Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

De nuevo en Madrid, doy un largo paseo con Rafa, desde su nuevo apartamento en La Latina hasta Alonso Martínez. Empezamos comentando el laberinto político actual pero terminamos hablando de las redes sociales.

—Yo preferiría llamarlas «comunidades digitales» —digo—, porque si no, parece que las relaciones sociales las hubiera inventado internet.

Rafa hace un uso muy racional y controlado de los programas de socialización. Da clases de inglés desde su pueblo a través de Skype; me muestra su cuenta de Facebook y me demuestra que lo utiliza como una revista de prensa personalizada; muy del ciento al viento se mete en Twitter «para ver qué se cuece»; durante las cuatro horas que pasamos charlando sólo consulta WhatsApp una sola vez y es a instancias mías, porque le pedí que le pasase un recado a Kathleen. Son para él medios nuevos para hacer cosas viejas. En cambio, me temo que para muchos de quienes vienen detrás de nosotros las comunidades digitales sean fines en sí mismos que hay que alimentar con dosis reducidas pero cotidianas de sacrificio y falsedad.

Sentados al fin en una cafetería, Rafa me pregunta si no me preocupa quedarme rezagado, o dejar de vivir en el presente, o al menos yo entiendo que me plantea esa pregunta que, en formulaciones diferentes, escucho cada vez con más frecuencia por no socializar más en línea. Mi respuesta esta tarde me resulta menos desorganizada e incomprensible de lo habitual. Le respondo que tratar de mantener un conocimiento actualizado de todo lo que ofrece en cada momento la industria del entretenimiento —nada menos— exige un entusiasmo inmoderado y un tiempo que no tengo. Ni los tengo yo ni los tienen muchas otras personas que también viven en el presente, pero un presente roído por el trabajo, los hijos, el voluntariado, la enfermedad y con frecuencia algún vicio posesivo. Por ello, esa experiencia del presente total, del presente absoluto, es lo más seguro una quimera y en el peor de los casos un reclamo publicitario. Pero además intuyo de un modo oscuro que hay algo valioso en que coincidan en un mismo año personas anacrónicas, gentes con distintos modos de vida que se sienten cómodas en épocas diferentes. Sería otra forma de entender la multiculturalidad, una forma quizá más auténtica, porque lo que veo en las capitales europeas supuestamente multiculturales es más bien capitalismo tardío con rollitos de primavera, un melting pot de baratillo. El fantasma de la libertad se ha manifestado... y era el wifi. 

Mientras camino hacia el restaurante de la calle Almagro en el que he quedado con Giselle, Kathleen y Patricio, me digo que debería tomar nota mental de esto para escribirlo en mi dietario y que no se me olvide. Creo que tiene que algo ver con lo que vengo intentando con los artículos y con las ediciones de estos últimos años: reivindicar como contemporáneos de sus contemporáneos a escritores que fueron desdeñados como anacrónicos. Es cierto que hay diferentes niveles de cultura, con ritmos disparejos, pero no me parece políticamente aceptable que sólo algunos sean considerados legítimos en cada momento.


Me siento a la mesa de Lamucca algo cansado de andar y de hablar pero feliz de reencontrarme con mis amigos y con las alcachofas a la plancha. Giselle nos explica la actualidad social y presidencial en Venezuela, donde su hermano trata de vender videojuegos sin sucumbir al lado oscuro.

—Hablando del lado oscuro, ¿habéis visto ya la nueva película de Star Wars?

Nos olvidamos de Venezuela para discutir El despertar de la fuerza, que efectivamente acabamos de ver los cuatro. A Patricio, que ha estado trabajando un mes de crítico cinematográfico, le ha gustado mucho que los efectos especiales fueran tan contenidos. Kathleen nos resume el comentario que Frank K., su jefe, ha escrito recientemente en Facebook. Frank fue a ver la nueva entrega galáctica con su hija de 14 años, a la que la idea no entusiasmaba demasiado y que de hecho se negó en redondo a preparar la proyección viendo antes en casa El retorno del jedi. Sin embargo, acabó disfrutando de la película porque —decía— la protagonista era parecida a la de Hunger Games.

—A mí me ha parecido fan fiction de alto presupuesto —dice Kathleen—, una de esas secuelas que hacen los aficionados reuniendo los mejores momentos y transponiendo algunos detalles como el género o la raza de los personajes.

