo inconsciente a que el coronavirus me arrebate de un día para otro el sentido del olfato, me sorprendo buscando activamente esos olores frondosos de los productos orgánicos. Cepillo las naranjas para hacer torrijas y permanezco un tiempo imprudente olisqueando su piel nimbada de éteres esenciales. Le compré a Óscar una bolsa de lana virgen porque me dijeron que protege la piel de la zona bikini, y sumerjo la nariz en ella —en la lana— con una delectación pecaminosa. Algunos días voy con Óscar a ver el conejo de la vecina, pero a lo que en realidad voy es a olerlo. 

(Me doy cuenta ahora de que esta es una frase de esas que, aun empleadas de forma literal, hacen que la gente al verte se cruce de acera metafóricamente). 

Cada vez que alguien llama al telefonillo doy un rodeo por la cocina para abrir el frasco de la nuez moscada e inhalar como si estuviera a punto de tirarme a una piscina de endorfinas. Y siempre hay alguien que llama al telefonillo porque, como vivimos en un entresuelo, cada vez que un vecino no está en casa el repartidor nos deja el paquete a nosotros. Unas horas después llama el vecino. Y una de cada dos veces, con la gracia, nos despiertan al rorro.

Nuestra amiga Ilka B., que vive a cuatro calles de nosotros, pasó el otro día por casa a dejar un regalo para Óscar, pero por miedo a llamar al timbre y despertarlo —eran ya las siete pasadas— lo dejó en el tirador de la puerta de entrada. Cuando, cinco minutos después, nos previno por WhatsApp, ya había volado. Nos sentó fatal, porque Ilka nos había anunciado que eran unos lápices de cera de abeja, y teníamos mucha curiosidad por saber cuánto tiempo tardaba Óscar en comérselos.

Toda la tarde nos la pasamos dándole vueltas al robo y haciendo listas de sospechosos: ¿cómo de bien conocemos a los vecinos del tercero?; ¿no vino un repartidor a dejar un paquete más o menos a esa hora?; ¿de qué empresa de mensajería era? Pero ni siquiera mis suegros, que se pasan el día espiando a los transeúntes y fichando a quienes entran y dejan de entrar, fueron capaces de darnos el más mínimo indicio.

Kathleen está fuera de sí. «¡Cómo es la gente! ¡No me lo puedo creer! ¿Quién puede ser tan mezquino como para robarle a un niño un juguete?». «¡Alma cándida!», respondo yo para mis adentros. El humor funesto que se ha apoderado de mí desde hace unas semanas me impide esperar del género humano nada que no sea fraude y devastación. Estas son las cosas propias de los hombres. Ninguna planta sería capaz de hacer algo así. Qué asco, la gente.
 
Dos días después, cuando vuelvo de hacer compras, oigo a mi espalda cómo alguien me llama a gritos:

—¡Para, papá de Óscar! ¡Para!

Es Nina, nuestra vecina, que lleva a su hija a la misma guardería que nosotros; luego, sale corriendo, se mete dos portales más allá y vuelve acompañada por una mujer vestida con lo que parece ser un traje de neopreno.

(«Lleva a su hija a la misma guardería que nosotros» es otra de esas frases en las que la semántica va por un lado y la sintaxis por el juzgado de lo penal. Escribir es un deporte de riesgo).

Nina me presenta, y me explica que la mujer del traje de neopreno tiene un regalo para Óscar.

—Pensé que conocía a todo el mundo en esta calle —dice, con el mismo soniquete irritado con el que lo dicen mis suegros. Y a continuación me tiende una bolsa de papel; en su interior hay un paquetito envuelto con un papel estampado de abejas.— Alguien dejó esto en mi portal, y lo único que ponía era «para Óscar».
 


Después de todo, a nuestra amiga Ilka nadie le había robado el regalo, pero quizá sí la capacidad de discernimiento, porque se confundió de número a pesar de que ha venido ya varias veces a buscarnos a nuestra casa. Su despiste ha debido de ser una jugada de la Providencia para revelarle al mundo que en nuestra calle vive el único ejemplar de nuestra especie que no es deleznable. (No obstante, me gustaría saber qué opina la Providencia de que esta buena samaritana vaya en traje de neopreno por las calles de Baja Sajonia).

