Como sabe cualquiera que haya viajado recientemente en avión, cualquiera que tenga un contrato de internet o de electricidad, cualquiera que viva de alquiler o cualquiera que haya intentado vender armas en Arabia Saudí, muchos de los servicios en la economía neoliberal se sustentan en la pura y llana extorsión. Las mudanzas son solo uno más.
Para contratar una empresa de mudanzas ahora hay que pasar por una subasta digital. Uno introduce en una página web el inventario de su menaje y un enjambre invisible de empresas de transporte realiza ofertas que un teleoperador se encarga de centralizar y de comunicar. Algún lumbreras neocón debió de pensar que era una buena idea hacer competir por la oferta más rompedora a un sector que malvive bajo la amenaza constante de romperse el espinazo. «La libre competencia mejora el servicio» es a la teoría económica lo que el jaque del pastor es al ajedrez.
Un teleoperador que trabaja para el lumbreras neocón del párrafo anterior nos presentó las tres compañías que habían ofrecido presupuestos más baratos, y nos recomendó una de ellas: «trabajan bien, nunca he tenido ninguna queja». Para todo hay una primera vez. Quizá deberíamos haber dedicado más tiempo a buscar otras cuadrillas —en realidad lo habíamos hecho antes, un poco a tientas— , pero una mudanza suele ser algo que se despacha con prisas y nervios: en dos semanas teníamos que dejar nuestro apartamento de Berlín, el tiempo se nos echaba encima. Vendido al mejor postor.
El mejor postor, Herr Klemens, resultó tener también mucho de impostor. Primero nos dio a escoger entre dos días de julio diferentes: en uno de ellos deberíamos compartir el camión con otra cliente que quería llevar algunos muebles de Berlín a Oldenburg. Como tenemos muchos cachivaches y queríamos estar seguros de que entraban en el camión, optamos por la otra fecha. Kathleen viaja a Hannover la víspera, con sus padres y el niño, para pasarle una manita al nuevo apartamento. Yo me quedo en Berlín dirigiendo la operación. El camión llega medio lleno con los muebles de Oldenburg que normalmente debían haberse trasladado una semana antes, y que teóricamente deberían ocupar mucho menos espacio del que ocupan.
Herr Klemens entra, desparrama la mirada por nuestros bultos y, como si fuera una afrenta personal, dice: «Esto no entra». De repente le parece que en nuestro piso de Berlín, que él mismo vino a ver hace pocos días, hay muchas más cosas de las esperadas. Bolsas y maletas, por ejemplo. Bicicletas. Un par de cajas que tenemos en el sótano.
—Oiga —digo—, las cajas y las bicis figuraban en el inventario que le enviamos desde el principio. En cuanto a las bolsas y las maletas, como verá, contienen los cuadros de las paredes y lo que estaba en los armarios y en las cómodas. No pensaría cuando vino a ver el piso, digo yo, que los armarios estaban vacíos...
—Ah, no, claro, pero todo esto tendrían que haberlo precisado. Aquí hay cajas de más.
Es cierto: el día antes compramos cinco cajas extra ultrarresistentes porque aún nos quedaban dos estantes de libros por empaquetar. Para que no se diga, mientras los operarios van bajando muebles, dedico una hora a reorganizar cajas, y consigo vaciar cinco, no exactamente las cinco que compré, pero sí su equivalente en volumen. Ahora solo hay cajas de más en el camión de Herr Klemens, que debía haber venido vacío.
Herr Klemens nos había dicho que vendría con tres o cuatro operarios, pero al final solo son dos hermanos sirios, uno de los cuales no habla alemán y debe buscar al otro cada dos por tres para que le traduzca. El que sí habla alemán estudió corte y confección, pero andando a la brilonga lleva ya cinco años de mozo de cuerda, a 80 euros diarios. Cada vez que sube las escaleras se sienta en una silla y se seca el sudor con la camiseta.
