Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 31 de diciembre de 2018

Es curioso volver a ver la serie Tremé. En 2014 la primera temporada resultaba desconcertante, ya que en ella varios de los protagonistas abandonan ostentosamente los proyectos políticos que —parecía— iban a vertebrar el resto de la serie. Viéndola en 2018 uno comprende que aquello de lo que verdaderamente trataba esa temporada era de unos cuantos hombres que poseen un alto concepto de sí mismos aunque se rinden ante el primer obstáculo, mientras que las mujeres que tienen a su alrededor se rompen los cuernos por transformar la realidad.

(La frase «aquello de lo que verdaderamente trata» lleva muchos años fascinándome. Delata la súbita revelación de un itinerario interpretativo que viene a eclipsar en un instante otras lecturas, propias y ajenas, que hasta entonces se habían tenido por no menos «verdaderas». Es una frase con la que todavía se puede hacer carrera académica, independientemente de lo que le ponga uno detrás). 

También es sustancialmente distinta la experiencia de ver la serie después de haber visitado Nueva Orleans. Como desde entonces me he convertido en un mitómano del R&B, sé que ese señor con bigote que sale en un estudio de grabación es Allen Toussaint; que la señora que despluma al póker a todos los músicos es la mítica Irma Thomas; que no era nada previsible que Trombone Shorty se uniera un rato a la banda dixie del aeropuerto. Sólo necesito ver el mobiliario de los garitos para saber si la escena se ambienta en el Maple Leaf, el d.b.a., el Snug Harbor, el Spotted Cat o el Preservation Hall. Pero no sólo reconozco los lugares y entiendo los chistes privados, sino que con frecuencia he estado sentado exactamente en la misma mesa o en el mismo lugar de la barra en el que se sientan los actores protagonistas. Casi me choca no ver en alguno de los planos a Kathleen o a nuestra amiga Veronica tomando un sazerac. Trataremos de venderle a David Simon nuestros vídeos de las vacaciones para la tan ansiada como improbable quinta temporada.

Gracias a la serie he podido ver el interior del Backstreet Cultural Museum, que estaba cerrado el día que fuimos por un causa de fuerza mayor. Esa causa fue evolucionando conforme esperábamos en el porche a que amainase uno de esos proverbiales chaparrones de Louisiana: primero el dueño estaba enfermo, luego estaba ausente y al final había recibido visita de unos parientes lejanos que lo tendrían ocupado hasta tres días después. La vida de aquel señor transcurría a un ritmo trepidante.

Estuvimos hablando de esto el otro día con Julia y Chris, que acaban de volver de Nueva Orleans, donde ambos crecieron, y adonde hacía muchos años que no iban. Los invitamos a una fondue de queso aprovechando que coincidíamos todos unos días en Berlín y que además teníamos alojada en casa a Allison, una colega de Kathleen que había leído los trabajos de Julia y tenía ganas de conocerla. La ciudad —contaban— ha cambiado mucho. Sobre todo en términos de integración: los blancos ahora pueden participar en las actividades de los afroamericanos, como en los *second lines*. (Pero la integración, por supuesto, no ha funcionado en sentido contrario).

—Volviendo a la serie —dice Allison—, ¿son todos actores locales?

—No todos —dice Julia—, aunque siempre se basan en tipos reales. Steven Zahn, el actor que interpreta a Davis McAlary, adopta incluso los gestos y la prosodia del auténtico Davis.

—¿Cómo? —pregunto, estupefacto—; ¿conoces a DJ Davis?

—Bueno, Davis McAlary es el personaje de ficción, pero se basa en Davis R., un tipo pintoresco de Nueva Orleans. Fuimos juntos al colegio, y solíamos pasar un montón de tiempo juntos.

Christopher nos cuenta que una de las primeras veces que vio a Julia le propuso llevarla en coche a casa, y le preguntó si quería que llevase también a su amigo. «Oh —respondió ella—, no hace falta. Sólo es Davis».

—El tío —prosigue Chris— ha sido detestado por todos y desde siempre. Era típico estar en una fiesta y oír a alguien comentar «¿pero quién diablos ha invitado a Davis?». Ni siquiera su hijo quiere saber nada de él. Tiene un hijo adolescente que cuando se lo cruza por la calle no lo saluda. «Joder, tronco —le decía la gente, en tono de reconvención—, te has cruzado con padre y te has hecho el loco». «¿Y?», respondía él, como si fuese lo más natural del mundo.

—Pese a todo no es un mal tipo —añade Julia—. Asesoró un montón a David Simon cuando estaba rodando la serie.

El aire adquiere lentamente una singular luminosidad, un sensual contraste polarizado, y yo me empiezo a dar un aire como a Adrien Brody. Es que en nuestra fondue también se está fundiendo la ficción televisiva.

domingo, 16 de diciembre de 2018





martes, 6 de noviembre de 2018

Esta semana pasada, en Groningen, hemos hablado de Moodles, de Kahoot, de Mentimeter, de Perusall, de geolocalización literaria, de MAXQDA, de big data, de cuestionarios que se corrigen solos y de ordenadores que leen miles de novelas a la vez sentados en un sillón de orejas y fumándose una pipa. Hasta de MOOCs hemos hablado, aunque hablar de MOOCs pronto empezará a considerarse un síntoma de subdesarrollo académico.