Mis suegros, que lo han visto todo por WhatsApp (ya han vuelto a Neobrandenburgo, pero sacamos el móvil al balcón para que se entretengan vigilando), aplauden mientras yo entro en casa triunfante con los crayones en alto. Todos han hecho apuestas sobre el tiempo que Óscar tardará en comérselos, pero el olor a cera es tan delicioso y penetrante, su aroma es tan balsámico y umami, que nadie consigue arrebatármelos.

sábado, 13 de marzo de 2021

Mi opinión de la humanidad continúa devaluándose a ojos vista, debido en parte a que, a estas alturas del confinamiento, las únicas noticias de la humanidad que me llegan son los documentales de Arte, que nunca conseguimos ver enteros y en los que no se retrata su perfil más fotogénico. Allí se dice que los humanos introducen bolitas de microplásticos en productos de cosmética; que rocían los campos con insecticidas y se sorprenden luego de que se mueran todos los insectos; que están convencidos de que solo comiendo carne de animales herbívoros conseguirán la energía de los animales carnívoros; que les parece una buena idea revestir los embalajes de alimentos con una molécula plástica tan parecida a una hormona sexual que tiene los efectos de un disruptor endocrino.   

Como concepto, la humanidad viene a ser una estafa piramidal: en algún momento, durante el Renacimiento o el siglo de Pericles, debió de tener algún valor contante y sonante, pero muchos siglos y muchos millones de personas después, lo único que queda es una inmensa deuda moral que, como especie, nos ha conducido a la bancarrota.  

Por mucho que me gustase afirmar que toda esa miseria cognitiva deriva del sistema de producción capitalista, no es así. Los sabios medievales fundaban todo su conocimiento en una leyenda mal traducida; los inquisidores creían que la verdad más luminosa es la que se confiesa en el más oscuro de los calabozos; los bosques europeos fueron esquilmados mucho antes de la revolución industrial, y la Rusia soviética estuvo a punto de volver inhabitable medio continente porque consideró que solo un hatajo de fanáticos ignorantes podía dirigir eficazmente una central nuclear. El capitalismo no ha hecho sino ponerle a este pastel un topping generoso de mezquindad y egoísmo.

La categoría «humano» está quedándose inutilizada para nada que no sea insultar. Podría inventarse una nueva grafía de la palabra «humano» para distinguirse de los humanos, para marcar las distancias, para redefinir el diagrama, para establecer una secesión simbólica, del mismo modo que han hecho las «latinxs» y las «womyn», que no son exactamente lo mismo que las latinas y las mujeres («women»), sino su reverso disidente y reflexivo. (Las demarcaciones identitarias que establecen estos términos de nuevo cuño me escaman un poco, pero este es un melón que no pienso abrir hoy). Así, quienes hayamos dejado de identificarnos con las tendencias tiránicas y autodestructivas de los humanos —sin haber conseguido aún desterrarlas por completo de nosotros mismos, aunque estemos trabajando en ello— podríamos proclamarnos «humanxs» o «hymanos» o «umanos», o directamente ummitas, que fueron unos extraterrestres muy populares en mi infancia, antes de que abandonasen este planeta o este plano de la realidad sacudiéndose el polvo de las sandalias, como aquel que dice.

A fin de cuentas, esto del ser humano es solo una adherencia sobrevenida. Leo en Die Zeit una entrevista con el paleontólogo Neil Shubin en la que cuenta que el genoma humano es como un armario en el que se hubieran metido genes de muchos bichos anteriores: peces, batracios, virus, bacterias... El hipo, explica Shubin a título de ejemplo, desencadena en nosotros una respuesta muscular que solo sería útil si aún fuéramos anfibios. Es un tic o un resabio de una existencia nuestra anterior, paleontológica. 