Ya es casi la hora de comer y todavía queda lo más gordo. Herr Klemens, que no ha pegado palo al agua en todo el día, llama a tres muchachitos de veinte años para que vengan a echar una mano. Uno de ellos ni siquiera se quita los auriculares de las orejas mientras arrastra nuestros enseres escaleras abajo.
Pronto se hace evidente que habrá que dejar atrás cuatro estanterías y una docena de cajas. Vendrán a por ello el fin de semana siguiente, antes de continuar a Bélgica para recoger mi biblioteca. Pero claro, es un desplazamiento imprevisto que costará su dinerito extra. La mitad ahora y la otra mitad al entregar la mercancía, en efectivo, como se han hecho siempre los negocios limpios. Nadie me obliga a ello: si quiero pagar únicamente lo presupuestado, no tengo más que alquilar un camión y acabar la mudanza otro día yo solo.
Quien tenga a sus espaldas una o dos mudanzas sabrá que ese tipo de dilemas, planteados en medio de un apartamento polvoriento y desconchado, cuando uno está mal dormido, deslomado y cubierto de mugre, solo tienen una respuesta posible, que es apoquinar —siempre que uno tenga con qué—.
Hacia las dos de la tarde fotografío lo que queda en el apartamento, cierro con llave y le doy mi juego a Herr Klemens, para cuando venga a recoger el resto. Poco a poco, los dos hermanos sirios y los de la leva del biberón van llenando los últimos huecos del remolque, has que llega el momento en que por fin echan el cierre.
—Ojo —le digo al muchachito de los auriculares—: creo que no habéis recogido las sudaderas que llevabais tu amigo y tú, que estaban en el descansillo del tercer piso.
El chico me da las gracias y sube corriendo a buscarlas. Me despido de ellos y quedo en verlos unas horas más tarde en Hannover, donde los espera Kathleen.
A las cinco y media estamos allí todos: no se ha roto casi nada, apenas se han rayado muebles y han llegado enteros casi todos los cuadros. Durante varios días hacemos los mismos gestos que en los días anteriores, pero en sentido inverso, como si nos rebobinasen. Y el jueves Kathleen recibe un correo electrónico de un vecino de Berlín.
«Hola —le escribe este vecino—. He encontrado tu e-mail en internet. Creo que eres la persona que se mudó el fin de semana pasado. Tu nombre estaba en varios libros que había dentro de dos cajas que llevan desde entonces en el descansillo del primer piso. Al principio estaban cerradas, pero alguien las ha abierto y ahora la gente ha empezado a sacar cosas. Si se han quedado allí por descuido y no contienen cosas que que quisieras regalar, puedo guardarlas en mi piso hasta que puedas venir a recogerlas».
Para cuando Kathleen consigue hablar con este vecino por teléfono, ya solo queda en la escalera una de las dos cajas. Con Herr Klemens hablamos poco después. Según él, es imposible que se les hayan olvidado a ellos. Debe de ser que algún vecino avieso las metió en su casa durante la mudanza y luego, cuando ya nos habíamos ido todos, las sacó. Y las dejó prácticamente delante de su puerta. Cerradas y llenas. Herr Klemens se ha habituado a tomarnos por imbéciles, sin darse cuenta de que no es que fuéramos imbéciles, sino que no teníamos ganas de discutir con él.
El folletín prosigue, tedioso, unos días más. Volveré a ver a los hermanos sirios en Bélgica, cuando vengan a sacar todo lo que tengo en el trastero, en un viaje homérico de 1400 kilómetros. Volverán dos veces a descargar cajas en Hannover, y a contar billetes. Cuatro para ellos, cuarenta para su jefe. Pero el último día Herr Klemens aparece magullado, con el labio hinchado, la ceja partida, un ojo a la funerala y sospechas fundadas de haberse roto varias costillas. Él dice que se ha caído del camión, pero está claro que alguien, quizá algún aficionado a la justicia poética que tampoco tenía ganas de discutir, ha comprendido que, para que esta trama fuera verdaderamente lumpen, solo faltaba que le dieran a Herr Klemens una buena y merecida tunda.