Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 30 de diciembre de 2014

—En España no somos más de seis mil lectores.

Patricio habla de lectores de novelas, o de lectores frecuentes, que son también los que leen la prensa cultural. La revista que dirige otro amigo nuestro está vendiendo entre 3.000 y 4.000 ejemplares al mes. Recuerdo haber leído a historiadores de la literatura que cifran en diez mil el número de lectores de novela en volumen a principios del siglo XX. Habría habido un retroceso neto y palpable, que concuerda con lo que veo estos días en las inverecundas respuestas de mis estudiantes de 1º a los cuestionarios sobre hábitos de lectura.

Es verdad que los lectores de literatura a través de prensa periódica o de medios de masas eran y siguen siendo muchos, pues, aunque ya no hay folletines, quedan las crónicas y los artículos de costumbres. Pero mis estudiantes ni siquiera tienen tiempo para eso, ocupados como están en la actualización de sus perfiles y de sus estados. «Eso también es una forma de lectura», suele decirse. Sí, pero cincuenta mil tuits no hacen una novela.

Es lunes y el restaurante venezolano en el que solemos cenar está cerrado. Mientras buscamos un sitio en donde meternos Giselle me cuenta que está editando la traducción castellana de un libro de David Shields que trata, precisamente, de la defección de los lectores de la novela contemporánea. Es un libro compuesto exclusivamente de citas, un reducción al absurdo de lo que para muchos parece ser el ideal de la escritura académica en ciencias humanas. No es un berrinche al uso sobre el fin de la novela, como el de Luis Goytisolo, ni un pronóstico de Fukuyama literario: Shields habla (o me imagino que habla, a partir de lo que Giselle me cuenta) de un cambio en las relaciones entre ficción y realidad: la novela realista es un género agotado, y los lectores del siglo XXI preferirán textos no ficticios, como las memorias —aun a sabiendas de que toda escritura memorialística tiene mucho de ficción—.

Alguien me dijo que cada vez que aprendemos una palabra nueva la volvemos a encontrar antes de que pasen 24 horas. Es una ley que no siempre se cumple, pero sí el suficiente número de veces como para que uno tenga la impresión de que siempre se cumple. Del mismo modo, la idea de Shields parece perseguirme durante los días siguientes. Me acecha desde uno de los ensayos del último número de esa revista de tres mil lectores : «nadie dispone del tiempo que exige la lectura de una novela», «la “ficción pura” es un modelo de narrar obsoleto», «[f]uera de la narrativa comercial o la subgenérica (novela negra, histórica, etc.) no hay literatura sino metaliteratura». Me asalta desde el último editorial de la revista de La Central: «el dique que separaba el “decir la verdad” frente al “contar fabulaciones” se ha roto por ambos costados. Para muchos escritores actuales, algunas fórmulas literarias estarían agotadas». La misma idea me aguardaba emboscada en el penúltimo número de Letras libres, en donde Javier Cercas parece que está diciendo lo contrario que Shield cuando afirma precisamente el vigor del paradigma decimonónico, pero en realidad dice lo mismo, pues enfatiza todas las cosas que la novela puede ser además de una ficción verosímil.

La novela es un malentendido histórico. De no haber existido ciertos poemas castellanos en octosílabos la novela se habría llamado «romance» o «román», igual que sus equivalentes europeos, lo que vale tanto como decir «narración en lengua vernácula». La novela no era nada, «era una mierda» que se lo tragaba todo, dice Cercas, «una especie de cocido» que yo me imagino devorando marquesinas, centros comerciales y autobuses escolares como el monstruo de lava que aparece en el final apocalíptico de La trampa diabólica, la aventura transtemporal de Blake y Mortimer. Pero con tropezones de tocino. Cincuenta mil tuits no son una novela, pero una novela sí pueden ser cincuenta mil tuits. Si negásemos quinientos años de historia literaria, la novela podría ser una entrevista, una investigación, una biografía y aun una correspondencia. Una correspondencia, ciertamente, particular.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Ayer tuvimos cena de departamento, en l’Énothèque, y pasé un rato largo hablando con Benoît D. Es una leyenda: con apenas treinta tacos publicaba en la colección «Points» y editaba volúmenes de la biblioteca de la Pléïade. Habla de la modernidad igual que Antoine Compagnon: pensando a la vez en un periodo histórico (el que sigue a la revolución de 1789, y al que un historiador llamaría «época contemporánea») pero dándole un giro excluyente. Modernos no son todos los habitantes del continente contemporáneo, sino sólo aquellos con determinadas características. El próximo libro de Benoît se llamará La place vide, y tratará de varios escritores que representan la modernidad porque —dice— experimentan un vacío. (No detallo qué tipo de vacío porque no me parece correcto ir aventando las ideas en agraz de los demás.)

Enfrente tengo a Françoise T.; mientras comemos una pechuga de pollo descontextualizada y jibarizada, con trocitos de nabo y remolacha, ella me habla de las clases de Jules H., que recibió hace cosa de treinta y tantos años. Es otra de esas batallitas que alimentan la historia cómica del hispanismo centroeuropeo que espero poder escribir algún día. Llegado el momento, cederé la palabra a Françoise, más o menos como hago ahora:


—Cuando leí artículos de Jules H. me di cuenta de que era un investigador brillante, alguien completamente distinto al tipo que veíamos en clase. Hay que decir también que yo ya lo pillé algo claudicante y achacoso. Llegaba al aula y se sentaba sin quitarse el abrigo; al contrario: se arrebujaba más en él, y sacaba el cuadernito en el que tenía apuntadas las lecciones. Como era olvidadizo, preguntaba: «¿dónde lo habíamos dejado...?», y nosotros le decíamos un tema situado tres o cuatro páginas antes que aquél con el que realmente había terminado la clase anterior. Así, cada lección era explicada dos veces, y nos eternizábamos en el temario. El problema venía el día del examen, porque él creía que habíamos visto toda la materia, y nosotros no teníamos el famoso cuadernito para estudiar lo que él no había llegado a leer. Al ser interrogado, alguno le decía «oiga, que esto no lo vimos», pero él respondía «¡por supuesto que sí!». Me pega que cuando le convenía se hacía un poco el loco...

Con esto acaba el periodo lectivo. Menos mal, me veía ya como el mesmerizado Sr. Valdemar: un pelele que rodaría inerte si una fuerza sobrenatural —o la vergüenza torera— no hubiera ido tirando de él.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Los jueves tengo clase a las ocho. Nunca deja de maravillarme que vengan estudiantes, sabiendo que muchos viven en pueblos remotos, hundidos en las Ardenas o en el Brabante valón, y tienen que levantarse cuando aún es noche cerrada para tomar un autobús fantasma que los lleve a la universidad. Llegan allí despeinados, ojerosos, con cara de desenterrados. Su presencia en el aula me halaga; siempre comienzo dándoles las gracias y haciendo alguna broma.

—Empecemos comentando un poema ultraísta. Si eso no nos despierta, nada lo hará.

Los estudiantes me siguen el juego dóciles, quizá sonámbulos, y cuando llega la pausa se animan y bajan a la cafetería, algo entumecidos, a comprar un espresso doppio.

Pues bien, resulta que el miércoles pasado salía yo de la facultad a última hora y, no bien había dado veinte o treinta pasos, me topé con una de las estudiantes de esa clase tempranera. Se trataba de una pelirroja gestera y algo gansípida a la que he tenido ya en otros cursos. Anduve con ella un trecho, manteniendo una conversación de ascensor, hasta que de repente desapareció por una alcantarilla.

En un primer momento creí que era una alcantarilla, pero resultó ser la puerta de entrada de un edificio de apartamentos semiabandonado. Rompiendo mi natural discreción no pude dejar de preguntarle si vivía allí.

—No —respondió la pelirroja—, quien vive aquí es mi novio. Lo que pasa es que, como los jueves empezamos tan temprano, me vengo a dormir aquí.

Se hizo entonces la luz en mi entendimiento, y comprendí por qué tantos jóvenes estaban dispuestos a acudir a horas intempestivas a oírme hablar de escritores papirófagos y disléxicos, de sainetes dialectales y novelas metanarrativas. ¡Mi curso era una mera coartada del amor y del vicio!

No ocultaré que con esta revelación mi amor propio sufrió desperfectos de regular importancia, pero la decepción se vería compensada un par de días después, cuando la misma estudiante y una amiga suya me regalasen una taza que tenía impreso un bigote borgoñón. Es que poco antes les había dado una versión abreviada de mi célebre discurso sobre bigotes y literatura. La taza me enorgullece y me sugiere otra lectura de los mismos hechos: quizá en el ron con cola, los arrumacos y la sesión golfa no deba ver enemigos, sino aliados: el reclamo con el que atraer a los jóvenes poco precavidos hacia las viscosas redes de la historia literaria. Para ponerme a tono —me digo— el año que viene daré La Celestina.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Nuestra secretaria ejecutiva está de baja por un embarazo complicado, y nos han puesto una suplente. Hace quince días fui a verla porque me llegó el recordatorio de la actualización de los presupuestos para el año que viene. Cada profesor es titular nominal de una serie de cuentas bancarias internas, que responden a congresos organizados, a la gestión de doctorandos o a siglas completamente inextricables. Cada año hay que actualizar el presupuesto de todas ellas. ¿En qué consiste esta operación? No tengo ni idea, porque es competencia de la secretaria ejecutiva del departamento.

Ayer me llegó otro recordatorio, en tono ya abiertamente ominoso, por lo que le envié un correo electrónico a la secretaria suplente preguntándole si había tenido ocasión de hacer la actualización presupuestaria. He aquí su respuesta: «Cher Monsieur: N’ayant pas accès au programme, je ne sais pas vérifier les prévisions budgétaires pour l’année prochaine. De plus, je termine mon travail à l’Université cette semaine. Vous pouvez vous entretenir à ce sujet avec Monsieur J***. Bien à vous, etc., etc.».

Lo cual, traducido, quiere decir: «Lo que te dije que iba a hacer no lo he hecho, y si no me llegas a preguntar ni te enteras. Hay un programa informático que es fundamental para mi trabajo pero resulta que en todo el tiempo que llevo aquí no he conseguido abrirlo, qué le vamos a hacer. Como sólo me queda una semana de trabajo, pienso pasármela cargando fotos de animales graciosos en Facebook. Arréglatelas solo. En caso de duda, puedes dirigirte a la misma persona que te ha estado mareando estos últimos meses dándote informaciones contradictorias y haciéndote quedar mal con varias fundaciones y editoriales. Que te den. Atentamente, etc., etc.».