El hipo ya no nos permite, ay, respirar bajo el agua, pero sí nos da argumentos para escoger nuestra comunidad en un filo o en una clase genéticamente anterior, y cultivar —sin mentir— una identidad anfibia, vertebrada o, ya puestos, eucariota. Hemos llegado a un punto en que, franciscanismos aparte, cualquier organismo pluricelular puede considerarse más digno y menos ofensivo que el ser humano. El hecho de que solo un ser humano pueda categorizar esa indignidad y esa ofensa no hace sino añadir una nota de sarcasmo al ridículo cósmico que estamos haciendo.   


sábado, 27 de febrero de 2021

Hablando hoy con David por videollamada me ha dicho que hace un par de meses murió Florencio Sevilla, nuestro profesor de literatura medieval. Hay que decir algo, hay que protestar, no puede dejarse pasar una cosa así. Los apuntes necrológicos tienen algo de patético y de circunstancial, pero más patético y circunstancial resulta que se haya muerto Florencio, nada menos, y no se hayan difundido sino un par de condolencias protocolarias y grises.

La gente le veía un aire quijotesco, con su osatura de caballete y su barba fosca. Contra molinos no sé si lucharía, pero de lo que sí estoy seguro es de que libró numerosas batallas contra esa bestia inmueble que es la Facultad de Filosofía y Letras de la Autónoma de Madrid. Precisamente, lo primero que hizo al entrar por primera vez en nuestra clase fue escribir en la pizarra, en mayúsculas, «nos trasladamos al aula nosecuántos», porque en aquella en la que estábamos no cabíamos. La nueva era más amplia, pero estaba amenazada de ruina y conculcaba escandalosamente las normas más elementales de seguridad, ya que todas sus ventanas estaban cerradas con rejas. Como es bien sabido, la Autónoma se construyó en época de revueltas estudiantiles contra la dictadura, y su arquitectura aspiraba a que los estudiantes tuvieran el menor número de escapatorias posible; lo que no es tan sabido, y de hecho constituye un dato más bien legendario, es que las rejas de las ventanas no se pudieron quitar al llegar la democracia porque formaban parte estructural del edificio, y sin ellas se desplomaría el techo. Unos meses más tarde, al llegar a clase, descubrimos que a pesar de las rejas el techo se había caído igual.  

Estas cosas a Florencio lo sacaban de sus casillas, igual que la guerra constante con los porreros que cada viernes, al otro lado de nuestra ventana y nuestra reja, quemaban incienso y no solo incienso en honor de san Canuto, con gran aparato de altavoces y barriles, imponiéndose por encima de la Comedieta de Ponza y Las trescientas.

Florencio mandaba que nos procuráramos nosotros mismos, husmeando en la biblioteca, los artículos científicos que debíamos leer. Hoy le pides esto a un estudiante de primero de carrera y te denuncia. El caso es que cuando, tras extraviarnos durante horas en el dédalo de anaqueles, dábamos al fin con los artículos y los leíamos, haciendo esquemas cabalísticos en los que apresar su significado, llegábamos a clase y Florencio nos pedía que le explicásemos por qué todo lo que contaban aquellos artículos eran majaderías. Florencio confiaba tanto en nosotros que nos creía capaces de dar réplica a Menéndez Pidal o a María Rosa Lida, y se mesaba las barbas porque cada viernes le demostrábamos que seguíamos siendo unos zoquetes. 

Tenía una rutina —luego descubrí que era una rutina, un truco que cada año simulaba improvisar— consistente en que, cuando algún estudiante, de chiripa, decía algo sensato, él se quedaba callado un segundo y luego se volvía a los demás diciendo: «¿habéis tomado nota? ¿O hace falta que vuestro compañero lo repita?». Los demás, claro, no salían de su perplejidad, pensando que en alguna parte de algún reglamento debía de estar prohibido tomar apuntes de lo que dijera un estudiante. Todos comprendimos entonces, de una vez y para siempre, aquello de que la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.

