Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 11 de marzo de 2016

Vino el escritor colombiano Héctor A. F. y volvimos a hablar de autoficción y de autobiografía, y de los pactos entre autor y lector, que es un asunto que me hincha las meninges como pocos. Alguien dijo que una autobiografía con diálogos era más autoficticia que una autobiografía sin diálogos, porque en la vida real la gente no habla como en los libros. Hombre, sólo faltaba. Si los libros hablasen como la gente real serían completamente incomprensibles, porque la lengua hablada es muy dependiente del contexto y tiene una sintaxis particular. Me dicen también que hay un tipo de Barcelona que ha propuesto una nueva denominación para las ambigüedades del columnismo actual: «literatura facticia». No sé yo si lo que necesitamos es una etiqueta más: he oído hablar de autoficción, de autobiografía ficticia, de autoficción autobiográfica y al paso que vamos no me cabe duda de que pronto oiré hablar de autoficción autobiográfica facticia. Es el cuento de nunca acabar, es un minigolf de teoría literaria, es una partida de Cluedo para esos detectives de salón que somos a veces los historiadores culturales, es una cornucopia de literatura gris académica que nos habla muy poco de cómo se relaciona el lenguaje con la realidad.

«¡Qué ingenioso, ha escrito una historia disparatada y se ha puesto a sí mismo como protagonista!». Sí, supongo que fue ingenioso en el siglo II antes de Cristo, cuando lo hizo Luciano de Samosata. Con la autoficción ocurre un poco como con el ready made: la primera vez lo dejaba a uno cavilando, pero perdió gracia cuando la gente empezó a llenar los museos con banquetas, cepillos de dientes y juegos de té usados. Pretendían demostrar que era el museo el que generaba la obra de arte, y terminaron demostrando casi lo contrario, que no todo lo que se exhibe en un museo es una obra de arte. Hace cosa de un año el equipo de limpieza de un museo alemán recogió y tiró a la basura lo que parecían los restos de una fiesta salvaje, y constituía en realidad una instalación artística; creo que fue entonces cuando se hizo viral la pregunta «¿esto es arte o lo puedo tirar ya?». Las autoficciones también han llenado la literatura de cepillos de dientes, camisetas sucias y botellas vacías, de manera que cada vez que veo un relato autodiegético cuyo protagonista se llama como el autor me hago casi la misma pregunta: «¿esto es un testimonio o lo puedo tirar ya?».

En el caso de El olvido que seremos, sin lugar a dudas, estamos ante un relato testimonial de primer ordern (quizá, como quería Patricio, más por la talla humana de lo que cuenta que por la talla literaria de quien lo escribe, aunque a mí no me parece nada fácil dar la talla literaria para contar acontecimientos como los que allí se cuentan). Ayer por la tarde alguien afirmó que El olvido que seremos pertenece al género autoficticio porque Héctor A. F. omite mencionar que su hermana se volvió loca cuando asesinaron a su padre. Para la persona responsable de esta afirmación supongo que todos somos unos falsarios por andar vestidos por el mundo y por no haber hecho de nuestras vidas un espectáculo de telerrealidad banal. Irónicamente, esta gente tan dada a atar moscas por el rabo ni siquiera tiene claro si la autoficción es un género: «es un género», «es un dominio», «es un ámbito...» ¿Y no será, digo yo, una majadería? Conviene que alguien lo estudie...

—Además —digo—, esta discusión entre textos ficticios y textos reales presupone que existen textos que dan cuenta exacta de la realidad, y no es así. Escribir sobre el mundo real no es sustancialmente distinto que hablar en el mundo real: a veces contamos las cosas de manera poco verosímil, pero es verosímil contar así las cosas. Resulta simplificador pensar únicamente en términos binarios y calificar unos textos como metafóricos y otros como literales. El significado es una matrioshka infinita, un continuo entre el inalcanzable arquetipo literal y el inagotable uso traslaticio.

