Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 24 de agosto de 2018

Kathleen obtuvo una beca para participar en un seminario sobre ensayo videográfico que se organizaba en Middlebury College, en el estado de Vermont. Cada uno de los participantes trabajaba en un proyecto propio, para lo cual debía adquirir una serie de competencias de edición audiovisual, pero también tenía que reflexionar a diario en la línea argumentativa y en la estructura que quería imprimir a su vídeo-ensayo. Así, cada mañana los participantes exponían por turnos una parte de su trabajo y lo sometían a discusión.

Kathleen escogió analizar varios aspectos de Blade Runner, y concretamente los múltiples niveles en los que dialogan la película original y su secuela. Uno de los días, en la sala de proyecciones, Kathleen mostraba varias de las secuencias que tenía en su moviola digital e iba comentando cómo planeaba organizarlas:

—La cinta de Denis Villeneuve, estrenada en 2015, tematiza explícitamente el paso del tiempo. La escena en la que, gracias a la edición informática, aparece la replicante Rachael con el mismo aspecto que tenía en la película de 1982 sólo sirve para poner en evidencia cuánto ha envejecido Harrison Ford, cuyo rostro aparece demacrado, lleno de manchas y arrugas y descompuesto, además, por la emoción del momento —aquí la pantalla oponía, a título pericial, dos fotografías del actor tomadas a cuarenta años de distancia—. El aspecto del actor, devastado por la edad, convertido en una ruina de sí mismo, sólo puede tener un efecto: el de provocar un trauma emocional en los espectadores y recordarles la inminencia de su propia muerte.

Con estas o con parecidas palabras concluía Kathleen la presentación de su work in progress. Antes de que se encendieran de nuevo las luces de la sala alguien, en el fondo, aplaudió con desgana, con esa forma socarrona de aplaudir que conocemos de las películas de Hollywood y que anuncia el momento de las revelaciones y de los puñetazos. Los participantes del seminario giraron sus cabezas para ver quién era el impertinente y se quedaron con las patas colgando al descubrir que se trataba del agente Deckard, de Indiana Jones, de Han Solo, del mismo Harrison fucking Ford —en definitiva— que viste y calza.

Esto es lo que estuvo a punto de ocurrir hace unas semanas. Sólo que, por unos pocos metros, Harrison Ford no entró en el aula en la que Kathleen estaba hablando sobre sus arrugas. Pero, como luego supo, mientras ella explicaba cómo el hombre más sexy del mundo se había convertido en un carcamal, él visitaba el Axinn Center, el pequeño edificio de estudios audiovisuales de Middlebury College, donde quizá matricule a su hijo adoptivo el curso que viene. Sólo unos pocos sabemos que Kathleen estuvo muy cerca de disuadirlo.

jueves, 9 de agosto de 2018

—Es curioso que las granjas de aquí se parezcan tanto a las de Wisconsin —digo.

—Qué casualidad —dice Kathleen, con retranca—; seguro que no tiene nada que ver con el hecho de que Wisconsin recibiera a tantos emigrantes nórdicos.

Estamos detrás de la casa de campo que hemos alquilado, leyendo en unas tumbonas, a pocos metros de la línea de costa. Desde la hierba podemos abarcar buena parte del pueblo y del fiordo. Uthaug tiene un puerto pesquero como hacía décadas que no veía ninguno. En su extremo oriental hay un muelle de hormigón donde se embarcan toneles de pescado en salazón o se descargan piezas de casas prefabricadas. Unos carteles muy grandes prohíben el paso, pero la verja está abierta y es el lugar preferido por los pescadores de caña.

Alrededor del puerto hay cobertizos de madera pintada en colores vivos. Por el otro lado algunas tienen un pantalán destartalado desde el que los pescadores acceden a sus barquichuelas. En ocasiones a pescadores los vemos a la puerta, limpiando el pescado o lavando sus trajes de neopreno con una manguera.

Los barcos regresan al puerto envueltos en una nube de gaviotas. Seis o siete veces al día retumba la atmósfera con las maniobras de una base de aviación cercana, y giramos la cabeza para ver los cazas y los aviones de apoyo logístico dar vueltas en círculo como ponis en un picadero.