Puede decirse en justicia que nos enseñó a leer, y su primera e implacable lección consistía en hacernos ver que no sabíamos leer aún, que éramos incapaces de imaginar otras mentalidades, que las connotaciones revoloteaban alrededor de nuestro cráneo como mosquitos impertinentes, que no reconoceríamos una dilogía ni aunque nos mordiese el tobillo. Por esto, y por muchas otras cosas, muchos lo consideraron desde el primer día un arrogante y un hueso. Una amiga mía se ponía físicamente enferma en sus clases, por miedo a que Florencio le preguntase algo. Más de uno fue expulsado del aula por leer el Cid en una edición modernizada. A mí mismo me tiró un trabajo a la cara. Era uno de esos trabajos voluntarios que se escribían para subir nota, en el que yo había ejecutado todos los muletazos de toreo de salón que tenía en mi repertorio retórico. Poco podía olerme yo que Florencio fuera inmune a aquellas florituras.

—Pero hombre, cómo se te ocurre, si esto que dices de Juan Ruiz contradice lo que vimos en clase la semana pasada. Y qué es eso de citar una enciclopedia, ¿es que no hay fuentes mejores?

Para mí la conversación sobre aquel primer ensayo universitario fue algo así como la proverbial bofetada a tiempo. Entendí de golpe que no todo valía, que una cosa era tener labia y otra tener caletre, y que el trabajo intelectual era, antes que nada, trabajo. Cuando alguien decía una sandez, Florencio no se callaba. Aquello no era pedagogía, desde luego: era tomarnos en serio, concedernos beligerancia, tratarnos como ciudadanos de la república filológica, esperar algo de nosotros.

Recuerdo poco de las clases de primero de carrera: algunas lecturas, dos o tres anécdotas y unos versos de una comedia de Plauto que el gran Luis Q., nuestro líder, tuvo que memorizar un día y nos los acabó enseñando a todos. En cambio, las clases de Florencio se me han quedado grabadas como si hubiera seguido alimentándome de ellas durante muchos años, y es probable que de algún modo haya sido así.


viernes, 12 de febrero de 2021

También aquí ha llegado la ventisca y nos ha dejado dos palmos de nieve. Los padres llevan a sus hijos en trineo, y luego dejan los trineos en los portales, posados en vertical en los peldaños de la escalera. Cuando sale el sol, grandes terrones de nieve se desploman de los aleros de los tejados, produciendo el mismo ruido que haría un pollito golpeado por la raqueta de un tenista profesional.

La gente tarda horas en encontrar su coche y en desembarazarlo de la nieve. Los que no consiguen encontrarlo, o los que no tienen coche, tardan más horas todavía en ir de A a B, aunque A y B sean puntos de un mismo barrio.

Nosotros no podemos llevar a Óscar en trineo, porque el trineo es aún para él una cosa indómita que lo despatarra. Tampoco nos atrevemos a llevarlo en bicicleta, porque las rodadas de los coches han convertido los cruces en terrenos accidentados, con imponentes cordilleras de hielo sobre las cuales se derrama un granizado de fango irregular y resbaladizo. No nos queda más remedio que ponernos las mascarillas caras y meternos en un autobús.

Con mascarilla veo peor, porque se me empañan las gafas, así que me las quito mientras espero en la parada. Pasa el ciento treinta y tantos. Se conoce que el mío hoy tarda en venir. Normalmente en mi parada solo para el ciento treinta y tantos y el ciento veintitantos, pero la nieve ha obligado a alterar las rutas y resulta que ahora en mi parada paran varios ciento veintitantos, y es ya demasiado tarde cuando descubro que nos hemos subido al ciento veintitantos que no era.

La estación término llega enseguida y le pido al conductor que nos deje permanecer dentro hasta que emprenda el camino en sentido contrario. Asiente mientras se come el bocadillo de media mañana —y son las ocho—. Le pregunto otra cosa, pero no la oye, o finge que no la oye. Pasa el tiempo. Regreso a la casilla de salida y esta vez sí tomo el ciento veintitantos que debía tomar.

También mi autobús sigue un itinerario atípico. Un pasajero con pantalones de carpintero llenos de bolsillos, y los bolsillos llenos de alicates, le pide al conductor que le abra por favor en el siguiente semáforo, y el conductor le dice que eso sería antirreglamentario. El carpintero le hace notar que igual de antirreglamentario es el trayecto que seguimos en esos momentos, pero al conductor le da igual, así que el carpintero tiene que aguantarse y cuando finalmente el autobús se detiene en una parada reglamentaria —aunque no fuera reglamentariamente la suya— se baja a dos kilómetros del lugar al que quería ir.  