Como los estudiantes están todo el día en línea —se nos dice—, habrá que hacer pasar por internet la lectura y la reflexión. Un algoritmo medirá el ritmo con el que los alumnos pasan las páginas de los archivos PDF, evaluará la extensión y la profundidad de sius anotaciones y enviará un informe a los profesores identificando los aspectos que deberían profundizarse en las sesiones plenarias.

En las universidades que tienen monises esto ya está ocurriendo.

Durante uno de los almuerzos hablo de esto con Joan-Tomàs P., un profesor de Barcelona especializado en la aplicación de las nuevas tecnologías a la enseñanza del español (aunque él habla de «tecnologías» a secas, como si el papel y los bolígrafos hubieran brotado de los árboles). Le pregunto cómo compagina él su entusiasmo digital con las publicaciones científicas que alertan sobre las modificaciones cognitivas achacables a los avances cibernéticos. Según esas publicaciones, la lectura en pantalla es más superficial y menos crítica que la lectura en papel; quien toma notas a ordenador comprende menos lo que escribe que quien toma notas a mano; el trabajo en línea mina la capacidad de concentración y el uso de dispositivos móviles ha reducido el tiempo dedicado a la lectura de textos largos —lo que en parte quiere decir «complejos», y casi siempre «de más de dos páginas»—.

—Pues entonces tendremos que adaptarnos a esa nueva manera de trabajar —responde Joan-Tomàs sin levantar la vista del móvil—. Las cosas cambian, el trabajo intelectual no se desempeña hoy igual que en la Edad Media.

Nuestro hombre dice esto pocos minutos después de haber pronunciado en un anfiteatro de madera una disertatio plagada de silogismos y de afirmaciones apodícticas. Sólo una presentación Power Point de dudoso gusto nos recordaba el siglo en que vivíamos.


Es cierto que el trabajo intelectual se ha transformado radicalmente, no ya desde la Edad Media, sino desde el año en nos licenciamos algunos que todavía pasamos por jóvenes. Sin embargo, para acceder a puestos rectores del ámbito cultural sigue haciendo falta demostrar que se ha adquirido una serie de competencias muy del siglo XX, como la lectura frecuente de gruesos volúmenes, la escritura de un número absurdo de artículos y monografías o la capacidad de perorar de manera convincente y en parte comprensible. (Esa adquisición se hace en ocasiones tirando de tarjeta, pero quiero creer que es un fenómeno estadísticamente marginal). 

También es indudable es que las prácticas culturales de los estudiantes de 2018 tienen poco o nada que ver con las de sus camaradas del Medievo. Otro tanto puede decirse de sus expectativas: moderar a discreción los horarios de la actividad académica, acceder al consumo cultural de manera virtualmente gratuita, obtener retribuciones inmediatas, etc. No obstante, conviene recordar que varias de estas expectativas han sido fomentadas por los rectores de las propias universidades, los cuales, presionados por nuevas reglas en el reparto de presupuestos de ciencia e investigación, han aceptado planteamientos ridículamente clientelares. 

La adaptación del trabajo académico a las prácticas y a las expectativas de los estudiantes se presenta muchas veces como una mejora pedagógica. Pero casi siempre se trata de un artículo de fe: yo, por lo menos, no tengo recuerdo de haber visto expuesto en ninguna parte el superávit de conocimiento adquirido por quienes escriben sus preguntas en un foro de la intranet en relación con quienes las formulaban de viva voz.

—Sí, sí —responde un digimoderno—, los estudiantes salen contentísimos: mi asignatura ha subido veinte puntos porcentuales en las encuestas de fin de año.

Me alegro por él, pero creo que conviene distinguir entre «satisfacción inmediata de los estudiantes» y «éxito pedagógico». Este último, en el caso de las universidades es difícil de medir, y sobre todo es difícil de medir al día siguiente del examen: tiene que ver más bien con la calidad democrática de la sociedad, con los descubrimientos científicos realizados por quienes se licenciaron varias décadas antes, con la eficacia de la producción y de los servicios varias décadas después. Preguntarle a un estudiante si le ha gustado la asignatura que acaba de cursar o si la carga de trabajo le ha parecido razonable puede ser de relativo interés para la gestión de la universidad, pero dice poco sobre los conocimientos y competencias adquiridos.

La enseñanza superior tradicional hace que se extravíe la mayoría de los alumnos, y parece probado que tomar notas y memorizarlas no es el mejor camino para llegar a ninguna parte, como no sea a una plaza de funcionario. Ahora bien, es posible que el dilema no sea binario: hay muchas formas de hacer que la experiencia del aula sea activa y estimulante sin tener que andar cambiando mensajitos por un chat.

Si no tiene uno pupila, en este contexto de giro profesionalizante y clientelista de las universidades la «pedagogía digital» puede acabar reduciéndose a formar la fuerza de trabajo de una nueva economía de servicios digitales. Una formación que es en parte también una condena. Por no hablar de las implicaciones económicas que presenta la tecnologización masiva de los entornos educativos, y que suelen quedar escandalosamente fuera de este tipo de discusiones. 

viernes, 2 de noviembre de 2018

GREGUERÍAS DEL CONGRESO

Las greguerías del congreso son el cigarrito que me lío en las pausas para oxigenarme.

Al que acabó de redactar su conferencia durante la madrugada le escucha el público en duermevela.

Ya es difícil ver a nadie con moreno obrero. En cambio, cunde el moreno intelectual, que es la tonalidad gris que le sale al que se ha sometido a 11 horas de presentaciones Power Point.

