Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 28 de octubre de 2016

Y después de todo un mes despidiéndome y cerrando puertas tras de mí me fui a América de verdad y de una vez por todas. Anularon el último de los tres vuelos que debía tomar, lo que me valió seis horas de espera en el aeropuerto de Chicago, en un momento en que para mi reloj interior habían cerrado ya todos los bares. Kathleen me esperaba en el aeropuerto de Madison con un globo de helio y miles de planes.

Mi aterrizaje ha coincidido con un veranillo de San Miguel de inusitada suavidad. Los primeros días todavía vamos todos en mangas de camisa, comemos en la calle y andamos en bicicleta. Ahora ya ha empezado a entrar el otoño, pero con una timidez poco habitual en la región, si hemos de hacer caso a los taxistas. Los arces se oxidan majestuosamente, los escarabajos se cuelan en las cocinas y los vecinos llenan sus porches de calabazas.

En Bélgica los jardines suelen estar detrás de las casas, de modo que desde la calle uno sólo ve fachadas y muros de hormigón de tres metros de alto. Aquí, en cambio, como sabemos —sin saberlo— a través de innumerables películas, los jardines están alrededor de las casas y no hay muros que los oculten, sino generalmente vallas de madera bastante bajas y con los listones separados unos de otros, lo cual facilita que las ardillas y los conejos corran a atender sus negocios. Desde la calle se ve a la gente encender parrillas o tender la ropa al fresco. Nos sorprende también que pegados a las casas o a las aceras haya árboles enormes; no es raro encontrar ejemplares de más de un metro de diámetro, con copas soberbias que avanzan sobre la calzada y los tejados. Como, además, la mayoría de las viviendas y de los postes del tendido eléctrico son de madera, muchos barrios, como el nuestro, transmiten una reconfortante sensación orgánica. 

Entre los motivos tópicos y muchas veces falaces por los que en Europa admiramos este país nunca he oído mencionar estas cosas que, sin embargo, forman una parte reconocible del imaginario visual norteamericano.


No sé si por dejación o por ruina municipal, el alumbrado público en Madison es escaso, apenas el mínimo imprescindible para que se pueda ver a los peatones en los cruces. Esto, que podría producir aprensión en alguien más noctívago y gallina que yo, me gusta, porque hace que la noche parezca más noche. Un par de veces, antes de que se alumbre la farola, salgo con el ukelele y me siento a tocar en el porche, avergonzándome casi de no tener las preocupaciones del 99% de los estadounidenses y de poder pasar diez meses viviendo en el país en el que Hollywood quiso hacernos creer que viven.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Cuando iba al trabajo mi padre limpiaba sus zapatos todas las mañanas con los artilugios que guardaba en un pequeño cajón de limpiabotas. El cajón, de madera de pino, desprendía un olor penetrante a taller, y sus dos puertecillas estaban conectadas por una biela de modo que se abrían al mismo tiempo. Mi padre cepillaba sus zapatos en el balcón de la cocina y los lustraba con betún mientras yo me bebía soñoliento el Cola-Cao. Treinta años después le pregunto si tiene crema transparente para unos mocasines y me los quita de las manos:

—¡Anda, anda! ¿Adónde vas con eso?

Al cabo de diez minutos me los devuelve como nuevos: ya no se ven las rozaduras ni el saliente blanquecino que hizo el dedo gordo. Y con esos zapatos inauguro dos días más tarde el congreso de hispanistas que me retiene en Europa.

Todo lo que le pido a un congreso, cuando soy yo el que lo organiza, es que no haya catástrofes naturales, que nadie se aburra hasta el punto de autolesionarse y que el hotel al que llegan los invitados esté abierto. Las dos primeras expectativas se realizan, lo que constituye un éxito moderado pero suficiente. Las ponencias no son disparatadas y sólo una de las participantes anula su viaje.