Frank K. también escribió en Facebook que había visto llorar a algunos espectadores.

—Yo lloré cuando aparece Luke —dice Patricio—. La escena final en la que Rey lo encuentra es, además de estremecedora, la más cara de la película: al actor han tenido que hacerle miles de retoques digitales para que parezca tan viejo como debería ser, porque se ha hecho tantas operaciones estéticas que cuando empezaron el rodaje ni siquiera tenía aspecto humano.

Yo ni llóré ni entendí qué falta hacía que encontrasen a Luke Skywalker. Me explican a coro que viene a ser algo así como la aparición de Dom Sabastiaõ, un líder que regresa de entre los muertos para reunir a sus tropas y devolver al pueblo luso, o jedi, el lustre de antaño. A mí me parece que, para ser una sorpresa, venía anunciada ya por demasiados heraldos: el Halcón Milenario, Han Solo, Chewbacca, Leia y hasta los Laurel y Hardy robóticos van reapareciendo por goteo durante las dos horas anteriores.

Kathleen tampoco quedó muy convencida con ese final. Por un lado, dice, la irritaba que el cliffhanger que conduce a la siguiente entrega de la saga estuviera tan marcado; por otro, lo que a ella de verdad le habría gustado es que, al aparecer Luke al final de la película, no hubiera envejecido, sino que siguiera teniendo el mismo rostro que en La guerra de las galaxias. Esto habría exigido también una mano de Photoshop, pero quizá menos importante de la que requería hacer verosímil al Mark Hamill de 2015.

Ese final habría sido brillante y habría convertido a la película en una magnífica metáfora de sí misma, pues para todo el mundo ha terminado resultando evidente que su auténtico tema es la abolición del tiempo, la recuperación de la experiencia de sentarse en un cine en 1977 y de ver como si fuera la primera vez el Halcón Milenario, la cantina galáctica, el duelo de sables láser y la incursión de los X-Wings en la Estrella de la Muerte, aunque ahora no se llame Estrella de la Muerte sino otra cosa. El envejecimiento de todos los actores e incluso de la alta nobleza jedi constituye una traición imperdonable al imperio de la nostalgia.

viernes, 11 de diciembre de 2015

—Mira qué voz tengo —me dice mi madre por teléfono. Suena como un teleñeco.
—¡Mira qué voz tengo yo! —respondo con entusiasmo: estos días pensé que me estaba volviendo imbécil, y era que estaba incubando una faringitis.

A continuación llamo a Kathleen: «¡Mira qué voz tengo!». Teóricamente debemos encontrarnos mañana en Hannover para acudir a la fiesta de una amiga suya, y luego seguir viaje hasta Berlín, donde hemos quedado en hacer fondue con Julia y Chris. Todo me haría mucha ilusión si tuviera el cuerpo serrano. Kathleen me pregunta si aún quiero ir a Hannover, y yo le digo que haré lo que ella prefiera, dejando que mi voz de Corleone sugiera lo que yo no me atrevo a sugerir, pero para Kathleen el compañerismo matrimonial está por encima de la compasión. «En la salud y en la enfermedad» lo había entendido yo siempre de otra manera.

De modo que al final fui a Hannover, me quedé en el hotel mientras ella iba a la fiesta de su amiga, le pegué la faringitis, llegamos a Berlín, pusimos a infundir medio kilo de salvia y aplazamos la fondue.

No recordamos haber estado antes enfermos los dos a la vez. Resulta económico, porque el baño con eucalipto cunde más, se agotan las cajas de medicamentos y no hace falta cocinar un plato para enfermos y otro para sanos. Uno puede hundirse en el derrotismo y disfrutar de su condición miserable junto a ese compañero de infortunio que poco puede contagiarle ya. Por la noche, mientras vemos una película sobre el fin del mundo, le digo «¡ánimo! Piensa que estas cosas entrenan al cuerpo». Pero ella responde enfurruñada «¡sí, lo entrenan a morirse!».

