Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 27 de febrero de 2021

Hablando hoy con David por videollamada me ha dicho que hace un par de meses murió Florencio Sevilla, nuestro profesor de literatura medieval. Hay que decir algo, hay que protestar, no puede dejarse pasar una cosa así. Los apuntes necrológicos tienen algo de patético y de circunstancial, pero más patético y circunstancial resulta que se haya muerto Florencio, nada menos, y no se hayan difundido sino un par de condolencias protocolarias y grises.

La gente le veía un aire quijotesco, con su osatura de caballete y su barba fosca. Contra molinos no sé si lucharía, pero de lo que sí estoy seguro es de que libró numerosas batallas contra esa bestia inmueble que es la Facultad de Filosofía y Letras de la Autónoma de Madrid. Precisamente, lo primero que hizo al entrar por primera vez en nuestra clase fue escribir en la pizarra, en mayúsculas, «nos trasladamos al aula nosecuántos», porque en aquella en la que estábamos no cabíamos. La nueva era más amplia, pero estaba amenazada de ruina y conculcaba escandalosamente las normas más elementales de seguridad, ya que todas sus ventanas estaban cerradas con rejas. Como es bien sabido, la Autónoma se construyó en época de revueltas estudiantiles contra la dictadura, y su arquitectura aspiraba a que los estudiantes tuvieran el menor número de escapatorias posible; lo que no es tan sabido, y de hecho constituye un dato más bien legendario, es que las rejas de las ventanas no se pudieron quitar al llegar la democracia porque formaban parte estructural del edificio, y sin ellas se desplomaría el techo. Unos meses más tarde, al llegar a clase, descubrimos que a pesar de las rejas el techo se había caído igual.  

Estas cosas a Florencio lo sacaban de sus casillas, igual que la guerra constante con los porreros que cada viernes, al otro lado de nuestra ventana y nuestra reja, quemaban incienso y no solo incienso en honor de san Canuto, con gran aparato de altavoces y barriles, imponiéndose por encima de la Comedieta de Ponza y Las trescientas.

Florencio mandaba que nos procuráramos nosotros mismos, husmeando en la biblioteca, los artículos científicos que debíamos leer. Hoy le pides esto a un estudiante de primero de carrera y te denuncia. El caso es que cuando, tras extraviarnos durante horas en el dédalo de anaqueles, dábamos al fin con los artículos y los leíamos, haciendo esquemas cabalísticos en los que apresar su significado, llegábamos a clase y Florencio nos pedía que le explicásemos por qué todo lo que contaban aquellos artículos eran majaderías. Florencio confiaba tanto en nosotros que nos creía capaces de dar réplica a Menéndez Pidal o a María Rosa Lida, y se mesaba las barbas porque cada viernes le demostrábamos que seguíamos siendo unos zoquetes. 

Tenía una rutina —luego descubrí que era una rutina, un truco que cada año simulaba improvisar— consistente en que, cuando algún estudiante, de chiripa, decía algo sensato, él se quedaba callado un segundo y luego se volvía a los demás diciendo: «¿habéis tomado nota? ¿O hace falta que vuestro compañero lo repita?». Los demás, claro, no salían de su perplejidad, pensando que en alguna parte de algún reglamento debía de estar prohibido tomar apuntes de lo que dijera un estudiante. Todos comprendimos entonces, de una vez y para siempre, aquello de que la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.

Puede decirse en justicia que nos enseñó a leer, y su primera e implacable lección consistía en hacernos ver que no sabíamos leer aún, que éramos incapaces de imaginar otras mentalidades, que las connotaciones revoloteaban alrededor de nuestro cráneo como mosquitos impertinentes, que no reconoceríamos una dilogía ni aunque nos mordiese el tobillo. Por esto, y por muchas otras cosas, muchos lo consideraron desde el primer día un arrogante y un hueso. Una amiga mía se ponía físicamente enferma en sus clases, por miedo a que Florencio le preguntase algo. Más de uno fue expulsado del aula por leer el Cid en una edición modernizada. A mí mismo me tiró un trabajo a la cara. Era uno de esos trabajos voluntarios que se escribían para subir nota, en el que yo había ejecutado todos los muletazos de toreo de salón que tenía en mi repertorio retórico. Poco podía olerme yo que Florencio fuera inmune a aquellas florituras.

