Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Nuestra secretaria ejecutiva está de baja por un embarazo complicado, y nos han puesto una suplente. Hace quince días fui a verla porque me llegó el recordatorio de la actualización de los presupuestos para el año que viene. Cada profesor es titular nominal de una serie de cuentas bancarias internas, que responden a congresos organizados, a la gestión de doctorandos o a siglas completamente inextricables. Cada año hay que actualizar el presupuesto de todas ellas. ¿En qué consiste esta operación? No tengo ni idea, porque es competencia de la secretaria ejecutiva del departamento.

Ayer me llegó otro recordatorio, en tono ya abiertamente ominoso, por lo que le envié un correo electrónico a la secretaria suplente preguntándole si había tenido ocasión de hacer la actualización presupuestaria. He aquí su respuesta: «Cher Monsieur: N’ayant pas accès au programme, je ne sais pas vérifier les prévisions budgétaires pour l’année prochaine. De plus, je termine mon travail à l’Université cette semaine. Vous pouvez vous entretenir à ce sujet avec Monsieur J***. Bien à vous, etc., etc.».

Lo cual, traducido, quiere decir: «Lo que te dije que iba a hacer no lo he hecho, y si no me llegas a preguntar ni te enteras. Hay un programa informático que es fundamental para mi trabajo pero resulta que en todo el tiempo que llevo aquí no he conseguido abrirlo, qué le vamos a hacer. Como sólo me queda una semana de trabajo, pienso pasármela cargando fotos de animales graciosos en Facebook. Arréglatelas solo. En caso de duda, puedes dirigirte a la misma persona que te ha estado mareando estos últimos meses dándote informaciones contradictorias y haciéndote quedar mal con varias fundaciones y editoriales. Que te den. Atentamente, etc., etc.».

Después de haber desahogado mi cólera desmembrando a cinco estudiantes y comiéndome un retroproyector, me siento delante del ordenador y abro el programa SAP. Se trata de un programa diseñado por extraterrestres cuya principal función consiste en transformar el dinero en antimateria. Por suerte hay un vídeo explicativo. «Seleccione una celda de la tabla haciendo clic; vuelva a hacer clic hasta que la celda aparezca resaltada en amarillo; introduzca el porcentaje de repartición resultante de amalabar el noema; valide su selección seleccionando validar». Lo dejo y salgo a buscar otro retroproyector, pero ya sólo quedan pizarras inteligentes.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Mi hermano Nacho me envió ayer un artículo de una tal Miya Tokumitsu, joven doctora de la universidad de Pennsylvania. El artículo se ha reproducido por todas partes, está muy bien escrito y llama mucho la atención, porque pone en tela de juicio uno de los pilares de nuestra sociedad, una de esas máximas que se pintan en cerámica de Talavera y se cuelgan detrás del mostrador: «lo importante es trabajar en algo que te guste». Este lema —dice la autora— es ilusorio, traduce en fracaso las ocupaciones poco gratificantes y oculta las duras condiciones de vida de quienes concretan en la cadena de montaje las ideas geniales de los creativos, que son los únicos que realmente tienen un curro que mola.

La autora también dedica varios párrafos al mundo académico, donde la ideología del «do what you love» justifica una carga de trabajo muy superior a los límites legales, así como la intrusión de lo profesional en el ámbito privado. Deberíanos preguntarnos —concluye Tokumitsu— «quién se beneficia de hacer que el trabajo parezca no-trabajo».

El artículo tiene un mérito incontestable, y es darle la vuelta a un lugar común con el que se han venido tomando alegremente decisiones gordas. «Al niño lo que le gusta es tocar la batería, y eso es lo que importa»: igual no, señora, igual no. Por otra parte, en la clase trabajadora tales planteamientos son infrecuentes: el niño bajará a la fábrica cuando toque, porque es lo que hay (sobre todo ahora que las becas están como están).

Bueno, venga, de acuerdo, quedo muy agradecido por esta idea vírica a la joven doctora Tokumitsu. Pero le veo dos pegas. La primera no se me ha ocurrido a mí solo, sino que la he leído en un artículo que responde a una publicación previa del mismo texto, y dice así: amar el trabajo que uno hace no sería tan chungo en otro sistema económico, por ejemplo en el mundo de luz y de color que anhelaron los socialistas utópicos del siglo XIX. El problema no es que a uno le guste o le deje de gustar lo que hace, sino la división del trabajo en un régimen capitalista. Porque ¿cómo puede a alguien gustarle lo que hace si se trata de una actividad muy específica y debe repetirla a razón de ocho horas diarias? Si ver El Intermedio, que es una cosa hilarante, cansa pasadas seis o siete horas, ¿cuánto tardará uno en cansarse de llamar a números de teléfono aleatorios para proponer una promoción con trampa? Calculo que poco. Pero en el paraíso socialista no hay teleoperadores, sólo artesanos renacentistas y gachises.

Lo segundo que le reprocho al artículo de Miya Tokumitsu es que dé el mismo trato a cualquier tipo de trabajo. Quizá me equivoque, pero yo creo que el auténtico drama no es la vida de los profesores universitarios occidentales, sino la vida de los niños que extraen coltán o tierras raras para la fabricación de teléfonos móviles en las minas de África central, con un palo y una escudilla. Es verdad que el trabajo académico exige (en palabras de Marc Bousquet, citadas por Tokumitsu) «un alto nivel de intensidad intelectual y emocional durante cincuenta o sesenta horas a la semana» con un salario que —aunque no siempre es comparable al de los camareros, como allí se afirma muy a la ligera— tarda en alcanzar el nivel de otros profesionales de la educación, y rara vez lo supera. Pero precisamente: la jornada del profesor universitario ofrece «horas y horas de alto nivel de intensidad intelectual y emocional», y en ese sentido no es comparable en intensidad física y alienación emocional a la de los camareros. Por lo menos a la de los camareros que trabajan por cuenta ajena, si es que hay otros. 

