Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 31 de enero de 2022

Día 1

Es curioso, el test. Uno se ha acostumbrado a hacerlo con tanta naturalidad que la rayita fatídica aparece de manera todavía más sorpresiva. Uno ya no la aguarda como un emboscado, con la mirada fija en la cajita del kit, sino que se la encuentra de improviso mientras prepara el desayuno. Es ella la que acaba tendiéndonos la emboscada.

Mi mayor temor se confirma: he dado positivo en el test de Covid pocos días antes de iniciar el viaje de promoción de la novela. Aunque no me encuentre mal, tendré que tragarme una semana larga de encierro. Peor que el virus va a ser la presencia en la casa de mis suegros, y el temor a que ellos, a su vez, enfermen y vayamos encadenando las cuarentenas, y las cuarentenas nos encadenen a nosotros.

Menos mal que ayer por la tarde salí diez minutos a jugar con el niño en la acera. Mi sombra era un cangrejo que amenazaba con apresar sus botas, y él pataleaba con una mezcla de excitación y miedo, como si el cangrejo fuera él.

Día 2

Oigo a mis suegros levantarse, trajinar con los cubiertos, moler café, tirar de la cisterna. Oigo a Óscar cantar «Oh Tannenbaum! Oh Tannenbaum!», y corretear por la casa, y me siento como el hermanito fantasma de Los otros. Kathleen entorna la puerta y me da una infusión. Es mi médium.

Cuando nadie me ve, me pongo el abrigo y salgo al médico. No estoy infringiendo la cuarentena, sino acudiendo a que me hagan la PCR que aquí, en Alemania, es preceptiva. Cuando llego, hay tres o cuatro personas formando cola delante de mí, todas con sus mascarillas, evidentemente, y con la mirada huidiza de quien va a comprar una revista pornográfica. En cinco minutos se forma a mis espaldas una fila de otros diez o doce pacientes.

Como la consulta especial de coronavirus está en el primer piso, la espera continúa en el hueco de la escalera. De vez en cuando se va la luz, y el que está más cerca del interruptor tiene que darle con el codo. Alguno se sienta sobre los escalones de pórfido. Nadie habla. Tres turnos por delante de mí hay un hombre con su hijo, de once o doce años, pero ellos tampoco hablan, quizá por respeto, quizá por pudor. En la consulta nos sientan en pequeños cubículos y nos hacen rellenar una anamnesis. Como yo soy extranjero me dan un formulario extra, en el que leo: «fecha prevista del parto».

Día 3

Hoy tengo que dirigir una reunión importante, que, a la vista de las circunstancias, hemos pasado a videoconferencia. Para que no se vea la cama deshecha, ni la bolsa de los pañuelos usados, ni el tendedero de los pañales, ni el montón de platos sucios, pero sobre todo para que mi ordenador pueda captar un hilito de la wifi, debo desplazar algunos los muebles. Saco los cajones del cambiador y lo empujo hasta casi bloquear con él la puerta del dormitorio. En su nueva ubicación, recuerda un atril de iglesia calvinista o un harmonio desvencijado. En el rincón ahora vacío hay año y medio de polvo. Vuelvo a meter los cajones y coloco encima la caja de un purificador de aire que teníamos en Berlín y que no hemos vuelto a usar desde que Óscar lo embadurnó de caca. Encima del purificador está la caca, y encima de la caja del purificador está ahora mi ordenador. En la pantalla sale un plano americano con el armario ropero de fondo. Ahí es donde voy a salir yo, predicando o tocando el harmonio, con los pantalones del pijama y el jersey bueno. Lo que queda fuera de plano es un asco. 

Día 4

En estos momentos debería estar a bordo de un avión, rumbo a Madrid. Mi plan era hacerme selfies en las librerías, conceder entrevistas sin quitarme las gafas de sol y firmar autógrafos no solicitados. Estos días esperaba gustar no ya los laureles de la gloria, pero sí por lo menos el escabeche de la notoriedad. En cambio, he acabado disfrutando de todo lo malo de no irme y de todo lo malo de haberme ido.  

Hablando por Skype con la editora, hemos quedado en mover mi luna de miel literaria un par de semanas más allá. De aquí a entonces, me da tiempo a curarme, contagiarme de nuevo y curarme otra vez. El problema, no obstante, es que cualquiera de mis planes dista de concernerme solo a mí: la cuarentena se ha convertido en la nueva pandemia. Según la Organización Mundial de la Salud, en el próximo mes se infectará con la variante ómicron la mitad de la población europea, lo que pondrá en cuarentena a la otra mitad. Puede perfectamente darse el caso —le digo a mi editora— de que yo llegue a Madrid y todos los demás estéis encerrados en vuestras madrigueras.