No consigo encontrar en mi biblioteca las memorias de Edward Said, pero recuerdo que en ellas explicaba cómo era incapaz de ver en la nieve nada que no fuera muerte y desolación. También contaba cómo en una ocasión Omar Sharif le dio un guantazo y lo desequilibró psíquicamente para el resto de sus días. Yo, quizá por no haber sido nunca abofeteado por Omar Sharif, no veo en la nieve el heraldo de la extinción de toda la vida terrestre, pero sí la cristalización hexagonal del desencanto, la materialización de la distancia que media entre las cosas como nos las imaginamos y las cosas como nos acaban saliendo. El resto del año también vivimos rodeados por una nieve invisible y metafísica que nos entorpece y nos retrasa y nos trae a maltraer.

Los viejecitos caminan por el arcén de las pocas calzadas por las que han pasado las palas quitanieve, toreando coches y jugándose el tipo, pero prefieren eso a partirse el coxis en la acera. Una mujer que anda con muletas se baja del autobús penosamente y se sienta en el banco de la marquesina a esperar pacienzuda su trasbordo; en la punta del pie, donde se acaba la escayola, lleva un calcetín violeta. Los orines de los perros trazan delante de todos los portales guarismos de colores heráldicos y hematúricos. Un pobre tipo que estaba quitando la nieve en su balcón se ha quedado encerrado fuera, pero por suerte vive en un entresuelo, de modo que se descuelga por el antepecho y atraviesa el parterre nevado en chanclas, como un franciscano mendicante, y llama al telefonillo de su propia casa, y ese pobre tipo soy yo.

jueves, 4 de febrero de 2021

Me he descubierto estos últimos días deseando que lleguen los extraterrestres. Me sorprende, porque este es un deseo más de mi madre; mi madre querría vivir lo suficiente para ver el desembarco de los extraterrestres o los viajes en el tiempo. A mi madre hay que juntarla un día con Elon Musk para que tomen un té con pastas, y acaban los dos como en Gravity.
 
Yo quiero que vengan los marcianos para que podamos al fin hablar de otra cosa, porque me cansa hablar todo el rato de lo que le pasa a la gente. Educado en el catolicismo, he acabado harto de los católicos; formado en una masculinidad cuartelaria, he acabado harto de los hombres; era cuestión de tiempo que acabase hartándome también de los humanos. No quiero ni oír hablar de ellos.

Los dos relatos más fascinantes que he leído durante la pandemia han sido uno de Ted Chiang narrado por un papagayo y otro de César Mallorquí sobre unos perros que han sobrevivido a la autodestrucción del homo sapiens. Qué descanso, dejar de oír hablar de corrupción, de desigualdades, del precio del petróleo, de las guerras culturales y de las otras.


De unos días a esta parte no hago más que oír podcasts sobre pájaros y plantas. En uno de esos programas contaban que los cuervos se reconocen en el espejo, que es algo de que Óscar no es aún capaz y yo cada vez menos. El cuervo es un pájaro discreto, poco aparatoso, que colabora con otras especies sin grandes alaracas, come de lo que encuentra y se está tranquilito sin dar la murga. Para mí, el ser humano ideal es el cuervo. Además tiene plumas, mientras que el cuerpo humano, llegado a cierta edad, es como el de los cerdos hormigueros y produce repugnancia.

De momento, los únicos que no tienen razones para estar seriamente cabreados con los humanos son los virus y algunas algas. Para el resto de entes físicos —los cuervos, los ciervos, los cerdos, los cedros, las zarzas, las cercas, los corzos y los cuarzos, por no citar sino una mínima parte del resto de entes físicos— todos los humanos son Trump.