Cuando la semana pasada escribía en mi blog sobre el hijo perdido y no hallado en el templo había algo muy poco literal en los hechos pero muy verdadero en el tono. Un par de días después me remitía Olalla alguna aclaración: «sí, hombre, Vanesa es aquella... Si ves una foto te acuerdas». Claro que me acuerdo de Vanesa. Me acuerdo de que fuimos juntos a un curso de verano, me acuerdo de que coincidimos en el tren a Santander, me acuerdo de íbamos sentados en dirección contraria a la de la marcha, me acuerdo de que salimos a fumar al pasillo, me acuerdo de que ella tenía una beca para dormir en el palacio de la Madalena, me acuerdo de que al día siguiente jugamos al Trivial con Eduardo, Pablo y una amiga suya, y me salió una pregunta sobre los padres del ragtime que entonces no supe contestar pero ahora sí: Scott Joplin y James Scott. Me acuerdo de que yo volví ese día pronto a la pensión, pero ella se fue a la playa con Pablo y se le metían las hormigas por debajo de la falda, según contaría luego Pablo como si él hubiera tenido algo que ver... Así que sí, me acuerdo de Vanesa más de lo que ella quisiera, y cuando digo que la vi una vez es una exageración, una hipérbole a la baja, porque no quiso la suerte que la tratase más, y me parece que la exageración es una de las formas habituales y cotidianas de gestionar narraciones, por motivos elementales de economía pragmática y de eficacidad comunicativa.

Todo esto ya no lo digo, pero sí lo pienso, por lo menos de manera aproximativa y embrionaria. Héctor A. F. me para los pies:

—Hay textos que están obligados legalmente a decir la verdad. Cuando leo un artículo científico necesito poder fiarme de lo que allí pone.

Es verdad que hay textos que están jurídicamente vinculados con la realidad, publicaciones científicas, noticias periodísticas y documentos legales, en ninguno de los cuales se debe mentir. No se debe mentir, pero se miente, porque también en ellos hay inexactitudes, selección de materiales y aun crasas falsedades, unas veces por economía lingüística, otras por simple falibilidad y otras por un sistema de retribuciones científicas que invita a publicar mucho aunque sea a la diabla. Hay gente que dice que hizo no sé cuántas cosas y luego no las hizo, pero se ha terminado creyendo que las hizo. Todo el que tiene Netflix ha visto estas últimas semanas la miniserie documental Making a Murderer, en la que un adolescente con «problemas de aprendizaje» se autoinculpa a cámara abierta en un asesinato que no ha cometido. Los policías que lo interrogan le van lanzando detalles del crimen tal y como ellos lo imaginan, y el joven va asumiéndolos como propios:

—Así que viste a la víctima atada a la cama, y tu tío te puso un cuchillo en la mano y te pidió que...
—...¿Que le cortara?
—Exacto. ¿Dónde?
—En... ¿la tripa?
—Más arriba.
—...¿En el cuello?
—Exacto. ¿Y qué pasó con la cabeza? Hay un detalle crucial con la cabeza de la víctima. Piensa bien, ¿qué ocurre con la cabeza?
—No sé.
—Intenta acordarte.
—¿Le corté el pelo?
—No. Di la verdad... ¿Dónde pusisteis la cabeza?
—Eh... ¿le corté la cabeza?
—Exacto.

Los investigadores terminaban tomando de forma muy literal la confesión del muchacho, extrayéndola de un contexto comunicativo en el que, sin dejar de ser falsa, era una intervención pragmáticamente correcta:
—¿Cómo has podido afirmar todas esas cosas? —le preguntaría más tarde su madre por teléfono.
—Lo supuse... Igual que hago en el cole.

Era, efectivamente, un escenario escolar prototípico: un adulto con autoridad te hace preguntas sobre cosas que ignoras por completo e implica que no saldrás al recreo hasta que las hayas respondido. Esas escenas de Making of a Murderer constituyen un documento fascinante que resulta a la vez ficticio y comunicativamente pertinente. El muchacho se retractó luego en público y trató de explicar por qué había declarado aquello —en un interrogatorio de varias horas sin abogado, por cierto—, con lo que queda claro que su intención en aquel momento no era inculparse en un crimen que podría costarle la cadena perpetua y para el que tenía coartadas a prueba de bomba, sino resolver con éxito una situación comunicativa cotidiana.