Después de haber desahogado mi cólera desmembrando a cinco estudiantes y comiéndome un retroproyector, me siento delante del ordenador y abro el programa SAP. Se trata de un programa diseñado por extraterrestres cuya principal función consiste en transformar el dinero en antimateria. Por suerte hay un vídeo explicativo. «Seleccione una celda de la tabla haciendo clic; vuelva a hacer clic hasta que la celda aparezca resaltada en amarillo; introduzca el porcentaje de repartición resultante de amalabar el noema; valide su selección seleccionando validar». Lo dejo y salgo a buscar otro retroproyector, pero ya sólo quedan pizarras inteligentes.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Mi hermano Nacho me envió ayer un artículo de una tal Miya Tokumitsu, joven doctora de la universidad de Pennsylvania. El artículo se ha reproducido por todas partes, está muy bien escrito y llama mucho la atención, porque pone en tela de juicio uno de los pilares de nuestra sociedad, una de esas máximas que se pintan en cerámica de Talavera y se cuelgan detrás del mostrador: «lo importante es trabajar en algo que te guste». Este lema —dice la autora— es ilusorio, traduce en fracaso las ocupaciones poco gratificantes y oculta las duras condiciones de vida de quienes concretan en la cadena de montaje las ideas geniales de los creativos, que son los únicos que realmente tienen un curro que mola.

La autora también dedica varios párrafos al mundo académico, donde la ideología del «do what you love» justifica una carga de trabajo muy superior a los límites legales, así como la intrusión de lo profesional en el ámbito privado. Deberíanos preguntarnos —concluye Tokumitsu— «quién se beneficia de hacer que el trabajo parezca no-trabajo».

El artículo tiene un mérito incontestable, y es darle la vuelta a un lugar común con el que se han venido tomando alegremente decisiones gordas. «Al niño lo que le gusta es tocar la batería, y eso es lo que importa»: igual no, señora, igual no. Por otra parte, en la clase trabajadora tales planteamientos son infrecuentes: el niño bajará a la fábrica cuando toque, porque es lo que hay (sobre todo ahora que las becas están como están).

Bueno, venga, de acuerdo, quedo muy agradecido por esta idea vírica a la joven doctora Tokumitsu. Pero le veo dos pegas. La primera no se me ha ocurrido a mí solo, sino que la he leído en un artículo que responde a una publicación previa del mismo texto, y dice así: amar el trabajo que uno hace no sería tan chungo en otro sistema económico, por ejemplo en el mundo de luz y de color que anhelaron los socialistas utópicos del siglo XIX. El problema no es que a uno le guste o le deje de gustar lo que hace, sino la división del trabajo en un régimen capitalista. Porque ¿cómo puede a alguien gustarle lo que hace si se trata de una actividad muy específica y debe repetirla a razón de ocho horas diarias? Si ver El Intermedio, que es una cosa hilarante, cansa pasadas seis o siete horas, ¿cuánto tardará uno en cansarse de llamar a números de teléfono aleatorios para proponer una promoción con trampa? Calculo que poco. Pero en el paraíso socialista no hay teleoperadores, sólo artesanos renacentistas y gachises.

Lo segundo que le reprocho al artículo de Miya Tokumitsu es que dé el mismo trato a cualquier tipo de trabajo. Quizá me equivoque, pero yo creo que el auténtico drama no es la vida de los profesores universitarios occidentales, sino la vida de los niños que extraen coltán o tierras raras para la fabricación de teléfonos móviles en las minas de África central, con un palo y una escudilla. Es verdad que el trabajo académico exige (en palabras de Marc Bousquet, citadas por Tokumitsu) «un alto nivel de intensidad intelectual y emocional durante cincuenta o sesenta horas a la semana» con un salario que —aunque no siempre es comparable al de los camareros, como allí se afirma muy a la ligera— tarda en alcanzar el nivel de otros profesionales de la educación, y rara vez lo supera. Pero precisamente: la jornada del profesor universitario ofrece «horas y horas de alto nivel de intensidad intelectual y emocional», y en ese sentido no es comparable en intensidad física y alienación emocional a la de los camareros. Por lo menos a la de los camareros que trabajan por cuenta ajena, si es que hay otros. 

El de la universidad es un trabajo estimulante, en el que uno puede fijar sus propios objetivos, en el que puede obtener ayudas económicas para llevar a la práctica ciertos proyectos, en el que se tiene una enorme influencia en la formación intelectual de los profesionales del mañana. Es un trabajo de horarios flexibles (para ciertas cosas), con una función social clara (sobre el papel), en el que se goza de cierto reconocimiento social (y hay que aguantar también ciertos clichés). De acreditaciones, sexenios y papeleo administrativo mejor no hablamos. 

En una conversación a varias bandas por correo electrónico, una amiga reaccionaba al artículo de marras deplorando que el mundo universitario fuera tan poco propicio a la maternidad. Citaba el caso de una catedrática que no había encontrado el momento de tener hijos, pero no lo lamentaba porque hacía lo que le gustaba. ¡Ah! Ahí salió el latiguillo. La historia se traía como ejemplo de autohipnosis, o de adoctrinamiento sistémico, porque esta señora había llegado a convencerse de que estaba satisfecha con el trabajo que tenía, y había olvidado que tener hijos debe ser la prioridad de toda mujer.

Supongamos que la catedrática hubiera dicho que no había encontrado el momento de dar la vuelta al mundo en bicicleta, pero no lo lamentaba porque al menos hacía lo que le gustaba: ¿sería percibido de la misma manera, como un sacrificio que no se le debería exigir a nadie? Las estadísticas de realización personal —Kathleen me enseñó una hace unos meses— muestran que la mayoría de los padres descubre que tener hijos no les gusta tanto como creían, y que echan de menos dedicar más tiempo a seguir trabajando en lo que no les gustaba.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Conferencia de Jean-René Ladmiral en la vetusta aula Wittert, con sus pupitres corridos de madera, intolerables más allá de una hora y media. El ponente nos es presentado como un dinosaurio de la traductología. La denominación misma de la disciplina se le atribuye. Es traductor de Kant, Nietzsche, Adorno, Habermas, y mucha gente se sorprende de que siga vivo, no tanto por lo que tiene de viejo como de canónico. En su último libro, Sourcier ou cibliste, discute sus dos creaciones terminológicas más célebres, dos términos que designan actitudes contrapuestas frente a la traducción y que irónicamente resultan difíciles de traducir; por ello, las ideas de Ladmiral se discuten en muchos países sin haberlas leído, a través de referencias de aquéllos que han tenido acceso a las ediciones francesas. «Sourcier» y «cibliste» son adjetivos derivados respectivamente de «source» y de «cible», las culturas originarias y destinatarias del proceso de traducción, de modo que una adaptación castellana podría ser «originalistas» y «destinalistas». No obstante, los innumerables juegos y torsiones a los que Ladmiral (y sus detractores) han sometido estos términos hacen vana la pretensión de aclimatarlos a otras lenguas.

El prestigio intelectual de Ladmiral contrasta con el tono cómico de su ponencia —por momentos recuerda a las de Ramón Gómez de la Serna— y con su indumentaria viejuna. Lleva las gafas de Michael Caine, una chaqueta roja y una corbata azul celeste que se da de patadas con todo lo que se le acerque como no lo haría un quinqui acorralado. Parece uno de esos tipos que cantan los números del bingo, y dicen —me lo contó Adelaida— «¡el 20, pelao!».

Ladmiral apuesta por una traducción distanciada del significante original. A modo de demostración empírica, pasa revista a las traducciones francesas del famoso dilema hamletiano: «être ou ne pas être, telle est la question», «voilà la question», etc., y, concluido el repaso, propone como modélica la solución destinalista que encontró en una edición canadiense: «Vivre ou mourir, tout est là». Esta traducción —dice— se aleja mucho del enunciado literal, pero expresa perfectamente para el lector francófono el sentido de la frase inglesa en su contexto. A fin de cuentas, nunca se traduce el texto: lo que se traduce es lo que pensamos que pensaba el que escribió el texto cuando lo escribió. Por ello, podría decirse que «vivre ou morir, tout est là» no sólo es mejor que todas las formulaciones francesas, ¡también es mejor que la de Shakespeare!

Cuando se apagan las risas, Ladmiral enlaza con la anécdota de un examen oral de literatura. La estudiante entra al despacho y empieza a divagar, esperando quizá que el profesor le dé alguna pista con la que salir del paso. El profesor, que es duro de pelar, la deja enfangarse y al cabo de un rato le pregunta: «pero vamos a ver, señorita, ¿ha leído usted el libro?». La estudiante tiene una salida inspirada:

—No personalmente.

Aunque muchos de los chascarrillos que ha contado Ladmiral están desconectados unos de otros, en esta ocasión el chiste viene muy al pelo. «¿Leemos el libro si leemos su traducción?», se pregunta retóricamente. Y se contesta por silogismos: la traducción literaria no consiste en descifrar un texto, sino en habitar una lengua; sin embargo, raros son los lectores para los que la lengua de un original extranjero es una segunda vivienda en la que pasan largos meses del año; por lo cual, la mayor parte de las veces la mejor manera de leer literatura extranjera es la de la estudiante de la anécdota: no personalmente.

martes, 28 de octubre de 2014

Ayer asistí a un debate titulado «Auto-socio-análisis literario», en el que intervinieron Didier Eribon y Édouard Louis. Al menos esos fueron los nombres con los que los presentaron, pero sus disfraces eran tan defectuosos que no costaba nada reconocer en el primero a Muñoz Molina sin barba, y en el segundo a un Bernard Quiriny oxigenado. El aula Grand Physique estaba llena de estudiantes, muchos de ellos con libretas de papel pautado, que extrañamente estaban siempre abiertas por las primeras páginas: son esas libretas Moleskine de los buenos propósitos, que se compran para llenarlas de ideas geniales y luego se extravían o se olvidan en un cajón.

Eribon es sociólogo y filósofo, y ha escrito recientemente una novela que, si no entiendo mal, viene a ser como su Bal des célibataires. Édouard Louis se apellidaba originalmente Bellegueule (algo así como «jetamona», o «bonitodecara»), pero nada más salir del instituto se cambió el apellido y escribió una novela avasalladora titulada Para acabar con Eddy Bellegueule. Tiene una fraseología titubeante pero al mismo tiempo vehemente. Cuando no está hablando hace fotos del público con su teléfono, o bebe agua hasta agotar las botellas de todos los intervinientes. La homosexualidad lo sacó de los raíles por los que debía transcurrir su vida, le dio un motivo para escapar y lo convirtió en un tránsfuga social.

Para animar la conversación se les lanzan unas citas de Barthes y de Bourdieu sobre la aportación de la literatura al conocimiento científico de la realidad social. Eribon cuenta que Bourdieu le dio a leer el borrador de su Autoanálisis de un sociólogo, lamentando haberse plegado a la retórica académica y no haber explorado estilos más literarios. Pero incluso en esa última obra se sentía cohibido y temía abandonarse a la instrospección: «no puedo —decía Bourdieu—, no soy Jean Genet; y además, ¿qué dirían los colegas?»

