Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 28 de febrero de 2016

Segunda edición de cierto premio a los mejores trabajos de fin de carrera del hispanismo belga, ahora en la modalidad de lingüística. Esta vez no sólo no hemos ganado sino que ni siquiera hemos mandado ningún concursante. En nuestra universidad no hay puesto de lingüística española y las tesinas que se han escrito en esta disciplina en los últimos cuatro años se cuentan con los dedos de una mano.

El interés que despertó la primera edición del premio ha decaído en la secuela. Su alteza la infanta —la hermana del rey abdicado— no ha podido venir, y a la hora del piscolabis se nota la ausencia del cortejo de cortesanos. El duque que entrega el premio cabecea durante los discursos de los catedráticos; por suerte para él y para todos, alguno de los que tenía que hablar se ha olvidado de venir. Por lo menos están los seis candidatos, la mayoría en vaqueros; aquí y allá, algún padre visiblemente desconcertado por la pompa de la ceremonia. Haciendo un cameo sorpresa estamos Robin L., alguna postdoc de Lovaina y el menda.

Es como una de esas obras de teatro off off en las que hay más actores en el escenario que espectadores fuera del escenario, y muchas veces ni siquiera hay escenario, sino que la representación se lleva a cabo en el salón de actos parroquial, y la madre del actor sin experiencia que hace de actor sin expectativas termina haciéndose cargo de ovacionar en solitario pero con dignidad.

Al pasar lista se me ha olvidado contar a los cónsules, procónsules y consejeros de la Embajada, porque se mimetizan entre el mobiliario de la Academia. Cuando termina el acto charlo con una diplomática de carrera, madrileña, muy simpática. Ella ya pasó por su país malo.

—Supongo que no lo llamaréis así.
—No. Lo llamamos «país C». Hay «país C», «país C especial» y «país C especialísimo». País C es, por ejemplo, Irak, o Afganistán.
—La leche. ¿Y qué es, entonces, un «país C especial»?
—Siria.

Me imagino a ese licenciado de políticas que acaba de sacar las oposiciones al cuerpo diplomático y ve en la lista que le corresponde un destino «C especial», sin sospechar que lo que parece una talla de sujetadores es lo más parecido a una condena a muerte que puede encontrarse en Europa. 

Tanzania —me explica la madrileña— no es especial, pero es C porque está en África, y África cansa. Poner las mosquiteras, cerrar muy bien las ventanillas del coche, encontrar productos básicos en el mercado, no salir solo a la calle, prevenir enfermedades mortales y asistir a cuatro o cinco recepciones por semana representa al final un esfuerzo desproporcionado para hacer algo tan sencillo como es la vida de todos los días.

Por la noche estoy invitado a cenar en casa de Jacques De B., en Sint Niklaas. Coincido allí con cierta persona que ha tratado mucho a los duques filántropos y que forma parte del boato consular español, a pesar de lo cual conserva una gran calidad humana y una preocupación genuina por promover las lenguas y culturas nacionales. Después de una o dos copas de vino —un tinto biodinámico que han traído expresamente desde una bodega de Logroño— le pregunto si no cree que el esfuerzo invertido en la ceremonia de esta mañana sería digno de mejor causa. Yo digo «esfuerzo», pero mi interlocutor, que es hombre de mundo, entiende que quiero decir «dinero»:

—En realidad, muchas de las actividades de las fundaciones no las pagan ellas. Lo que hacen es dar una salida legal a grandes fortunas que quieren desgravar dinero.

Más tarde me enteraría de que a la deducción prevista ha de sumarse, además, un 5% por tratarse de un programa de investigación universitaria. O sea, que el embajador, sus monaguillos, el cuñado del rey, la mitad del hispanismo belga y cinco eminencias españolas —entre ellas el académico Ignacio B., director del diccionario combinatorio y de la gramática descriptiva— hemos estado pringados esta mañana de sábado para que pague menos al fisco algún ricacho que se habrá pasado el día esquiando en Suiza o cazando elefantes en Tanzania. Quien mejor papel ha hecho hoy ha sido su alteza la infanta, que no ha venido.

martes, 23 de febrero de 2016

—¿Pero cómo? ¿Tú no eres bilingüe?

Después de siete años en Valonia empiezo a oír con frecuencia esta pregunta. En francés —esa lengua en que la letra Q se llama «culo»— hago compras, escucho audiolibros, escribo correos electrónicos, hago agit-prop contra el rector e imparto entre dos y cuatro horas de clase por semana. Por supuesto, muchas veces vacilo al escribir una palabra, calco la sintaxis del español o digo «caballos» queriendo decir «cabellos», pero cada vez con más frecuencia me encuentro explicando a mis estudiantes, que son unos bigardos de veinte años, lo que significa en su propia lengua «ascesis», «bula» o «estoicismo».

