Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 28 de septiembre de 2014

i esto fuese un cuento lo titularía probablemente «El regreso de Tedaldo Elisei». Es la historia de un hombre que vuelve a un hogar en el que nunca estuvo, de otro —o el mismo— que vuelve a la vida después de muerto, y de una ficción que se despereza al cabo de setecientos años.

Entre todos los cuentos que figuran en el Decamerón, hay uno que debe ser leído con particular cautela. Hace el número séptimo de la tercera jornada, números impares y por añadidura primos, esto es, irreductibles. Igual el guarismo quiso ser una advertencia. De los diez narradores que han abandonado la ciudad huyendo de la peste, es a Emilia a quien se le confía esta historia, la historia de un noble florentino llamado Tedaldo Elisei.

En Florencia, muy a finales del siglo XIII, Tedaldo había sido el amante de una joven llamada Ermelina, esposa a su vez de un tal Aldobrandino Palermini. Un día, de manera enteramente inopinada, Tedaldo fue  abandonado por su amante, y ante la dificultad de olvidarla decidió poner tierra de por medio y rehacer su vida en Chipre, donde prosperó y pronto se convirtió en socio de un notorio comerciante. Tras luchar varios años consigo mismo, tratando de ahogar su amor por Ermelina, regresa a Florencia. Hay un detalle especialmente hermoso en el relato de Emilia: es una canción toscana, escuchada por azar sobre aquella isla, la que colma el vaso de la nostalgia. Tedaldo entra en la ciudad del Arno vestido de peregrino, imaginamos que también más curtido y barbado que cuando salió. Bajo este disfraz observa la vida de sus conciudadanos y no tarda en escuchar, con justificado asombro, la noticia de su propia muerte. El cadáver de alguien que se le parece mucho ha sido encontrado pocos días atrás, y los ministros de justicia han forzado mediante la tortura la confesión de Aldobrandino, quien tenía en su contra un móvil claro. Quiere la casualidad que Tedaldo no sólo llegue a tiempo de deshacer la confusión, sino que además descubra en una posada a los auténticos responsables de su muerte, o mejor dicho de la muerte de alguien que se le parecía mucho, y que a otros conviene que sea tenido por él.

Siempre bajo la apariencia de un peregrino, Tedaldo se entrevista con Ermelina, que a pesar de la corta distancia que los separa no lo reconoce y lo trata como a un hombre venerable. El peregrino la convence de que el mayor pecado que ha cometido es haber dejado de acostarse con su antiguo amante. La gentil Ermelina aduce que lo hizo mal aconsejada por un religioso, y lamenta que la trágica desaparición de Tedaldo le impida enmendarse. Es en ese momento crítico cuando el peregrino le enseña el anillo que ella entregara a su antiguo amante y, adoptando de nuevo el acento florentino, se revela como quien realmente es. Más tarde, reúne a sus hermanos y consigue para ellos el perdón de Aldobrandino, ya liberado. Todos ellos comen durante horas con Tedaldo sin reconocerlo hasta que éste, quitándose la esclavina de peregrino, les muestra una casaca fina que lleva debajo, «y todos le miraron y examinaron detenidamente, no sin grandísimo asombro, antes de que alguien se arriesgase a creer que era él». La identificación resulta, como se ve, muy delicada, y el relato se vuelve en este punto tan sutil que produce asombro no se rasgue. 

Yo creo que Boccaccio nos engaña. Creo que nos está contando la historia de una confusión de identidad, pero que lo hace reproduciendo la confusión de identidad, y avalando el relato —apenas fidedigno— de quien salió victorioso, que ciertamente no fue Tedaldo, pues para entonces Tedaldo hacía tiempo que estaba jugando a las siete y media con Satanás. Lo que en verdad ocurrió resultará fácil de suponer para quien conozca la maravillosa historia de Martin Guerre, que fue suplantado durante años por otra persona ante sus vecinos, ante sus hijos y aun en el lecho mismo de su esposa, sin que nadie pudiera —o quisiera— desenmascararlo. Martin Guerre estuvo ausente ocho años, apenas uno más que Tedaldo. Como el peregrino del Decamerón, el falso Martin Guerre daba detalles de la vida de sus allegados y conocía bien las intimidades de su mujer. Gérard Depardieu lo encarnó en una película casi etnográfica, con guión de Jean-Claude Carrière, y Richard Gere protagonizó la versión norteamericana, cross-cultural remake en el que se pierde mucho y se ganan sólo dólares.