—No sé por qué le preocupaba lo que dijeran sus colegas —prosigue Eribon—, pues no paraba de decir que eran todos unos gilipollas.

Ya desde el principio Édouard Louis me parece más fino que Éribon, a pesar de que éste tiene décadas de trabajo académico a sus espaldas. Dice Louis que él cuando va a una librería no ve que la literatura tenga nada de científico: «basta con hojear todas esas malas novelas que se venden». Y luego —añade, pensando seguramente en Flaubert o en Annie Ernaux—, cosas que nos parecen de una gran sutileza sociológica no nos lo parecerían si no hubiéramos leído obras de protocolo analítico.

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, dedican cinco minutos a descuartizar El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty. Primero habla Eribon: «Dice mucho sobre el estado de la izquierda actual que haya saludado con tanta alegría un libro escrito desde la meritocracia». Louis toma el relevo:
—Cuando abro el libro de Piketty, me hiere personalmente. ¡¿Cómo puede hablar de «desigualdades justas»?! Mi madre merece más su sueldo que él, que se pasa el día sentado.

Risas en el público. Continúan hablando sobre cómo se puede escribir en la lengua del enemigo. Del enemigo de clase, por supuesto. Yo querría preguntar si el mero hecho de escribir no es ya una forma de participar de manera celebratoria en la cultura de una clase social, pero me contengo, porque ya he agotado mi cupo semanal de ridículo. Y estamos a martes. Louis dice que también la lengua de la infancia fue para él la lengua del enemigo, y que en determinado momento la lengua de la burguesía lo liberó, descubriéndole que no era un maricón, un sarasa y un lolailo, sino un homosexual —que es, se entiende, otra cosa más compleja y estimable, con su historia y con sus héroes—. Por ello, Louis asume con una alegría extraña, pero razonada, lo que otros llamarían alta cultura, o cultura de élite:

—Intenté sacar de la indigencia intelectual a mis hermanos pequeños, los llevaba a ver películas de Godard, y cosas así, y la reacción fue hostil y contraproductiva. Es una pena, porque a fin de cuentas, si te gusta Godard también te puede gustar Rihanna, pero si te gusta Rihanna no te puede gustar Godard.

Hombre, yo creo que si te gusta Rihanna te puede gustar cualquier cosa, incluido Godard, pero aquí me tengo que limitar a transcribir lo que se dijo. Además, con la mercadotecnia y la postproducción actuales se podría conseguir fácilmente que Godard tuviera la voz y el palmito de Rihanna, lo que simplificaría mucho la sociología de los bienes culturales. El jovencísimo novelista concluye:

—Mis hermanos no tenían la voluntad de ir a ninguna parte. Lo que deberíamos plantearnos es cómo crear las condiciones de emergencia de una voluntad de salir de la clase baja.


Alguien en el público pregunta por qué sólo hablan de la cultura popular en términos negativos.

—Cuando hablo de «salir» de la clase baja —responde Louis—, de «sacar» a mis hermanos, me refiero a salir o sacarlos de la precariedad, de la homofobia, de la violencia, de una esperanza de vida veinte años más baja que la del resto de la población.

—Claro —añade Eribon—, es que si uno construye la cultura popular como un objeto de estudio etnológico, un poco a la manera de Hoggart, parece estupenda, pero en la vida real no siempre es tan fantástica, sobre todo desde que hace unas décadas desapareció la cultura sindical (que, por otra parte, tampoco era toda la cultura proletaria). El caso es que Édouard y yo hemos recibido centenares, millares de e-mails y de mensajes de gente que nos dice «gracias a usted ahora comprendo algo».

Louis abre la cuarta botella de agua mientras lo confirma:
—Antes yo era militante del PC, y me siento más útil ahora respondiendo e-mails.

Una estudiante pregunta quiénes son esas personas que les escriben, y la respuesta de Louis es bastante chusca:

—La verdad es que a veces te escribe una cincuentona heterosexual del 7º arrondissement diciendo que se identifica perfectamente con tu protagonista... ¡que es un adolescente homosexual de los suburbios! Son cosas que no se entienden, pero así y todo se ve que el libro les da un marco en el que interpretar sus vidas. 

Escribo esto al día siguiente, esperando que me traigan el calabacín a la parrilla que he pedido en Le Pain Quotidien. En esto, surge a mi lado una sombra siniestra:

—¿Es posible que usted sea el Señor Ceballos? ¡No lo recordaba tan joven!

¡Cielos, es Roger D. en carne y hueso! Sobre todo en hueso. Ya le han reparado el coche y puede bajar con comodidad al centro. «Qué alegría», digo, sin demasiado énfasis. Ah, no tanta, no tanta: Roger está algo fastidiado porque no consigue dar con algunos de sus viejos colegas.

—¿No ha visto al señor Klinkenberg? No hago más que llamarlo al fijo, pero aparentemente nunca está en su casa. Le pedí al señor Dubois su número de celular, pero no me lo quiso dar, ignoro el motivo. ¿No lo tendrá usted, casualmente?

Pues no lo tengo, no, pero hace un cuarto de hora he visto a Klinkenberg salir corriendo de la facultad, y casi empiezo a figurarme de qué huía. Mientras tanto, ya han traído mi calabacín; Roger ha tomado asiento al otro lado de la mesa y vuelve a construir castillos en el aire con los cuatro libros de su biblioteca.

lunes, 13 de octubre de 2014

Cuando Kathleen propuso encontrarnos en Ruán antes de que saliera para Australia parecía una buena idea. Luego resultó que el plan era un huerto de medianas dimensiones, porque no había modo material de llegar allí el viernes si sólo podía salir después mi clase de las cuatro, y porque de todos modos había olvidado que ese mismo viernes tenía una cena de jubilación que ya había pagado y a la que habría sido descortés dejar de ir. Y, no sé por qué, desde que vivo en Valonia he empezado a darle una importancia creciente a virtudes tan blandas y poco teologales como la cortesía, la integridad o la decencia. El caso es que al final fui a la cena, dormí un par de horas en un hotel abominable cercano a la estación, cogí el tren de las 5:51 y pasé el fin de semana en Ruán. Y después de todo fue una buena idea.

Nada más entrar en la estación los doce años transcurridos se desvanecieron, y la cabeza se me inundó de recuerdos de una precisión inquietante. Podía reconstruir al milímetro todo lo que hice la primera vez que llegué allí: acercarme al kiosco de prensa, buscar «barato» en mi diccionario Vox de bolsillo, pedir una tarjeta para el teléfono público («la meilleure marchée», añadí, como un burro flautista al que le saliera una melodía de Schumann), llamar al director del instituto en el que iba a trabajar y ponerme a esperar junto a la puerta con un cartel en el que había escrito «Álvaro c’est moi». Enfrente de la estación siguen estando las oficinas de la Caisse d’Épargne, y recuerdo en detalle qué le dijo Géraldine a la cajera cuando me acompañó a abrir una cuenta, lo que resulta todavía más extraño si se piensa que teóricamente yo no entendía aún el francés. Junto a la caja de ahorros sigue habiendo una floristería y un establecimiento de lavado en seco: la floristería está igual que entonces, pero en el tinte han modernizado el rótulo y la estación de planchado.

—Dos calles más allá —le explico a Kathleen— está la cabina telefónica desde la que te llamaba a Göttingen, allá está la biblioteca a la que iba todos los sábados, aquí había un cibercafé, Manuel vivía al final de esta calle, en esta farmacia me vendieron una barra de cacao por tres euros y me pareció carísimo, en este bar me enseñaste a contar en alemán, acullá se podía comprar un bocadillo y un refresco por 3,50, desde aquella ventana tiró Sarah su teléfono móvil después de un ataque de celos de su novio, esta oficina de correos tenía a la entrada un minitel y desde ella mandé a España veinte kilos de libros por 32 euros.

Kathleen me mira boquiabierta y cita —lleva años queriendo hacerlo— de La invasión de los ultracuerpos:
—¡¿Quién eres tú y que has hecho con mi marido?!

Yo mismo estoy deslumbrado por este superpoder. Me detengo delante de una mercería de la rue du Gros Horloge: recuerdo lo que compré allí, lo que me dijo el tendero y la música del hilo musical que sonaba en el restaurante de al lado. Con un trote reflejo los pies me conducen a la librería Le Rêve de l’Escalier, donde, a pesar de que la han reformado tirando algún tabique, puedo decir con exactitud dónde están casi todas las secciones, y me agacho para ver si entre los libros extranjeros sigue La casa de la Troya, que entonces me pareció caro y sólo leí años más tarde en una edición de Porrúa; la novela de Pérez Lugín voló —¿quién la compraría?—, pero me llevo por ocho euros un ejemplar intacto de la Crítica profana de Julio Casares.

Sólo hay algo que ni Kathleen ni yo recordábamos, y es todo lo agradable y pintoresca que resulta Ruán. Después de comentarlo varias veces entre nosotros, llegamos a la conclusión de que el hecho de vivir en Bélgica francófona nos había llevado a «valonizar» nuestro recuerdo de Francia. No me explico por qué no dediqué una hora a dibujar la maravillosa casa que alberga el Museo de la Educación, ni a hacer el recuento de las estatuas del Palacio de Justicia, ni a observar los diablos esculpidos en las arquivoltas de la iglesia de Saint Maclou.

Nos tomamos algo de tiempo para recorrer el atrio homónimo, porque hace poco leí sobre él como ejemplo señalado en la historia de las danzas de la muerte, lo que me extrañó porque no tenía conciencia de haber visto allí ninguna cuando lo visité en 2002. El atrio es el patio en el que los normandos hacinaron a los muertos de la peste de 1348; más adelante se cavaron fosas comunes, y cuando los huesos estaban mondos los apilaban en el desván de tejavana de las naves que conforman el recinto. Las vigas del atrio presentan, en talla, calaveras, huesos, picos y palas, todo ello en perfecto estado de conservación. En cambio, las columnas de piedra que sustentan el piso superior están muy deterioradas. Y es en cada una de ellas —como nos revela un panel explicativo— donde la Muerte sacaba a bailar a los representantes de los distintos estados civiles y eclesiásticos. Como era habitual en esas alegorías, las figuras estaban ordenadas conforme a su relevancia social —del juglar al emperador, del ermitaño al papa—, y contemplaba tantos estados civiles como eclesiásticos. «Los relieves —prosigue el panel— fueron destruidos con saña en el siglo XVI durante la ocupación de los hugonotes». Por más que la iconoclastia se dirigiera contra los católicos, la auténtica víctima fue la Muerte, ejecutada en efigie veinte veces en el sancta sanctorum de su propio culto.

