Hablando hoy con David por videollamada me ha dicho que hace un par de meses murió Florencio Sevilla, nuestro profesor de literatura medieval. Hay que decir algo, hay que protestar, no puede dejarse pasar una cosa así. Los apuntes necrológicos tienen algo de patético y de circunstancial, pero más patético y circunstancial resulta que se haya muerto Florencio, nada menos, y no se hayan difundido sino un par de condolencias protocolarias y grises.
La gente le veía un aire quijotesco, con su osatura de caballete y su barba fosca. Contra molinos no sé si lucharía, pero de lo que sí estoy seguro es de que libró numerosas batallas contra esa bestia inmueble que es la Facultad de Filosofía y Letras de la Autónoma de Madrid. Precisamente, lo primero que hizo al entrar por primera vez en nuestra clase fue escribir en la pizarra, en mayúsculas, «nos trasladamos al aula nosecuántos», porque en aquella en la que estábamos no cabíamos. La nueva era más amplia, pero estaba amenazada de ruina y conculcaba escandalosamente las normas más elementales de seguridad, ya que todas sus ventanas estaban cerradas con rejas. Como es bien sabido, la Autónoma se construyó en época de revueltas estudiantiles contra la dictadura, y su arquitectura aspiraba a que los estudiantes tuvieran el menor número de escapatorias posible; lo que no es tan sabido, y de hecho constituye un dato más bien legendario, es que las rejas de las ventanas no se pudieron quitar al llegar la democracia porque formaban parte estructural del edificio, y sin ellas se desplomaría el techo. Unos meses más tarde, al llegar a clase, descubrimos que a pesar de las rejas el techo se había caído igual.
Estas cosas a Florencio lo sacaban de sus casillas, igual que la guerra constante con los porreros que cada viernes, al otro lado de nuestra ventana y nuestra reja, quemaban incienso y no solo incienso en honor de san Canuto, con gran aparato de altavoces y barriles, imponiéndose por encima de la Comedieta de Ponza y Las trescientas.
Florencio mandaba que nos procuráramos nosotros mismos, husmeando en la biblioteca, los artículos científicos que debíamos leer. Hoy le pides esto a un estudiante de primero de carrera y te denuncia. El caso es que cuando, tras extraviarnos durante horas en el dédalo de anaqueles, dábamos al fin con los artículos y los leíamos, haciendo esquemas cabalísticos en los que apresar su significado, llegábamos a clase y Florencio nos pedía que le explicásemos por qué todo lo que contaban aquellos artículos eran majaderías. Florencio confiaba tanto en nosotros que nos creía capaces de dar réplica a Menéndez Pidal o a María Rosa Lida, y se mesaba las barbas porque cada viernes le demostrábamos que seguíamos siendo unos zoquetes.
Puede decirse en justicia que nos enseñó a leer, y su primera e implacable lección consistía en hacernos ver que no sabíamos leer aún, que éramos incapaces de imaginar otras mentalidades, que las connotaciones revoloteaban alrededor de nuestro cráneo como mosquitos impertinentes, que no reconoceríamos una dilogía ni aunque nos mordiese el tobillo. Por esto, y por muchas otras cosas, muchos lo consideraron desde el primer día un arrogante y un hueso. Una amiga mía se ponía físicamente enferma en sus clases, por miedo a que Florencio le preguntase algo. Más de uno fue expulsado del aula por leer el Cid en una edición modernizada. A mí mismo me tiró un trabajo a la cara. Era uno de esos trabajos voluntarios que se escribían para subir nota, en el que yo había ejecutado todos los muletazos de toreo de salón que tenía en mi repertorio retórico. Poco podía olerme yo que Florencio fuera inmune a aquellas florituras.
—Pero hombre, cómo se te ocurre, si esto que dices de Juan Ruiz contradice lo que vimos en clase la semana pasada. Y qué es eso de citar una enciclopedia, ¿es que no hay fuentes mejores?
Para mí la conversación sobre aquel primer ensayo universitario fue algo así como la proverbial bofetada a tiempo. Entendí de golpe que no todo valía, que una cosa era tener labia y otra tener caletre, y que el trabajo intelectual era, antes que nada, trabajo. Cuando alguien decía una sandez, Florencio no se callaba. Aquello no era pedagogía, desde luego: era tomarnos en serio, concedernos beligerancia, tratarnos como ciudadanos de la república filológica, esperar algo de nosotros.
Recuerdo poco de las clases de primero de carrera: algunas lecturas, dos o tres anécdotas y unos versos de una comedia de Plauto que el gran Luis Q., nuestro líder, tuvo que memorizar un día y nos los acabó enseñando a todos. En cambio, las clases de Florencio se me han quedado grabadas como si hubiera seguido alimentándome de ellas durante muchos años, y es probable que de algún modo haya sido así.