Hemos llegado a ese momento en que las charlas sobre nuevas tecnologías las imparten señoras con guardainfante.

El que deja el paraguas abierto en la bañera es el espíritu de contradicción.

Aquella conferencia sobre arte generado por ordenador sólo resultaría convincente si la hubiese generado un ordenador. Pero eso lo hace cualquiera.

Irónicamente, hay diapositivas Power Point diseñadas por humanos que parecen diseñadas por un ordenador artista.

Los big data son tan grandes que a muchos se les llena la boca con ellos.

Hay conferencias que empezaron cuando todos éramos mucho más jóvenes.

El retroproyector balaba en una esquina pensando que ya no servía ni para hacer jabones.

En realidad, el retroproyector lo inventaron con el propósito explícito de que fuera retro.

El ordenador había aprendido a corregir los ejercicios solo, pero necesitaba constantes transfusiones de sangre de profesores.

La jirafa se escribe con J porque si no, nos marearíamos de verla girar y perderíamos las gafas.

Proyecto de investigación: por qué quienes menos tienen que decir son los que necesitan más tiempo para decirlo.

Aquellos materiales de apoyo decidieron que la conferenciante perdiera el equilibrio.

Cuando se rompió el huevo que puso Twitter salió una greguería.

miércoles, 3 de octubre de 2018

En el tren a Colonia se echó a dormir junto a mí un tipo de aspecto patibulario. Enseguida me fijé en su sudadera: sobre fondo del pecho se afirmaba con sobriedad tipográfica «I am not a rapper». El resto de su aspecto afirmaba lo contrario, como la pipa de Magritte. Ovillado entre dos asientos, creo que en un momento de descuido dejó escapar una expresión sonora de su interioridad que, sin lugar a dudas, no era su mejor yo. Cuando llegó la interventora, pagó su billete con tres de 50. La mano que tendía el dinero llevaba tatuado un rosario.

Al poco, empezó a hablar por teléfono con sus amigos. Tenía un jet-lag demoledor, por lo que no podría dedicar el día a nada mejor que a tomar cervezas con ellos. Con uno mantuvo una conversación especialmente larga, en la que deploraba el trato que le había dado un colaborador. «Tu abogado acaba de recibir dinero —le habría dicho a ese colaborador en un momento de hartazgo—; no quiero volver a trabajar contigo nunca más». Y luego le explicaba al amigo que le molestaban esas minucias porque él vivía en Los Angeles y cuando iba al estudio tenía que estar happy, y no con la cabeza puesta en movidas y marrones.


¿Quién será el rapero de Magritte? Sin duda alguien que corta el bacalao en alguna parte. Ha concluido su conversación sobre Los Angeles en la plataforma de acceso al vagón, lo que sugiere que no hablaba para la galería y que no todo en él es presunción. Su trato con otros pasajeros ha sido de una cortesía sorprendente. En determinado momento se gira hacia mí y me pregunta si puedo prestarle un bolígrafo. Ha comprado un cuaderno, dice, pero tiene poco hábito de escribir a mano, por lo que no ha pensado en comprar un bolígrafo. De todos modos le sale una letra de garrapatos. Yo le tiendo el bolígrafo del Comedy Club de Madison, para que vea que también uno tiene mundo.

El bolígrafo está ya algo deslucido y probablemente no le quede mucha tinta. Además, cada vez que relleno con él el abono de tren me recuerda que ya no estoy en Madison, y que no volveré a reírme en el Comedy Club de las identidades ajenas. Debo escribir con bolígrafos que me propulsen al futuro, y no con bolígrafos que me retengan en el pasado. Cuando el muchacho va a devolvérmelo le digo que se lo quede y que escriba con él algo bonito. Me mira con un agradecimiento sincero y forma con los dedos una pistola, en el convencional gesto de respeto de los raperos.

Luego llego a casa, cuelgo en la percha mi sombrero porkpie, pongo un disco de Ben Sidran y me sirvo un dedito de Bulleit —que me limito a oler, porque pasadas las ocho el bourbon me sienta como un tuit de Trump—. Medito en lo inútil de mi gesto: ¿qué me puede ofrecer el futuro que no me pueda ofrecer el pasado? Poca cosa. Si quiero recuperarar ese pasado al que me dirijo, sacrificado en un momento de imprudente optimismo, debo transmigrarlo a una anécdota, hacerle desandar el fetichismo de la mercancía y contar la historia de un bolígrafo fabricado verosímilmente en la China y legítimamente robado en el Comedy Club de Madison que acaso inyecte algo de ironía situacional a unas canciones de sexismo brutal y rima fácil. 

viernes, 28 de septiembre de 2018

He estado comiendo con Ana, nuestra lectora de español. Como sé que tiene complejo de despistada le cuento algo que me acaba de ocurrir y que quizá la consuele. La anécdota se ambienta en las elecciones a rector, que llegan estos días a su tercera ronda después de dos reyertas sicilianas que terminaron cuando el Ubú que nos desgobierna se retiró de la carrera con el rabo entre las piernas.

Ahora mismo lo mejor que hace nuestra universidad parece que es organizar elecciones: se montan unos debates magíficos, en los que el tiempo de cada intervención es cronometrado escrupulosamente y las preguntas se emiten desde el anonimato para evitar represalias. De todo hay: censos, programas, oficinas de voto, presidentes de mesa y unas urnas de madera que por las trazas han debido de alumbrar a varios canónigos y corregidores.