Entramos en O’Kallaghan’s, el pub en el que los asistentes teníamos nuestra tertulia. No son las seis de la tarde, pero ya empiezan a reunirse en él los primeros expatriados. Resulta inevitable vernos desdoblados en algunos de los clientes, y esta variante sutil de la autoscopia tiene un efecto perturbador e incómodo, como siempre que vemos a otras personas encarnar situaciones que nos parecieron irrepetibles y exclusivas. Esta contigüidad de asistentes de distintas épocas me trae a la cabeza Nu descendant un escalier: al igual que O’Kallaghan’s, el cuadro de Duchamp contiene una serie de elementos que, por separado, parecen dotados de una peculiaridad sustantiva, pero que al yuxtaponerse se revelan como fases de un movimiento que reenvía a una narrativa de otro orden.

Desde el pub vuelvo mentalmente al atrio de Saint Maclou, y pienso que nos propone una sobrecogedora alegoría de la vida. Nuestros tatarabuelos medievales fueron demasiado conscientes de que todo se cifraba en conformarse con la columna que a uno le correspondía —ribaldo, escolar, arcediano—, en una estampida guiada por la Muerte. Al arrasar a golpe de uñeta esa representación dejaron un mensaje cifrado a las generaciones venideras, una fórmula para que quienes sobrevivieran a la peste y a la guerra pudieran retomar sus vidas sin caer en un pirronismo paralizante. El atrio de Saint Maclou objetiva ese espacio subjetivo que es el presente, en el que inhibimos la conciencia de ser piezas en un ajedrez desquiciado. En él —en el atrio, en el presente— desmochamos la muerte y seguimos a lo nuestro con alegre cinismo, sobre los huesos de millones de apestados que nos precedieron en esa misma actitud insensata y al mismo tiempo necesaria. Esa ha sido la tónica de este fin de semana normando, en el que también vimos a Iria y a Julien, a Ángel y Hélène, a sus hijas Danaë y Salomé, y pasamos treinta horas comiendo como si la fondue o el codillo pudieran dar sentido a la existencia. Y en cierto modo yo creo que se lo dan.

domingo, 5 de octubre de 2014

El señor D. constituye un episodio pintoresco de la historia del hispanismo belga y vive en un zaquizamí de la rue Longue, calle sin comercios y sin jardines, como tantas en esta provincia del abandono. La casa fue muchos años propiedad suya, pero la vendió a sus inquilinos, reservándose el entresuelo en alquiler; con el tiempo se han agriado las relaciones: el propietario ha colgado en el recibidor los cuadros absurdos que pinta en vacaciones, se ha convertido al Islam, descuida el mantenimiento del jardín y en general ningunea al señor D., al que se le meten en casa unas babosas negras, pequeñas y duras que se agarran al suelo y sólo se pueden matar si se las observa con lupa y se les corta la cabeza.

El señor D. se llama Roger y tiene patillas de chuleta. Se enseñó a sí mismo español con el método Assimil, y escribió una de las primeras tesinas de tema hispánico que se presentaron en la universidad de L***. Se trataba de un trabajo relativo a San Juan de la Cruz, que amplió más tarde en su tesis de doctorado, terciando en la polémica sobre la génesis del Cántico espiritual. La tesis recibió elogios de Jorge Guillén o de Marcel Bataillon, pero fue desdeñada por los especialistas en el místico. Años después estudió la obra de Ramón J. Sender, pero abandonó el empeño al considerar que el novelista habría podido evitar la muerte de su mujer durante la guerra. «Si nos vamos a poner así, no escribimos sobre nada», querría haberle dicho, pero el señor D. no le deja hablar a uno.

Viajó a Madrid con una beca de ampliación de estudios y fue chófer oficioso de Dámaso Alonso. Al parecer, éste le preguntaba cómo se decía en francés el nombre de cada uno de los accesorios del coche: el pivote de seguridad de la puerta, el limpiaparabrisas, la manivela de la ventanilla, etcétera. Debían de ser diálogos como de Tip y Coll, de dos personas que enseguida aceptan que no tienen nada que decirse. Trató también algo a Buero Vallejo, «un señor muy digno» al que visitó dos veces en su piso del barrio de Salamanca. Trabajó algo en secundaria, acabó la tesis a trancas y barrancas y sin mucha convicción asumió la segunda cátedra de español en su alma mater. La primera la ocupaba su maestro y su némesis, Jules H.

Este Jules fue el auténtico impulsor del hispanismo valón, una disciplina que había dado sus primeros pasos, trastabilleantes y erráticos, poco después de la primera guerra mundial, cuando el gobierno belga quiso recompensar a Ricardo Aznar Casanova por la ayuda que había prestado durante la ocupación alemana y le concedió un sueldo en esta institución jesuítica que, literalmente traducida, significa «universidad de corcho». No es probable que el señor Aznar Casanova se desplazase a menudo hasta ella para impartir las clases honoríficas. Casualmente poseo un ejemplar del volumen de artículos que publicó sobre las tradiciones belgas, dedicado de su puño al doctor Marañón. En un viejo diccionario biográfico encuentro una breve noticia de su vida, que contradice en varios puntos esenciales lo que el señor D. me dijo de él: «M. R. Aznar Casanova apporte, dans son enseignement à nos jeunes gens, à travers un cours savamment donné, toutes les traditions de sa noble terre natale. Très actif, il participe à l’organisation de Congrès internationaux, publie des ouvrages d'enseignement ainsi que des traductions, notamment des œuvres de Vivès, le célèbre humaniste. Chroniqueur apprécié, il collabore heureusement à des nombreuses revues belges et étrangères». Es una nota necrológica, que por el tono se diría redactada por el propio interfecto en un momento de previsión y egolatría.

Le sucedió, como queda dicho, Jules H., «don Julio», filólogo eminente que polemizó con Menéndez Pidal, y uno supone que había que tenerlos bastante cuadrados para polemizar con Menéndez Pidal. Ahora bien, como pedagogo su eminencia era de signo negativo. Parece que el primer día de clase explicaba algo de fonética española, el segundo repartía una tabla de conjugaciones y el tercero se adentraba decididamente en el comentario filológico de romances medievales. Don Julio tenía un hijo, Jacques, que quería estudiar matemáticas o educación física, pero como las cátedras eran aún, en aquella época, bienes patrimoniales, lo metieron en Románicas y le dieron el puesto del padre, el cual murió prematuramente, como suele decirse de manera un tanto absurda. El chico siguió el mismo método —tabla de conjugaciones y disquisiciones etimológicas, línea a línea—, con el resultado de que los estudiantes huían del español como de la peste. El español —se murmuraba entonces en los pasillos de la facultad— era «l’homme malade», lo que condujo a que el otro profesor, el señor D., se pusiera efectivamente enfermo y tuviera que pedir la jubilación anticipada. Al hijo de don Julio lo hicieron más adelante bibliotecario y fue muy feliz.

En los días posteriores a nuestro encuentro la casualidad me ha concedido la ocasión de hablar con dos antiguos alumnos del señor D. Ambos coinciden plenamente en su testimonio. En lugar de explicar las conjugaciones y comentar las variantes de Gerineldos, Roger distribuía tiras de Mafalda y hacía estudiar el Méthode 90, que era un sucedáneo de Assimil. Con él, tampoco aprendió nunca nadie nada.

Tras dos horas de conversación —que culminaban, no se olvide, varios meses de acoso telefónico a todas las personas directa, indirecta o remotamente implicadas en la enseñanza de español de nuestro departamento—, Roger me confiesa que ha decidido no deshacer en vida su biblioteca, pero ya que estoy allí me la enseñará de todos modos. En el dormitorio tiene un par de baldas de literatura española, algunas guías de viaje, antologías de viñetas de Forges, el primer tomo de un diccionario del siglo XVIII que le regaló un colega creyendo que tenía algún valor científico. En el comedor hay una estantería con autores del boom, y algo —poco— de bibliografía secundaria. En el sótano se pudren alegremente los libros sobre San Juan, junto con docenas de periódicos atrasados, algunos tebeos francobelgas y el proceso de beatificación de Santa Teresa. «Esto de Santa Teresa quizá le interese a la biblioteca de la universidad», me dice mi prehistórico colega. Asiento por cortesía, anticipando con regocijo la cara que pondrá algún día nuestra bibliotecaria. En el garaje tiene Roger un armario de cocina que contiene ediciones de Cátedra y Austral, novelas de kiosco y libros sobre Sender, Aragón y la guerra civil. En un archivador desportillado aparecen todavía algunos números de La Codorniz; me regala uno y dice que no quiere hojearlo porque si lo hiciera no podría desprenderse de él.

Dice Baroja en Las veladas del chalet gris que un tipo literario puede ser muy divertido, pero en la vida real es un pelmazo. Es verdad. Pero la vida del pelmazo también suele tener, más que la de los tipos reservados y decorosos, una trastienda trágica. Esta semana, sin ir más lejos, Roger D. se ha fracturado el esternón en un accidente de tráfico (necesita el coche para los trámites más cotidianos, porque su calle es muy empinada). Está también bregando con un cáncer de próstata, que le tratan con hormonas, después de haber superado uno de colon. Dos hijos suyos murieron a edad temprana: uno a consecuencia de una enfermedad mental que lo llevó primero a la escuela de Bellas Artes, luego a la locura y finalmente a la consunción; otro a consecuencia de una indigestión de espaguetis. Le quedan dos más en Bélgica, con los que apenas se trata. Desde hace veinte años, Roger pasa la mayor parte del año en Perú, donde tiene un hijo más, adolescente. «Nos llevamos muy mal —se lamenta—; es un error tener hijos siendo ya un anciano». Al menos esa otra vida transatlántica lo salva de la desolación del sótano belga, con las babosas incombustibles, la mesilla de noche desbordada de medicamentos, el aire enrarecido, el coche siniestrado y el casero intratable. Pero también podría ser que Perú fuera un refugio imaginario, y que durante meses hibernase arrebujado en una manta, sentado en la misma mecedora en la que me recibió el lunes pasado, considerando la geografía de Cuzco como su admirado místico consideraba el misterio de la unión hipostática cuando estaba preso en Medina.

En el garaje, frente a los libros sobre Aragón, hay una estatua de una muchacha desnuda que apoya en la cadera un ramo de flores. Es una de esas obras de arte que, de forma misteriosa e inmediata, sabemos copiadas de un modelo real, aunque la copia sea algo burda. La pose y la sonrisa resultan casi descocadas. El haber sido esculpida en piedra y no en mármol, a tamaño natural, le añade una calidez desasosegante. Data seguramente del 1900, y Roger la rescató de una casa de Outremeuse que estaba siendo reformada sin contemplaciones. Luego estuvo durante años en el recibidor de la rue Longue, pero al cambiar la titularidad del inmueble el nuevo propietario —de profesión islámica, como se recordará— le echó por encima una sábana bajera. La estatua cobró un aspecto fantasmal y asustaba a las visitas, así que Roger la hizo trasladar al garaje. Si Roger me diera a elegir, no me llevaría ninguno de los libros de su biblioteca, sino esa estatua de ojos saltones y sonrisa frescachona.

domingo, 28 de septiembre de 2014

i esto fuese un cuento lo titularía probablemente «El regreso de Tedaldo Elisei». Es la historia de un hombre que vuelve a un hogar en el que nunca estuvo, de otro —o el mismo— que vuelve a la vida después de muerto, y de una ficción que se despereza al cabo de setecientos años.

