Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 8 de diciembre de 2020

Salgo para la guardería con veinte minutos de antelación para comprar papel de impresora. Entro en una papelería de la Jakobistraße en la que llevo queriendo entrar desde que nos mudamos, pues tiene ese aspecto abigarrado y sensual de las viejas papelerías, en las que los folios tenían marca de agua, los lápices estaban ordenados según su dureza en grandes chibaletes y había cartulinas de todos los colores del arco iris. Como me parece que queda mal entrar allí para comprar algo tan utilitario como papel de impresora, añado dos lápices con motivos florales que me recuerdan otros que tuve hace casi cuarenta años, y retengo el impulso de llevarme un sello de caucho que me permitiría estampar lambrequines en todos los trabajos que debo corregir esta semana. Pero al ir a pagar, ay, la máquina no acepta mi tarjeta, porque es guiri.

Miro el reloj, me subo a la bici y me acerco al banco más próximo, una caja de ahorros del Lister Platz. Saco una suma excesiva de dinero pero no puedo volver a ponerme los guantes porque no me he traído el desinfectante, y es probable que varios cientos de enfermos hayan tocado el teclado de ese cajero antes que yo. Entro en una farmacia que hay al lado y me desinfecto las manos con el dispensador de la entrada.

—¿Qué desea?

—Un bote de gel hidroalcohólico —digo, por decir.

El bote cuesta dos euros y pico, pero solo se puede pagar con tarjeta a partir de 5€, así que digo que no tengo suelto y que volveré más tarde a comprarlo; me desinfecto de nuevo las manos con el dispensador gratuito y salgo tan campante. 



Al menos eso es lo que hago en mi cabeza: como en el mundo real doy pena, pago el gel con un billete de 80 (o de algo así; con un billete, en cualquier caso, que no había visto nunca antes y que tenía impreso el puente sobre el río Kwai) y regreso a toda mecha a la papelería, solo para encontrar que ahora se ha formado una cola a la entrada. Una cola de una persona, pero cola al fin y al cabo. La pandemia ha obligado a restringir el número de clientes según el tamaño del local, y como la papelería es muy chica y está, además, invadida de expositores, no se admiten más de dos o tres clientes a la vez. Cada cliente debe coger una canastilla al entrar, y si no ve canastillas, es que no cabe; es una de esas paradojas que nos está dejando el control de epidemias casero: regular el aforo obligando a que los desconocidos se pasen cosas de mano en mano. 

Los clientes de esta papelería somos pocos pero exigentes, así que la cola de una persona —ahora somos dos, en realidad— no se mueve, y yo veo cómo se me acerca por el carril de la izquierda la hora a la que tengo que recoger a Óscar en la guardería. Al fin sale alguien y puede entrar la persona que está delante de mí, pero durante otros cuatro o cinco interminables minutos no sale nadie más. Entonces veo que llega detrás de mí un tipo con un billete de veinte pavos en una mano y una de las canastillas en la otra.

—¡Menudo listillo! —le grito—. ¡Y yo aquí esperando como un imbécil!

Le arranco la canastilla de la mano, irrumpo en la tienda muy digno y por una vez lo que ocurre en mi mente es también lo que ocurre en el mundo real. Pago mis compras, pedaleo como un loco y llego a la guardería solo con cinco minutos de retraso, pero entonces me toca esperar veinte minutos porque todos los demás niños ya saben andar y salen antes que el mío.

Destapo el gel hidroalcohólico y echo un trago tonificante, mientras pienso en la larga lista de reglamentos, rutinas y adminículos que nos ha impuesto la pandemia. Casi como si fuera otro hijo más.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

 En el último minuto mi cuñada nos anunció que se acercaría en coche, desde Hamburgo, para celebrar mi cumpleaños. Al principio me sorprendió este rasgo de cordialidad heroica, este cariño súbitamente descubierto que saltaba por encima de todas las recomendaciones de Baja Sajonia para el control de la pandemia. Luego, cuando llevaba ya varios días sin cumplir años y seguía viéndola tricotar delante de nuestro televisor, entendí lo que ocurría en realidad. Mi cuñada se había fugado de casa.
 
Hace cosa de un año, mi cuñada y su marido decidieron alquilar por Airbnb una de las habitaciones que tienen libres. Creyeron poder sacar así un dinerito y durante unos meses se las dieron de cucos. Alentados por el éxito inicial, pensaron que sería una buena idea utilizar los contactos que conseguían a través de Airbnb para hacer contratos de subalquiler de larga duración a espaldas de la plataforma. Y, como la avaricia rompe el saco, se encontraron con que de repente vivía en su casa un señor desconocido.

Yo pasé algunos meses en un piso compartido y recuerdo haber visto unos restos de comida tan pegados a la cacerola que hubo que tirarla; el novio de una chica que vivía allí escalaba la fachada para entrar por la ventana, arrancando de paso los cables del teléfono; alguien rompió el aspirador de Kathleen en una sesión de parafilia y yo mismo tiré una taza de café —llena— contra una pared que hasta ese momento había sido blanca.

En comparación, lo que hace el subinquilino de mi cuñada es lo que haría alguien con unos modales exquisitos: meter los platos en el lavavajillas conforme a un sistema propio, intentar calentar una cazuela de barro en la placa de inducción, olvidarse de posar los vasos en los posavasos, pasar de cambiar las fundas del edredón nórdico y dejar en cualquier parte los canutos del papel higiénico. Lo más raro que puede achacársele a este individuo es que, en cuanto entra al aseo, tira de la cadena. Parece que en Irán, de donde procede, se tira de la cadena para espantar a las serpientes; en Hamburgo, la reacción que deberían tener las serpientes la tiene mi cuñada.

Y es por esa razón por la que mi cuñada ha deshecho su maleta en la habitación que tenemos libre, ha transformado la mesa del comedor en su despacho, mete los cubiertos donde buenamente cree que debe meterlos y tiene puesta de la mañana a la noche una cadena de radio que echa exclusivamente música navideña. Es verdad que también recoge al niño de la guardería, y que cada día se pasa un buen rato entreteniéndolo, por lo que esta semana casi he podido hacer mi trabajo medio bien. Pero no me renta —como me dicen que se dice ahora— tener que escuchar todos los días a George Michael cantando Last Christmas I Gave You My Heart. Así que he empezado a repasar la lista de cumpleaños de mis amigos capricornio —tengo muchos amigos capricornio—, y estoy intentando determinar a cuál quiero menos para hacerle una visita sorpresa.


 


sábado, 14 de noviembre de 2020

 «Estoy oyendo crecer a mi hijo», escribía Umbral a toda página. Savitzkaya habla de su hija Louise —Exquise Louise— en los términos que uno emplearía para exaltar a un unicornio volátil salido de una crisálida de algodón de azúcar. Hay hombres para los que un hijo es, ante todo, una ocasión de filosofar, lo mismo que un velatorio o una colonoscopia.

«Dondequiera que hay niños hay una edad de oro»: la frase, de Novalis, la cita Juan Ramón Jiménez en su prólogo a la edición de 1914 de Platero. Bien pueden decirlo, ya que ni uno ni otro tuvieron que criarlos. Silvina Ocampo, que tuvo que criar a un hijo que ni siquiera era suyo, escribía en cambio: «No tengo ni un minuto para dedicarme a la contemplación de nada ni de nadie». A lo mejor para Ocampo la edad de oro no eran los niños, sino lo que había antes de los niños.

Hay un tópico biempensante —otro más— según el cual los hijos relativizan las cosas. El niño sería el verdadero absoluto, una unidad de medida imperfectible en la medida en que es inalcanzable, una cosa así como el año luz. Conforme a este lugar común, cualquier alegría humana siempre será una fracción de la alegría infantil; cualquier desgracia siempre será preferible a la desgracia de un niño; cualquier experiencia cultural, cualquier reto profesional, cualquier placer mundano palidecerán en comparación con el quality time vespertino que pasamos con esa especie de mogwai lampiño al que legaremos nuestras deudas.