Esto, que puede impresionar a algunos, no tiene más mérito que el de la edad. Esta larga inmersión no sólo no me ha hecho bilingüe, sino que me ha hecho perder la fe. La fe en el bilingüismo. El bilingüismo es, como el horóscopo o como la superioridad intelectual de los escritores, una creencia popular.

Debido a su carácter legendario, el bilingüe es un ser de escasa densidad y de contornos difusos. Más de una vez he oído que es bilingüe quien conoce los nombres de los pescados, o quien sueña en el otro idioma. De ser correcto esto último, yo podía considerarme bilingüe nada más llegar a Ruán: la necesidad de resolver trámites trascendentes en una lengua que no comprendía me tenía tan aterrorizado que me despertaba por las noches gritando «croissant! chapeau! moustache!».

Otros suponen que el bilingüe es uno que piensa en la lengua extranjera, pero para pensar en la lengua extranjera primero hay que pensar, y eso ¡es tan infrecuente! Se intuye que es bilingüe quien insulta en otro idioma, porque insultar es como pensar, pero en cuerpo a cuerpo. En mi experiencia, el improperio extranjero es también de lo primero que se incorpora; más aún: representa uno de los mayores alicientes para aprender la lengua. Una de las gratificaciones más inmediatas del estudio de una lengua extranjera es la multiplicación del repertorio de palabrotas, y a mí me llena de orgullo tener en mi arsenal largos insultos ingleses que, antepuestos al sustantivo como longanizas, llegan a constituir pequeñas obras maestras de teatro de improvisación; inarticuladas interjecciones francesas, ideales para el berrinche sin consecuencias del que pierde el autobús o no consigue pillar la WiFi; inofensivos tacos alemanes, que hay que pronunciar con la boca chica como con miedo a romper algo y sugieren al enemigo que ni siquiera es digno de nuestro odio; sublimes y blasfemas imprecaciones hispánicas, que extienden la maldición a varias generaciones pasadas y futuras y se erizan de superlativos y de aumentativos. Una paleta de dicterios subidos de color lo hace a uno más feliz, pero no más políglota.

Como tantas veces, se pueden resolver los problemas de definición saliendo por esa tangente cutre que es la definición por el ejemplo. «Estoicismo es, por ejemplo, cuando Rambo se cose la herida con el kit de costura que lleva siempre en el bolso». Bilingüismo es, por ejemplo, lo de ese ser privilegiado que desde la cuna ha hablado una lengua con su madre y otra con su padre, y que posee por partida doble esa intuición del hablante nativo para el giro auténtico, para lo idiomático. De estos seres privilegiados llega cada año a nuestras aulas un puñadico. Pienso en uno de esos seres, que tengo ahora en una de mis clases de 3º. Se llama Maite, que es —como «Inés» o como «Pablo»— uno de esos pocos nombres que se pronuncian igual en francés y en español, y que abundan por lo tanto entre los hijos de emigrantes. Maite tiene dos apellidos, su acento es de una nitidez mesetaria, sabe decir rrrrrr como Dios manda y se lanza a la conversación con soltura dominguera. Su dominio del español es tan absoluto que cuando escribe sólo conjuga los verbos en subjuntivo: «El artículo que hayamos leído trate de la pesca intensiva; las redes industriales destruyan los fondos oceánicos a la vez que arrastren el lenguado, el bonito, el arenque, el jurel, las sardinas, la merluza, la platija, la japuta, la lamprea, la maruca y la cubera (o cupiese)». No, en la multiplicación de pescados tampoco está la clave pentecostal.

¿Qué dice sobre todo esto la lingüística? ¿Cuál es, según los expertos en didáctica, el grado máximo de dominio de una lengua extranjera? El estándar de evaluación lingüística más aceptado hoy en día es el Marco Común Europeo de Referencia, que establece seis niveles de competencias comunicativas. El máximo es el nivel C2, que se define mediante retahílas de catecismo como esta: «soy capaz de leer con facilidad prácticamente todas las formas de lengua escrita, incluyendo textos abstractos estructural o lingüísticamente complejos, como, por ejemplo, manuales, artículos especializados y obras literarias». La expresión escrita de un hablante de nivel C2 es, conforme a dicho Marco, la de alguien capaz de presentar «descripciones o argumentos de forma clara y fluida, y con un estilo que es adecuado al contexto, y con una estructura lógica y eficaz que ayuda al oyente a fijarse en las ideas importantes y a recordarlas».