Entre todos los cuentos que figuran en el Decamerón, hay uno que debe ser leído con particular cautela. Hace el número séptimo de la tercera jornada, números impares y por añadidura primos, esto es, irreductibles. Igual el guarismo quiso ser una advertencia. De los diez narradores que han abandonado la ciudad huyendo de la peste, es a Emilia a quien se le confía esta historia, la historia de un noble florentino llamado Tedaldo Elisei.

En Florencia, muy a finales del siglo XIII, Tedaldo había sido el amante de una joven llamada Ermelina, esposa a su vez de un tal Aldobrandino Palermini. Un día, de manera enteramente inopinada, Tedaldo fue  abandonado por su amante, y ante la dificultad de olvidarla decidió poner tierra de por medio y rehacer su vida en Chipre, donde prosperó y pronto se convirtió en socio de un notorio comerciante. Tras luchar varios años consigo mismo, tratando de ahogar su amor por Ermelina, regresa a Florencia. Hay un detalle especialmente hermoso en el relato de Emilia: es una canción toscana, escuchada por azar sobre aquella isla, la que colma el vaso de la nostalgia. Tedaldo entra en la ciudad del Arno vestido de peregrino, imaginamos que también más curtido y barbado que cuando salió. Bajo este disfraz observa la vida de sus conciudadanos y no tarda en escuchar, con justificado asombro, la noticia de su propia muerte. El cadáver de alguien que se le parece mucho ha sido encontrado pocos días atrás, y los ministros de justicia han forzado mediante la tortura la confesión de Aldobrandino, quien tenía en su contra un móvil claro. Quiere la casualidad que Tedaldo no sólo llegue a tiempo de deshacer la confusión, sino que además descubra en una posada a los auténticos responsables de su muerte, o mejor dicho de la muerte de alguien que se le parecía mucho, y que a otros conviene que sea tenido por él.

Siempre bajo la apariencia de un peregrino, Tedaldo se entrevista con Ermelina, que a pesar de la corta distancia que los separa no lo reconoce y lo trata como a un hombre venerable. El peregrino la convence de que el mayor pecado que ha cometido es haber dejado de acostarse con su antiguo amante. La gentil Ermelina aduce que lo hizo mal aconsejada por un religioso, y lamenta que la trágica desaparición de Tedaldo le impida enmendarse. Es en ese momento crítico cuando el peregrino le enseña el anillo que ella entregara a su antiguo amante y, adoptando de nuevo el acento florentino, se revela como quien realmente es. Más tarde, reúne a sus hermanos y consigue para ellos el perdón de Aldobrandino, ya liberado. Todos ellos comen durante horas con Tedaldo sin reconocerlo hasta que éste, quitándose la esclavina de peregrino, les muestra una casaca fina que lleva debajo, «y todos le miraron y examinaron detenidamente, no sin grandísimo asombro, antes de que alguien se arriesgase a creer que era él». La identificación resulta, como se ve, muy delicada, y el relato se vuelve en este punto tan sutil que produce asombro no se rasgue. 

Yo creo que Boccaccio nos engaña. Creo que nos está contando la historia de una confusión de identidad, pero que lo hace reproduciendo la confusión de identidad, y avalando el relato —apenas fidedigno— de quien salió victorioso, que ciertamente no fue Tedaldo, pues para entonces Tedaldo hacía tiempo que estaba jugando a las siete y media con Satanás. Lo que en verdad ocurrió resultará fácil de suponer para quien conozca la maravillosa historia de Martin Guerre, que fue suplantado durante años por otra persona ante sus vecinos, ante sus hijos y aun en el lecho mismo de su esposa, sin que nadie pudiera —o quisiera— desenmascararlo. Martin Guerre estuvo ausente ocho años, apenas uno más que Tedaldo. Como el peregrino del Decamerón, el falso Martin Guerre daba detalles de la vida de sus allegados y conocía bien las intimidades de su mujer. Gérard Depardieu lo encarnó en una película casi etnográfica, con guión de Jean-Claude Carrière, y Richard Gere protagonizó la versión norteamericana, cross-cultural remake en el que se pierde mucho y se ganan sólo dólares.

Otros relatos de las jornadas novena y décima del Decamerón tratan de disfraces, suplantaciones y falsas identidades. La propia narradora de este capítulo admite que «los florentinos miraron durante varios días a Tedaldo como a un resucitado y como algo asombroso; y muchos, e incluso sus hermanos, tenían una ligera duda en el ánimo de si fuese o no él, y no lo creían aún firmemente». La prueba decisiva de que el peregrino es Tedaldo constituye a su vez el indicio más claro de que no es él: así, ocurrió que cierto día unos soldados de Lunigiana vieron a Tedaldo por la calle y le dijeron «¿Cómo estás, Faziuolo?»; Tedaldo preguntó qué ropas llevaba aquél con quien lo confundían, y por la descripción lo identificó como el cadáver que todos habían creído que era el suyo. El tal Faziuolo dicen los soldados que era un compañero suyo natural de Lunigiana, y es público que quienes allí habitaban tenían fama de astutos y dobles. El relato lleva, pues, inscrita la sugerencia de que el auténtico muerto fue Tedaldo, y de que quien queda con vida es un avispado mesnadero lunigiano.

o que ocurrió fue aproximadamente lo siguiente. En Chipre, Tedaldo Elisei realizó, en efecto, negocios muy lucrativos con los caballeros del Temple, a quienes procuraba provisiones al por mayor. En alguna ocasión sus negocios lo llevaron efectivamente a Constantinopla. No fue, en cambio, ninguna canción toscana la que lo movió a regresar a Florencia, sino el peso de los años, el fracaso de la cruzada, la caída de Akka y los rumores que empezaban a circular sobre sus principales clientes. De manera que juntó sus ganancias y, para no despertar la codicia de los ladrones con los que sin duda se cruzaría durante el viaje, decidió adoptar el atuendo de un peregrino que regresase de los Santos Lugares sin otras riquezas que dos reliquias rigurosamente falsas: un diente del peine de Santa Ana y otro que perdió San Pablo al caerse del caballo. Hizo la travesía en compañía de uno de sus proveedores de grano, desembarcó en Génova y recorrió a pie la costa de Liguria. A la salida de Mulazzo juntó sus pasos a los de un mesnadero que caminaba en su misma dirección. A este mercenario lo llamaban Faziuolo.

El camino era largo, la estación propicia y el soldado respondía con gran ingenio, en su simpático dialecto, todo lo cual abría el apetito de la conversación. Tras muchos años de destierro, a Tedaldo le soltaba también la lengua el manejo de un idioma que era más o menos el suyo propio, en el cual sabía expresar detalles y matices, y no precisaba ayudarse de gestos y muecas. Tedaldo le dio así detalles de su familia, que un día contó entre las principales de Toscana; de las tierras que todavía poseían, y de las rentas que generaban; de sus hermanos y de sus mujeres, una de las cuales había muerto el año anterior de fiebres puerperales, según noticia que le hicieron llegar a través de un comisionista suyo veneciano; de los dineros que había juntado con sus negocios, con los que pensaba vivir holgadamente hasta que la muerte lo llamase a su danza; de Ermelina, en fin, cuyo recuerdo no había cicatrizado en siete años: de su piel inmaculada, de sus labios finos pero incandescentes, de sus pechos blancos y traviesos, y aun de cómo disfrutaba mordiéndole el hombro cuando se abandonaba a los placeres de la lucha, que así nos los dé Dios a todos. Lo que no había logrado averiguar aún Tedaldo era por qué ella había dejado de encontrarse con él donde solía, que era en un huerto suyo que quedaba fuera de la ciudad. No creía que el marido, Aldobrandino, tuviera en ello parte, pues sabía que era un hombre celoso y poco discreto, que no habría dejado de vengarse si hubiera sabido que su mujer lo traicionaba.
 
—No sé si la sugerencia de terminar nuestros encuentros vino de otro, pero la decisión sin duda fue voluntad de la propia Ermelina, pues antes de nuestro último encuentro me regaló este anillo, y me mordió con fuerza tan especial que aún tengo la marca.

Esto le dijo Tedaldo al soldado, y apartando el cuello del sayal le mostró una fina señal ovalada, a duras penas perceptible, que quedaba algo por encima de la clavícula.

Ni por un momento creyó Faziuolo que la piel de Ermelina tuviera la blancura del mármol, ni que sus cabellos se confundieran con hebras de oro, ni que sus pechos fueran como tórtolas, pues sabía que esas expresiones las habían puesto en circulación los músicos cortesanos y los estudiantes de Bolonia sin otro objeto que darse tono; no obstante, era innegable que la belleza de aquella mujer había arrastrado a un hombre hecho y derecho a un punto próximo a la desesperación, y eran la causa de que hubiese abandonado su estado y su tierra para malvivir en los confines de la cristiandad. A la curiosidad por comprobar la extraordinaria hermosura de la dama vino a sumarse la envidia general del estado de su compañero de camino, envidia que imperceptiblemente, como suele ocurrir, se mudó en codicia, y ésta le aguzó el ingenio, de tal modo que al divisar desde un promontorio el islote que llamaban porto di Mezzo, y que está a apenas una legua de Florencia, ya había urdido la manera de obtener lo que deseaba.

Si se limitase, como un vulgar salteador, a robar la bolsa del repatriado, la súbita riqueza lo haría sospechoso, lo convertiría en prófugo o, en el peor de los casos, lo conduciría a la horca. Para disfrutar del patrimonio, el estado y los afectos de Tedaldo el camino más eficaz, aunque ciertamente no el más sencillo, era convertirse en el propio Tedaldo, pues, a diferencia de lo que hicieron creer al proverbial Calandrino, no era posible robarse a sí mismo. Tal transformación conllevaba otro ejercicio no menos dificultoso, que era el de conseguir que nadie echara en falta a Faziuolo.