—Pero hombre, cómo se te ocurre, si esto que dices de Juan Ruiz contradice lo que vimos en clase la semana pasada. Y qué es eso de citar una enciclopedia, ¿es que no hay fuentes mejores?

Para mí la conversación sobre aquel primer ensayo universitario fue algo así como la proverbial bofetada a tiempo. Entendí de golpe que no todo valía, que una cosa era tener labia y otra tener caletre, y que el trabajo intelectual era, antes que nada, trabajo. Cuando alguien decía una sandez, Florencio no se callaba. Aquello no era pedagogía, desde luego: era tomarnos en serio, concedernos beligerancia, tratarnos como ciudadanos de la república filológica, esperar algo de nosotros.

Recuerdo poco de las clases de primero de carrera: algunas lecturas, dos o tres anécdotas y unos versos de una comedia de Plauto que el gran Luis Q., nuestro líder, tuvo que memorizar un día y nos los acabó enseñando a todos. En cambio, las clases de Florencio se me han quedado grabadas como si hubiera seguido alimentándome de ellas durante muchos años, y es probable que de algún modo haya sido así.


viernes, 12 de febrero de 2021

También aquí ha llegado la ventisca y nos ha dejado dos palmos de nieve. Los padres llevan a sus hijos en trineo, y luego dejan los trineos en los portales, posados en vertical en los peldaños de la escalera. Cuando sale el sol, grandes terrones de nieve se desploman de los aleros de los tejados, produciendo el mismo ruido que haría un pollito golpeado por la raqueta de un tenista profesional.

La gente tarda horas en encontrar su coche y en desembarazarlo de la nieve. Los que no consiguen encontrarlo, o los que no tienen coche, tardan más horas todavía en ir de A a B, aunque A y B sean puntos de un mismo barrio.

Nosotros no podemos llevar a Óscar en trineo, porque el trineo es aún para él una cosa indómita que lo despatarra. Tampoco nos atrevemos a llevarlo en bicicleta, porque las rodadas de los coches han convertido los cruces en terrenos accidentados, con imponentes cordilleras de hielo sobre las cuales se derrama un granizado de fango irregular y resbaladizo. No nos queda más remedio que ponernos las mascarillas caras y meternos en un autobús.

Con mascarilla veo peor, porque se me empañan las gafas, así que me las quito mientras espero en la parada. Pasa el ciento treinta y tantos. Se conoce que el mío hoy tarda en venir. Normalmente en mi parada solo para el ciento treinta y tantos y el ciento veintitantos, pero la nieve ha obligado a alterar las rutas y resulta que ahora en mi parada paran varios ciento veintitantos, y es ya demasiado tarde cuando descubro que nos hemos subido al ciento veintitantos que no era.

La estación término llega enseguida y le pido al conductor que nos deje permanecer dentro hasta que emprenda el camino en sentido contrario. Asiente mientras se come el bocadillo de media mañana —y son las ocho—. Le pregunto otra cosa, pero no la oye, o finge que no la oye. Pasa el tiempo. Regreso a la casilla de salida y esta vez sí tomo el ciento veintitantos que debía tomar.

También mi autobús sigue un itinerario atípico. Un pasajero con pantalones de carpintero llenos de bolsillos, y los bolsillos llenos de alicates, le pide al conductor que le abra por favor en el siguiente semáforo, y el conductor le dice que eso sería antirreglamentario. El carpintero le hace notar que igual de antirreglamentario es el trayecto que seguimos en esos momentos, pero al conductor le da igual, así que el carpintero tiene que aguantarse y cuando finalmente el autobús se detiene en una parada reglamentaria —aunque no fuera reglamentariamente la suya— se baja a dos kilómetros del lugar al que quería ir.  

No consigo encontrar en mi biblioteca las memorias de Edward Said, pero recuerdo que en ellas explicaba cómo era incapaz de ver en la nieve nada que no fuera muerte y desolación. También contaba cómo en una ocasión Omar Sharif le dio un guantazo y lo desequilibró psíquicamente para el resto de sus días. Yo, quizá por no haber sido nunca abofeteado por Omar Sharif, no veo en la nieve el heraldo de la extinción de toda la vida terrestre, pero sí la cristalización hexagonal del desencanto, la materialización de la distancia que media entre las cosas como nos las imaginamos y las cosas como nos acaban saliendo. El resto del año también vivimos rodeados por una nieve invisible y metafísica que nos entorpece y nos retrasa y nos trae a maltraer.