Resulta que entro corriendo en la sala de juntas, convertida en colegio electoral, y me encuentro con que preside la mesa Gérald (uno de mi departamento). «Muy dinámico te veo», dice Gérald, y yo le doy réplicas chuscas mientras sellan y me tienden una papeleta en blanco, me piden el carnet de identidad, les entrego el de la universidad por error —que además lleva caducado desde 2016—, me sorprendo de que se lo queden de rehén hasta después de haber votado, admiro la urna carolingia, comento el aspecto de probadores para pervertidos que tienen las cabinas y descorro la cortinilla para marcar mi candidato, que tras mucha reflexión iba a ser candidata. Los nombres de los aspirantes están repartidos en los cuadrantes de un disco, y marco uno de ellos con una gran equis. Salgo muy sandunguero, me dirijo a la urna y... y me quedo congelado en ese democrático ademán del que echa una carta en el buzón. Los vocales, que estaban comiendo un bocadillo, dejan de masticar por un instante, con las migas cayéndoles por el jersey. A todo esto, ¿a quién estoy votando?

Desdoblo la papeleta y descubro que estoy votando a un cuñado cuyo programa comienza diciendo que su método pedagógico consiste en contar chistes de Arévalo.

Por suerte, nuestra universidad ha perfeccionado tanto su actividad electoral que contempla un procedimiento de excepción para casos de enajenación transitoria como el mío. Gérald teclea un poco en un ordenador, firma unos papeles, sella otra papeleta virgen y yo, que no sabía dónde meterme, me meto en otra cabina.

—Si es que —me excuso luego, al contárselo a Ana— entre la urna medieval, el carnet caducado, los probadores y la conversación de Gérald, a lo que menos podía atender era a quién votaba. Tiene uno que estar pendiente de tantas cosas... Recuerdo que todavía dediqué una fracción de segundo a pensar si debía marcar el candidato con una equis o rellenar el circulito que había bajo su nombre, y se conoce que no me tomé ese tiempo para buscar el nombre correcto.

—¿Y no viste el cartel?

—¿Qué cartel?

—El cartel enorme que había en las cabinas diciendo que había que rellenar el circulito.

Sí señor. De esta me sacan en Mongolia.

martes, 25 de septiembre de 2018

BLACKFACE JAZZ FUNERAL, TAKE 2

                    No offense was meant.

Para cuando de improviso
el menda resulte occiso
y se le ofrezca un sepelio
voy dando el siguiente aviso:

Cultivad a vuestra Rosa
Parks, paladead la prosa
de algún airado insumiso
—James Baldwin, Ishmael Reed—
y vuestra suerte medid
conforme a sus testimonios.
Bajad por el tobogán
de los discos de Telonious;
como Booker o Toussaint,
inventad un nuevo idioma
que hable en serio hablando en broma
(porque la vida es muy punk
y brinca de Monk a Munch).
Quien mi cuerpo acondicione
salmodie a Nina Simone,
y al salir del camposanto
soplad fuerte en los metales
y bailad como en Luisiana:
que quienes sufrieron tanto
saben a cartas cabales
más de dignidad humana.

Protocolo habitual:
ir de negro a un funeral.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Aprovechando que tengo un par de horas libres antes de mi cita de las seis me acerco a a ver a Jacques. En julio le dio un patatús. Lo ingresaron y en el hospital cogió otras tres o cuatro cosas que lo tienen postrado y lleno de costurones. En lugar de flora intestinal tiene ahora un Actimel de vainilla. Relatando el rosario de arrechuchos, Yolanda, su mujer, da más detalles de los necesarios. «Bueno, bueno, esto ya lo hemos dejado detrás de nosotros», dice Jacques, pero ella erre que erre.

Jacques se ha quedado muy flaco, y más que lo parece por estar en pijama. Ha perdido opacidad, tiene la piel más fina y la mirada más acuosa. Se diría que la enfermedad lo hubiera ficcionalizado.

Le he llevado uno de los libros de los que más he disfrutado nunca, una colección de relatos de Ermanno Cavazzoni que, en la edición que yo tengo, se titula Idiotas. El ejemplar que le llevo a Jacques lo encontré el otro día en un puesto de viejo, y lo compré pensando que no lo había leído, pero al llegar a casa descubrí que era el mismo que ya tenía. Lo que ocurre es que en esta traducción francesa lo han titulado Le Calendrier des imbéciles. Entre sus páginas he encontrado una carta muy divertida, que dice lo siguiente: «Estimada Señora, estimado Señor, encontrará acompañando estas líneas el calendario anual que nuestro colegio remite a las familias de nuestros estudiantes. Esperamos que le sea útil». 

El pobre Jacques hace un esfuerzo por reírse. Le sale una risa de ventrílocuo.

A las seis entro en el bar que antes se llamaba Diode, donde he quedado con una antigua estudiante. Adeline, que así se llama, lleva ya unos meses trabajando en la redacción de Télépro, una de esas revistas para la orientación de los televidentes cuyas portadas de colores chillones chorrean Photoshop. «Es el segundo periódico de este tipo más leído en Valonia», me explica Adeline con un punto de orgullo. Al ritmo que va esto, seguramente sea ya el segundo periódico más leído, sin adjetivos.

Charlamos por encima del último número de Télépro. Al principio viene una serie de artículos temáticos, y al final hay pasatiempos y recetas de cocinas. Entre medias queda lo fundamental, el moderno calendrier des imbéciles: las páginas en las que se comentan las emisiones de cada día de la semana. Adeline señala la parrilla de programación:

—Lo primero que hago todas las mañanas, de ocho y media a diez y media, es corregir un par de páginas como estas.