Otros relatos de las jornadas novena y décima del Decamerón tratan de disfraces, suplantaciones y falsas identidades. La propia narradora de este capítulo admite que «los florentinos miraron durante varios días a Tedaldo como a un resucitado y como algo asombroso; y muchos, e incluso sus hermanos, tenían una ligera duda en el ánimo de si fuese o no él, y no lo creían aún firmemente». La prueba decisiva de que el peregrino es Tedaldo constituye a su vez el indicio más claro de que no es él: así, ocurrió que cierto día unos soldados de Lunigiana vieron a Tedaldo por la calle y le dijeron «¿Cómo estás, Faziuolo?»; Tedaldo preguntó qué ropas llevaba aquél con quien lo confundían, y por la descripción lo identificó como el cadáver que todos habían creído que era el suyo. El tal Faziuolo dicen los soldados que era un compañero suyo natural de Lunigiana, y es público que quienes allí habitaban tenían fama de astutos y dobles. El relato lleva, pues, inscrita la sugerencia de que el auténtico muerto fue Tedaldo, y de que quien queda con vida es un avispado mesnadero lunigiano.

o que ocurrió fue aproximadamente lo siguiente. En Chipre, Tedaldo Elisei realizó, en efecto, negocios muy lucrativos con los caballeros del Temple, a quienes procuraba provisiones al por mayor. En alguna ocasión sus negocios lo llevaron efectivamente a Constantinopla. No fue, en cambio, ninguna canción toscana la que lo movió a regresar a Florencia, sino el peso de los años, el fracaso de la cruzada, la caída de Akka y los rumores que empezaban a circular sobre sus principales clientes. De manera que juntó sus ganancias y, para no despertar la codicia de los ladrones con los que sin duda se cruzaría durante el viaje, decidió adoptar el atuendo de un peregrino que regresase de los Santos Lugares sin otras riquezas que dos reliquias rigurosamente falsas: un diente del peine de Santa Ana y otro que perdió San Pablo al caerse del caballo. Hizo la travesía en compañía de uno de sus proveedores de grano, desembarcó en Génova y recorrió a pie la costa de Liguria. A la salida de Mulazzo juntó sus pasos a los de un mesnadero que caminaba en su misma dirección. A este mercenario lo llamaban Faziuolo.

El camino era largo, la estación propicia y el soldado respondía con gran ingenio, en su simpático dialecto, todo lo cual abría el apetito de la conversación. Tras muchos años de destierro, a Tedaldo le soltaba también la lengua el manejo de un idioma que era más o menos el suyo propio, en el cual sabía expresar detalles y matices, y no precisaba ayudarse de gestos y muecas. Tedaldo le dio así detalles de su familia, que un día contó entre las principales de Toscana; de las tierras que todavía poseían, y de las rentas que generaban; de sus hermanos y de sus mujeres, una de las cuales había muerto el año anterior de fiebres puerperales, según noticia que le hicieron llegar a través de un comisionista suyo veneciano; de los dineros que había juntado con sus negocios, con los que pensaba vivir holgadamente hasta que la muerte lo llamase a su danza; de Ermelina, en fin, cuyo recuerdo no había cicatrizado en siete años: de su piel inmaculada, de sus labios finos pero incandescentes, de sus pechos blancos y traviesos, y aun de cómo disfrutaba mordiéndole el hombro cuando se abandonaba a los placeres de la lucha, que así nos los dé Dios a todos. Lo que no había logrado averiguar aún Tedaldo era por qué ella había dejado de encontrarse con él donde solía, que era en un huerto suyo que quedaba fuera de la ciudad. No creía que el marido, Aldobrandino, tuviera en ello parte, pues sabía que era un hombre celoso y poco discreto, que no habría dejado de vengarse si hubiera sabido que su mujer lo traicionaba.
 