El mejor momento para pescar es al anochecer, cuando hay marea alta. El sol desciende parsimonioso. Todo alrededor son colinas esféricas, llenas de anfractuosidades, como los lomos de ballenas que hubieran sobrevivido a arponazos seculares y conservasen las cicatrices profundas del cable y de las hachas. Sobre las más lejanas se forma un halo blanco que las proteje de los licores espesos de la tarde.
El sol se descuelga de improviso desde un nubarrón fosco y denso: el reflejo espejea sobre el fiordo encrespado, desdoblándose en un astro gemelo. Cuando quiero volver a posar la vista en el libro que estoy leyendo aparece Christopher, como un niño de once años que se hubiese metido en el cuerpo siete cocacolas:

—¿Has visto eso? Ha sido como la explosión de una bomba de neutrinos. ¿Sabes que un harpón de tungsteno lanzado desde un satélite produciría un destrozo comparable al de Hiroshima? Sin embargo, sería tratado como un arma convencional y escaparía a los tratados de no proliferación de cabezas nucleares. Por cierto, mira qué casquillo de bala acabo de encontrar en la playa. Resulta demasiado largo para ser de fogueo. ¿Nunca has disparado una pistola? Una vez, cuando tenía diez años, cogí una y todas las personas que había en la habitación se tiraron al suelo. Otra vez un amigo y yo juntamos con cinta adhesiva varios canutos de pelotas de tenis y le metimos dentro la pólvora de unos cartuchos que había por allí; nuestra idea era fabricar un lanzagranadas casero y disparar una pelota de tenis, pero nos dijimos que sería mucho más chulo que la pelota estuviera empapada en gasolina. Aquello pegó un bombazo y la pelota salió dejando un rastro de fuego por la calle, como si el Delorian acabase de regresar al futuro. Con lo que no habíamos contado con que el canuto reventaría también por el otro lado, y fue un milagro que la explosión no nos arrancase la cabeza. Lo que sí hizo fue abollar la puerta del garaje de mi padre, que nunca dejó de preguntarse por qué su casa atraía los meteoritos. 

La tarde noruega no se acaba nunca, y la conversación de Christopher tampoco.

lunes, 6 de agosto de 2018

i esto fuese un cuento, se llamaría «mi vida como pescador». La de un pescador vegetariano debía ser, previsiblemente, una vida corta y desazonada.

En Noruega pesca todo el mundo. Sólo el 5% del territorio es cultivable, y ello únicamente en teoría y durante un par de meses; el resto del año el suelo permanece helado y ofrece poco más que bayas y líquenes. Durante siglos los habitantes de la actual Noruega han sobrevivido a base de pescado y de carne de reno. En la actualidad se pueden comprar espárragos de Perú, sandías españolas y puerros de Polonia, pero a precios prohibitivos, y no en cualquier sitio. Por otro lado, en algunos supermercados no hay nabos ni lentejas, y menos aún falafel, ni tofu, ni humus, ni seitán. Por eso, cuando vinimos a pasar una semana a este fiordo con Julia y Christopher, llegué al acuerdo de que comería pescado. Con una condición: que lo pescásemos nosotros.

Como cualquier régimen, el vegetarianismo comporta muchas negociaciones. Y la negociación a veces se resuelve en excepciones y componendas. La excepción más coherente creo que es la de mirar a los ojos al animal, explicarle que ha tenido una vida relativamente dichosa, agradecerle las proteínas que nos va a procurar y darle con nuestras propias manos una muerte rápida e incruenta.

En cuanto deshacemos la maleta nos vamos a la punta del rompeolas. Christopher se ha puesto un gorro de grumete que le obliga a mirar alzando la barbilla; asegura que lo compró en Japón por menos de un dólar. Si hubiera comprado mil y los vendiera por dos dólares, ahora tendría mil dólares más. A los pescadores que nos cruzamos les dice en inglés que vamos a por un pez gordo. Los pescadores se ríen, quizá por nuestro exceso de confianza, quizá porque el más gordo ya lo sacaron ellos, quizá porque han visto qué aparejos llevamos.

De repente se hace un vacío, como si hubiese roto sobre nosotros una ola de silencio. Kathleen se está mirando fijamente el dedo anular. Me acerco y veo que tiene dentro el anzuelo que ha lanzado unos segundos antes. Olvidó abrir el arco, por lo que el señuelo describió una trayectoria circular y le dio en la mano. Sólo cuando entiende lo que ha ocurrido comienza a gritar.

—¡Sácamelo! ¡Sácamelo!

Yo intento maniobrar el garfio, pero eso hace que Kathleen se retuerza de dolor. La visión del garfio tensando la piel de Kathleen desde dentro y la certeza de que está diseñado para que sólo pueda extraerse desgarrando los tejidos me descomponen. Me siento en un banco y adopto la posición recomendada en caso de accidente aéreo.

En cuanto Chris desprendió el señuelo de la caña, Kathleen recuperó la compostura y fuimos a buscar el coche para conducir al ambulatorio. Yo iba el último, blanco como el papel, anonadado por mi propia inutilidad. Unos minutos antes había dicho que todos deberíamos clavarnos un anzuelo para asumir el dolor que provocaremos a nuestras víctimas. Sin duda el marido de la sardina no tiene remotamente la misma aprensión que yo, pero no me parece que la comparación esté por completo fuera de lugar. Todos prestamos a los animales algo de nuestra experiencia humana; por lo menos a algunos animales, escogidos con cierta arbitrariedad.