«¿Quién alcanzará a expresar la soledad del corrector de fondo?», se preguntaba Daniel Pennac. Y comprendo con angustia que, en adelante, cada vez que abra un periódico me sentiré obligado a leer todas esas listas de programas, admirando su esmerada ortografía, sus calculadas abreviaturas, su pulcritud así como su total y emoliente ausencia de anacolutos.

De hecho, empiezo a leerlas en ese mismo momento, descubriendo con incredulidad que, durante el tiempo que hemos estado hablando, la tercera cadena ha echado «un espectáculo crítico y lúdico sobre el tema de la ortografía, un acercamiento pop e iconoclasta a la concordancia del participio». Verdaderamente, como almanaque Télépro tiene unos aciertos portentosos. 

Al fondo, solo y reconcentrado, hay un señor flaco que escribe o dibuja en unas libretas algo de apariencia crucial. En un ángulo de la mesa tiene abierto un estuche, y detrás se le enfría un café. La nueva iluminación del bar proyecta unos haces cremosos de farolillo a la veneciana. En una de las ocasiones en las que su cabeza se sumerge en el óvalo de luz, reconozco al legendario Parrondo.

Miro el reloj y consulto Télépro para saber qué debo hacer ahora. Lo encuentro en la columna del canal AB3: «La increíble revelación. Documental». Así pues, me acerco a Parrondo, le saludo y le doy el pésame por la muerte de su tío Gil. La noticia, de la que se hicieron eco todos los periódicos, me llegó cuando estaba en Madison y —honte sur moi— nunca llegué a escribirle. Luego, dirijo la mirada sobre el estuche, el café, los cuadernillos, y le pregunto si está trabajando:

—Sí, estoy terminando un nuevo libro. Trata de una mano que tiene cinco dedos. —Ante mi gesto de sorpresa, añade—: Como sabes, los personajes que yo dibujo tienen siempre tres dedos, así que un día me dije «¿qué reto me queda por afrontar? Ya sé, la mano de cinco dedos». Y de eso va.

Un rato más tarde, cuando ya me he despedido de Adeline y estoy abriendo la puerta del bar que antes se llamaba Diode, Parrondo viene hacia mí y me tiende un folletito con sus inconfundibles dibujos de señores paradójicos y contentadizos. «Toma, toma; ya lo hojearás tranquilamente en casa», dice. Pero no puedo esperar siquiera a tomar el tren. Se titula El futuro llegará en un segundo.

viernes, 24 de agosto de 2018

Kathleen obtuvo una beca para participar en un seminario sobre ensayo videográfico que se organizaba en Middlebury College, en el estado de Vermont. Cada uno de los participantes trabajaba en un proyecto propio, para lo cual debía adquirir una serie de competencias de edición audiovisual, pero también tenía que reflexionar a diario en la línea argumentativa y en la estructura que quería imprimir a su vídeo-ensayo. Así, cada mañana los participantes exponían por turnos una parte de su trabajo y lo sometían a discusión.

Kathleen escogió analizar varios aspectos de Blade Runner, y concretamente los múltiples niveles en los que dialogan la película original y su secuela. Uno de los días, en la sala de proyecciones, Kathleen mostraba varias de las secuencias que tenía en su moviola digital e iba comentando cómo planeaba organizarlas:

—La cinta de Denis Villeneuve, estrenada en 2015, tematiza explícitamente el paso del tiempo. La escena en la que, gracias a la edición informática, aparece la replicante Rachael con el mismo aspecto que tenía en la película de 1982 sólo sirve para poner en evidencia cuánto ha envejecido Harrison Ford, cuyo rostro aparece demacrado, lleno de manchas y arrugas y descompuesto, además, por la emoción del momento —aquí la pantalla oponía, a título pericial, dos fotografías del actor tomadas a cuarenta años de distancia—. El aspecto del actor, devastado por la edad, convertido en una ruina de sí mismo, sólo puede tener un efecto: el de provocar un trauma emocional en los espectadores y recordarles la inminencia de su propia muerte.

Con estas o con parecidas palabras concluía Kathleen la presentación de su work in progress. Antes de que se encendieran de nuevo las luces de la sala alguien, en el fondo, aplaudió con desgana, con esa forma socarrona de aplaudir que conocemos de las películas de Hollywood y que anuncia el momento de las revelaciones y de los puñetazos. Los participantes del seminario giraron sus cabezas para ver quién era el impertinente y se quedaron con las patas colgando al descubrir que se trataba del agente Deckard, de Indiana Jones, de Han Solo, del mismo Harrison fucking Ford —en definitiva— que viste y calza.

Esto es lo que estuvo a punto de ocurrir hace unas semanas. Sólo que, por unos pocos metros, Harrison Ford no entró en el aula en la que Kathleen estaba hablando sobre sus arrugas. Pero, como luego supo, mientras ella explicaba cómo el hombre más sexy del mundo se había convertido en un carcamal, él visitaba el Axinn Center, el pequeño edificio de estudios audiovisuales de Middlebury College, donde quizá matricule a su hijo adoptivo el curso que viene. Sólo unos pocos sabemos que Kathleen estuvo muy cerca de disuadirlo.

jueves, 9 de agosto de 2018

—Es curioso que las granjas de aquí se parezcan tanto a las de Wisconsin —digo.