Esto de la relatividad hay que relativizarlo. Hoy se ha ahogado en el Mediterráneo un niño de la edad de Óscar, por lo que me cuesta quejarme con el furor de otras veces. Pero dejando a un lado lo que me susurran las vísceras, me obligo a pensar que hay mejores argumentos para convenir que si algo relativiza las cosas es el equilibrio de los ecosistemas, por ejemplo. O la cifra de congéneres que sobreviven bajo el umbral de la pobreza. O el número de reses sacrificadas anualmente en todo el mundo para alimentar la imparable plaga de sapiens. O la visión de nuestra galaxia en un cielo libre de polución lumínica. O, rebajando la analogía a nivel usuario, el trabajo de enfermeros, editoras, maestros, cirujanas, hortelanas, periodistas, carteros, traductoras, nutricionistas, guardabosques, el trabajo de todos los que ejercen profesiones todavía socialmente útiles y antes que ninguno probablemente el trabajo de los marineros del Open Arms que intentaron reanimar —y al principio parecía que iban a conseguirlo, que lo tenían estabilizado y aguantaría hasta la llegada del helicóptero— el cuerpo de ese niño de la edad de Óscar del que hablaban esta mañana en la radio.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Hemos retomado las clases y he vuelto a mi palomar belga. Esta vez, no todas las plantas están allí para recibirme. A cambio, me esperaba en el contestador automático un mensaje del viejo Roger.

Hablar de «el viejo Roger» es quitarle años. Me pide que lo llame cuando escuche el mensaje. Yo paso varios días pensando en si llamarle o no llamarle, y en el interín me escribe él un correo electrónico. Advierto que lo reproduzco íntegro y sin cambiar una coma, para que no se piense que me atribuyo el mérito de haber confeccionado un trozo de prosa tan desternillante:

«Hols. Álvaro. ¿cómo estás y donde estás?
»Yoen Lieja enmisemana de citas médicASTODAESTASEMAAN.
»lUEGO,VACÍO PORQUE SEENBAJÓLA VISTA DAMÉTICEEMRE APREMA LLEGUÉ, SUPOMGO QUE MÑANA LA OFTALMÓLOGA HRÁ LAS MECICIOMES Y LUEGOME FABRICARA´M UNOS LETES  FORTÍSIMOS,Hasat que tremunende hacerlome voy  aencontrardiacapcitado.
»Por favor,llamame amu clular apenas regreses  (04917450 22  . favorinsitir  aunque te comteteel comtestadop,porque mi aparato suem solo  vecs y débilmemte.
»nabrazo, saludos atu familia».

El mensaje es un grito de ayuda. Un grito tartamudo, pero grito al fin y al cabo. Llamo al número de móvil que pone el mensaje. Lo coge una persona que no ha oído hablar nunca de Roger D.

Doy con su verdadero teléfono, lo llamo y quedamos en vernos en mi siguiente viaje belga, en el Café del Teatro. Lo encuentro cada vez más perdido en sus ropas, más encorvado bajo el peso de la gorrilla, más engullido por su chaqueta. Romain Gary escribió un precioso libro de relatos titulado Las aves van a morir a Perú; pero Roger lo desmiente volviendo siempre de Perú. Es un ave fénix de pana y espiguilla que resurge cada año de entre los posos del café. De los ojos ya está algo mejor: tiene uno que ve y otro que se malicia cosas.

El asunto de la donación de sus libros, que yo ya creía resuelto o cuando menos sentenciado, ha sufrido un percance grave. Resulta que cuando viene a Bélgica, Roger vive en un entresuelo de la casa que alguna vez fue suya, y que hoy pertenece a un sátrapa carente de principios que le amarga las estancias con travesuras propias de duendes familiares. Pues bien, la última faena de ese trasgo ha sido ocupar su garaje y arrumbar sin contemplaciones los libros que allí había, y que Roger tenía dispuestos conforme a cierta lógica difusa de intereses y proridades. Ahora habrá que proceder a una nueva revisión. Tendrá que ser, ay, cuando pase la pandemia... (Yo asiento cariacontecido).  

Terminado el café, me tiende con mucho misterio un bolso de viaje que contiene cinco gruesos libracos. «Son para la biblioteca —dice, añadiendo de inmediato, admonitorio:— pero no se los des aún». Tres de ellos son ejemplares que tomó en préstamo el siglo pasado y que aún no ha devuelto. «Espera algunos años antes de llevárselos: no quiero que se den cuenta de que aún tengo otros muchos por devolver». Los que restan en la bolsa son los dos volúmenes de Don Quichotte en France, de Maurice Bardon: libros suyos, esta vez, de los que ya se siente con ánimo para desprenderse, y que lega graciosamente a la universidad, aunque la universidad, obviamente, ya tiene ejemplares de esta obra.

Me despido de Roger porque tengo tutorías.

—¿Y cuándo acabas?
—Tarde, muy tarde.
—Vaya, qué contrariedad. No tiene sentido que te espere, entonces.
—No, no creo, la verdad. ¡Qué le vamos a hacer!

En vista de eso, en un arranque que estos días tiene mucho de gallardo y temerario, Roger se va al cine, a ver qué echan.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Estábamos a puntito de cenar cuando descubrí que la hogaza de pan de espelta que había comprado dos días atrás ha sucumbido al moho imperialista. Aunque está lloviendo a cántaros, salto sobre la bicicleta y salgo disparado al súper, que está a punto de cerrar.

Llego empapado, y al ir a entrar caigo en la cuenta de que no me he traído la mascarilla preceptiva. No tengo tanto miedo a que me echen como a sentar mal ejemplo y a ser percibido como uno de esos asociales recalcitrantes que se niegan a proteger al prójimo de sus miasmas.

Una amiga de Kathleen escribía esta semana en Twitter que le pidió a un tipo en el metro que se pusiera la mascarilla, y que otro tipo le respondió que lo dejase en paz y que de todos modos esperaba que una zorra asquerosa como ella muriera pronto. Yo no quiero ser ninguno de los dos tipos.

En circunstancias análogas me he llegado a poner, como ersatz de mascarilla, un gorro del niño, descubriendo que ajustaba bastante bien y no deformaba las orejas. Pero hoy no tengo al niño a mano para quitarle prendas de ropa. Cuando ya estoy cavilando en cómo sacarme los calzoncillos sin quitarme los pantalones caigo en la cuenta de que llevo puesto el chubasquero intergaláctico que compré a regañadientes el verano pasado. Si subo la cremallera hasta arriba, me tapa hasta la nariz. Es cierto que tampoco me deja respirar, pero así se reduce todavía más el riesgo de contagio en estos tiempos tan pandémicos y tan poco celestes.
 
Entro, pues, en el súper, pseudoenmascarado y semiasfixiado, aunque satisfecho de estar señalizando simbólicamente mi intención de respetar el nuevo contrato social. Meto varios panecillos en una bolsa de papel y me dirijo a la caja, pero entonces pienso que sería un punto comprar judías pintas para hacer chili sin carne, y en el pasillo de las conservas me topo con un individuo que también se ha olvidado la máscara. Como, por suerte o por desgracia, él no tiene un chubasquero de gilipínfanis como el mío, ha tenido que aguzar el ingenio. Se conoce que pensó en sostener delante de la boca un pañuelo de papel, pero reparó en que necesitaba una mano para sostener la cesta de la compra y otra para escoger los productos; por eso, tuvo la brillante idea de sujetar el pañuelo mordiéndolo desde atrás. De algún modo funciona, aunque parece que se hubiera comido furiosamente una madalena sin pelarla. Si tose, proyectará un pañuelo lleno de gérmenes sobre la persona que se halle más cerca, pero mientras no le dé la tos este caballero está cumpliendo su deber cívico con auténtica heroicidad.



Cuando llego a la caja, el cajero me dice que no me preocupe, que puedo dejar de hacer el indio y sacar las narices del chubasquero. Yo —que no puedo hablar por impedírmelo el chubasquero propiamente dicho— le hago entender con gestos que no, que también yo quiero ser un mártir de la prevención sanitaria.