Entramos todos en la consulta de guardia. Sólo hay una doctora jovencita, a la que han dejado sola ante el peligro. Se nota que de vez en cuando desaparece para recibir instrucciones por teléfono. Ha anestesiado toda la mano de Kathleen y termina adoptando una estrategia inesperada, consistente en cortar el garfio con unos alicates y sacarlo por otro lado de la piel, como si fuera una aguja quirúrgica. A Kathleen le quedarán sólo dos agujeritos, como si la hubiera mordido un gato, y en pocos pocos días no quedará ni rastro. Todos respiramos aliviados.

Chris hace fotos con su vieja Olympia, pasando las fotos rápidamente con el pulgar como un reportero de guerra. Se conoce que este es su Vietnam. «Menos mal que no fuimos de caza», dice. Y unos minutos más tarde añade que al final del reportaje gráfico habrá que especificar que en la realización de estas fotos ningún pescado ha resultado herido.

Ya en casa, Chris me lee un texto de Dave Eggers sobre cómo los peces sienten el agua. Es una breve prosa lírica que parte de una premisa absurda, más propia de un chiste que de un clásico contemporáneo, pero Eggers termina alzando el vuelo e imprimiéndole una belleza de fábula oriental, en la que los peces son más sabios que los hombres y nos inducen a mirar el mundo con otros ojos.

Pasamos el día siguiente viendo vídeos en YouTube de gente pescando. Nos fijamos en cómo anudan el señuelo, cómo lanzan el sedal, cómo dan tirones a la caña para simular el quiebro asustado de un pez que intuye a su depredador. En uno de los vídeos un cocinero toma un pez del tamaño de una trucha, le rompe el cráneo con un punzón, lo degüella, le hace un corte en la nuca e introduce un alambre por la médula espinal. Luego, lo mete en un barreño con agua helada. El cocinero explica a su público de gourmets aficionados virtuales que esta es la técnica perfecta para desangrar un pescado, porque el corazón sigue latiendo todavía durante varios minutos.

Entre vídeo y vídeo, Christopher me cuenta que cuando era pequeño su tío le regaló un frasco lleno de ojos de pez. Ojos auténticos, de diferentes tamaños, que había ido coleccionando en sus partidas de pesca. Cuando agitaba el frasco, los ojos se revolvían como buscando dónde fijar su antención. 

Antes de intentarlo de nuevo deberíamos esperar a que suba la marea. Tampoco tenemos un cuchillo para desventrar el animal. Convendría asimismo conseguir guantes con los que agarrar el pescado. No sabemos cuál es el mejor lugar en el que echar el anzuelo. Ahora hay un buque grande atracado en el muelle. Parece que va a llover. El viento aún puede amainar. Todo se vuelven excusas para no salir a pescar, y llego a pensar que nadie quiere hacerlo realmente.

Al final escampa y nos acercamos a un muelle más accesible que el rompeolas del puerto. Lanzamos la línea con grandes precauciones, y rebobinamos impacientes, temiendo que se nos enrede el anzuelo en las algas, lo que efectivamente ocurre en muchas ocasiones.

Durante unos segundos creo que la corriente arrastra mi sedal hacia la costa, pero entonces oigo el claqueteo del carrete y sé que al otro extremo viene un pescado. Mientras pende de la caña me parece que pesa una barbaridad, aunque sólo es una caballa de regulares dimensiones. Una vez fuera del agua, se deja meter en el cubo dócilmente. Tiene el vientre irisado y en el lomo un dibujo precioso, atigrado y esmeralda.

—Lo siento, pescadito —dice Kathleen, mientras le extrae el arponcillo de la boca. Luego, lo degüella con el filo dentado del cuchillo de pesca que Chris terminó comprando en un súper. Boqueaba como queriendo decir algo. Acequé el oído. Sus últimas palabras fueron: «tío, ¿en serio te has puesto tu camiseta de Tiburón para venir a pescar?».

Cerca de nosotros, unos chicos sacan los pescados con un tirón brusco, les arrancan los garfios sin contemplaciones y los dejan dando coletazos sobre el cemento.

De repente, nuestro cubo comienza a dar saltos, conjurado por un aprendiz de brujo. «Son movimientos reflejos», dice Julia. Me digo que en Tiburón nunca se ve que los cadáveres de los bañistas tengan espasmos reflejos. Kathleen mete la mano en el cubo y hace otro corte, esta vez definitivo. 

En adelante, trato de no pescar a nadie, pero sigo teniendo la suerte del principiante y saco otra caballa y un carbonero chico como una trucha. Otro día Kathleen pesca cuatro caballas en veinte minutos. Nos los comemos con deleite aunque sin particular recogimiento, de manera no muy distinta a la que nos habríamos comido una berenjena.