—Qué casualidad —dice Kathleen, con retranca—; seguro que no tiene nada que ver con el hecho de que Wisconsin recibiera a tantos emigrantes nórdicos.

Estamos detrás de la casa de campo que hemos alquilado, leyendo en unas tumbonas, a pocos metros de la línea de costa. Desde la hierba podemos abarcar buena parte del pueblo y del fiordo. Uthaug tiene un puerto pesquero como hacía décadas que no veía ninguno. En su extremo oriental hay un muelle de hormigón donde se embarcan toneles de pescado en salazón o se descargan piezas de casas prefabricadas. Unos carteles muy grandes prohíben el paso, pero la verja está abierta y es el lugar preferido por los pescadores de caña.

Alrededor del puerto hay cobertizos de madera pintada en colores vivos. Por el otro lado algunas tienen un pantalán destartalado desde el que los pescadores acceden a sus barquichuelas. En ocasiones a pescadores los vemos a la puerta, limpiando el pescado o lavando sus trajes de neopreno con una manguera.

Los barcos regresan al puerto envueltos en una nube de gaviotas. Seis o siete veces al día retumba la atmósfera con las maniobras de una base de aviación cercana, y giramos la cabeza para ver los cazas y los aviones de apoyo logístico dar vueltas en círculo como ponis en un picadero.

El mejor momento para pescar es al anochecer, cuando hay marea alta. El sol desciende parsimonioso. Todo alrededor son colinas esféricas, llenas de anfractuosidades, como los lomos de ballenas que hubieran sobrevivido a arponazos seculares y conservasen las cicatrices profundas del cable y de las hachas. Sobre las más lejanas se forma un halo blanco que las proteje de los licores espesos de la tarde.
El sol se descuelga de improviso desde un nubarrón fosco y denso: el reflejo espejea sobre el fiordo encrespado, desdoblándose en un astro gemelo. Cuando quiero volver a posar la vista en el libro que estoy leyendo aparece Christopher, como un niño de once años que se hubiese metido en el cuerpo siete cocacolas:

—¿Has visto eso? Ha sido como la explosión de una bomba de neutrinos. ¿Sabes que un harpón de tungsteno lanzado desde un satélite produciría un destrozo comparable al de Hiroshima? Sin embargo, sería tratado como un arma convencional y escaparía a los tratados de no proliferación de cabezas nucleares. Por cierto, mira qué casquillo de bala acabo de encontrar en la playa. Resulta demasiado largo para ser de fogueo. ¿Nunca has disparado una pistola? Una vez, cuando tenía diez años, cogí una y todas las personas que había en la habitación se tiraron al suelo. Otra vez un amigo y yo juntamos con cinta adhesiva varios canutos de pelotas de tenis y le metimos dentro la pólvora de unos cartuchos que había por allí; nuestra idea era fabricar un lanzagranadas casero y disparar una pelota de tenis, pero nos dijimos que sería mucho más chulo que la pelota estuviera empapada en gasolina. Aquello pegó un bombazo y la pelota salió dejando un rastro de fuego por la calle, como si el Delorian acabase de regresar al futuro. Con lo que no habíamos contado con que el canuto reventaría también por el otro lado, y fue un milagro que la explosión no nos arrancase la cabeza. Lo que sí hizo fue abollar la puerta del garaje de mi padre, que nunca dejó de preguntarse por qué su casa atraía los meteoritos. 

La tarde noruega no se acaba nunca, y la conversación de Christopher tampoco.

lunes, 6 de agosto de 2018

i esto fuese un cuento, se llamaría «mi vida como pescador». La de un pescador vegetariano debía ser, previsiblemente, una vida corta y desazonada.

En Noruega pesca todo el mundo. Sólo el 5% del territorio es cultivable, y ello únicamente en teoría y durante un par de meses; el resto del año el suelo permanece helado y ofrece poco más que bayas y líquenes. Durante siglos los habitantes de la actual Noruega han sobrevivido a base de pescado y de carne de reno. En la actualidad se pueden comprar espárragos de Perú, sandías españolas y puerros de Polonia, pero a precios prohibitivos, y no en cualquier sitio. Por otro lado, en algunos supermercados no hay nabos ni lentejas, y menos aún falafel, ni tofu, ni humus, ni seitán. Por eso, cuando vinimos a pasar una semana a este fiordo con Julia y Christopher, llegué al acuerdo de que comería pescado. Con una condición: que lo pescásemos nosotros.

Como cualquier régimen, el vegetarianismo comporta muchas negociaciones. Y la negociación a veces se resuelve en excepciones y componendas. La excepción más coherente creo que es la de mirar a los ojos al animal, explicarle que ha tenido una vida relativamente dichosa, agradecerle las proteínas que nos va a procurar y darle con nuestras propias manos una muerte rápida e incruenta.

En cuanto deshacemos la maleta nos vamos a la punta del rompeolas. Christopher se ha puesto un gorro de grumete que le obliga a mirar alzando la barbilla; asegura que lo compró en Japón por menos de un dólar. Si hubiera comprado mil y los vendiera por dos dólares, ahora tendría mil dólares más. A los pescadores que nos cruzamos les dice en inglés que vamos a por un pez gordo. Los pescadores se ríen, quizá por nuestro exceso de confianza, quizá porque el más gordo ya lo sacaron ellos, quizá porque han visto qué aparejos llevamos.