—De verdad, si es igual —dice él—; mire, yo me quito la mía. 

Y se la quita.

El caso es que, si uno deja de pensar por un momento y le pasa los mandos a la intuición, la reacción se comprende. Es el mismo principio que está detrás de los achuchones, de rular la litrona y de los besos con lengua: la cercanía emocional se traduce en cercanía física, el cariño se expresa arrostrando el peligro biológico, la confianza da asco. El mismo gesto puede tener dos sentidos diametralmente opuestos: hay gente que no se pone la máscara para que te mueras, y hay gente que se la quita para hacerte sentir bien. Todo el busilis está en saber quién es quién.

domingo, 9 de agosto de 2020

Mis suegros han venido —otra vez— a pasar una semana de vacaciones con nosotros. «De vacaciones», dicen, pero en realidad a lo que han venido es a hacernos vaciar cajas.

Cada uno de los cuatro tiene una agenda distinta para esta semana de vacaciones, por lo que a la altura del miércoles el ambiente es tan glacial que hasta las arañas han emprendido la migración al norte de África. Mi suegra quiere que el apartamento quede rápidamente muy puestito, mi suegro quiere demostrar que sabe de brocas más que nadie, Kathleen quiere terminar de escribir el libro que en un momento de enajenación se comprometió a entregar en septiembre y yo quiero que me dejen tranquilo porque llevo haciendo y deshaciendo cajas desde principios de febrero y estoy de mudanzas hasta aquí.

A mi suegra la exaspera que todavía tengamos toda una habitación llena de cajas. Lo que ella querría es que yo hubiera comprado un par de estanterías Billy, de IKEA, y que hubiera colocado los libros inmediatamente. No entiende que esos catafalcos que venden en IKEA no están hechos para poner libros, sino para poner objetos que ningún ser humano tiene fuera del garaje o del cuarto de baño. Yo llevo años estudiando la cuestión y he calculado las dimensiones áureas de una balda para libros: 22 cm de alto y 18 de fondo. El 95% de mis libros cabe ahí, y para el 5% restante basta con prever un estante algo más holgado, como se hacía antiguamente cuando la gente entendía de libros y de espacio.

—Qué más dará —dice mi suegra.
 
Pues mucho. Da mucho. Según mis cuentas, para dar techo a los libros que tengo metidos en todas estas cajas necesitaría por lo menos diez estanterías Billy con estantes suplementarios. Y, por muy grande que sea la casa, diez estanterías Billy lo echan a uno a dormir al sofá.

Mi plan alternativo consistía en que mi suegro y yo instalásemos raíles en la pared del despacho, para colgar de ellos una serie de tablones con las dimensiones científicamente calculadas, pero tras ver cómo él se debatía salvajemente durante diez días para instalar una cortina normal y otra de ducha, ensayando los varios cientos de herramientas que ha traído, decidí llamar a alguien que supiera lo que estaba haciendo, o a alguien que tampoco supiera lo que estaba haciendo pero que por lo menos no nos hablase luego durante la cena de tornillos, de brocas y de tacos.
 
Quien vino fue un joven palestino, por si alguien no había entendido aún que, de un tiempo a esta parte, la economía europea se basa en la explotación de personas huidas de conflictos bélicos. A este joven le dicen que necesita tener ahorrados veinte mil euros para obtener un permiso de residencia, por lo que no le queda otra que vivir en la ilegalidad y trabajar en B.

El palestino nos monta la estantería en un periquete. Ahora que he terminado de deshacer mis cajas y que tengo una pared tapizada de libros sin que haya quedado entre ellos el menor resquicio uno podría pensar que mi suegra está contenta. Pero eso sería conocer muy poco a mi suegra, y quizá a las suegras en general. 


viernes, 24 de julio de 2020

Uno cree que ha tenido un hijo, pero lo que en realidad ha tenido es una suegra que no saldrá de casa en dieciocho años.

o O o

Resulta insensato dedicar años y años a enseñarle al niño nuestros idiomas, plagados como están de anacolutos mercenarios y de parónimos irredentos. He decidido que trae más cuenta aprender a hablar su lengua adánica. Ahora, es complicado usarla para pedir pizza.
 
o O o

Dice una amiga que un hijo es un mensajero que mandamos al futuro. No estoy de acuerdo. Yo creo que un hijo es el mensajero que el futuro nos manda a nosotros. El que corregirá nuestros pronósticos e introducirá en nuestra casa las preocupaciones y los placeres del siglo que viene.

o O o

«Huérfano» designa a quien ha perdido a sus padres; «soltero» a quien no tiene pareja oficial; «viudo» o «divorciado» a quien ha dejado de tenerla. ¿Por qué entre el instrumental de ausencias de la familia nuclear no disponemos de un término para identificar la condición —feliz o desdichada, como todas— de no tener hijos?

Las lenguas germánicas sí disponen de tal palabra, o al menos pueden producirla gracias a su morfología de corta y pega. En español habría que echar mano del latín o del griego, como siempre, lo que daría «afiliado», que ya existe, y «upedo», que suena a cochinada.

o O o

A veces quitas un pañal y dan ganas de llamar a los Cazafantasmas.

o O o

Hay gente que enseguida exige que la llames mamá, abuelo, papá o tío, como si hasta ese momento hubieran carecido de atributos y necesitaran que cualquier criatura babeante y flatulenta les marcase un norte.

o O o

Decir que la gente que lee es más interesante que la que no lee puede parecer esnob, pero no especialmente escandaloso. ¿Por qué, entonces, resulta escandaloso decir que la gente sin hijos es más interesante que la gente con hijos?

Esto de ser interesante es una promesa bastante alegre. Muchas veces uno ha pensado que tal o cual persona era interesante y al final ha resultado que esa apariencia de profundidad era una ilusión óptica, como en un grabado de M. C. Escher. 

Esa impresión de relieve en la gente sin hijos procede quizá de la asunción de que esa soltería de descendencia es consecuencia de una pasión secreta incondicional e innegociable. Uno (este uno aquí soy yo, pero otras veces es otro) cree que la gente sin hijos tiene algo mejor que hacer que tener hijos. Con frecuencia, por supuesto, no es así, lo que resulta francamente notable ya que, con no menor frecuencia, cualquier cosa es mejor que tener hijos.

o O o

El niño tiene en sueños gesticulaciones de italiano histriónico. «Gran despecho». «Oratoria beoda». «Repugnancia invencible». «A mí que me registren».

o O o

En las películas apocalípticas la gente sin hijos trata de salvar el mundo. La gente con hijos trata de salvar a sus hijos y luego lo demás ya se irá viendo.

o O o

El niño, pensándolo dos veces, es un mensajero de un presente enharmónico.

o O o

El niño dice cosas que no le hemos enseñado nosotros. Parece que quien le está enseñando a hablar es un ortóptero, o una cucaracha. O alguien llamado Quintilitriqui.


domingo, 19 de julio de 2020

Como sabe cualquiera que haya viajado recientemente en avión, cualquiera que tenga un contrato de internet o de electricidad, cualquiera que viva de alquiler o cualquiera que haya intentado vender armas en Arabia Saudí, muchos de los servicios en la economía neoliberal se sustentan en la pura y llana extorsión. Las mudanzas son solo uno más.

Para contratar una empresa de mudanzas ahora hay que pasar por una subasta digital. Uno introduce en una página web el inventario de su menaje y un enjambre invisible de empresas de transporte realiza ofertas que un teleoperador se encarga de centralizar y de comunicar. Algún lumbreras neocón debió de pensar que era una buena idea hacer competir por la oferta más rompedora a un sector que malvive bajo la amenaza constante de romperse el espinazo. «La libre competencia mejora el servicio» es a la teoría económica lo que el jaque del pastor es al ajedrez.