Divisando ya las puertas de la ciudad, Faziuolo señaló una de las comitivas que, como ocurre tantas veces cada hora, salía de allí, y se echó a un lado del camino exclamando «¡escondámonos pronto, que me parece que allí se acerca un mercader que me reclama deudas!». Desconcertado, Tedaldo lo siguió tras un bardal próximo, y en voz baja le preguntó qué deudas eran aquéllas, y le ofreció prestarle lo que necesitase sin usura, a lo que Faziuolo respondió que esa deuda resultaba difícil de restituir, pues lo que el mercader le reclamaba era el virgo de una hija jovencita que tenía, llamada Oriana, que él había tomado prestado cierta tarde sin mala intención. Cuando las caballerías sospechosas hubieron pasado, saliendo de nuevo al camino y haciendo como si las ideas fueran viniéndosele a la boca unas tras otras igual que cerezas maduras, Faziuolo dijo que aquella muchachita seguramente había quedado en su casa sin más compañía que una criada que tenía, pues era huérfana de madre, y que la tal criada siempre se había mostrado muy comprensiva, por lo que le parecía uno de esos momentos en los que peca de necio quien no agarra la ocasión por el mechón. Lo mejor sería hacer que una vieja que conocía, muy hacendosa y bien dispuesta, condujera a Oriana con mucho sigilo a un lugar en él que pudiera verla a solas, y aun tocarla, pues no convenía que él entrase en su casa a la vista de vecinos y curiosos. Y luego le pintó con tales palabras la belleza de la joven, encarnándole tanto los labios, aclarándole tanto la trenza y estirándole tanto el cuello, que Tedaldo mismo le pidió acompañarle hasta que pudiera contemplarla con sus propios ojos y juzgar si era comparable a doña Ermelina; después seguiría sin detenerse a su casa, donde esperaba encontrar a sus cuatro hermanos con salud.

Faziuolo conocía efectivamente a una vieja camandulera, y aun el propio Tedaldo la habría reconocido a poco que hubiera ejercitado la memoria, ya que ella había tratado a todo hombre que hubiera puesto pie en aquella comuna pecadora; y esa era su virtud, pues, primero de joven y luego de vieja, todos la habían necesitado desesperadamente en algún momento, aunque la despreciasen el resto del tiempo. El soldado tuvo la fortuna de encontrarla en su casa, y hablando con ella de manera reservada, mientras hacia señas de complicidad a Tedaldo, le indicó que necesitaba con urgencia un cuarto que diera sobre el río, y le ofreció una suma tan desmesurada que pocos habrían dejado de cedérselo. Sólo había un puñado de casas, tras el puente nuevo, que conviniesen, pero la vieja revolvió en su memoria entre aquéllos que le debían favores y no tardó en darle a Faziuolo una hora y una seña. El poco tiempo que debían aguardar, los dos caminantes lo mataron brindando y despidiéndose en un figón, sin demasiado peligro de que reconocieran al peregrino dado el número enorme de los florentinos, lo retirado de aquella posada y la barba partida y frondosa que Tedaldo se había dejado crecer en los años chipriotas. 

Cuando ya estaba oscureciendo, la vieja alcahueta les abrió la puerta de un almacén que tenía un portillo a través del cual se podían subir sacos desde el río con una garrucha. Tedaldo preguntaba repetidamente dónde estaba Oriana, que no la veía, y Faziuolo, que había cerrado el pasador de la puerta, echó mano a su daga y se la metió a Tedaldo varias veces entre las costillas, diciéndole: «enseguida la vas a ver; dile que yo llegaré algo más tarde». Cuando Tedaldo se hubo callado, Faziuolo le quitó cuanto de valor encontró sobre él, empezando por el anillo que le había dado doña Ermelina. Luego vistió el cadáver con su jubón y sus calzas, y le cruzó sobre el pecho su tahalí, poniéndose él el herreruelo y el sombrero gacho que había llevado hasta entonces el falso peregrino. A continuación, arrastró el cuerpo al portillo y lo tiró al Arno.

aziuolo había previsto que el río, que entonces bajaba crecido de caudal, arrastrase el cadáver al menos durante esa noche y que éste apareciera más abajo hinchado y mordido por los peces, de manera que andando el tiempo lo tomasen por el propio Faziuolo. Sin embargo, tuvo la mala fortuna de que en aquel instante pasase por debajo del almacén una de las balsas de troncos que los madereros transportan desde el Casentinesi: el ruido que hizo el cuerpo de Tedaldo al caer fue, pues, muy distinto del esperado, y enseguida lo siguieron voces alarmadas, por lo que Faziuolo abandonó a toda prisa el lugar y fue a refugiarse en una posada, de donde no salió en varios días.

La noticia de la muerte de Tedaldo prendió en Florencia y produjo gran sorpresa por aparecer súbitamente muerto quien había faltado tantos años de la ciudad. Al ver pasar frente a su puerta el cadáver, Ermelina rompió a llorar y los que lo vieron afirman que parecía fuera de sí. Como suele ocurrir en estos casos, por muy secretamente que Tedaldo hubiera llevado sus amores con doña Ermelina, uno de los pocos florentinos que no los conocían era su marido, Aldobrandino: sobre él convergieron enseguida todas las miradas, incluidas las de los ministros de la justicia. Un día a pan y agua y cuatro vueltas a la soga bastaron para que Aldobrandino confesase haber apuñalado al amante de su mujer.

Faziuolo pensó en huir con lo ganado, pero no lo hizo, en parte porque su nombre figuraba ya en el registro de entrada de la ciudad, en parte quizá porque le costaba renunciar a la hidalguía que le habría dado el apellido de Tedaldo, y sobre todo porque no se resignaba a dejar de ver a doña Ermelina, por la que a fuerza de oír hablar de ella casi creía sentir ese amor de lejos que sienten los nobles ante la descripción de las esposas de los demás. Así que, como Faziuolo no sólo era despierto de espíritu, sino también animoso, pensó que el interés de Aldobrandino en escapar la horca, el de doña Ermelina en no quedar viuda y sin hombre, y el suyo propio se sostenían entre sí como las patas de una banqueta.

Y así fue como, tras dejar pasar cuatro o cinco días, Faziuolo visitó a doña Ermelina en su hábito de peregrino. Todavía algo trastornado por su crimen, quería hablarle a Ermelina de amor pero de algún modo de su boca sólo salían frases sobre robos y asesinatos. Tras un discurso algo confuso, en el que criticó los consejos de los confesores, aceptó como naturales las necesidades de la carne y la responsabilizó a ella del dolor y la desgracia de su antiguo amante, terminó arrancándole la promesa de que, si por milagro llegara a suceder que Tebaldo regresase, ella le entregaría de nuevo su intimidad.

—Eso lo haría gustosamente —concedió Ermelina—, pero ¿cómo se podrá hacer, si Tebaldo está muerto? Yo misma lo vi atravesado por varias cuchilladas.

A lo cual, Faziuolo adoptó el acento toscano, le mostró el anillo que ella le había regalado a Tedaldo la última noche, le dio detalles que nadie más podría saber sobre sus otros encuentros en el huerto, le mostró la clavícula en la que ella creyó ver con claridad la huella de sus dientes, y en definitiva la convenció por completo de que Tedaldo era él, lo cual demuestra su extraordinaria elocuencia, pues el verdadero Tedaldo tenía algunos años más que él y no era tan fibroso.

Acto seguido Faziuolo fue a la prisión a ver al marido de Ermelina, y le aseguró que lo sacaría de allí si perdonaba a los hermanos de Tedaldo, que eran los que lo habían acusado públicamente. Obtenido el compromiso de Aldobrandino, que no podía dejar de concederlo pues llevaba ya la soga al cuello, como suele decirse, Faziuolo pidió audiencia con el magistrado, exculpó al marido celoso y sugirió que el cadáver enterrado podía ser el de un soldado ligur que llevaba esas ropas y a quien no se había vuelto a ver desde que entrara en la ciudad.

Boccaccio pretende hacernos creer que el peregrino escuchó por azar, la primera noche que pasó en la posada, la confesión de los auténticos asesinos, y que éstos eran el posadero y unos amigos suyos. Lo inverosímil de esta afirmación es quizá el hilo por el que se puede sacar el ovillo, el guiño con el que el humanista nos alerta sobre la otra lectura posible, a contrapelo, en marca de agua. En esa otra lectura el peregrino no es Tedaldo, y el posadero no tiene más culpa que Aldobrandino. Faziuolo lo denunció precisamente porque no tenía ningún motivo para acusarlo: discreto como era, sabía que esa ausencia de trato y de interés daría a su acusación un peso irrebatible. El potro haría el resto, como en efecto ocurrió, ya que a la justicia le importaba poco el inocente al que se colgase.  

Así fue como el falso Tedaldo regresó a la casa de doña Ermelina, donde, como dice Boccaccio, «yéndose juntos a la cama de buena gana hicieron las paces amable y felizmente», y aun hay que creer que las hicieron varias veces. Vivió así muchos años, disfrutando de sus rentas y de su posición, y recibiendo innumerables muestras de agradecimiento de Aldobrandino y de su mujer. A veces algún forastero se detenía ante él en la calle y le preguntaba «¿cómo estás, Faziuolo?»; entonces él hacía un gesto de cansancio y seguía caminando, sin darle importancia. 

viernes, 22 de agosto de 2014

Paso un día y medio en Berlín con Rafa. Peinamos la ciudad en bicicleta, olisqueamos en todas las cocinas de Kreuzberg y descubrimos que es en Neukölln donde acaban todas las sillas desvencijadas del mundo.

Por la noche cenamos pho y vamos al Schwarze Traube. En bicicleta está a quince minutos, pero apenas hemos salido de casa se me pincha la rueda de atrás. Con enorme fastidio dejamos las bicis en Frankfurter Tor y seguimos a pie, porque en metro deberíamos hacer una cantidad absurda de transbordos. Tenemos así, además, la ocasión de cruzar de nuevo el puente de Schlesisches Tor, una bizarra construcción civil en gótico de ladrillo que siempre resulta pintoresca, sobre todo cuando por la noche los punkarras celebran sus aquelarres entre sus arcos ojivales.

El Schwarze Traube es un bar de copas pequeñito y oscuro, lleno de humo de tabaco, en el que no proponen ninguna bebida concreta, pero sí todas las inconcretas. En lugar de escoger de una carta, uno debe describir lo que le gustaría tomar. Es un ejercicio de comunicación poética aplicada a fines concretos; un ejercicio arriesgado, porque luego uno se debe beber lo que le pongan.

Dispuesto a jugar el juego de las correspondencias, y a comprobar por métodos pseudocientíficos la bebida que mejor me cuadra, he llevado una muestra impresa en Lumos, el tipo de letra que, según me reveló hace unas semanas un test en línea, representa sintéticamente mi personalidad. El maestro cocktelero es un individuo flaco, de aire avispado. Nos ha hecho esperar porque estaban entrevistándolo para una revista de tendencias. Lleva el cráneo rapado, va vestido de negro y trae un cuadernito en la mano. Se sienta enfrente de nosotros, en un sofá rococó. «Me gustaría beber algo que corresponda con esta tipografía», le digo, al tiempo que le enseño el papelito con la muestra. Él lo mira y remira durante unos segundos. Por un momento pensé que me mandaría al cuerno, o me preguntaría si no puedo pedir una Mahou como todo el mundo, pero el caso es que cuando levanta la vista del papel dice:

—Entiendo que quiere algo anguloso aunque evanescente, masculino pero al mismo tiempo un poco excéntrico. Creo que partiré de la receta de un manhattan, pero mezclaré dos tipos de whisky diferentes, uno de ellos ligeramente ahumado; añadiré jarabe amargo y quizá algún toque afrutado, con esencia o corteza de naranja. Todo ello mezclado con hielo y servido sin hielo. ¿Le parece?