De repente se hace un vacío, como si hubiese roto sobre nosotros una ola de silencio. Kathleen se está mirando fijamente el dedo anular. Me acerco y veo que tiene dentro el anzuelo que ha lanzado unos segundos antes. Olvidó abrir el arco, por lo que el señuelo describió una trayectoria circular y le dio en la mano. Sólo cuando entiende lo que ha ocurrido comienza a gritar.

—¡Sácamelo! ¡Sácamelo!

Yo intento maniobrar el garfio, pero eso hace que Kathleen se retuerza de dolor. La visión del garfio tensando la piel de Kathleen desde dentro y la certeza de que está diseñado para que sólo pueda extraerse desgarrando los tejidos me descomponen. Me siento en un banco y adopto la posición recomendada en caso de accidente aéreo.

En cuanto Chris desprendió el señuelo de la caña, Kathleen recuperó la compostura y fuimos a buscar el coche para conducir al ambulatorio. Yo iba el último, blanco como el papel, anonadado por mi propia inutilidad. Unos minutos antes había dicho que todos deberíamos clavarnos un anzuelo para asumir el dolor que provocaremos a nuestras víctimas. Sin duda el marido de la sardina no tiene remotamente la misma aprensión que yo, pero no me parece que la comparación esté por completo fuera de lugar. Todos prestamos a los animales algo de nuestra experiencia humana; por lo menos a algunos animales, escogidos con cierta arbitrariedad.

Entramos todos en la consulta de guardia. Sólo hay una doctora jovencita, a la que han dejado sola ante el peligro. Se nota que de vez en cuando desaparece para recibir instrucciones por teléfono. Ha anestesiado toda la mano de Kathleen y termina adoptando una estrategia inesperada, consistente en cortar el garfio con unos alicates y sacarlo por otro lado de la piel, como si fuera una aguja quirúrgica. A Kathleen le quedarán sólo dos agujeritos, como si la hubiera mordido un gato, y en pocos pocos días no quedará ni rastro. Todos respiramos aliviados.

Chris hace fotos con su vieja Olympia, pasando las fotos rápidamente con el pulgar como un reportero de guerra. Se conoce que este es su Vietnam. «Menos mal que no fuimos de caza», dice. Y unos minutos más tarde añade que al final del reportaje gráfico habrá que especificar que en la realización de estas fotos ningún pescado ha resultado herido.

Ya en casa, Chris me lee un texto de Dave Eggers sobre cómo los peces sienten el agua. Es una breve prosa lírica que parte de una premisa absurda, más propia de un chiste que de un clásico contemporáneo, pero Eggers termina alzando el vuelo e imprimiéndole una belleza de fábula oriental, en la que los peces son más sabios que los hombres y nos inducen a mirar el mundo con otros ojos.

Pasamos el día siguiente viendo vídeos en YouTube de gente pescando. Nos fijamos en cómo anudan el señuelo, cómo lanzan el sedal, cómo dan tirones a la caña para simular el quiebro asustado de un pez que intuye a su depredador. En uno de los vídeos un cocinero toma un pez del tamaño de una trucha, le rompe el cráneo con un punzón, lo degüella, le hace un corte en la nuca e introduce un alambre por la médula espinal. Luego, lo mete en un barreño con agua helada. El cocinero explica a su público de gourmets aficionados virtuales que esta es la técnica perfecta para desangrar un pescado, porque el corazón sigue latiendo todavía durante varios minutos.

Entre vídeo y vídeo, Christopher me cuenta que cuando era pequeño su tío le regaló un frasco lleno de ojos de pez. Ojos auténticos, de diferentes tamaños, que había ido coleccionando en sus partidas de pesca. Cuando agitaba el frasco, los ojos se revolvían como buscando dónde fijar su antención. 

Antes de intentarlo de nuevo deberíamos esperar a que suba la marea. Tampoco tenemos un cuchillo para desventrar el animal. Convendría asimismo conseguir guantes con los que agarrar el pescado. No sabemos cuál es el mejor lugar en el que echar el anzuelo. Ahora hay un buque grande atracado en el muelle. Parece que va a llover. El viento aún puede amainar. Todo se vuelven excusas para no salir a pescar, y llego a pensar que nadie quiere hacerlo realmente.

Al final escampa y nos acercamos a un muelle más accesible que el rompeolas del puerto. Lanzamos la línea con grandes precauciones, y rebobinamos impacientes, temiendo que se nos enrede el anzuelo en las algas, lo que efectivamente ocurre en muchas ocasiones.

Durante unos segundos creo que la corriente arrastra mi sedal hacia la costa, pero entonces oigo el claqueteo del carrete y sé que al otro extremo viene un pescado. Mientras pende de la caña me parece que pesa una barbaridad, aunque sólo es una caballa de regulares dimensiones. Una vez fuera del agua, se deja meter en el cubo dócilmente. Tiene el vientre irisado y en el lomo un dibujo precioso, atigrado y esmeralda.

—Lo siento, pescadito —dice Kathleen, mientras le extrae el arponcillo de la boca. Luego, lo degüella con el filo dentado del cuchillo de pesca que Chris terminó comprando en un súper. Boqueaba como queriendo decir algo. Acequé el oído. Sus últimas palabras fueron: «tío, ¿en serio te has puesto tu camiseta de Tiburón para venir a pescar?».

Cerca de nosotros, unos chicos sacan los pescados con un tirón brusco, les arrancan los garfios sin contemplaciones y los dejan dando coletazos sobre el cemento.