Un teleoperador que trabaja para el lumbreras neocón del párrafo anterior nos presentó las tres compañías que habían ofrecido presupuestos más baratos, y nos recomendó una de ellas: «trabajan bien, nunca he tenido ninguna queja». Para todo hay una primera vez. Quizá deberíamos haber dedicado más tiempo a buscar otras cuadrillas —en realidad lo habíamos hecho antes, un poco a tientas— , pero una mudanza suele ser algo que se despacha con prisas y nervios: en dos semanas teníamos que dejar nuestro apartamento de Berlín, el tiempo se nos echaba encima. Vendido al mejor postor.

El mejor postor, Herr Klemens, resultó tener también mucho de impostor. Primero nos dio a escoger entre dos días de julio diferentes: en uno de ellos deberíamos compartir el camión con otra cliente que quería llevar algunos muebles de Berlín a Oldenburg. Como tenemos muchos cachivaches y queríamos estar seguros de que entraban en el camión, optamos por la otra fecha. Kathleen viaja a Hannover la víspera, con sus padres y el niño, para pasarle una manita al nuevo apartamento. Yo me quedo en Berlín dirigiendo la operación. El camión llega medio lleno con los muebles de Oldenburg que normalmente debían haberse trasladado una semana antes, y que teóricamente deberían ocupar mucho menos espacio del que ocupan.

Herr Klemens entra, desparrama la mirada por nuestros bultos y, como si fuera una afrenta personal, dice: «Esto no entra». De repente le parece que en nuestro piso de Berlín, que él mismo vino a ver hace pocos días, hay muchas más cosas de las esperadas. Bolsas y maletas, por ejemplo. Bicicletas. Un par de cajas que tenemos en el sótano.

—Oiga —digo—, las cajas y las bicis figuraban en el inventario que le enviamos desde el principio. En cuanto a las bolsas y las maletas, como verá, contienen los cuadros de las paredes y lo que estaba en los armarios y en las cómodas. No pensaría cuando vino a ver el piso, digo yo, que los armarios estaban vacíos...

—Ah, no, claro, pero todo esto tendrían que haberlo precisado. Aquí hay cajas de más.

Es cierto: el día antes compramos cinco cajas extra ultrarresistentes porque aún nos quedaban dos estantes de libros por empaquetar. Para que no se diga, mientras los operarios van bajando muebles, dedico una hora a reorganizar cajas, y consigo vaciar cinco, no exactamente las cinco que compré, pero sí su equivalente en volumen. Ahora solo hay cajas de más en el camión de Herr Klemens, que debía haber venido vacío.

Herr Klemens nos había dicho que vendría con tres o cuatro operarios, pero al final solo son dos hermanos sirios, uno de los cuales no habla alemán y debe buscar al otro cada dos por tres para que le traduzca. El que sí habla alemán estudió corte y confección, pero andando a la brilonga lleva ya cinco años de mozo de cuerda, a 80 euros diarios. Cada vez que sube las escaleras se sienta en una silla y se seca el sudor con la camiseta.
Ya es casi la hora de comer y todavía queda lo más gordo. Herr Klemens, que no ha pegado palo al agua en todo el día, llama a tres muchachitos de veinte años para que vengan a echar una mano. Uno de ellos ni siquiera se quita los auriculares de las orejas mientras arrastra nuestros enseres escaleras abajo.

Pronto se hace evidente que habrá que dejar atrás cuatro estanterías y una docena de cajas. Vendrán a por ello el fin de semana siguiente, antes de continuar a Bélgica para recoger mi biblioteca. Pero claro, es un desplazamiento imprevisto que costará su dinerito extra. La mitad ahora y la otra mitad al entregar la mercancía, en efectivo, como se han hecho siempre los negocios limpios. Nadie me obliga a ello: si quiero pagar únicamente lo presupuestado, no tengo más que alquilar un camión y acabar la mudanza otro día yo solo.

Quien tenga a sus espaldas una o dos mudanzas sabrá que ese tipo de dilemas, planteados en medio de un apartamento polvoriento y desconchado, cuando uno está mal dormido, deslomado y cubierto de mugre, solo tienen una respuesta posible, que es apoquinar —siempre que uno tenga con qué—.

Hacia las dos de la tarde fotografío lo que queda en el apartamento, cierro con llave y le doy mi juego a Herr Klemens, para cuando venga a recoger el resto. Poco a poco, los dos hermanos sirios y los de la leva del biberón van llenando los últimos huecos del remolque, has que llega el momento en que por fin echan el cierre.

—Ojo —le digo al muchachito de los auriculares—: creo que no habéis recogido las sudaderas que llevabais tu amigo y tú, que estaban en el descansillo del tercer piso.

El chico me da las gracias y sube corriendo a buscarlas. Me despido de ellos y quedo en verlos unas horas más tarde en Hannover, donde los espera Kathleen.

A las cinco y media estamos allí todos: no se ha roto casi nada, apenas se han rayado muebles y han llegado enteros casi todos los cuadros. Durante varios días hacemos los mismos gestos que en los días anteriores, pero en sentido inverso, como si nos rebobinasen. Y el jueves Kathleen recibe un correo electrónico de un vecino de Berlín.

«Hola —le escribe este vecino—. He encontrado tu e-mail en internet. Creo que eres la persona que se mudó el fin de semana pasado. Tu nombre estaba en varios libros que había dentro de dos cajas que llevan desde entonces en el descansillo del primer piso. Al principio estaban cerradas, pero alguien las ha abierto y ahora la gente ha empezado a sacar cosas. Si se han quedado allí por descuido y no contienen cosas que que quisieras regalar, puedo guardarlas en mi piso hasta que puedas venir a recogerlas».

Para cuando Kathleen consigue hablar con este vecino por teléfono, ya solo queda en la escalera una de las dos cajas. Con Herr Klemens hablamos poco después. Según él, es imposible que se les hayan olvidado a ellos. Debe de ser que algún vecino avieso las metió en su casa durante la mudanza y luego, cuando ya nos habíamos ido todos, las sacó. Y las dejó prácticamente delante de su puerta. Cerradas y llenas. Herr Klemens se ha habituado a tomarnos por imbéciles, sin darse cuenta de que no es que fuéramos imbéciles, sino que no teníamos ganas de discutir con él. 

El folletín prosigue, tedioso, unos días más. Volveré a ver a los hermanos sirios en Bélgica, cuando vengan a sacar todo lo que tengo en el trastero, en un viaje homérico de 1400 kilómetros. Volverán dos veces a descargar cajas en Hannover, y a contar billetes. Cuatro para ellos, cuarenta para su jefe. Pero el último día Herr Klemens aparece magullado, con el labio hinchado, la ceja partida, un ojo a la funerala y sospechas fundadas de haberse roto varias costillas. Él dice que se ha caído del camión, pero está claro que alguien, quizá algún aficionado a la justicia poética que tampoco tenía ganas de discutir, ha comprendido que, para que esta trama fuera verdaderamente lumpen, solo faltaba que le dieran a Herr Klemens una buena y merecida tunda.

jueves, 25 de junio de 2020

Siete años he tenido un pie puesto en el barrio de Friedrichshain. Este verano lo abandonaremos y nos mudaremos a Hannover. Siete años: un periodo bíblico al cabo del cual se ha extinguido la esperanza de vida de este barrio de Berlín, aunque todavía queda en él una amicula, un flair pintoresco, antes de que deje de ser un barrio bohemio y se vuelva indistinguible de los miles de barrios residenciales y acomodados que hay en las megápolis del primer mundo. Si en el futuro siguiéramos viviendo en Friedrichshain, viviríamos en cualquier parte.

En Friedrichshain uno podía salir a la calle vestido como Momus, el excéntrico músico escocés, y pasar desapercibido. Momus, por supuesto, hace tiempo que no vive en Friedrichshain, y quizá haga tiempo también que haya dejado de pasar desapercibido. Pese a todo, uno sigue viendo en los alrededores de Boxhagener Platz a muchachas con chaquetas de abueletes, a jovencitos con jerseys tres tallas grandes de colores incompatibles tricotados por un spectrum, a indígenas de tribus amazónicas vestidos únicamente con unas bermudas, y a hare krishnas y a mecánicos de mono azul.

