Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 16 de septiembre de 2021

A mediodía bajo al despacho de François, con quien he quedado para hablar de un asunto de ordenación académica moderadamente capital. Me hace entrar, abre la ventana, nos sentamos a una distancia pandémica y, cuando yo estoy a punto de abordar el tema moderadamente capital que me ha llevado allí, me hace un gesto imperioso.

—Espera, espera.

Se nota que algo lo ha turbado hasta el extremo de que a él, que es la locuacidad elevada al cubo y pasada por la semántica estructural saussuro-hjelmsleviana, le faltan las palabras.— A ver... ¿Tienes un reloj nuevo?

Yo asiento y me remango, algo ruborizado, porque me incomoda que la gente se entere de que gasto dinero.

Durante diez años llevé el mismo reloj, un reloj analógico, que era barato cuando lo compré pero entre reparaciones y cambios de pila acabó haciéndome perder cuatro o cinco veces lo que valía. El año pasado, justo después de haber pagado cuarenta euros por que le cambiasen la correa y le pegasen el número 7, que se había desprendido de la esfera, se le desprendió la correa, se me cayó y se le saltaron el 8, el 2 y, de nuevo, el 7.

Cansado de tirar el dinero, dejé de usar reloj: como, de todos modos, me pasaba el día delante de la pantalla, no me hacía falta. Pero una vez que hemos vuelto a la vida de trenes, clases presenciales y conciliábulos variados, no puedo pararme a abrir el ordenador a cada paso para mirar la hora, ni consultar el móvil mientras doy clase sin parecer un adicto a las redes sociales.

«¿Puedo verlo?», me pregunta François. Yo le tiendo la muñeca, pero él añade: «¿puedo verlo... de cerca?». Abro la hebilla y le tiendo el reloj. François lo toma entre las manos como si fuera el Cuerpo de Cristo, y parece recogerse en una ferviente oración. «¡Qué bonito es!», dice, con un hilo de voz.

Sí, he decidido gastar un poco más desde el principio y apostar esta vez por un reloj automático, que no me deje en la estacada en el momento menos esperado, como los relojes a pilas, sino en un momento esperable. Un reloj automático es, si bien se piensa, una máquina prodigiosa y ecológica, que se nutre de la energía cinética del propio cuerpo. Las más leves sacudidas del brazo hacen que gire una pieza con forma de media luna que le da cuerda constantemente. Si uno deja de usarlo durante un par de días, basta con girar unas cuantas veces la corona para ponerlo de nuevo en marcha.

El mecanismo de un reloj automático, tan próximo al perpetuum mobile, posee una gran belleza intelectual. Por desgracia, el tributo que los seres humanos rinden a la belleza suele consistir en desvirtuarla. Así, los coleccionistas de este tipo de relojes los exhiben en vitrinas móviles, que consumen electricidad para que no se paren aunque su dueño no los utilice.

Es difícil encontrar un reloj automático que cueste menos que el salario mínimo interprofesional. Pero más difícil aún es encontrar un reloj automático que no tenga connotaciones antidemocráticas. Muchas marcas de relojes automáticos, como Aristo, Regent o Erbprinz («príncipe heredero»), exhiben una nostalgia del Antiguo Régimen con la que mi pulso jacobino no puede avenirse. Descartadas. Otra de las más conocidas, aunque es suiza, se llama ETA. Descartada. Otra se llama Messerschmitt, que era el nombre de unos cazas de la Luftwaffe. También descartada.

Ya van quedando pocas cartas sobre el tapete, y me veo que a este paso me quedo sin peluco. Los zeppelines son unos inventos igual de maravillosos que los relojes automáticos, pero en el catálogo de la marca homónima el único modelo que puedo permitirme se llama «Hindenburg», en recuerdo de un autoritario mariscal de campo alemán o del dirigible nazi que honraba su memoria y que ardió en llamas sobre la costa de New Jersey en uno de los accidentes aeronáuticos más infaustos de todos los tiempos. Descartado. Y por descarte acabo llevándome un reloj de la marca Iron Annie, que es un nombre como de heroína de Disney agiornatta.

François y yo cruzamos esa tarde un par de correos electrónicos sobre los juegos de rol a los que invitan los catálogos de relojes para hombres. Es frecuente que estos artículos, en lugar de ordenarse conforme al precio, al tamaño o al material de que están hechos, sean clasificados por lo que esos hombres querían ser de mayores cuando tenían siete años. Así, la marca Fortis ofrece relojes para «Flieger» (es decir, para pilotos), para «Aeromasters», para «Marinemasters», para «Cosmonautas oficiales» y para «Cosmonautas clásicos». Estos últimos llevan por divisa «vestidos para el espacio», porque, obviamente, uno no puede desembarcar de cualquier manera en las lunas de Júpiter.

En el catálogo de Hanhart uno puede escoger entre ser un «pionero», un «campeón de carreras» o un «primus». Esto de «primus» no sé qué significa, pero en el interior de esa categoría se encuentran otras como «conductor de carreras», «submarinista», «piloto» o —no es lo mismo— «piloto del desierto».

Muchos anuncios publicitarios insertan sus productos en un mundo de ficción, pero pocos nos ofrecen tantos papeles en él como los fabricantes de relojes. En el reloj se concentran, por metonimia, todos los atributos de un aventurero que, como Alejandro Magno, desafía a los cuatro elementos: la tierra, el mar, el aire y el espacio intergaláctico. El reloj, que contiene un mecanismo miniaturizado, contiene también miniaturizado un prolijo disfraz. Arrancado de su geografía de ficción, este objeto sigue vinculado a ella y nos transfiere algunas de sus propiedades, un poco como una pulsera magnética. Un reloj es un objeto desplazado que nos desplaza, de manera que mientras una mano pone la lavadora o conduce el ratón por los meandros de un formulario en línea, la otra, la del reloj, está destazando cocodrilos en una estación orbital.  

Un reloj viene a ser el pedacito de ficción con el que salpimentamos nuestra vida de soseras. Un reloj es el embrague metaléptico que pone en comunicación el mundo real con un mundo imaginario del que somos monarcas o redentores laureados. Los relojes que prueban ser incapaces de establecer esa comunicación transontológica son mera bisutería factual.

Tengo el problema, no obstante, de que el catálogo de Iron Annie no es suficientemente preciso —quiero decir, estrafalario—, y no sé muy bien de qué tengo reloj. No sé si se me espera en el Nilo, en un submarino nuclear o en Alpha Centauri, y tener reloj no me eximirá de llegar tarde. François disipa mi incertidumbre al explicarme que el mío es un reloj de piloto: los hacen con la corona más grande de lo normal para que uno pueda ponerlos en hora sin quitarse los guantes. Yo me alegro porque, aunque los aviones me produzcan aprensión, llevar guantes es una cosa que me sucede con cierta frecuencia.   

Poco después me entero de que «Iron Annie» fue el sobrenombre que se dio a un avión de carga tipo Junkers que, aunque diseñado para el uso civil, sirvió también como bombardero en varias guerras del siglo XX. Ahora no puedo mirar la hora sin atravesar antes las ruinas de Guernica.