Poco antes de que comience la conferencia de José Antonio P. B. hace aparición un espectador inesperado. Como escapado de una novela de Wells, con los hombros treinta centímetros por detrás del centro de gravedad, una gorra a cuadros, una chaqueta de cuero más descolorida que la mía y anacrónicas patillas de chuleta, Roger D. produce un considerable efecto entre la concurrencia. Pero el espectáculo no ha hecho más que empezar: apenas ha empezado a hablar el catedrático salmantino, Roger se levanta de su asiento y avanza hasta la cabecera de la mesa para sentarse al lado del ponente. Con una mano hace trompetilla alrededor de la oreja, pero su audición no debe de mejorar mucho porque casi inmediatamente se queda dormido. Media hora más tarde se despierta y tamborilea impaciente sobre la mesa. En la mesa hay un micrófono encendido y el tamborileo resuena como una caja que tocase a instrucción. A la conferencia sigue una mesa redonda que clausura el encuentro: nuestro visitante resopla varias veces, continúa tamborileando y, cuando estamos llegando a las conclusiones, pide la palabra.

Roger advierte que lo que va a decir no guarda demasiada relación con el tema del congreso. Se presenta de un modo algo elíptico como un residuo histórico de la universidad, y rememora las manifestaciones científicas que se organizaban cuando él estaba en activo, hace doscientos treinta años. Entonces, a la gente que quería intervenir se le acercaba un micrófono; ahora, sin embargo, descubre que todo el mundo habla con una rápida alternancia de turno, y se entienden sin que él sea capaz de oír nada. Esto —dice— le parece portentoso.

Con estas sabias consideraciones terminamos el encuentro y abrimos las botellas de vino de rosca que Jéromine compró a ultimísima hora en un Carrefour. Poco a poco los asistentes se van despidiendo y salen del paraninfo camino de la estación; Roger, en cambio, no sale ni con agua caliente. Alguien le ha presentado a David, mi suplente, y lo está volviendo loco. A una distancia prudencial afino el oído y compruebo que le está hablando, como a todo el mundo, de sus libros, que quiere legar a la biblioteca de Románicas. No obstante, una comprensible y no del todo consciente resistencia a desprenderse de ellos sabotea sus planes, porque son tantas las trabas y los impedimentos que se inventa a cada paso que el traspaso de un número de ejemplares muy razonable lleva estancándose cerca de tres años. Roger propone complicados procedimientos que luego él mismo descuida u olvida cumplir. El año pasado, después de muchos encuentros y prolegómenos, confeccionamos una lista de los volúmenes que nuestra universidad tendría interés en albergar. Meses después la perdió, igual que extravió la copia que le envié —dos veces— por correo electrónico; le he dado en mano una fotocopia, y ahora se le ha ocurrido que para interpretar esa lista es del todo imprescindible un plano con la ubicación de las estanterías. Yo le dije el otro día por teléfono que recuerdo haber visto dicho plano y que incluso creo tener una copia que me dio hace dos o tres años, pero que me resulta difícil encontrarla porque he ordenado mi despacho con vistas a la excedencia.

—Si no apareciera el plano tendría que venir alguien a casa para copiarlo, porque yo tengo el original, pero como está dibujado con tinta roja no saldrá bien en la fotocopia...

David atiende con una cortesía verdaderamente heroica.

—Pobrecito —me dice Jéromine en un aparte—; ¿vamos a salvarle?

—No, déjale cinco minutos más. Esto también forma parte del trabajo.

Todo está bajo control y puedo irme tranquilo a otro continente, o a donde quiera que Roger no pueda encontrarme.

domingo, 2 de octubre de 2016

Ayer estuve en las jornadas de zarzuela de Cuenca, donde echaron una estupenda versión a lo Kurt Weill de El sobre verde; el director de escena nos participó poco antes de la función lo orgulloso que estaba del montaje, y explicó que en el teatro las escenas vienen escritas y es en las transiciones donde tiene que «saltar la chispa». Entiendo que es en el hilván de los retales donde ha de buscarse lo específico de cada puesta en escena. Estoy hablando de esto en casa de mi hermano Nacho, que nos ha invitado a comer, cuando me interrumpen:

—¡Vamos, que nos vamos!

—Bueno —respondo— vámonos, pero que sepáis que aún falta una hora...

Nos ponemos a caminar a toda mecha. Adonde vamos es a ver Reikiavik, de Mayorga. Un cuarto de hora más tarde pregunto si falta mucho.

—Estamos llegando ya al punto de enganche de bicicletas, que está detrás del auditorio. Luego es todo cuesta abajo.