Hay huertos urbanos en los alcorques de Friedrichshain, y en la acera los punkis de ayer beben su cafecito sentados en bancos hechos con palés. Hace unos meses, en nuestra esquina, había un colchón abandonado en el que alguien había escrito con aerosol «nothing else matress». Las fachadas de Friedrichshain están cubiertas de dibujos, de experimentos letristas, de pegatinas, de carteles, y todo ello desborda sobre las cajas de electricidad, los buzones, las papeleras y las farolas, como si una erupción de palabras se hubiera abatido sobre la ciudad. Da la impresión de que todo lo que ocurre, todo lo que puede congregar a más de cinco personas en este barrio, queda registrado en esa geología de celulosa y engrudo.

En esta  dinámica logosfera uno descubrirá que se ha perdido un concierto de Randy Newman aunque aún está a tiempo de ver una exposición de fotomontajes de John Heartfield; también se enterará de cuáles son las ciudades alemanas en las que ha habido atentados neonazis en los últimos años; de cómo se llamaban las víctimas de los últimos asesinatos racistas; del número de personas que comparten un retrete en el campo de refugiados de Moria (250); del número de lavadoras que hay en el mismo campo (0). Algunos carteles han salido de imprentas sofisticadas; otros han sido fotocopiados en cualquier copistería. Entre ellos, alguien ha pegado un poema sobre el momento presente, o sobre cualquier otro momento: «quien quiera / que el mundo / se quede / como estaba / no quiere / que se quede».

En nuestra calle alguien ha tirado un armario que, por algún motivo, nunca fue recogido por el servicio de desechos especiales. Han pasado varias semanas y el armario ahora está desvencijado y hecho pedazos. «Qué bonita la basura», ironiza alguien con un rotulador indeleble sobre uno de los paneles rotos, antes de añadir una etiqueta imaginaria: «#nometiresenlacalle». Debajo ha respondido otra mano: «pírate a Mitte, hijo/-a de puta» (Mitte es el barrio de las guías turísticas, el de los museos y el Reichstag). Una tercera mano ha trazado un logograma incomprensible que cierra la discusión con una moraleja dadaísta.

(El segundo de los grafiti contiene un detalle poético intraducible y encantador que merece pasar a la Historia, o por lo menos a esta historia: la palabra «Hurensohn/-in» significa «hijoputa», y abunda, por lo tanto, en la representación despectiva de la prostitución femenina, pero contrapesa su machismo con un desdoblamiento de morfemas políticamente correcto aunque  gramaticalmente aberrante, porque «Sohn», como el inglés «son», significa solo «hijo varón»). 

Mirado con atención puede verse en todo este revoltijo de papeles, proclamas y detritus una sintomatología, una semiología del abandono público: servicios de recogida de basura disfuncionales, déficit de mobiliario urbano, escasez de zonas ajardinadas, apagones informativos... Pero, por lo que parece, los vecinos de Friedrichshain han remendado el tejido social y satisfecho sus necesidades colectivas de manera autogestionada.

Quien conozca mínimamente Berlín sabe, no obstante, que el poder municipal no se ha batido en retirada, y sobre todo no se ha batido en retirada de los barrios que, como este, están siendo masticados por las infatigables mandíbulas de compañías inmobiliarias internacionales. Faltan muchas cosas, por supuesto: al igual que en muchas capitales, la proporción de guarderías, colegios, ambulatorios y ventanillas administrativas por habitante es preocupantemente baja. Parques, bancos, bibliotecas, informativos públicos, exposiciones gratuitas y recogedores de basura son precisamente aquello de lo que menos carece esta ciudad. A fin de cuentas, ¿cuántas ciudades que tienen un aeropuerto en su centro lo han convertido —aunque sea a regañadientes, como ocurrió con Tempelhof— en parque público?

Pegar poemas por las paredes, pintar escenas surrealistas a lo ancho y largo de las fachadas, hacer bricolaje con materiales de desecho y quitar adoquines para plantar tomates son, tomadas por separado, actividades pintorescas que aprecio y admiro, que yo mismo haría si en lugar de ser yo mismo fuese mi hermano Nacho, pero que, tomadas en conjunto e insertadas en la tradición de activismo libertario y de turismo efímero de Friedrichshain, es fácil identificar como una muestra de desinterés y acaso incluso de desprecio respecto de la intervención pública.

Encuentro delicioso el clima efervescente de Friedrichshain, su mezcla de creatividad voluntarista y pachorra epicúrea, su excitante mezcla de templos tibetanos e importadores de espirituosos, su capacidad para hacerte sentir que nunca serás demasiado viejo para hacer nada de lo que quieres hacer. Pero quizá, después de todo, something else matress.

martes, 2 de junio de 2020


La verdad es que este niño merecería que lo deportasen. Se ha presentado aquí sin preparación ninguna, sin títulos ni diplomas de ningún tipo. Le pido que me firme en la solicitud de la prima de nacimiento, para que las autoridades se den cuenta de que somos gente seria, y me hace esto:


Yo creo que no sabe ni leer. Ha venido sin papeles, por supuesto, fiado en que algún abogado de pleitos pobres le haga los trámites pro bono. Y lo peor es que no faltará algún bobo que se los haga. El idioma tampoco lo habla, ni da muestras de querer aprenderlo. De integración ya ni hablemos: ¡con decir que no sabe cuántas provincias tiene Castilla León...!

Este es uno de esos que vienen a chupar del bote, a vivir aquí de gorra, comiendo a expensas del contribuyente —o sea, de menda—, y en lo último que piensan es en ganarse los gabrieles o en adoptar los usos de la sociedad que, en un rapto de imprudencia y de caridad mal entendida, ha tenido a bien acogerlos.

El nuestro es uno de tantos que se han creído que esto es Jauja, que la leche surte en fuentes de las que pueden abrevar siempre que lo deseen. No pegan palo al agua, y en cuanto uno vuelve la espalda aprovechan para echarse una siesta. Todo lo que se salga de este dolce far niente les parece excesivo, y lo comunican con unos alaridos estremecedores que se oyen en el tribunal de Estrasburgo.

Estas cosas no suelen decirse por aquello de la corrección política, pero yo, en tanto intelectual quizá no público, pero por lo menos subcontratado y externalizado, me debo a la verdad. ¡Fuera niños! ¡España para los españoles!

sábado, 9 de mayo de 2020

Hemos recibido un montón de mensajes de amigos y parientes felicitándonos e invitándonos a disfrutar de estos momentos mágicos, de estas semanas entrañables, de esta época dorada y feliz que inauguró la llegada de nuestro hijo Óscar.

Menuda panda de desgraciados.

Todos ellos han tenido hijos, así que existen dos posibilidades: una, que mientan como bellacos y en su fuero interno experimenten un orgasmo múltiple de Schadenfreude; otra, que ellos sí extraigan placer, por dudosa fortuna, de actividades como limpiar culos, poner coladas, interrumpir los ciclos de sueño, aguantar berrinches inexplicables y esterilizar chupetes. Porque al principio eso es todo lo que hay. 

Quizá más adelante, cuando los niños cumplan los dos o tres o doce o veinte años, uno pueda irse con ellos a jugar al billar, y lo dejen a uno ganar, y se lo pase bien. No hace falta que sean momentos mágicos: bastará con que sean momentos ilusionistas. Pero tener un lactante es todo lo contrario del ilusionismo o de la magia, que nos liberan durante un rato de las leyes de la naturaleza; tener un lactante significa someterse servilmente a las leyes de la naturaleza, ser esclavo de una naturaleza caprichosa que parece intuir exactamente cuándo puedes sentarte al fin a comer y escoge ese segundo preciso para montar un número. El enésimo del día.