Según el propio Marco Común Europeo de Referencia, el nivel C2 está todavía por debajo del de un hablante nativo, pero yo sospecho que la mayoría de hablantes nativos no alcanzamos ese estante, o lo alcanzamos sólo de puntillas. ¿Cuántos podemos leer «con facilidad» artículos especializados y obras literarias? O lo uno o lo otro, oiga. Yo, que alguna vez he abierto por curiosidad el BOE y el Investigación y Ciencia, sé que cumplo únicamente con lo segundo, y sólo en el supuesto de que entre las «obras literarias» no se encuentre ninguna de Rodrigo Fresán. 

En cuanto a la producción escrita, es público que la mayoría de los periodistas tiene un nivel C1 justito justito. Lo cual tampoco está tan mal, habida cuenta la fauna que hay por ahí. El año pasado, en ese curso que doy en 3º, que trata de lingüística del texto, tuve a un Erasmus español. Entre los varios ejercicios que componían la evaluación continua, los estudiantes tenían que escribir un breve texto divulgativo a partir de un artículo sobre la incidencia del chicle en la halitosis. (Este último era un artículo especializado, sí, pero yo no esperaba que lo leyeran «con facilidad», sino sólo que lo leyeran, que entendieran por lo menos lo mismo que entendería un becario de Libertad Digital y que lo contasen de manera ordenada y comprensible). Pues bien, un estudiante español con la selectividad aprobada comenzaba su trabajo de la siguiente manera: «cada vez se producen situaciones incómodas en la [sic] que estamos en el trabajo, tomando un café o charlando con tus amigos cuando de repente tu amigo percibe tu mal aliento». A todos nos ha pasado eso de estar en el trabajo tomando un café con tus amigos, charlando o sin charlar, y que de repente se vayan todos los amigos menos uno, porque te huele el aliento (a café). Es algo que se produce cada vez. Nuestro estudiante continuaba glosando el experimento del artículo original y unas líneas más abajo resumía las conclusiones con la frase siguiente: «No se encontraron diferencias significativas en cuanto el ph es a la saliva, lo que la carga lo es una pila». Esta frase hay que releerla porque uno corre el riesgo de añadirle inconscientemente un filtro de Photoshop gramatical: el ph —dice— es a la saliva —coma no lo que la carga es a una pila, sino «lo que la carga lo es una pila». Se trataba, por cierto, de la segunda versión de la redacción que entregaba el estudiante; la primera no la copio porque temo que el honor de la patria sufra un daño irreparable. Para demostrar la inexistencia del bilingüismo, lo dicho basta. ¿Cómo va a haber bilingüismo si ya hay que hacer un esfuerzo sobrehumano para llegar a ser un monolingüe de regular apariencia?

lunes, 15 de febrero de 2016

Muy a primeros de enero estuvimos cenando en casa de mi hermano Nacho. Le han estado convocando a un montón de tribunales de tesis, dos o tres al mes, porque el reglamento actual del tercer ciclo está a punto de extinguirse y quien tiene una tesis a medio escribir tiene dos opciones: o la defiende ahora a matacaballo, o se la come con patatas. En lo sucesivo, el doctorado se obtendrá moviendo la cadera mientras el tribunal improvisa unas rumbas de tema epistemológico.

El caso es que en una de esas defensas morganáticas Nacho iba a coincidir con Juaristi.

—¡No me jeringues! ¡Qué suerte!

Eduardo y Emilia me llevaron a verlo a alguna lectura pública allá por el cambio de siglo (julio de 2000 según mis diarios, que no entran en detalles), y desde entonces lo leo con admiración. Su obra posee un formalismo simpático, con sonetos holorrimos, rimas correlativas y sextillas manriqueñas. Los poetas actuales que, como él, versifican sobre algo más que la propia vida sentimental, se cuentan con los dedos de las manos. Recuerdo que tiene un poema en el que cuenta cómo un oficial apellidado Ceballos le amargó la mili. Nacho se va al dormitorio y vuelve con las poesías reunidas. Leo:

El brigada Ceballos, que hoy será
—y es concederle mucho— subteniente,
nos hacía perder las tardes tontas
imperdonablemente.

Yo, por lo menos, no le he perdonado
las mil horas o más que me robó.
«¡Por la Patria, muchachos!», nos decía.
Amo a mi patria, pero, digo yo,

qué tendría que ver la pobre patria
con los delirios del chusquero aquél.
Le echaba al cuerpo más ardor guerrero
que si fuese teniente coronel.

El poema prosigue contando cómo en cierta ocasión el brigada Ceballos se inventó unas maniobras en las que el batallón debía enfrentarse con dos divisiones del ejército del Pacto de Varsovia que habían remontado el Ebro. Que las divisiones fueran hipotéticas no las hacía menos peligrosas. Juaristi continúa:

«¡Silencio! ¡Están aquí!», bramó Ceballos,
y ordenó acto seguido «¡Cuerpo a tierra!»
Me eché al suelo temblando de emoción.
¡Por fin iba a saber lo que es la guerra!