—No sé si la sugerencia de terminar nuestros encuentros vino de otro, pero la decisión sin duda fue voluntad de la propia Ermelina, pues antes de nuestro último encuentro me regaló este anillo, y me mordió con fuerza tan especial que aún tengo la marca.

Esto le dijo Tedaldo al soldado, y apartando el cuello del sayal le mostró una fina señal ovalada, a duras penas perceptible, que quedaba algo por encima de la clavícula.

Ni por un momento creyó Faziuolo que la piel de Ermelina tuviera la blancura del mármol, ni que sus cabellos se confundieran con hebras de oro, ni que sus pechos fueran como tórtolas, pues sabía que esas expresiones las habían puesto en circulación los músicos cortesanos y los estudiantes de Bolonia sin otro objeto que darse tono; no obstante, era innegable que la belleza de aquella mujer había arrastrado a un hombre hecho y derecho a un punto próximo a la desesperación, y eran la causa de que hubiese abandonado su estado y su tierra para malvivir en los confines de la cristiandad. A la curiosidad por comprobar la extraordinaria hermosura de la dama vino a sumarse la envidia general del estado de su compañero de camino, envidia que imperceptiblemente, como suele ocurrir, se mudó en codicia, y ésta le aguzó el ingenio, de tal modo que al divisar desde un promontorio el islote que llamaban porto di Mezzo, y que está a apenas una legua de Florencia, ya había urdido la manera de obtener lo que deseaba.

Si se limitase, como un vulgar salteador, a robar la bolsa del repatriado, la súbita riqueza lo haría sospechoso, lo convertiría en prófugo o, en el peor de los casos, lo conduciría a la horca. Para disfrutar del patrimonio, el estado y los afectos de Tedaldo el camino más eficaz, aunque ciertamente no el más sencillo, era convertirse en el propio Tedaldo, pues, a diferencia de lo que hicieron creer al proverbial Calandrino, no era posible robarse a sí mismo. Tal transformación conllevaba otro ejercicio no menos dificultoso, que era el de conseguir que nadie echara en falta a Faziuolo.

Divisando ya las puertas de la ciudad, Faziuolo señaló una de las comitivas que, como ocurre tantas veces cada hora, salía de allí, y se echó a un lado del camino exclamando «¡escondámonos pronto, que me parece que allí se acerca un mercader que me reclama deudas!». Desconcertado, Tedaldo lo siguió tras un bardal próximo, y en voz baja le preguntó qué deudas eran aquéllas, y le ofreció prestarle lo que necesitase sin usura, a lo que Faziuolo respondió que esa deuda resultaba difícil de restituir, pues lo que el mercader le reclamaba era el virgo de una hija jovencita que tenía, llamada Oriana, que él había tomado prestado cierta tarde sin mala intención. Cuando las caballerías sospechosas hubieron pasado, saliendo de nuevo al camino y haciendo como si las ideas fueran viniéndosele a la boca unas tras otras igual que cerezas maduras, Faziuolo dijo que aquella muchachita seguramente había quedado en su casa sin más compañía que una criada que tenía, pues era huérfana de madre, y que la tal criada siempre se había mostrado muy comprensiva, por lo que le parecía uno de esos momentos en los que peca de necio quien no agarra la ocasión por el mechón. Lo mejor sería hacer que una vieja que conocía, muy hacendosa y bien dispuesta, condujera a Oriana con mucho sigilo a un lugar en él que pudiera verla a solas, y aun tocarla, pues no convenía que él entrase en su casa a la vista de vecinos y curiosos. Y luego le pintó con tales palabras la belleza de la joven, encarnándole tanto los labios, aclarándole tanto la trenza y estirándole tanto el cuello, que Tedaldo mismo le pidió acompañarle hasta que pudiera contemplarla con sus propios ojos y juzgar si era comparable a doña Ermelina; después seguiría sin detenerse a su casa, donde esperaba encontrar a sus cuatro hermanos con salud.

