Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 27 de junio de 2016

Así, a primera vista, yo no soy un emigrado económico. Yo me fui porque quise, no porque me echasen. De hecho, como salí de España en 2002 lo que no llegué a ver fueron los años orgiásticos del ladrillazo y las mordidas, esos años en los que el país lideraba el consumo de cocaína en Europa y mindundis que en su vida habían dado palo al agua se pulían cien euros en copas un martes por la noche. Sin embargo, aunque el país no me echase tampoco es que me esté poniendo fácil volver. Esto es lo del marido tarambana que se va de farra todo el fin de semana y cuando vuelve a casa se encuentra con que la parienta le ha cambiado la cerradura. No le han tenido que echar a patadas: lo han puesto en la calle sin alborotos y un poco a lo tonto.

La alegoría hay que afinarla, en realidad, e imaginarla con un desenlace menos sainetero. El marido tarambana no se habría pasado de farra un finde, sino todo el puente de la Constitución más tres moscosos que le quedaban, y todavía en el áfter, de bajona y poco antes de pedir el enésimo Hendrick’s, contemplaría sus llaves y se diría «de fijo que me han cambiado la cerradura». Todavía en el áfter y poco antes de pedir el enésimo Hendrick’s caigo en la cuenta de que, sin ser demasiado consciente de ello, he ido excluyendo la posibilidad del retorno. He buscado trabajo en cuatro países de Europa central y no se me ha ocurrido acreditarme para la universidad española. Sin duda se trata de una decisión involuntaria, de un acto fallido psicopatológico y revelador. Y es una pena porque, aunque no soy ningún patriota ni creo que en España se viva mejor que en ninguna otra parte, sí querría dejarme zurrar más a menudo por mis sobrinos, acompañar a mi madre a las manifestaciones, sacarme un abono del Teatro de la Zarzuela y comerme unos boquerones fritos como Dios manda.

Podría entrar por la ventana, escalando el canalón de desagüe, pero tampoco es eso. No voy a volver para currar con un contrato cogido con alfileres e hipotecarme en un semisótano de un país que tiene un plan energético del año de Maricastaña, unos informativos serviles, unas playas convertidas en la zona común de la urbanización y la mitad de los profesores de secundaria contratados a dedo por congregaciones religiosas.

Luego está el tema de las universidades españolas, que me tiene loquito. Por los Erasmus que me llegan, empiezo a sospechar que hace ya unos años que las transformaron en parques temáticos y la peña todavía no se ha enterado. El otro día una chica de Salamanca me puso por escrito que la Celestina se publicó en 1949, que el andaluz es una lengua «porque no se entiende» y que «La infanzona de Medinica» —poema de Valle-Inclán que tenía a la vista— trata de una señora que es una «infona» (sic). Y así me vienen todos, o casi todos, que es para darles un besico en la frente. Y eso que estudian en universidades públicas, porque «en última estancia» —como habría dicho la estudiante de hace un momento— el panorama verdaderamente desolador es el de esos mataderos industriales de la enseñanza superior que son las universidades privadas a distancia, y no entro en detalles porque están dando de comer a varios parientes y amigos.

España es un país para viejos, al que quizá regrese cuando ya no tenga aspiraciones ni principios. Entre tanto, tiene pinta de que seguiré por aquí fuera, aunque sólo sea para acoger a mis sobrinos si dentro de tres legislaturas deciden ser otra cosa que camareros. Le pido al del áfter que me traiga otro Hendrick’s (el último, lo juro) y el DJ que lo conoce toca el himno de las doce, que resulta ser este temazo de La Puta Opepé: «mira cómo va: nos la han vuelto a meter, / cuatro años más de derecha en el poder, / ese partido nunca se cansa de joder, / dime tú qué vamos a hacer».

sábado, 25 de junio de 2016


Como nos vamos a Madison el año que viene, las chicas de oro del comité de barrio me organizan un aperitivo de despedida. Le llevo a cada una un tiestito con una planta suculenta que florecerá de nuevo cuando regresemos.

—Es como la planta de E.T.

Necesitan mucho sol y poca agua, que es lo contrario de lo que hay en este país, por lo que dudo mucho que lleguen siquiera a fin de año.

Hablamos de si los puericultores y maestros de primaria necesitan una formación de máster, que es algo por lo que Anne lleva años abogando. Se cuentan varias historias y batallitas sobre cómo era de antes la escuela. Cosette (nombre ficticio) cuenta que un día, cuando tenía siete u ocho años, le mandaron hacer una labor de ganchillo para el día de la madre. Digo yo que sería más bien bordado, porque el ganchillo es muy difícil para niños tan chicos, incluso para los belgas, que tienen memoria genética del encaje. Fuera bordado o ganchillo, lo importante es que la madre de Cosette había muerto unos meses antes. «¡Es igual! —repuso el maestro—; tú hazlo igual que tus compañeras». Cosette dedicó la mañana a destrozar el bordado dando puntadas furiosas en todos los sentidos. Sesenta años más tarde todavía se crispa al recordarlo:

—¿Cómo va a dar igual que tu madre esté muerta si la tarea es hacer un regalo para el día de la madre? El caso es que unos años más tarde el hijo de ese profesor se suicidó, y yo pensé «¡ja!, ¡le está bien empleado!».

Todos reímos con incredulidad. Anne interpreta la historia como la prueba palmaria de la importancia de dar una formación adecuada a los maestros, de modo que estén equipados para resolver convenientemente todo tipo de situaciones; porque si no, dice, al final es siempre el niño el que tiene que lidiar con ello, no sólo con la violencia —física o simbólica— de cada incidente, sino también con complejos de culpa que, como la anécdota de Cosette pone en evidencia, se arrastran el resto de la vida.

Cosette pincha una aceituna y dice «oh, yo estoy bien, no te preocupes», y yo pienso en lo triste que resulta esperar a que sea un profesor de universidad quien le explique a la gente cómo de absurdo es obligar a los huérfanos a preparar regalos el día de la madre.