No la sabía yo tan filosófica. El sistema inmune se entrena con cada enfermedad y en cierto modo aprende a sobrevivir, pero la enfermedad también nos recuerda que el tiempo de esa supervivencia está medido, y que resulta irresponsable despilfarrarlo viendo vídeos de gatos en YouTube. La faringitis nos pone la ceniza en la frente, y las galletas con forma de minions que me ha traído Kathleen me sirven de viático. En cuanto remite la fiebre bato el récord de velocidad en la redacción de una reseña (modalidad «bombardeo de napalm») y dejo a medio leer otro libro de Vila-Matas: hay muchas y mejores cosas que hacer antes de regresar al polvo.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Un colega ha organizado un congreso titulado «Leer, pensar y escribir hoy». Parecía un tema lo bastante amplio como para que cupiera dentro cualquier cosa, ¿verdad? Pues no. La profesora que ha pronunciado la conferencia inaugural, una catedrática de la universidad de Columbia, ha conseguido evitar relacionarse con cualquiera de los tres verbos propuestos. Si el congreso se hubiera llamado «Disparatar, especular y mistificar hoy» seguramente habría hecho mejor papel.

En realidad sí pronunció la palabra «leer», aunque sólo una vez y en una frase cuando menos rara: «La obsolescencia y politización del tiempo eran una forma de leer el presente». Menuda frase. Es una frase que me produce una reacción casi animal de disgusto, algo así como una tirria infanticida, y no sé por qué, porque su sintaxis es más o menos correcta. Frases como esta eran las que de antiguo conjuraban los demonios. Quizá lo que la profesora quería decir era que el presente no se explica solo, que hay que conocer el pasado para comprender el presente, pero para eso habría que ser un poco historiador, y ella se alegra de no serlo.

—¿De verdad ha dicho que afortunadamente no es historiadora? —le pregunto a la persona que está sentada junto a mí.
—Sí, de verdad lo ha dicho.

Al parecer, en las universidades de élite norteamericanas la gente va tan sobrada que se enorgullece de no saber cosas. Igual es una reacción refleja frente al conocido antiintelectualismo estadounidense, pero eso vendría a ser como argumentar contra el racismo pintándose la cara de blanco.

La ponente estrella no ha sido la única en ufanarse de su ignorancia. Uno de los cuentistas hispanoamericanos a los que ha reunido la organización del congreso asegura que su obra trata fundamentalmente —y cito— «de eso de mi ignorancia de lo que es el realismo». Si tuviera dos horas libres varias de las personas presentes en la sala podrían explicarle lo que es el realismo para que pudiera dedicarse al fin a escribir sobre la repoblación del lobo europeo, la bisutería cristiana de plástico fosforescente o —y esto es un asunto que de verdad merece una autoficción— los líquenes que sobreviven durante semanas en el espacio exterior en ausencia completa de nutrientes, gases e internet.

Este mismo autor, el mexicano David T., nos explica que cuando imparte talleres de escritura todos sus alumnos usan términos de comparación cinematográficos: «esto es un giro tan inesperado como lo de las ranas en Magnolia», «este personaje se parece al Sr. Lobo de Pulp Fiction», «imagino este relato como una película de Wes Anderson»... Incluso cuando hablan de Doctor Zhivago se refieren al final de la adaptación, y no al de la novela de Pasternak. Cuando David T. les prohíbe que hablen de cine y les encarece que pongan ejemplos literarios, los aspirantes a escritores simplemente se callan. «¿Por qué?», se pregunta nuestro novelista. La respuesta es evidente, pero pronunciarla en voz alta sería como quitarle un dulce a un niño.

Curiosamente, en cuanto se empieza a hablar de películas los propios escritores se vuelven dicharacheros. Alejandro Z. obtiene de mí el respeto que no le ganaron sus relatos cuando afirma que decir que Breaking Bad es una novela constituye una enorme estupidez. También Hernán R. echa su cuarto a espadas, esta vez en defensa del séptimo arte: a sabiendas de que David T. reverencia la novela decimonónica, explica que leer una novela en el siglo XIX era sobre todo ver un mundo reconstruido. La frase es inteligente; más aún —lo uno no es condición necesaria de lo otro—: es probablemente cierta. Los fundadores de la estética realista describieron su actividad mediante analogías de la reproducción visual de la realidad: «panorama», «cuadro», «daguerrotipo», «linterna mágica», etc. Pero para darse uno cuenta de eso le tiene que gustar un poco ser historiador.