Faziuolo conocía efectivamente a una vieja camandulera, y aun el propio Tedaldo la habría reconocido a poco que hubiera ejercitado la memoria, ya que ella había tratado a todo hombre que hubiera puesto pie en aquella comuna pecadora; y esa era su virtud, pues, primero de joven y luego de vieja, todos la habían necesitado desesperadamente en algún momento, aunque la despreciasen el resto del tiempo. El soldado tuvo la fortuna de encontrarla en su casa, y hablando con ella de manera reservada, mientras hacia señas de complicidad a Tedaldo, le indicó que necesitaba con urgencia un cuarto que diera sobre el río, y le ofreció una suma tan desmesurada que pocos habrían dejado de cedérselo. Sólo había un puñado de casas, tras el puente nuevo, que conviniesen, pero la vieja revolvió en su memoria entre aquéllos que le debían favores y no tardó en darle a Faziuolo una hora y una seña. El poco tiempo que debían aguardar, los dos caminantes lo mataron brindando y despidiéndose en un figón, sin demasiado peligro de que reconocieran al peregrino dado el número enorme de los florentinos, lo retirado de aquella posada y la barba partida y frondosa que Tedaldo se había dejado crecer en los años chipriotas. 

Cuando ya estaba oscureciendo, la vieja alcahueta les abrió la puerta de un almacén que tenía un portillo a través del cual se podían subir sacos desde el río con una garrucha. Tedaldo preguntaba repetidamente dónde estaba Oriana, que no la veía, y Faziuolo, que había cerrado el pasador de la puerta, echó mano a su daga y se la metió a Tedaldo varias veces entre las costillas, diciéndole: «enseguida la vas a ver; dile que yo llegaré algo más tarde». Cuando Tedaldo se hubo callado, Faziuolo le quitó cuanto de valor encontró sobre él, empezando por el anillo que le había dado doña Ermelina. Luego vistió el cadáver con su jubón y sus calzas, y le cruzó sobre el pecho su tahalí, poniéndose él el herreruelo y el sombrero gacho que había llevado hasta entonces el falso peregrino. A continuación, arrastró el cuerpo al portillo y lo tiró al Arno.

aziuolo había previsto que el río, que entonces bajaba crecido de caudal, arrastrase el cadáver al menos durante esa noche y que éste apareciera más abajo hinchado y mordido por los peces, de manera que andando el tiempo lo tomasen por el propio Faziuolo. Sin embargo, tuvo la mala fortuna de que en aquel instante pasase por debajo del almacén una de las balsas de troncos que los madereros transportan desde el Casentinesi: el ruido que hizo el cuerpo de Tedaldo al caer fue, pues, muy distinto del esperado, y enseguida lo siguieron voces alarmadas, por lo que Faziuolo abandonó a toda prisa el lugar y fue a refugiarse en una posada, de donde no salió en varios días.

La noticia de la muerte de Tedaldo prendió en Florencia y produjo gran sorpresa por aparecer súbitamente muerto quien había faltado tantos años de la ciudad. Al ver pasar frente a su puerta el cadáver, Ermelina rompió a llorar y los que lo vieron afirman que parecía fuera de sí. Como suele ocurrir en estos casos, por muy secretamente que Tedaldo hubiera llevado sus amores con doña Ermelina, uno de los pocos florentinos que no los conocían era su marido, Aldobrandino: sobre él convergieron enseguida todas las miradas, incluidas las de los ministros de la justicia. Un día a pan y agua y cuatro vueltas a la soga bastaron para que Aldobrandino confesase haber apuñalado al amante de su mujer.