Me parece fenómeno, y la propuesta guarda un parecido sobrenatural con lo que habría descrito si no hubiera decidido ser tan elíptico. Recuerdo haber pensado conscientemente en pedir algo que fuera como Cointreau pero con más estilo y gravitas. A Rafa le sirven un brebaje polar y al mismo tiempo tropical, que entre otras cosas contiene sirope de tónica y especias. Salgo de allí con la sensación de haber pasado una velada en el salón de fumar de Des Esseintes, sensación que a esas horas amplifican sinestéticamente las arcadas del puente de Schlesisches Tor.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Último día de biblioteca, al término del cual saco un rato para ver la exposición sobre Pessoa y España. Pessoa no estuvo nunca en España, con excepción de un breve viaje a las islas Canarias, pero tuvo de ella un conocimiento exacto e inmediato gracias a la teosofía. A la Segunda República, por ejemplo, le sacó una carta astral: «No opposition!», escribió al margen. Dos veces.

Estas aficiones ocultistas lo predestinaban a conocer al extravagante Iván (Juan) de Nogales. En su diario, que escribía en inglés, Pessoa tomó nota de su primer encuentro: «More or less interesting». Es un comentario de una circunspección admirable, teniendo en cuenta que Nogales tenía un careto patibulario, la dentadura de oro, un perro saltarín, un calzador en el bolsillo y una melena fosca, repartida en dos inmensas crenchas que unas veces oxigenaba y otras teñía de verde. De Nogales se exhiben en la Biblioteca Nacional un par de tarjetas de visita. Una es de las conocidas, similar a la que reproduce y comenta Prada en Desgarrados y excéntricos, aquélla en la que Nogales se presenta como mentalista, ateneísta, budhista, kineseterapa (sic), mirobrigense, pinpilcamechaute y «Globe Trotter 7»; la otra no la había visto nunca, y dice así: «Iván de Nogales, amante de los hambrientos rusos y hambriento del amor de las rusas. Velázquez 72».

Hay también en la exposición un texto divertido dirigido muy genéricamente a Unamuno, y fechado alrededor de 1931. Parece que Unamuno recomendaba a los catalanes el empleo del castellano, y Pessoa escribió lo siguiente: «Unamuno put the case: why not write un Castilian? If it comes to that, I prefer to write in English, which will give me a wider public […]. Why should I write In [sic] Castilian? That U[namuno] may understand me? It is asking too much for too little».

El texto de Pessoa no era una carta. Pessoa no tenía necesidad ninguna de escribir cartas a nadie: como buen adepto que era al espiritismo, podía confiar sus mensajes al espíritu de un difunto políglota, que los tradujese y los susurrase al oído del destinatario. O bien podía transmitirlos en ondas telepáticas que surcarían el éter y aterrizarían en las greñas hipersensibles y verdes de Iván de Nogales, quien los transcribiría, los traduciría a la diabla y los pondría en conocimiento del interesado. Pero quizá eso habría sido también demasiado esfuerzo para tan poca cosa.

domingo, 10 de agosto de 2014

En El Tejarejo, entre Ávila y Toledo, jugando a los bolos con los sobrinos. Sentado en el borde de la bolera, Tristán cuenta los que caen. Birla el abuelo. ¡Catacloc!
—¡Siete!
—¿Cómo que siete? Si sólo ha tirado dos.
—No —explica Tristán—, digo que son siete puntos de fuerza y cuatro de agilidad.

Para él todo es un juego de rol, y lleva siempre en el bolsillo un taco de cartas de los Pokemon. El resto del tiempo se le va en hacer visajes y hablar en camelo. Su hermano mediano da una nueva vuelta de tuerca a un chiste viejo: «¡mira, mamá, sin piernas!... ¡sin manos!... ¡sin bicicleta!».

Esto me recuerda una conversación con Kathleen, de hace unos meses. Habíamos pasado la tarde con Aaron y Peer, los hijos de Constanze, y ella me preguntó si me gustaba jugar con niños.
—No más que otras cosas —respondí—. ¿Y a ti?

Kathleen reflexiona durante dos o tres segundos y responde con cómica seriedad:
—Sólo cuando gano.

lunes, 28 de julio de 2014

Cosas de Washington que echaré de menos: las ardillas; la root beer; el old fashioned de Tryst; que todos los restaurantes tengan cilantro y pico de gallo; la ensalada especial de Burrito Brothers; el metro, que parece un set de rodaje de la primera Battlestar Galactica; la limonada de arándanos y albahaca de Sweet Green; las hamburguesas con gorgonzola; la banda de Dupont Circle; que la gente no me pregunte de dónde vengo cuando oye mi acento.

—¿Ves? —moraliza Kathleen, cuando concluyo de leerle mi lista—. Y luego dices que todo se puede aprender leyendo y no hace falta viajar.
—Bueno, la gente que lea mi blog podrá tener todo lo positivo sin nada de lo negativo.
—Ya, pero no habrán tenido la experiencia de ir en canoa por el Potomac.

Ni la de que el sol les produzca quemaduras en las piernas y luego se les hinchen los tobillos por un exceso de lidocaína. Al final, leyendo o sin leer, creo que la cosa se equilibra bastante.

sábado, 26 de julio de 2014

Otro día alquilamos un kayak y remontamos el río Potomac. Salimos a las diez y media porque el hombre del tiempo pronosticó tormentas eléctricas y tornados a partir de la una de la tarde, pero a las dos el cielo sigue completamente despejado. Cuando volvemos a tierra tengo las piernas al rojo vivo. Habíamos planeado ir a ver el cementerio de Arlington, pero lo dejamos y corremos —como el hombre de lata de El mago de Oz— hasta Dupont Circle; allí compramos un bote de after sun para casos desesperados que parece pasta de dientes. Nos la untamos en el parque mientras escuchamos tocar a la banda de músicos callejeros: siete trombones, una tuba, un trombón, un bombo, una caja y unos platillos. La leche. Y por la noche volvemos a Madam's Organ (genial anagrama del nombre del barrio, Adams Morgan), un local dedicado con obsesión al blues, al bourbon y a la taxidermia.

Otro día recorro la biblioteca de Jefferson, que está expuesta en una sala de la Library of Congress. Entre sus cinco mil volúmenes encuentro los nueve del Parnaso español de Sedano, obras de Rebolledo y de García de la Huerta, las Eróticas de Esteban Manuel Villegas, una colección de textos en dialecto de germanía de Hidalgo, La monarquía indiana de Torquemada, La Araucana de Ercilla, y todo Cervantes, salvo el teatro, todo en español, más una traducción francesa del Quijote.

Otro día vamos al museo aeroespacial. Nada más entrar me caigo de espaldas —metafóricamente—: ¡la cápsula del Apolo XI! Realmente la gente fue a la luna en un go-cart tuneado, con una brújula, un cuadernillo de espiral, una caja de aspirinas, un magnetofón de pilas y un maletín de bricolaje. Un poco más allá te dejan tocar una roca de la luna. Y luego vienen las fotos de Marte, que parece talmente Rivas Vaciamadrid. Como los museos son gratis, volvemos dos días después, y hacemos una visita guiada con un tipo muy divertido que parece Paul Giamatti.

Otro día el insinkerator se terminó tragando un pelapatatas de acero inoxidable y tuve que ir a comprar otro. 

Otro día vamos al cine de la calle E. Vemos Boyhood, de Linklater, que nos entusiasma: un Bildungsroman sutil y paciente. También vemos A Most Wanted Man, la última que rodó Philip Seymour Hoffman, que es tan aburrida que se duerme sola. Eso sí la sala estaba hasta la bandera. Para empezar, cualquier película en la que salga Daniel Brühl tiene todas las papeletas para resultar un bodrio. Vale, Tarantino hizo una en la que salía Daniel Brühl, pero tuvo la decencia de hacer que lo matasen. Por lo demás, A Most Wanted Man es uno de tantos episodios imaginarios e incoherentes de la guerra contra el terror. Esta vez tiene lugar en Alemania; los papeles alemanes se los han dado a actores americanos, que no saben pronunciar sus propios nombres, y sin embargo el cantante Herbert Grönemeyer hace de espía estadounidense, si he entendido bien. No se ha visto casting más absurdo. Kathleen lo resume con justicia cuando dice que es como Tatort pero sin muerto (Tatort es una serie alemana policíaca que echan los domingos por la noche; durante un tiempo solíamos llamar a Birte a la hora en la que empezaba, para comprobar que no cogía el teléfono, y le dejábamos mensajes en el contestador diciendo «Birte, sabemos que estás ahí viendo Tatort, sal de tu guarida y da la cara»).   

jueves, 24 de julio de 2014

El sábado, antes de ir al Museo de Historia Norteamericana, comemos en el mítico Ben's Chili Bowl. Pedimos lo que se anuncia como el almuerzo preferido de Bill Cosby: un perrito caliente con salchicha ahumada, mostaza, cebolla, chili y patatas fritas de bolsa. Resulta sorprendentemente comestible. Nos hacemos fotos con todo el equipo de trabajadores, y compramos la camiseta.

Enfrente del Barnes & Noble hay un restaurante llamado Ollie's Trolley. En su escaparate hay un cartel que promete las mejores hamburguesas del mundo. Claro que en el escaparate también hay una vieja motocicleta con un maniquí polvoriento, un bólido a pedales y una reproducción de las tartas tradicionales de fresa y ruibarbo acompañadas por una nota —escrita a rotulador en un plato de cartón— que aclara que ya no se hacen.

Pedimos dos de las famosas ollieburgers, una root beer y un batido de fresa. Y patatas fritas, que saben igual que las de Wendy. El batido es demasiado espeso y no sube por la pajita. En realidad no sale ni aunque se le dé la vuelta al vaso. Un buen día el viejo Macdonald y su amiga Wendy le debieron de decir a Ollie: «amigo, ¿por qué no abres una franquicia como nosotros?» Ollie, sin embargo, no tenía el nervio empresarial de sus compatriotas, y nunca salió del D.C.

—Deberían hacer de esto un museo —le digo a Kathleen.
—Ya es un museo.
Y tiene razón. La hamburguesa que nos hemos comido tenía méritos suficientes para estar en el Smithsonian, pero echándole mostaza daba el pego.

domingo, 20 de julio de 2014

Si uno pudiera volver a la Roma Imperial, ver el foro en todo su esplendor, multiplicar por dos sus dimensiones, por tres el número de peristilos y por cuatro el número de frisos, se sentiría como si estuviera en el centro de Washington.