Los viejecitos caminan por el arcén de las pocas calzadas por las que han pasado las palas quitanieve, toreando coches y jugándose el tipo, pero prefieren eso a partirse el coxis en la acera. Una mujer que anda con muletas se baja del autobús penosamente y se sienta en el banco de la marquesina a esperar pacienzuda su trasbordo; en la punta del pie, donde se acaba la escayola, lleva un calcetín violeta. Los orines de los perros trazan delante de todos los portales guarismos de colores heráldicos y hematúricos. Un pobre tipo que estaba quitando la nieve en su balcón se ha quedado encerrado fuera, pero por suerte vive en un entresuelo, de modo que se descuelga por el antepecho y atraviesa el parterre nevado en chanclas, como un franciscano mendicante, y llama al telefonillo de su propia casa, y ese pobre tipo soy yo.

jueves, 4 de febrero de 2021

Me he descubierto estos últimos días deseando que lleguen los extraterrestres. Me sorprende, porque este es un deseo más de mi madre; mi madre querría vivir lo suficiente para ver el desembarco de los extraterrestres o los viajes en el tiempo. A mi madre hay que juntarla un día con Elon Musk para que tomen un té con pastas, y acaban los dos como en Gravity.
 
Yo quiero que vengan los marcianos para que podamos al fin hablar de otra cosa, porque me cansa hablar todo el rato de lo que le pasa a la gente. Educado en el catolicismo, he acabado harto de los católicos; formado en una masculinidad cuartelaria, he acabado harto de los hombres; era cuestión de tiempo que acabase hartándome también de los humanos. No quiero ni oír hablar de ellos.

Los dos relatos más fascinantes que he leído durante la pandemia han sido uno de Ted Chiang narrado por un papagayo y otro de César Mallorquí sobre unos perros que han sobrevivido a la autodestrucción del homo sapiens. Qué descanso, dejar de oír hablar de corrupción, de desigualdades, del precio del petróleo, de las guerras culturales y de las otras.


De unos días a esta parte no hago más que oír podcasts sobre pájaros y plantas. En uno de esos programas contaban que los cuervos se reconocen en el espejo, que es algo de que Óscar no es aún capaz y yo cada vez menos. El cuervo es un pájaro discreto, poco aparatoso, que colabora con otras especies sin grandes alaracas, come de lo que encuentra y se está tranquilito sin dar la murga. Para mí, el ser humano ideal es el cuervo. Además tiene plumas, mientras que el cuerpo humano, llegado a cierta edad, es como el de los cerdos hormigueros y produce repugnancia.

De momento, los únicos que no tienen razones para estar seriamente cabreados con los humanos son los virus y algunas algas. Para el resto de entes físicos —los cuervos, los ciervos, los cerdos, los cedros, las zarzas, las cercas, los corzos y los cuarzos, por no citar sino una mínima parte del resto de entes físicos— todos los humanos son Trump.

Estoy harto de las triquiñuelas mentales de los humanos, de su incapacidad para expresar afecto sin comprar algo, de la despreocupación con la que sojuzgan a los demás seres vivos, de su completa carencia de aptitudes para tolerar al prójimo y de su afición a destruir lo que no les gusta, pero también y a veces con mayor pasión lo que sí les gusta, ya se trate de las nieves perpetuas de un glaciar, pisoteadas por miles de turistas, o de las canciones de James Brown, sampleadas por miles de catetos.   

Esto de destruir lo que a uno le gusta es un reflejo infantil. Los niños pequeños encuentran un escarabajo verde metalizado, irisado y resplandeciente al sol de la tarde, y le arrancan las antenas, y luego una pata, y luego se lo comen. Crecer consiste en domar ese instinto, en aprender que esa actitud resulta indecorosa, aunque solo por razones de talla, ya que uno puede arrancarle las antenas y las patas a una langosta y comérsela sin que nadie se lo reproche. El día que lleguen los extraterrestres, nos los comemos seguro.