No pude explicarme lo suficiente en el debate con Héctor A. F.; como me había levantado a las tres y media de la mañana seguramente lo que dije no fueron ni siquiera palabras articuladas, sino más bien un borgorigmo de oligofrénico babeante: «¡blurg stilug shmmuux, mammarrochus!». Me daba pena que Héctor A. F. pensase que yo soy de los que, como Cercas, consideran legítimo publicar microrrelatos en las páginas de sucesos, o de los que opinan que todo es ficticio y, trayendo del pescuezo a Hayden White como testigo, arguyen que todos los textos históricos son narrativos y por lo tanto (?) también ficticios. Más bien mi postura es la opuesta: todo es real, todos los textos son de alguna manera referenciales, e incluso relatos tan desquiciados como los de Rodolfo Wilcock están hablándonos de la realidad a su manera. No es que la ficción esté permitida; es que es imposible dejar de remitir a la realidad; lo que cambia es la técnica de representación. El retrato que Picasso hizo de Dora Maar es también un retrato de Dora Maar. El retrato que Dalí hizo de su hermana es también un retrato de su hermana. Los autorretratos de Léo Spilliaert son también autorretratos, aunque en ellos tenga ojos de besugo y le salga un ectoplasma de la cabeza. Frida Kahlo se retrata con cuerpo de cierva atravesado por las flechas, lo que se ajusta más a la vida de Frida Kahlo que una fotografía de Frida Kahlo. Son, en definitiva, distintas maneras de dar cuenta de la realidad: unas más detallistas, otras más geométricas, otras más analógicas, otras más antifrásticas, otras más metonímicas, otras más hiperbólicas. Unas son apropiadas en ciertos contextos, y otras en otros. En el caso de los textos, a cada una de esas formas de relacionarse con la realidad se le llama «modo». Y siempre hay un modo, siempre hay una relación, todos los textos están en el mundo y establecen con él cierta forma de diálogo, aunque sólo sea para dedicarle un gruñido enfurruñado y solipsista, que a fin de cuentas bien puede ser el comentario más elocuente y justo que pueda hacerse a este mundo que hemos heredado.

martes, 8 de marzo de 2016

Mi amiga Olalla dice que a veces lee mi blog, pero no me escribe muy a menudo. Esta semana he recibido un correo electrónico suyo, un correo electrónico muy largo y muy bonito en el que habla del paso del tiempo, de la aventura de vivir, de la intensidad emocional de ser madre y de muchas cosas más, y en el que me felicita por el nacimiento de mi hijo. Nada más leerlo llamo a Kathleen:

—¡Kathleen, agárrate! ¡Hemos tenido un niño!
—¡Hombre —dice ella—, ya era hora!
—No te alegres tanto, que primero hay que encontrarlo. Parece que lo han visto por Madrid.

Otra amiga mía que tampoco me escribe mucho (y cuya identidad no conviene desvelar para que parezca que tengo más amigas de las que tengo) se lo dijo a Vanesa, y Vanesa se lo dijo a Olalla. Yo a esta Vanesa no sé si la conozco. ¡Ha conocido uno a tantas Vanesas! ¡Ha tenido uno una vida tan loca! No sé si esta es la que vi una vez o la que conozco de oídas. Quizá Vanesa dijo «Álvaro ha sido padre» pero estaba pensando en otro Álvaro, o en una forma figurada de paternidad. Yo cuando quiero agradecer un favor me pongo a veces muy serio y digo «caballero, es usted mi padre», tanto si tengo delante a una niña de ocho años como si estoy frente a un cajero automático. No importa. También puede ser que Vanesa esté aprendiendo con un MOOC un dialecto maya en el que, por curiosa coincidencia, la frase «Álvaro ha sido padre» sea homófona de «he olvidado hacer la compra, esta noche toca cenar restos». Pero yo me inclino a pensar que la frase «Álvaro ha sido padre» significa lo que significa, y que Kathleen y yo hemos traído al mundo un Gila que nació cuando no estaba su madre en casa y se bajó a esperar a donde la portera.

—Un Gila o una Gila —puntualiza Kathleen, que prefiere las niñas porque dan menos guerra. No sé yo si dan menos guerra. Olalla, antes de saber si era niño o niña, me deseaba ánimo, energía y coraje, que son las mismas tres cosas que uno necesitaría para ser cooperante en Alepo.

—Esto va a ser que el de DHL, por no subir los tres pisos, nos ha dejado el recibo en el buzón para que recojamos al niño en la oficina de correos.
—Siempre hace igual. Es más vago...

Pero no, tampoco estaba en la oficina de correos. A saber dónde estará a estas horas nuestro Gila. Andará por el mundo agarrado del brazo de alguna Vanesa. Hijo, escríbenos, que tu madre y yo estamos muy preocupados.

Olalla, hija, si estás leyendo esto, escríbeme. Comunicar a través de Vanesa es algo complicado.