El de la universidad es un trabajo estimulante, en el que uno puede fijar sus propios objetivos, en el que puede obtener ayudas económicas para llevar a la práctica ciertos proyectos, en el que se tiene una enorme influencia en la formación intelectual de los profesionales del mañana. Es un trabajo de horarios flexibles (para ciertas cosas), con una función social clara (sobre el papel), en el que se goza de cierto reconocimiento social (y hay que aguantar también ciertos clichés). De acreditaciones, sexenios y papeleo administrativo mejor no hablamos. 

En una conversación a varias bandas por correo electrónico, una amiga reaccionaba al artículo de marras deplorando que el mundo universitario fuera tan poco propicio a la maternidad. Citaba el caso de una catedrática que no había encontrado el momento de tener hijos, pero no lo lamentaba porque hacía lo que le gustaba. ¡Ah! Ahí salió el latiguillo. La historia se traía como ejemplo de autohipnosis, o de adoctrinamiento sistémico, porque esta señora había llegado a convencerse de que estaba satisfecha con el trabajo que tenía, y había olvidado que tener hijos debe ser la prioridad de toda mujer.

Supongamos que la catedrática hubiera dicho que no había encontrado el momento de dar la vuelta al mundo en bicicleta, pero no lo lamentaba porque al menos hacía lo que le gustaba: ¿sería percibido de la misma manera, como un sacrificio que no se le debería exigir a nadie? Las estadísticas de realización personal —Kathleen me enseñó una hace unos meses— muestran que la mayoría de los padres descubre que tener hijos no les gusta tanto como creían, y que echan de menos dedicar más tiempo a seguir trabajando en lo que no les gustaba.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Conferencia de Jean-René Ladmiral en la vetusta aula Wittert, con sus pupitres corridos de madera, intolerables más allá de una hora y media. El ponente nos es presentado como un dinosaurio de la traductología. La denominación misma de la disciplina se le atribuye. Es traductor de Kant, Nietzsche, Adorno, Habermas, y mucha gente se sorprende de que siga vivo, no tanto por lo que tiene de viejo como de canónico. En su último libro, Sourcier ou cibliste, discute sus dos creaciones terminológicas más célebres, dos términos que designan actitudes contrapuestas frente a la traducción y que irónicamente resultan difíciles de traducir; por ello, las ideas de Ladmiral se discuten en muchos países sin haberlas leído, a través de referencias de aquéllos que han tenido acceso a las ediciones francesas. «Sourcier» y «cibliste» son adjetivos derivados respectivamente de «source» y de «cible», las culturas originarias y destinatarias del proceso de traducción, de modo que una adaptación castellana podría ser «originalistas» y «destinalistas». No obstante, los innumerables juegos y torsiones a los que Ladmiral (y sus detractores) han sometido estos términos hacen vana la pretensión de aclimatarlos a otras lenguas.

El prestigio intelectual de Ladmiral contrasta con el tono cómico de su ponencia —por momentos recuerda a las de Ramón Gómez de la Serna— y con su indumentaria viejuna. Lleva las gafas de Michael Caine, una chaqueta roja y una corbata azul celeste que se da de patadas con todo lo que se le acerque como no lo haría un quinqui acorralado. Parece uno de esos tipos que cantan los números del bingo, y dicen —me lo contó Adelaida— «¡el 20, pelao!».

Ladmiral apuesta por una traducción distanciada del significante original. A modo de demostración empírica, pasa revista a las traducciones francesas del famoso dilema hamletiano: «être ou ne pas être, telle est la question», «voilà la question», etc., y, concluido el repaso, propone como modélica la solución destinalista que encontró en una edición canadiense: «Vivre ou mourir, tout est là». Esta traducción —dice— se aleja mucho del enunciado literal, pero expresa perfectamente para el lector francófono el sentido de la frase inglesa en su contexto. A fin de cuentas, nunca se traduce el texto: lo que se traduce es lo que pensamos que pensaba el que escribió el texto cuando lo escribió. Por ello, podría decirse que «vivre ou morir, tout est là» no sólo es mejor que todas las formulaciones francesas, ¡también es mejor que la de Shakespeare!

Cuando se apagan las risas, Ladmiral enlaza con la anécdota de un examen oral de literatura. La estudiante entra al despacho y empieza a divagar, esperando quizá que el profesor le dé alguna pista con la que salir del paso. El profesor, que es duro de pelar, la deja enfangarse y al cabo de un rato le pregunta: «pero vamos a ver, señorita, ¿ha leído usted el libro?». La estudiante tiene una salida inspirada:

—No personalmente.

Aunque muchos de los chascarrillos que ha contado Ladmiral están desconectados unos de otros, en esta ocasión el chiste viene muy al pelo. «¿Leemos el libro si leemos su traducción?», se pregunta retóricamente. Y se contesta por silogismos: la traducción literaria no consiste en descifrar un texto, sino en habitar una lengua; sin embargo, raros son los lectores para los que la lengua de un original extranjero es una segunda vivienda en la que pasan largos meses del año; por lo cual, la mayor parte de las veces la mejor manera de leer literatura extranjera es la de la estudiante de la anécdota: no personalmente.