Toda la humanidad y la personalidad que nosotros, sus padres, proyectamos sobre esa especie de pelmeni que nos trajimos de la clínica nos es devuelta por él con la polaridad invertida. Nosotros intentamos imaginarlo como un pequeño humano, lleno de intenciones, predilecciones y cuestionamientos; él se resiste a vernos siquiera como objetos animados. Para él, no somos su papá ni su mamá, sino dos cosas grandes que, si tuviera lenguaje, podría identificar oscuramente como Contetas Blandita y Sintetas Quepincha. Y ni siquiera estoy muy seguro de que sepa dónde termina la cortina y donde empiezo yo (o, para lo que hace al caso, dónde empieza él). 

Es cierto que de vez en cuando sobreviene algo que recuerda a la comunicación; un día el niño se obnubila ante las greñas confinadas de Sintetas; otro, tiene un reflejo muscular que parece una sonrisa; otro, le sobresalta el ruido que hago al teclear en el ordenador. ¿No nos resarcen esos instantes de todas las semanas que llevamos rebozados en caca? Pues no, la verdad. ¿Sería capaz de cambiar todas esas epifanías —no pasan de tres o cuatro, después de todo— por una hora de piano, por veinte minutos de lectura al solecito, por la posibilidad de volver a ducharme cada día, y no solo miércoles y domingos como, por falta absoluta de tiempo, llevo haciendo vergonzantemente desde el 6 de abril? Hell yeah.

Estas cosas no se pueden decir, so pena de parecer un padre desnaturalizado, igual (o casi igual) que antiguamente (no tan antiguamente) se consideró desnaturalizadas a las madres que querían trabajar, o a las que querían volver a trabajar cuanto antes, o las que no querían tener más hijos, o a las que dejaban a sus hijos al cuidado de terceros.

No creo que este ejercicio de sinceridad me haga peor persona. Si acaso, una persona con gustos particulares, entre los que no se cuentan los vómitos de leche rancia. Estoy seguro de que el mundo bulle de madres y padres deseosos, como yo, de que sus primeros meses de paternidad estén llenos de momentos mágicos, semanas entrañables y escenas instagrameables. Es fácil que se sientan culpables por no conseguirlo, ni siquiera tras haber quemado en el pebetero del pequeño ídolo su celo profesional, su ocio, su sueño y su higiene.

Solo una persona —Alberto, un amigo reciente— me escribió para decirme que el primer año de paternidad le resultó, literalmente, «un coñazo», pero que luego la cosa «empieza a ponerse más divertida». ¡Qué felicidad que alguien no nos obligue a ser felices!

sábado, 4 de abril de 2020

Nuestro gastronauta llega al final de su cuarentena metido en su jakuzzi, comiendo pelos como un gato. Kathleen ya no puede sino arrastrarse de la cama a la silla, y de la silla a la cama, como un león marino. Después de comer se pone los auriculares y se tumba en el sofá, con la esperanza de echar una cabezada. Yo despejo la mesa del comedor, me atuso los pelos y me pongo a dar mis clases virtuales de los miércoles.

Quien más, quien menos, todos hemos adquirido ya los reflejos de la epidemia. El otro día, viendo un reality show, nos sobresaltó ver que la gente se abrazaba y chocaba los cinco. El programa, claro, había sido grabado dos o tres meses antes.

He estado leyendo estos días algunas novelas sobre epidemias: La peste, Ensayo sobre la ceguera y cosas así. Es llamativa la ausencia en ellas de esas pequeñas rutinas que para muchos de nosotros —los más afortunados, sin duda— son la expresión fundamental de la enfermedad: los partes diarios sobre el progreso del virus, el racionamiento de la mantequilla de cacahuete, la desinfección de manos, las consignas del estado de alarma, la cita a hora fija con el rayito de sol que llega a nuestro cuarto, el odio a quienes tienen balcón. Se nota que los novelistas no estaban hablando realmente de una epidemia, sino de otra cosa: del totalitarismo y de la degradación de la democracia, por ejemplo.

Aun así —y esto que voy a decir parece contradictorio—, al dar carácter sobresaliente a los aspectos sobresalientes de la enfermedad totalitaria, Saramago y Camus cometían un grave error (suponiendo que puedan cometerse errores al escribir literatura, que ya es suponer). Las democracias no se degradan de un día para otro. La implantación de regímenes totalitarios nos es fulgurante, ni siquiera cuando parece serlo. Los relatos más fascinantes del advenimiento de los regímenes autoritarios son, como los de Anna Frank, Victor Klemperer o Carmen Martín Gaite, los que detallan la lenta transformación de las relaciones sociales y de los marcos lingüísticos: el odio a los que tienen algo que no tenemos, la desinfección, el racionamiento, las consignas, la cita con el rayito de sol. 

Muy avanzada ya la clase en línea comienzo a oír un extraño runrún. Cada vez más alto. Sin dejar de pontificar, miro de reojo el sofá y me veo a Kathleen durmiendo a pierna suelta. Empiezo a hablar más alto, con la esperanza de despertarla un poco para que deje de roncar, pero tiene puestos los auriculares (los audiolibros la dejan frita). Termino la clase precipitadamente, mientras trato de ahogar los ronquidos hablando a gritos de los marcos interpretativos y el análisis del discurso.


 

miércoles, 11 de marzo de 2020

Mudarse a L*** para estar menos en L***: el razonamiento me parece unos días de una lucidez fulgurante, y otros de una estupidez rematada. Hay en este gambito algo absurdo, de mudanza de divorciado, de ruina sobrevenida, de empresario en concurso de acreedores.

Cuando tenía veinticinco años viví en un palomar, o en algo que tenía un parecido poco o nada retórico con un palomar. Regresar a ese tipo de espacio tantos años después debería devolverme esa ligereza de juicio, esa agilidad mental del que puede leer todos los libros que quiera porque no tiene ninguno. Cultivaré el grado de incomodidad que hace falta para tener el espíritu alerta y la atención despierta. Tendré una maleta siempre hecha debajo de la cama siempre deshecha. Empezaré a escribir una página en la buhardilla, la continuaré en el parque y la remataré sobre la moqueta de un vagón de tren, en fase con el pulso sutil de las ciudades.

(Me repito este tipo de argumentos por la noche, pero si se levanta el viento las pizarras del tejado castañetean y le contagian a mi optimismo su temple destemplado).

En la mudanza se desenmascara nuestra vida, desnudando las esquinas y poniendo en evidencia los bibelotes a los que no hemos sido capaces de renunciar, cómicamente, durante años.

La nueva casa cambia el tono de nuestras melodías corporales, imprime nuevas tensiones a nuestros tendones, nos enseña nuevos gestos. De repente hemos olvidado cómo afeitarnos.  

También es como si hubiéramos dejado de afeitarnos por completo: la mudanza altera nuestra identidad social, como el que se depila todo el vello corporal o se pone el corte de pelo fringe; como el que se separa y se casa en segundas nupcias, deviniendo cuñado o yerno de otra gente. El matrimonio, en mi caso, es de conveniencia. La barba, también.

Desde la ventana de mi palomar veo el estanque del Jardín Botánico, al que bajan a abrevar patos, fochas y cormoranes. Me recreo en la fantasía de que alguno de ellos haya venido de Tilff, para echarme un ojo. Es fácil figurarse que los animales de cierta especie son siempre el mismo animal, que se ha encariñado de nosotros y nos sigue la pista. Julio Cortázar tenía un poema muy bonito sobre esto. También veo corretear a un bicho que al principio tomo por un conejo pero que después de todo puede que no sea un conejo.

martes, 25 de febrero de 2020

Una carroza del carnaval de Colonia, después de los atentados racistas que Alemania ha sufrido estas última semanas: una cabeza iracunda de cuya boca sale una pistola, y la inscripción «Aus Worten werden Taten!»: «las palabras se convierten en hechos» ¿Las palabras se convierten en hechos? Unas veces más y otras menos. Los hechos tienen una irritante independencia de las palabras. Normalmente cuando los políticos dan su palabra de hacer algo, los hechos se hacen los suecos. Otras veces hay hechos que llegan sin anunciarse, y los intelectuales se pasan décadas tratando de encajarlos en palabras.