Día 5

Oigo a mis suegros levantarse, trajinar con los cubiertos, moler café, tirar de la cisterna. Oigo cómo Óscar llora y grita: «nein! nein! nein!», que es lo mismo que hago yo cuando veo que pasan las semanas y que mis suegros no tienen intención de irse.

Cuatro o cinco veces al día me acerco a la puerta, me pongo la mascarilla y doy una voz: «¡todos fuera!». Cuando oigo cerrarse las puertas del pasillo inspiro profundamente, contengo la respiración y me doy una carrera al cuarto de baño. La rutina tiene algo de electroshock doméstico.

Día 6

Ayer tuve unas décimas de fiebre, pero hoy me he levantado despejado y, tanto para distraerme como para hacer rendir el tiempo, decido que es buen momento para llevar a la práctica nuestro viejo proyecto de grabar una conversación sobre Las letras de la República.

En la plataforma de videoconferencia nos vemos por fin las caras, tras varios años de cruzar correos electrónicos, el explorador de Kamchatka y los pastores de la oveja roja. Me siento al harmonio y durante una hora larga hablamos de Bernard Lahire, Pierre Bourdieu, Julio Caro Baroja y Stanley Fish.

Devuelvo la conexión con la sensación de que ha quedado bastante bien, pero por la noche me asalta la sospecha de que, dado que el virus ataca al sistema neurológico, quizá yo no haya hecho más que balbucear y gorgotear como un zombi.  

Día 7

Entorno un ojo y miro la hora: las ocho menos diez. Ronroneo y duermo otra horita.

Hacía dos años que no me levantaba tan tarde. Me incorporo en la cama. Giro la cabeza a un lado y a otro. Nada, ni rastro de la tortícolis que arrastro desde que Óscar rebasó la marca de los diez kilos. Me pongo de pie y muevo los brazos como si fueran las manecillas de un reloj. Siento cierto resquemor, pero puedo marcar las diez menos diez sin que un calambre me corte el aliento. Me restriego los ojos y miro los exámenes corregidos, las notas de las videoconferencias, la pila de libros anotados y reseñados en Goodreads, los mensajes de audio que he cruzado con los amigotes. Caigo en la cuenta de que hace una semana que no limpio cacas ni canto nanas ni cuento cuentos.

Qué felicidad.

Alguien escribía estos días en Twitter que le parecía trágico cómo muchos se alegraban de coger el virus porque así podían dejar de trabajar un rato. Otra tuitera respondía que habrás dejado de trabajar tú, bonica, porque lo normal es seguir teletrabajando durante la baja. A lo que a mí me dan ganas de contestar que, para una tercera categoría de trabajadores, hacer una jornada de teletrabajo sin tener un niño al lado que te saque los libros de la estantería o te quite los bolis para pintar en la pared ha terminado convirtiéndose en algo próximo al descanso.  

Quién habría dicho que, sin salir de mi cuarto, terminaría llegando a Estocolmo.

Día 8

Fecha prevista del parto. Salgo a hacerme el test que pondrá fin a mi encierro. Podemos considerar un triunfo que, de las cinco personas que había en casa, solo yo haya caído enfermo. O, mejor dicho, que solo yo haya caído enfermo de coronavirus, porque obviamente todos han ido pasándose estos días uno de los resfriados que Óscar se trae de la guardería.

Aun cuando el resultado es negativo —alguien escribía en Die Zeit esta semana que hay niños para los que «positivo» significa algo negativo, y viceversa—, me cuesta quitarme la mascarilla y acercarme a los demás. ¿Seguro que es seguro? Kathleen llama a un número de información y se ríen de ella, o sea, de mí. Acepto comer en el mismo cuarto, pero sin quitarme la mascarilla. Durante la comida, mis suegros hablan del piso que van a alquilar aquí en Hannover, y discuten sobre la mejor manera de encajar la encimera de su antiguo apartamento en la nueva cocina, sobre cómo disponer el tresillo en el salón sin que bloquee la puerta de entrada, sobre cómo vender una enciclopedia de veinticinco volúmenes de 1994, sobre la altura a la que deberán taladrar las baldas en la despensa empotrada, sobre si comprarle o no los muebles del balcón a los anteriores inquilinos, y lo hacen afirmando vigorosamente, aleternativamente, a veces simultáneamente una misma opinión y la contraria.

«Willkommen zurück», me dice Kathleen, pero yo apenas la escucho, pues en mi imaginación ya he regresado a ese dormitorio en el que, por un breve lapso de tiempo, fui joven de nuevo.