Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 9 de agosto de 2020

Mis suegros han venido —otra vez— a pasar una semana de vacaciones con nosotros. «De vacaciones», dicen, pero en realidad a lo que han venido es a hacernos vaciar cajas.

Cada uno de los cuatro tiene una agenda distinta para esta semana de vacaciones, por lo que a la altura del miércoles el ambiente es tan glacial que hasta las arañas han emprendido la migración al norte de África. Mi suegra quiere que el apartamento quede rápidamente muy puestito, mi suegro quiere demostrar que sabe de brocas más que nadie, Kathleen quiere terminar de escribir el libro que en un momento de enajenación se comprometió a entregar en septiembre y yo quiero que me dejen tranquilo porque llevo haciendo y deshaciendo cajas desde principios de febrero y estoy de mudanzas hasta aquí.

A mi suegra la exaspera que todavía tengamos toda una habitación llena de cajas. Lo que ella querría es que yo hubiera comprado un par de estanterías Billy, de IKEA, y que hubiera colocado los libros inmediatamente. No entiende que esos catafalcos que venden en IKEA no están hechos para poner libros, sino para poner objetos que ningún ser humano tiene fuera del garaje o del cuarto de baño. Yo llevo años estudiando la cuestión y he calculado las dimensiones áureas de una balda para libros: 22 cm de alto y 18 de fondo. El 95% de mis libros cabe ahí, y para el 5% restante basta con prever un estante algo más holgado, como se hacía antiguamente cuando la gente entendía de libros y de espacio.

—Qué más dará —dice mi suegra.
 
Pues mucho. Da mucho. Según mis cuentas, para dar techo a los libros que tengo metidos en todas estas cajas necesitaría por lo menos diez estanterías Billy con estantes suplementarios. Y, por muy grande que sea la casa, diez estanterías Billy lo echan a uno a dormir al sofá.

Mi plan alternativo consistía en que mi suegro y yo instalásemos raíles en la pared del despacho, para colgar de ellos una serie de tablones con las dimensiones científicamente calculadas, pero tras ver cómo él se debatía salvajemente durante diez días para instalar una cortina normal y otra de ducha, ensayando los varios cientos de herramientas que ha traído, decidí llamar a alguien que supiera lo que estaba haciendo, o a alguien que tampoco supiera lo que estaba haciendo pero que por lo menos no nos hablase luego durante la cena de tornillos, de brocas y de tacos.
 
Quien vino fue un joven palestino, por si alguien no había entendido aún que, de un tiempo a esta parte, la economía europea se basa en la explotación de personas huidas de conflictos bélicos. A este joven le dicen que necesita tener ahorrados veinte mil euros para obtener un permiso de residencia, por lo que no le queda otra que vivir en la ilegalidad y trabajar en B.

El palestino nos monta la estantería en un periquete. Ahora que he terminado de deshacer mis cajas y que tengo una pared tapizada de libros sin que haya quedado entre ellos el menor resquicio uno podría pensar que mi suegra está contenta. Pero eso sería conocer muy poco a mi suegra, y quizá a las suegras en general.