Casi todos los edificios públicos de la capital de este Imperio fueron construidos a finales del siglo XIX conforme al paradigma neoclásico, que, por estar entonces ya desfasado, se cargaba de fe voluntarista en el buen entendimiento de toda la humanidad. El plano original de la ciudad fue trazado conforme a un programa simbólico fácil de leer: la numeración de las calles comienza en el Congreso; éste se halla protegido por Temis y Atenea —el Tribunal Supremo y la Biblioteca—; su entrada, en el lado oeste, da a una amplia explanada de museos y monumentos que compendian la historia y la cultura nacionales; algo más allá, a mano derecha, la Casa Blanca es un chalet humilde y accesible en apariencia, desde donde apenas hay que dar dos pasos para hacer uso de los recursos del Tesoro. 

La Explanada Nacional —el parque que abarca desde el Congreso hasta el monumento a Lincoln— incluye numerosos espacios de genuina religiosidad laica: los mausoleos consagrados a los caídos en varias guerras, los jardines de la amistad germanoestadounidense, los cerezos que regaló Japón a la ciudad, los monumentos a Jefferson, a Franklin D. Roosevelt, a Martin Luther King... Este último produce una emoción singular, pues consiste en un desfiladero de granito que se debe atravesar para llegar a un inmenso peñasco del que emerge, mirando al lago, la figura titánica del activista. El doctor King tiene en la mano unos folios enrollados, probablemente los de su discurso del 63. El ingrediente textual de lo demás monumentos es mucho más acusado, con páginas y páginas grabadas a mano en el mármol en un tipo basado en el de la columna de Trajano: varias declaraciones de FDR; el discurso completo que pronunció Lincoln al inaugurar su segunda legislatura; el preámbulo de la Declaración de Independencia, etcétera.

Son mensajes vibrantes que hablan directamente al pueblo, inscripciones solemnes pero con una prosodia casi radiofónica, muy distintas de las perogrulladas en latín que uno suele encontrar en la arquitectura monumental al uso. En estos días en que se disparan misiles contra niños palestinos y se abaten aviones cargados de médicos holandeses, resultan especialmente sobrecogedores estos textos que, desde el corazón político del mundo, exaltan el coraje civil de los seres humanos y nos llaman a derruir las fronteras para unirnos en la construcción de un mundo igualitario y libre.

Y entonces vienen los turistas con un sombrero de fieltro con forma de calamar azul y se hacen fotos delante de Lincoln sacando la lengua como Miley Cyrus.



El sancta sanctorum de esta ciudad construida como una gigantesca apoteosis de la textualidad democrática es la sala de lectura principal de la Library of Congress, una basílica de San Pedro consagrada al libro y a la razón. Hoy se entra a ella desde un pasillo de servicio que los habitués llaman sencillamente «the yellow corridor», pero hubo un tiempo en que el acceso se hacía a través de la entrada principal, atravesando un vestíbulo de varios niveles en cuyas bóvedas campaban las artes y las ciencias encarnadas en señoritas prerrafaelitas, alternando con rosetones decorados con los hierros de los principales editores humanistas europeos. Preside la sala de lectura un reloj coronado por una alegoría del tiempo: un viejecito alado que empuña una guadaña; dos jóvenes de bronce desnudos leen y reflexionan sobre la brevedad de la vida. Desde la galería alta los lectores somos observados por Heródoto, Platón, Shakespeare, Francis Bacon, Isaac Newton y dos docenas de turistas. Uno se siente bajo presión. De aquí no puedo salir sin haber escrito por lo menos La rama dorada de Frazer.

Así que aquí estoy, sentado en la biblioteca más grande del mundo, con casi 160 millones de libros, artículos, grabaciones y manuscritos a mi disposición, y ¿a qué me dedico? A cartearme con el servicio contable de mi universidad para explicar facturas. Creo que puedo oír a mi padre desde aquí:

—¡¡Eres gilipollas!!

Sí, pápá, gracias por recordármelo. Pero si no se admiten a trámite las subvenciones antes de que el administrador se vaya de vacaciones, el libro que debería haber salido en mayo no saldrá hasta noviembre o diciembre. Si de mí dependiera, ya los habría mandado a todos al cuerno hace tiempo, pero en el libro hay contribuciones de colegas inocentes, que esperan ilusionados a que se publiquen los resultados de sus investigaciones. Así que me tomo una pastilla contra la acidez y, mientras echo espuma por la boca, escribo e-mails de una cortesía extrema acerca del IVA en pagos de servicios intracomunitarios.

No voy a entrar en detalles porque me ata el sigilo profesional, pero cuando regrese a Bélgica pienso imprimir todos los correos electrónicos de estos días, subrayar con un rotulador fosforito las partes más kafkianas y archivarlos en una carpeta que ponga «por qué no voy a volver a organizar nada más en esta universidad». Durante varios días he sido un rehén de la administración, me he visto obligado a someterme a reglas que sólo en artículo de fe se compadecen con el derecho internacional, y a transmitir a importantes editores y escritores instrucciones contradictorias que me hacen pasar por un cretino. Ante la menor expresión de duda, los covachuelistas de la administración se revuelven ofendidos:

—Oiga, es que en el despacho de al lado me dijeron que había que rellenar este formulario así.
—Y a mí qué me cuenta.

Como al final el que tiene que ponerle el sello es él, al chupatintas todo lo demás se la refanfinfla. Y sin embargo, no es raro que, una vez tragada la rueda de molino, desde otro despacho otro administrativo nos devuelva el dossier completo, por alguna incorrección de forma.

—Oiga, es que en el despacho de al lado me dijeron que había que hacerlo así.
—Y a mí qué me cuenta.

viernes, 18 de julio de 2014

Poco a poco nos conformamos a una cierta rutina. Nos levantamos a las siete; hacia las 8:30 cogemos el 96, que viene todavía medio vacío, así que nos sentamos y vamos leyendo durante los cuarenta minutos que nos toma llegar hasta el Capitolio. Allí nos bajamos; yo suelo seguir leyendo unos minutos al sol para acumular calor entre el aire acondicionado del autobús y el aire acondicionado de la biblioteca. Trabajamos hasta las 12:30, nos sentamos en alguno de los bancos que hay frente al edificio Madison, comemos un emparedado que traemos hecho de casa —el mío de pavo, el de Kathleen de humus—, compramos un café en alguno de los establecimientos que hay en la zona, en donde almuerzan los becarios del Congreso y del Senado. Seguimos trabajando hasta las cinco y luego gestionamos de la mejor manera posible la tormenta de la tarde: si vemos que aún no ha empezado a llover, subimos en bicicleta hasta el Whole Foods de la calle P, hacemos algunas compras y volvemos a casa; si está ya chispeando, nos metemos en alguna librería o cenamos algo por ahí. Tras la tormenta, una intensa luz amarilla transfigura la ciudad.

Hemos contratado un abono mensual del servicio de bicicletas públicas de Washington, y sólo nos costó una tarde de trámites y un par de llamadas. Cuando obtuvimos nuestros identificadores quisimos sacar unas bicis del terminal más cercano, pero sólo le sacamos una luz roja y un pitido. Una mujer que venía detrás de nosotros nos prestó su móvil e hizo de mediadora con la centralita hasta que, veinte minutos después, se resolvió el problema. Fue sólo la primera de las muchas muestras de amabilidad extrema a las que estamos pudiendo asistir estos días. 

Una noche vamos a un club de jazz, en la calle U entre la 15 y 16, y nos quedamos boquiabiertos. Esto no lo habíamos visto nunca. Más allá de la apabullante calidad de los músicos, lo verdaderamente increíble es que el público daba palmas siguiendo el compás. No como suele hacerse en el viejo continente, con un desmayo que allí es considerado casi de buen tono, que suena a olas rompiendo en la playa de la inexactitud, sino casi con brusquedad, con precisión metronómica, tanta que a veces el sonido de las palmadas se asimilaba al del bombo. Asombroso. Otra noche subimos a un garito que está apenas dos manzanas más allá, en la misma calle 18, donde toca un trío completamente apático: los músicos están derrengados en una silla y dejan que sus dedos recorran el mástil mientras pasean distraídos la mirada por el techo del establecimiento. Pese a todo, son mejores que la mayoría de los grupos profesionales residentes en Europa. Uno termina por no saber para qué se estudia este tipo de música en Europa, si no es para entenderla y disfrutar más al escucharla. A los norteamericanos debemos hacerles el efecto de esos japoneses que aprenden a cantar flamenco.  

miércoles, 16 de julio de 2014

Vine leyendo en el avión un libro estupendo que me trajo Kathleen de Inglaterra hace unas semanas, exactamente de los que a mí me gustan: Just My Type. Es algo menos que una historia de la tipografía, y algo más que un simple anecdotario. Lo cual no quita para que —prosaico que uno es— al final me quede con las anécdotas. Así, leo completamente absorto la historia de Thomas Cobden-Sanderson, que diseñó un tipo precioso para imprimir la Biblia, y, para que nadie le diera un uso indeseado después de su muerte, lo destruyó a conciencia, arrojando al Támesis todos los tipos, las matrices y las formas tipográficas ya compuestas. Cobden-Sanderson tenía ya 76 años, y la ejecución de su suicidio tipográfico le tomó, noche a noche, cinco meses.

También está la historia de un app de reconocimiento tipográfico que era incapaz de identificar siquiera Georgia. O la de una campaña francesa contra la piratería de productos culturales que se imprimió con un tipo pirata. O la de Ecofont, un programa que apolilla otros tipos, llenándolos de agujeritos microscópicos para que se consuma menos tinta en la impresión. Pero ninguna tan sensacional como la biografía secreta de incesto y zoofilia de Eric Gill, que le da un aire súbita y cómicamente depravado a los rótulos de la BBC y a las cubiertas de Penguin.

Poca gente lo sabe, pero estamos rodeados de tipómanos. En internet basta con dar una patada a una piedra para que salgan tres o cuatro. Varios se han reunido para hacer «Type War», un videojuego muy simple en el que hay que identificar el tipo de una serie de letras. A la altura del nivel 9, bastante contagiado ya de tipomanía, dejo el juego para hacer un test de personalidad en línea cuyo diagnóstico no se expresa en temperamentos ni en términos freudianos, sino en familias tipográficas. Así, descubro con halago que soy un Lumos, un tipo extravagante, con unos palos más largos que otros, serifas asimétricas y trazos nerviosos, para el que sólo existen mayúsculas. Un tipo que parece hecho para rotular clubes de jazz de los años 40 o películas de Tim Burton.

Unos minutos después, Kathleen hace el test. El veredicto del programa es espeluznante e inapelable: ¡Futura! Racional, geométrica, alemana: letra de membrete oficial y de fábrica de automóviles. Por fortuna, los caracteres que en modo alguno podrían coexistir sobre el papel sí pueden hacerlo en un piso razonablemente espacioso y soleado.