—Ah.

Nacho y Eva se han sacado el abono del Bicimad e intentan amortizarlo cuando no salen a la calle cargados de churumbeles, pero quiere la fatalidad que hoy no haya más que una bicicleta libre en el perno. Nacho la saca y bajamos despendolados a Avenida de América, donde hay otras dos, aunque una de ellas se la está llevando un hipster en nuestras barbas. Pues vaya lata. En los últimos meses ha habido un montón de robos de bicicletas —«algunas han llegado hasta Rumanía», apuntan los servicios informativos, siempre rápidos en divulgar prejuicios—, y como el servicio funcionaba a la pata la llana el ayuntamiento ha terminado comprando la concesión. Se conoce que la empresa concesionaria ya ha desentendido del asunto, y a día de hoy se llega antes a los sitios montado en uno de los leones del Congreso que en una bici del servicio público.

Entre tanto son las cinco y media, así que les digo a Eva y Nacho que vayan saliendo y que yo iré en metro. ¿Adónde? Al teatro Valle-Inclán. Mientras bajo las escaleras mecánicas repaso las combinaciones: línea 4 a Diego de León, 5 hasta Callao y luego la 3 (pero el transbordo de Diego de León toma mucho tiempo); línea 4 hasta Argüelles y 3 hasta Lavapiés (pero son 15 paradas, y ya sólo faltan 20 minutos para que empiece la función); línea 6 hasta Pacífico y 1 hasta Antón Martín (¡no! ¡la línea 1 está en obras!); línea 6 hasta Manuel Becerra, 2 hasta Sol, 3 hasta Lavapiés... Las constelaciones de paradas son como partidas de ajedrez que uno le echase a la tarde. Según entro en el vagón me decido por una opción audaz: línea 6 hasta Legazpi y transbordo a la 2: son también muchas paradas pero un solo transbordo, relativamente cómodo, y por suerte cojo ambos trenes nada más llegar al andén.

Salgo dando boqueadas a la plaza de Lavapiés y veo que alguien me hace señas desde la puerta del teatro. Es una empleada, que me recibe con la urgencia de la azafata que está cerrando la puerta de embarque:

—¡Estamos a punto de empezar, suba al segundo piso! —dice, mientras me devuelve la entrada troquelada y, con el mismo giro experto de muñeca, me impulsa en dirección a la escalera. En la puerta de la sala un acomodador habla por un walkie-talkie: «¡el águila está en el nido!, ¡cierren compuertas!». Entro en la sala desfondado y una enfermera me deposita en el asiento que me corresponde; a lo lejos veo a Nacho y a Eva vitorearme:

—¡Parecías el cuarto actor!

La obra sólo tiene tres actores y yo venía a ser el cuarto actor que atraviesa como una exhalación la cuarta pared. Después de haber pasado por las jornadas de zarzuela de Cuenca, me desconcierta que no canten ni bailen. La obra me empieza a interesar cuando entiendo que, aunque sólo hablen de ajedrez, no trata de ajedrez. Son en realidad dos tipos raros que tratan de transmitir a un muchacho su pasión por encarnar a otras personas. Lo que ocurrió en Reikiavik en 1972 —el encuentro entre Fisher y Spassky— es inalterable y está escrito en un librito manoseado que los dos apasionados conocen de memoria. La victoria o la derrota no se puede cambiar, dicen; lo que sí se puede cambiar es el talante con el que se asumen. Es, en resumidas cuentas, una formulación grandilocuente y esencialista de lo que nos contó ayer el director de El sobre verde. Pienso que Mayorga no tiene razón, que ni el teatro es una simple actualización de textos ni los papeles teatrales son vidas vicarias. El teatro también pueden ser muchachas que enseñan la liga mientras cantan coplas satíricas contra el gobierno, y también es su sufrido público, y un edificio con asientos de terciopelo y una boîte en el sótano.

—Bueno, vámonos a casa, que hemos dejado a los niños con los abuelos —dice Nacho mientras tironea en vano de una bici que tiene el piloto verde. Media hora más tarde estamos en la glorieta de Atocha haciendo verónicas y gaoneras a un tropel de taxis ocupados.