El cuerpo de Ceballos describió
una amplia trayectoria parabólica
y se esfumó de pronto ante mis ojos.
Aquello parecía obra diabólica.

La desaparición de mi pariente no la provocaron el diablo ni los rusos, sino una zanja que se abría en mitad de la noche. Ceballos quedó hecho un ecce homo y tuvieron que transportarlo en parihuelas; luego, el batallón se extravió y anduvo vagabundeando en despoblado durante horas.

Terminada la lectura, mi hermano se queda pensativo. «¿Tu te acuerdas de aquella historia que papá cuenta siempre de cuando estaba en milicias?» Sí, recuerdo vagamente que le encargaron dirigir unas maniobras pero se perdieron y aparecieron al día siguiente a cuarenta kilómetros; en mi recuerdo, la marcha que dirigía mi padre se transformaba en un cortejo báquico, se perdía y la cosa terminaba tan mal que lo degradaban a sargento. No sé si me lo he inventado, pero creo que las cantimploras estaban llenas de cazalla. No obstante, empiezo a comprender con angurria que esa batallita bien podría ser la versión dignificada de otra mucho más cazurra que nunca fue contada a nadie, algo así como el relato que Soraya Sáez de Santamaría haría de un razonamiento teológico del supernumerario ministro de Interior, omitiendo discretamente las alusiones al ángel de la guarda y al alma inmortal del nasciturus.

Sacamos la botella de pacharán para templar los nervios. Echamos cuentas con los dedos: Juaristi es del 51, por lo que no es matemáticamente imposible que hubiera entrado en quintas cuando mi padre estaba en el último verano de milicias. La psicología del personaje también encaja: a nuestro padre lo creemos muy capaz de enfrentarse a pecho descubierto no ya a dos divisiones del Ejército Rojo, sino a cuatro círculos de Podemos que capitanease Juan Carlos Monedero en persona.

Unos días después, le pedimos a mi padre que nos cuente de nuevo su versión de los hechos. Lo que cuenta es que estuvo de milicias en Zamora —por donde no pasa el Ebro, como enseguida observamos mi hermano y yo— y en unas maniobras él y otros suboficiales decidieron cambiar la ruta para irse a Villaralbo o a no sé qué pueblo provisto de una boîte rupestre en la que habían quedado con unas chavalas. Desde el puesto de mando les llamaban por radio:

—¿Cuáles son sus coordenadas, cambio?
—41,5 grados oeste y 5,97 grados sur, cambio.

Pero en realidad estaban varios segundos más al norte. Unas horas después fueron a buscarles con carros blindados y los sacaron de la boîte a punta de cedme. Todos los universitarios se licenciaban de alférez, pero a mi padre la broma le costó la estrella y se quedó en sargento. Si en aquella ocasión no llega a intervenir el Estado Mayor, es posible que yo no estuviera hoy escribiendo estas líneas, o que las estuviera escribiendo desde la cafetería de Alfonso, que es la única de Villaralbo que tiene wifi gratis.

Han pasado varias semanas desde aquellas conversaciones, y ya se ha celebrado la famosa defensa de tesis. Al volver a casa, Nacho me escribió un correo electrónico en el que decía lo siguiente:

Esta tarde gris y cálida de invierno, en un aparte durante la defensa de una tesis doctoral, Jon Juaristi nos ha expulsado de la historia de la literatura. Confesó casi en un susurro que el brigada llamado Ceballos («que hoy será / —y es concederle mucho— subteniente») se llamaba, fuera de la diégesis poemática, Murillo.
El consuelo reside en pensar que, en la imaginación de un buen poeta, el apellido Ceballos pudo tener resonancias de personaje de ficción. A mí me basta.

Pues a mí no. Me alivia saber que mi padre no puteó a un escritor al que admiro, pero me frustra perder los lazos familiares que me unían con Juaristi y que ya me hacían sentir con derecho a autoinvitarme a la celebración de Januka (Juaristi se ha convertido al judaísmo, creo que sólo por llevarle la contraria a mi padre). Si la literatura nos quita los galones que merecemos, los Ceballos sabremos recuperarlos manu militari. ¡Por la Patria, muchachos!

Post scriptum
Con los párrafos precedentes ya en galeras, como aquel que dice, me escribe mi padre para aclarar que hizo milicias en el desaparecido campamento de Montelarreina y que el objetivo de las maniobras de marras no era conquistar Villaralbo, sino Toro, aunque él consideró más oportuno conquistar a unas zamoranas que le habían citado para desayunar (sic). Su hazaña —dice— se mantuvo viva durante años en la tradición oral, y no sería de extrañar que hubiera llegado a oídos de algún poeta vasco.