Al rapero César Strawberry unas veces lo condenan y otras lo absuelven de enaltecimiento del terrorismo: su boca no contiene una pistola, sino el gato de Schrödinger.

martes, 18 de febrero de 2020

Todo ocurre a la vez. La mudanza, la edición del libro, el niño, el proyecto de Kathleen, la otra mudanza, el otro libro, las veinte horas de clase semanales, el plan estratégico plurianual —que es el tercero que nos mandan hacer en tres años y que, como los otros dos, no es probable que llegue a entrar nunca en vigor—. Para planes estratégicos, los que tengo que hacerme yo por las mañanas para no volverme loco.

Este año me he pasado a la agenda electrónica, y ahora mi día está lleno de cajas de colores, que son las cosas que tengo que hacer. En los huecos de mi agenda hago cajas de cartón, o pido más cajas por correo, porque siempre creo tener suficientes para la mudanza y siempre me confundo. Pasados ciertos días, casi todo lo que me rodea son cajas. Desayuno sobre cajas, doblo la ropa sobre cajas, los cactus sestean sobre cajas, lleno más cajas sobre otras cajas mientras veo una película de Kieślowski con el ordenador puesto sobre una caja.

En teoría todo es cuestión de organizarse. Pero solo en teoría. En la práctica, la organización más inocente tiene una irrefrenable tendencia a estallar en un enjambre de puñetas exterminadoras.

Pongamos, por ejemplo, que tiene que venir el fontanero a hacer el mantenimiento del calentador. Podría pensarse que basta con llamar a un fontanero, pero no, porque uno llama a un fontanero y no viene; llama a un segundo fontanero y solo salta el contestador; llama a un tercero y este sí descuelga y dice que va a venir, pero el día que tiene que venir se retrasa, y luego escribe diciendo que está a punto de llegar, y luego que somos los próximos clientes, pero cuatro horas más tarde no ha llegado aún y al día siguiente nos escribe indignado preguntándonos por qué no había nadie en casa a la hora a la que habíamos quedado que se iba a pasar. Exasperado, llamo a un cuarto fontanero, que sí viene, y que nos vacía el calentador, pero en el momento crucial sa da cuenta de que la pieza que ha traído tiene un código de producto ligeramente incorrecto y no encaja en un calentador de la marca del nuestro; tendrá que pedirla de nuevo, venir una semana más tarde y comenzar da capo con brio.

En teoría, el mantenimiento del calentador no necesita pieza de recambio ninguna. Pero eso, claro, es en teoría.

Muchas tardes vuelvo a casa con la cabeza como una máquina del millón. Entonces, me siento sobre una caja y hago los ejercicios de respiración que le recomendaron a Kathleen para cuando empiecen las contracciones. A ella no sé cómo le irán, pero a mí me ayudan.

Cuando no estoy haciendo cajas o buscando fontaneros, vendo muebles de manera irreflexiva. Regateo conmigo mismo, y a la gente que llama le digo primero un precio, luego otro más bajo, luego un tercero, y generalmente es entonces cuando cuelgan, pensando que solo tengo trastos desvencijados. Entre los muebles que he conseguido vender se encuentra un armario imponente, una especie caballo de Troya que no sé cómo conseguimos hacer entrar en la habitación, y que no veo manera de tumbar porque llega hasta cuatro dedos por debajo del techo. A fuerza de devanarme los sesos consigo dar con el modo de desmontarlo en vertical. Para ello se revelará preciosa la colaboración de unas cajas llenas de libros que casualmente pasaban por allí. Tardo toda una mañana, pero cuando llego a la última tuerca doy el grito primordial del hombre que se impone a los elementos. O a Ikea, que a estas alturas ya casi es lo mismo.

domingo, 2 de febrero de 2020

Kathleen fue a la consulta de Monsieur Lecoq, el mágico osteópata, para que le colocase el hígado en su sitio, porque desde la vigésima semana de embarazo lo tenía atravesado en la clavícula. Monsieur Lecoq no solo la curó con un tirón de orejas, sino que también le recetó una visita a la exposición de escultura hiperrealista que, después de haber recorrido medio mundo, ha hecho parada y fonda en el museo de la Boverie. Y allá que nos fuimos.

Es sobre todo —esto conviene saberlo— una exposición de culos. De culos de silicona, pero de culos al fin y al cabo. Mucha gente que se creía pervertida ha descubierto que en realidad lo que le gusta es el arte. El museo, en un encomiable esfuerzo pedagógico, organiza visitas guiadas a las que los visitantes van en pelota picada, para que el museo contenga todavía más culos —o sea, más arte—.

La escultura hiperrealista ha evolucionado un poco desde los cristos con pelo natural. En los años 80, todas las obras de esta tendencia parecían cadáveres mal refrigerados. Las más recientes, en cambio, tienen mejor hematocrito que los propios visitantes.

La estatua que más me engaña es la que menos trata de parecer una estatua. Es una estatua que representa a un mimo al que hubieran contratado para estarse quieto en una esquina de la exposición. Solo su cara se anima, iluminada por la luz de su teléfono móvil. La estatua que parece un mimo haciendo de estatua mantiene una videoconferencia en inglés sobre su trabajo en el museo y sobre la cotización de las obras. De vez en cuando, desvía la mirada de la pantalla, como azorado de haber interrumpido su inmovilidad para atender esa llamada. Tardo casi un minuto en percatarme de que el teléfono es en realidad un proyector que imprime sobre una cara vacía unos rasgos humanos, sorprendentemente parecidos, por otra parte, a los de mi amigo Sven.
El hiperrealismo humano parece político y batallón porque nos habla muy explícitamente de cuerpos, de la representación de cuerpos, de lo que esperamos de los cuerpos, en un mundo en el que ya hay pocas cosas que importen más que los cuerpos... Que los cuerpos humanos, se entiende: los otros no le importan a nadie. En realidad, para los animales el hiperrealismo lleva inventado cientos de años y se llama taxidermia.

Algo paradójicamente, el hiperrealismo solo empieza a interesarme cuando deja de ser realista, cuando nos pone delante bebés gigantes como ballenas varadas, rostros en trance de ser absorbidos por un agujero negro, una viejecita con un recién nacido que es al mismo tiempo ella misma, amantes con cabezas de lobo, un torso humano destazado y refrigerado como un pavo listo para Acción de Gracias. Ardillas astadas y conejos penígeros, como los Wolpertinger de los antiguos embalsamadores. Las piezas adquieren entonces algo legendario, se convierten en portales hacia otro universo. La exposición deja entonces de tratar de polímeros y comienza a bombardearnos con ondas theta. Pasará mucho tiempo antes de que volvamos a estar tan cerca de una ficción.

lunes, 20 de enero de 2020

De Zamora en adelante, el tren va reduciendo velocidad hasta alcanzar el paso del siglo XX. Tres horas largas aún de ahí a Santiago, atravesando bosques de liquen y montes de niebla. Luego cambio de tren, me bajo en Padrón y sigo por el arcén de la carretera, alumbrándome con el móvil, entre talleres de coches, pazos desmoronados, almacenes mayoristas —Gran Chino Galicia—, hasta que salgo de Iria Flavia y llego a la rotonda donde está mi hotel.

Los veinte, treinta, cuarenta clientes del hotel son todos hombres. Todos, oye. Unos comen en mesas de ocho y deben de ser los que están cosiendo las serranías de Orense con autopistas. Otros cenan solos, delante de sus teléfonos y de la botella de Veterano. Imagino que son policías, representantes, camioneros, peritos. Alguno tiene acento canario. Otro tiene rasgos orientales —Gran Chino Galicia—.

Podría pensarse que todos esos hombres están dirigidos por una sola mente gregaria, que mesmerizan a los turistas con feromonas y los asan a la parrilla en las noches de luna llena; pero lo cierto es que yo también pertenezco a la colmena, y que este ambiente espeluznante de hotel de carretera —mondadientes higiénicos, persianas de manubrio, radios empotradas— es depositario de alguna clave ignorada de la masculinidad actual. 