Estoy harto de las triquiñuelas mentales de los humanos, de su incapacidad para expresar afecto sin comprar algo, de la despreocupación con la que sojuzgan a los demás seres vivos, de su completa carencia de aptitudes para tolerar al prójimo y de su afición a destruir lo que no les gusta, pero también y a veces con mayor pasión lo que sí les gusta, ya se trate de las nieves perpetuas de un glaciar, pisoteadas por miles de turistas, o de las canciones de James Brown, sampleadas por miles de catetos.   

Esto de destruir lo que a uno le gusta es un reflejo infantil. Los niños pequeños encuentran un escarabajo verde metalizado, irisado y resplandeciente al sol de la tarde, y le arrancan las antenas, y luego una pata, y luego se lo comen. Crecer consiste en domar ese instinto, en aprender que esa actitud resulta indecorosa, aunque solo por razones de talla, ya que uno puede arrancarle las antenas y las patas a una langosta y comérsela sin que nadie se lo reproche. El día que lleguen los extraterrestres, nos los comemos seguro.

miércoles, 27 de enero de 2021

Estábamos viendo esa serie sobre tres mujeres que trabajan en una revista femenina, y una dijo que iba a escribir un listículo. «¡A todo el mundo le gustan los listículos!», dijo. Y luego se fue a una fiesta y se bebió cuatro o cinco cócteles.

En la serie explican que un listículo es una mezcla de lista y de artículo; o sea, un artículo que no hay que escribir, sino solo amontonar. Eso me parece muy conveniente. Yo tengo el problema de que quiero gustarle a la gente, pero si me limito a decir que no me gustan los niños todo el mundo se dará cuenta de que soy un tipo sin entrañas. Es mucho mejor escribir un listículo.

A mí, aparte de gustarle a la gente, otra cosa que me preocupa mucho es la superpoblación. Especialmente la superpoblación de mi casa, pero también la otra. Por eso, creo que sería útil que mi listículo tuviera un carácter disuasorio, y que en él se amontonase todo lo que debería saber quien quiera tener hijos, por ver si así se le pasan las ganas. Ojo, que empieza.

Uno: la unidad subjetiva de tiempo pasa a ser la semana. Si antes decías «esta mañana no he tenido tiempo para ducharme», en adelante dirás «esta semana no he tenido tiempo para ducharme»; si antes decías «a ver si hoy consigo dormir más de seis horas seguidas», dirás «a ver si esta semana consigo dormir más de seis horas seguidas»; si antes decías «tengo que acordarme de felicitar hoy a mi amiga Birte», dirás «que no pase esta semana sin haber felicitado a mi amiga Birte, cuyo cumpleaños fue hace un mes y ya pasa de castaño oscuro».

Dos: si hay algo que te guste hacer aparte de trabajar y limpiar culos, despídete de ello cuanto antes. Hazle un funeral rápido, para que el duelo de los placeres perdidos no ensombrezca todavía más el periodo lóbrego que conllevan los primeros meses de vida de un nuevo ser humano.

Tres: tienes que llevar siempre en el bolsillo tapones para los oídos. A menos decibelios, menor desdicha. Asegúrate de tener por lo menos cuatro: en caso de extrema necesidad, te puedes meter los otros dos en la nariz.

Cuatro: los diseñadores de ropa infantil no son tus amigos. Tu bienestar o el de tu bebé les deja completamente fríos. Lo único en lo que piensan es en animales de granja, en animales salvajes y en animales que ya solo existen en los zoológicos. Si alguien les sugiriera que diseñasen pantalones más holgados porque los pañales de tela abultan más que los desechables, les explotaría la cabeza.

Cinco: a menos que tu familia política viva en otro continente, la vas a ver mucho más que antes. Más vale que te guste, o que te vayas a otro continente.  

Seis: los bebés mugen.

Siete: todo lo que quede a una altura inferior al metro y medio puede tener un fin trágico y súbito. Nadie quiere creer que esto se aplique también a los televisores de plasma, pero se aplica.

Aquí me paro, porque me entra la sospecha de que en lugar de hacer el listículo estoy haciéndome el listículo, y a la gente no le gustan los que se pasan de listículos. Llegado el caso, la gente prefiere a los tipos sin entrañas, y la superpoblación la verdad es que se la trae bastante al pairo.