Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 14 de noviembre de 2020

 «Estoy oyendo crecer a mi hijo», escribía Umbral a toda página. Savitzkaya habla de su hija Louise —Exquise Louise— en los términos que uno emplearía para exaltar a un unicornio volátil salido de una crisálida de algodón de azúcar. Hay hombres para los que un hijo es, ante todo, una ocasión de filosofar, lo mismo que un velatorio o una colonoscopia.

«Dondequiera que hay niños hay una edad de oro»: la frase, de Novalis, la cita Juan Ramón Jiménez en su prólogo a la edición de 1914 de Platero. Bien pueden decirlo, ya que ni uno ni otro tuvieron que criarlos. Silvina Ocampo, que tuvo que criar a un hijo que ni siquiera era suyo, escribía en cambio: «No tengo ni un minuto para dedicarme a la contemplación de nada ni de nadie». A lo mejor para Ocampo la edad de oro no eran los niños, sino lo que había antes de los niños.

Hay un tópico biempensante —otro más— según el cual los hijos relativizan las cosas. El niño sería el verdadero absoluto, una unidad de medida imperfectible en la medida en que es inalcanzable, una cosa así como el año luz. Conforme a este lugar común, cualquier alegría humana siempre será una fracción de la alegría infantil; cualquier desgracia siempre será preferible a la desgracia de un niño; cualquier experiencia cultural, cualquier reto profesional, cualquier placer mundano palidecerán en comparación con el quality time vespertino que pasamos con esa especie de mogwai lampiño al que legaremos nuestras deudas.

Esto de la relatividad hay que relativizarlo. Hoy se ha ahogado en el Mediterráneo un niño de la edad de Óscar, por lo que me cuesta quejarme con el furor de otras veces. Pero dejando a un lado lo que me susurran las vísceras, me obligo a pensar que hay mejores argumentos para convenir que si algo relativiza las cosas es el equilibrio de los ecosistemas, por ejemplo. O la cifra de congéneres que sobreviven bajo el umbral de la pobreza. O el número de reses sacrificadas anualmente en todo el mundo para alimentar la imparable plaga de sapiens. O la visión de nuestra galaxia en un cielo libre de polución lumínica. O, rebajando la analogía a nivel usuario, el trabajo de enfermeros, editoras, maestros, cirujanas, hortelanas, periodistas, carteros, traductoras, nutricionistas, guardabosques, el trabajo de todos los que ejercen profesiones todavía socialmente útiles y antes que ninguno probablemente el trabajo de los marineros del Open Arms que intentaron reanimar —y al principio parecía que iban a conseguirlo, que lo tenían estabilizado y aguantaría hasta la llegada del helicóptero— el cuerpo de ese niño de la edad de Óscar del que hablaban esta mañana en la radio.