Ayer hizo sol, pero hoy llueve de lado, a mala leite, por lo que llego a la Fundación Camilo J. Cela con las perneras caladas y el repeluco muy adentro del cuerpo.

—¿A esta lluvia en gallego cómo la llamáis?

Iván, el archivero, se chotea sin mala intención:

—Chuvia.

A media mañana entra Pedro. Pedro es un señor que nació en Almadén y vivió en Ponferrada. Un día se quedó viudo, echó a andar, cayó en Padrón y se dijo «hasta aquí hemos llegado». Todos los días, después de tomarse dos cafés y leerse tres periódicos, se acerca a la Fundación a echar una mano, lo que más que nada consiste en hacer tertulia.

—Está lloviendo a mares.

Iván le quita hierro:

—Esto siempre es así. Tienes que irte muy adentro de Escocia para encontrar un sitio en el que llueva más que en Pontevedra.

Bibliotecaria que aparece, bibliotecaria a la que le tengo que explicar qué hago yo allí. Y no es plato de gusto, porque yo mismo no tengo muy claro qué hago allí. He ido a buscar fuentes que permitan reconstruir cómo se leyeron históricamente las novelas de Cela. Pero en la extensa correspondencia que custodia la Fundación se habla casi de cualquier cosa menos de literatura. En el mejor de los casos, los lectores le preguntan al escritor si tal o cual novela es suya, o le felicitan por su cumpleaños, o le mandan acrósticos, o le piden consejo sentimental. Las más de las veces lo llaman lumio, golfo, cenutrio, rufián, majadero, urinario, zurrupio, infando, bujarra, sodomita, guarro, hijoputa, soplapollas y muchas otras cosas igual de edificantes, unas veces porque si es facha y otras porque si es rojo. Una lectora le remite el texto íntegro de San Camilo 1936 hecho pedacitos muy pequeños. Lector hay que, nada más insultarle, le pide que a ver si puede publicarle un cuentecito suyo en Papeles de Son Armadans. Alguien que firma «El Emigrante Vagabundo» le ruega con muchas mayúsculas que lo ayude a instaurar un Consejo Nacional de Cerebros que sirva de Guía en Ideas Sanas Universalistas de la España Internacional que volverá a Conquistar el Mundo y a redimir a las Naciones subdesarrolladas. Otro le pide que la Real Academia quite la U después de la Q. Otro se queja de que un académico anuncie champán. Otra le pregunta qué significa la palabra «hiato». Otra le cuenta su divorcio con pelos y señales, y le confía que, en lo sexual, su nuevo amante la llena plenamente. Muchos le envían fotocopias de la carta que Cela escribió con 21 años, ofreciéndose al nuevo régimen como delator. Muchos más le piden un autógrafo para su colección, o un libro por la filosa.

Yo no lo sabía, pero para dirigirse a un español eminente, muchos individuos tiran de lo que tienen más a mano: cartones de calendarios, el reverso de un envoltorio de bombones, hojas de agenda, formularios, estampas piadosas, tarjetas de visita y páginas arrancadas de revistas o de manuales de mecánica automotriz. Una mujer le manda, en una paginita cuadriculada de bloc, el billete siguiente: «Mi muy señor mío: He leído en La Vanguardia que necesitan señoritas feas. Tengo la sitisfacción de comunicarle que me dé la Dirección de los Estudios de Hollywood».

Yo me imagino a don Camilo sentado a la mesa delante de esas cartas y de una botella de Veterano, y me entra un nosequé que podría confundirse con la compasión. (Otras veces don Camilo se metía en una especie de probador pintado de negro que había mandado hacer, sin más compañía que el culo de un maniquí pintado de azul, y escribía una novela ininteligible. También esa escena encierra, alquitarada, una clave o un símbolo de lo que significa o ha significado ser hombre).

En esto, cae una tromba de agua, el viento arrecia y todo lo que hay detrás de la ventana desaparece. Suena un ruido sordo como de matraca y abrimos media puerta a ver qué ha ocurrido. El chaparrón ha tumbado el ciprés centenario del camposanto. El pórtico de la colegiata se ha salvado por intervención divina. Iván está afectado y pierde las ganas de conversación para el resto de la tarde.

—¡Carallo! —dice—. ¡Non vi chover así en mi vida!

lunes, 6 de enero de 2020

Este semana hemos estado de convivencia en un cursillo de preparación al parto impartido por Sigourney Weaver, o por una comadrona que se parece a Sigourney Weaver y que sabe una llave de judo con la que el niño sale disparado de la matriz como un calipo. Está prohibida en varios países civilizados. Por si la cosa se pone fea, también sabe cortar el cordón umbilical con los dientes y hacer conservas con la placenta. De haber sido ella la verdadera Sigourney Weaver en Alien, el octavo pasajero, la peli habría terminado con dos rollizos gemelos y unos puntitos de nada.

El cursillo tiene lugar en una especie de gimnasio para yoguis. Hay plantas que cuelgan del techo, y un bebé de juguete con la cabeza metida en una pelvis humana tamaño natural. No hay sillas, y tenemos que estar sentados en el suelo a razón de ocho horas diarias. A las cuatro o cinco horas, muchos, derrengados, han ido resbalando hasta terminar tendidos con pose de Olympia de Manet.

Entre los participantes hay de todo. ¡Con decir que me han dejado entrar a mí...! Algunos de los inminentes padres dan la sensación de poder montar una tienda de campaña en dos minutos con un brazo a la espalda; otros han caído sobre las esterillas de yoga como pudieran haber caído en el asiento de un autobús o en una tumbona en Denia. Pero dieciséis horas de formación dan para mucho, y al final se intercambian algunos de los roles. El duro revela carencias sorprendentes, el jovencito dice algo que demuestra una insólita madurez. Otros, en cambio, parecían y siguen pareciendo concursantes de Gran Hermano.

Uno de estos últimos es Andreas. 

Hablamos, por ejemplo, de cómo el dolor del parto lo produce la dilatación de la pelvis y de los tejidos, más que las contracciones en sí; la que haya tenido implantado un DIU —dice Sigourney— conoce ese tipo de dolor. 

—Y no solo las que se hayan implantado un DIU —dice Andreas—. ¡Los que se haya acostado con la tía del DIU también conocerán ese tipo de dolor! Hacedme caso, muchachos: preguntad antes de meter vuestro trasto en un útero desconocido. No queréis toparos en plena faena con un sacacorchos.

Andreas y su pareja están muy preocupados por los desgarros perineales. Quien más preocupado está es él. ¿Conviene masajear la zona antes del parto? ¿Con qué frecuencia practican los cirujanos una episiotomía deliberada? ¿Cuánto duraría la recuperación? ¿Pueden tener ciertas parafilias un efecto preventivo?

Por la tarde nos dejan solos un rato a los chicos, con la tarea de rellenar una encuesta. Andreas le echa un vistazo desganado al formulario y lo arroja al suelo. De lo que deberíamos estar hablando —dice— es de un gel vaginal que da unos resultados sensacionales. Lo pone aquí, en su móvil, en un artículo que se titula «Al mundo en tobogán». Ese bálsamo de Fierabrás hace superfluas las cesáreas y reduce en más de un tercio la duración del parto. Por supuesto, con él el perineo queda intacto; es un escándalo que las matronas no nos hayan hablado de él.

Como nadie le hace caso, Andreas —síndrome de Couvade y alma de bot—, se impacienta y machirulea:

—Estas cosas hay que estudiarlas bien. Ahora vosotros no os dais cuenta, pero las mujeres se van a volver locas de un momento a otro. En el último mes de embarazo se les va la pinza, de verdad. Cualquier problema va a acabar siendo culpa nuestra: id haciéndoos a la idea.

Escuchamos en un silencio embarazoso, deseando que a Andreas se le acaben las pilas, aunque empezamos a sospechar que se alimenta de energía negativa. Sigourney Weaver nos ilustra la teoría del parto haciendo entrar un muñeco por el hueco de una pelvis. Con un filtro molón, la escena sería digna de Odisea en el espacio.