Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 13 de marzo de 2021

Mi opinión de la humanidad continúa devaluándose a ojos vista, debido en parte a que, a estas alturas del confinamiento, las únicas noticias de la humanidad que me llegan son los documentales de Arte, que nunca conseguimos ver enteros y en los que no se retrata su perfil más fotogénico. Allí se dice que los humanos introducen bolitas de microplásticos en productos de cosmética; que rocían los campos con insecticidas y se sorprenden luego de que se mueran todos los insectos; que están convencidos de que solo comiendo carne de animales herbívoros conseguirán la energía de los animales carnívoros; que les parece una buena idea revestir los embalajes de alimentos con una molécula plástica tan parecida a una hormona sexual que tiene los efectos de un disruptor endocrino.   

Como concepto, la humanidad viene a ser una estafa piramidal: en algún momento, durante el Renacimiento o el siglo de Pericles, debió de tener algún valor contante y sonante, pero muchos siglos y muchos millones de personas después, lo único que queda es una inmensa deuda moral que, como especie, nos ha conducido a la bancarrota.  

Por mucho que me gustase afirmar que toda esa miseria cognitiva deriva del sistema de producción capitalista, no es así. Los sabios medievales fundaban todo su conocimiento en una leyenda mal traducida; los inquisidores creían que la verdad más luminosa es la que se confiesa en el más oscuro de los calabozos; los bosques europeos fueron esquilmados mucho antes de la revolución industrial, y la Rusia soviética estuvo a punto de volver inhabitable medio continente porque consideró que solo un hatajo de fanáticos ignorantes podía dirigir eficazmente una central nuclear. El capitalismo no ha hecho sino ponerle a este pastel un topping generoso de mezquindad y egoísmo.

La categoría «humano» está quedándose inutilizada para nada que no sea insultar. Podría inventarse una nueva grafía de la palabra «humano» para distinguirse de los humanos, para marcar las distancias, para redefinir el diagrama, para establecer una secesión simbólica, del mismo modo que han hecho las «latinxs» y las «womyn», que no son exactamente lo mismo que las latinas y las mujeres («women»), sino su reverso disidente y reflexivo. (Las demarcaciones identitarias que establecen estos términos de nuevo cuño me escaman un poco, pero este es un melón que no pienso abrir hoy). Así, quienes hayamos dejado de identificarnos con las tendencias tiránicas y autodestructivas de los humanos —sin haber conseguido aún desterrarlas por completo de nosotros mismos, aunque estemos trabajando en ello— podríamos proclamarnos «humanxs» o «hymanos» o «umanos», o directamente ummitas, que fueron unos extraterrestres muy populares en mi infancia, antes de que abandonasen este planeta o este plano de la realidad sacudiéndose el polvo de las sandalias, como aquel que dice.

A fin de cuentas, esto del ser humano es solo una adherencia sobrevenida. Leo en Die Zeit una entrevista con el paleontólogo Neil Shubin en la que cuenta que el genoma humano es como un armario en el que se hubieran metido genes de muchos bichos anteriores: peces, batracios, virus, bacterias... El hipo, explica Shubin a título de ejemplo, desencadena en nosotros una respuesta muscular que solo sería útil si aún fuéramos anfibios. Es un tic o un resabio de una existencia nuestra anterior, paleontológica. 

El hipo ya no nos permite, ay, respirar bajo el agua, pero sí nos da argumentos para escoger nuestra comunidad en un filo o en una clase genéticamente anterior, y cultivar —sin mentir— una identidad anfibia, vertebrada o, ya puestos, eucariota. Hemos llegado a un punto en que, franciscanismos aparte, cualquier organismo pluricelular puede considerarse más digno y menos ofensivo que el ser humano. El hecho de que solo un ser humano pueda categorizar esa indignidad y esa ofensa no hace sino añadir una nota de sarcasmo al ridículo cósmico que estamos haciendo.