Faziuolo pensó en huir con lo ganado, pero no lo hizo, en parte porque su nombre figuraba ya en el registro de entrada de la ciudad, en parte quizá porque le costaba renunciar a la hidalguía que le habría dado el apellido de Tedaldo, y sobre todo porque no se resignaba a dejar de ver a doña Ermelina, por la que a fuerza de oír hablar de ella casi creía sentir ese amor de lejos que sienten los nobles ante la descripción de las esposas de los demás. Así que, como Faziuolo no sólo era despierto de espíritu, sino también animoso, pensó que el interés de Aldobrandino en escapar la horca, el de doña Ermelina en no quedar viuda y sin hombre, y el suyo propio se sostenían entre sí como las patas de una banqueta.

Y así fue como, tras dejar pasar cuatro o cinco días, Faziuolo visitó a doña Ermelina en su hábito de peregrino. Todavía algo trastornado por su crimen, quería hablarle a Ermelina de amor pero de algún modo de su boca sólo salían frases sobre robos y asesinatos. Tras un discurso algo confuso, en el que criticó los consejos de los confesores, aceptó como naturales las necesidades de la carne y la responsabilizó a ella del dolor y la desgracia de su antiguo amante, terminó arrancándole la promesa de que, si por milagro llegara a suceder que Tebaldo regresase, ella le entregaría de nuevo su intimidad.

—Eso lo haría gustosamente —concedió Ermelina—, pero ¿cómo se podrá hacer, si Tebaldo está muerto? Yo misma lo vi atravesado por varias cuchilladas.

A lo cual, Faziuolo adoptó el acento toscano, le mostró el anillo que ella le había regalado a Tedaldo la última noche, le dio detalles que nadie más podría saber sobre sus otros encuentros en el huerto, le mostró la clavícula en la que ella creyó ver con claridad la huella de sus dientes, y en definitiva la convenció por completo de que Tedaldo era él, lo cual demuestra su extraordinaria elocuencia, pues el verdadero Tedaldo tenía algunos años más que él y no era tan fibroso.

Acto seguido Faziuolo fue a la prisión a ver al marido de Ermelina, y le aseguró que lo sacaría de allí si perdonaba a los hermanos de Tedaldo, que eran los que lo habían acusado públicamente. Obtenido el compromiso de Aldobrandino, que no podía dejar de concederlo pues llevaba ya la soga al cuello, como suele decirse, Faziuolo pidió audiencia con el magistrado, exculpó al marido celoso y sugirió que el cadáver enterrado podía ser el de un soldado ligur que llevaba esas ropas y a quien no se había vuelto a ver desde que entrara en la ciudad.

Boccaccio pretende hacernos creer que el peregrino escuchó por azar, la primera noche que pasó en la posada, la confesión de los auténticos asesinos, y que éstos eran el posadero y unos amigos suyos. Lo inverosímil de esta afirmación es quizá el hilo por el que se puede sacar el ovillo, el guiño con el que el humanista nos alerta sobre la otra lectura posible, a contrapelo, en marca de agua. En esa otra lectura el peregrino no es Tedaldo, y el posadero no tiene más culpa que Aldobrandino. Faziuolo lo denunció precisamente porque no tenía ningún motivo para acusarlo: discreto como era, sabía que esa ausencia de trato y de interés daría a su acusación un peso irrebatible. El potro haría el resto, como en efecto ocurrió, ya que a la justicia le importaba poco el inocente al que se colgase.  

Así fue como el falso Tedaldo regresó a la casa de doña Ermelina, donde, como dice Boccaccio, «yéndose juntos a la cama de buena gana hicieron las paces amable y felizmente», y aun hay que creer que las hicieron varias veces. Vivió así muchos años, disfrutando de sus rentas y de su posición, y recibiendo innumerables muestras de agradecimiento de Aldobrandino y de su mujer. A veces algún forastero se detenía ante él en la calle y le preguntaba «¿cómo estás, Faziuolo?»; entonces él hacía un gesto de cansancio y seguía caminando, sin darle importancia.