De repente, nuestro cubo comienza a dar saltos, conjurado por un aprendiz de brujo. «Son movimientos reflejos», dice Julia. Me digo que en Tiburón nunca se ve que los cadáveres de los bañistas tengan espasmos reflejos. Kathleen mete la mano en el cubo y hace otro corte, esta vez definitivo. 

En adelante, trato de no pescar a nadie, pero sigo teniendo la suerte del principiante y saco otra caballa y un carbonero chico como una trucha. Otro día Kathleen pesca cuatro caballas en veinte minutos. Nos los comemos con deleite aunque sin particular recogimiento, de manera no muy distinta a la que nos habríamos comido una berenjena.

lunes, 30 de julio de 2018

Vivimos en burbujas tan herméticas que ya quedan pocos sitios —fuera de la literatura y de las piscinas— en los que encontrar gente absurda.

Nos acercamos a última hora de la tarde a la piscina de Moratalaz. Tras buscar durante quince minutos una esquinita de césped a la sombra, y después de haber estirado cuidadosamente nuestra toalla, caemos en la cuenta de que es al sol donde queremos ponernos. (Es en las piscinas y en la literatura donde nosotros también somos absurdos para los demás). Hay una niña varada en las losas, tendida a lo ancho y largo, derrotada por las vacaciones. Otra niña, ésta con sobrepeso, coge las chanclas que había dejado en el bordillo y se tira a la piscina con ellas en la mano. Un hombre se ha remangado la camiseta hasta las tetas y se broncea el vientre con pose de conquistador. En la grada, junto a nosotros, toma el sol una señora que presenta en las piernas un grave problema circulatorio. Un señor de bañador naranja le suelta el rollo:

—Estaba de moda entonces hacerle un agujero a una bala y hacerte un collar. Él fue a sacar lo de adentro y aquello pegó un petardazo que dio en el techo y le reventó el dedo. Pero no lo podíamos llevar al hospital, porque había andado con explosivo. Acababa de volver de la mili. «Como vuelvas a traer esto, te echo de casa», dijo su padre.

—Ya.

—Se dedicaba a sacar los toros muertos de las corridas. Tenía unas mulas que las enganchaba y arrastraban los toros. No las quería poco él. «Te voy a enseñar a mis hijas», decía, y te sacaba la foto de las mulas. El abono que usa es de caballo. «Todos los que tienen aquí caballo, voy yo y cojo la mierda». Es más natural. Lo malo que tiene es que te crece la yerba mala, y tienes que andar quitándola.
Para cuando terminamos de untarnos el protector solar anuncian por megafonía que la piscina cerrará en veinte minutos. Estamos haciendo un pan como unas hostias. Mientras nos cambiamos Kathleen me cuenta una anécdota que le ha contado a su madre una compañera de trabajo. Resulta que esta colega tiene un niño de seis o siete años con la psicomotricidad de un tresillo. No lo han podido escolarizar aún porque no da nivel suficiente para empezar la primaria. Antes de llegar al aula ya lo habrían suspendido en gimnasia. Le pedían que dibujase a su familia y hacía unas tachaduras alargadas que desvelaban a las psicopedagogas.

La culpa la tenían los padres, que salían a navegar por el mar Báltico todos los fines de semana en su bote de vela. Para evitar que el niño se cayera por la borda y se ahogase, lo ataban. El niño se pasaba los fines de semana como un Ulises de teatro de marionetas, y entre semana se tropezaba con su propio pie intentando jugar al fútbol.

Pero esta no es la historia. La historia es que la abuela de este niño era monitora de una natación de Mecklenburg. Un día, nadando con la abuela, dijo que tenía ganas de hacer pis. «No pasa nada», respondió la abuela, «puedes hacerlo aquí dentro». Se conoce que es un privilegio profesional que se conceden los monitores de natación, un poco como el que se lleva a casa papel timbrado de la empresa. Nadie necesitaba saber esto.

Unas semanas más tarde, fue su tío el que lo acompañó a la piscina. Este tío debía de ser la única persona medianamente cuerda de toda la familia. Como buen alemán, antes de zambullirse en el agua el tío fue a colocar las toallas sobre unas tumbonas para reservarlas. Había tenido suerte de encontrar sitio, porque a aquella hora había bastante gente nadando. Cuando se giró de nuevo hacia la piscina vio a su sobrino en el bordillo, de pie, con el bañador por los tobillos, meando alegremente sobre la calle 3.

lunes, 23 de julio de 2018

La sombra roja es la sombra de la luz azul, y la sombra azul es la sombra de la luz roja. El público de Clamores está hoy compuesto por parejas engañadas y solitarios desengañados. Sube al escenario un grupo de jóvenes blanquitos de Nueva Orleans que han publicado ya tres discos bajo la personalidad colectiva de un doctor en demonología o un actor de peli porno: Naughty Professor. 

Uno de sus temas se llama «Do you like dragons?». La pregunta había que planteársela porque las canciones que tocan son criaturas híbridas con acordes mutantes, grandes serpientes multicolores —sombras azules y rojas— nacidas de una orgía primordial de géneros incompatibles.

La batería suena a vidrios resquebrajados, a bongos playeros, a ventilador estropeado, a taller mecánico o a vagón entrando en una estación en curva. Hay compases compuestos, ritmos cojos, estarcidos sonoros: un riff reggae, una frase de Monk, un arpegio heavy, un bajo funk, un empaste de metales robado a Gustav Holst. El primer acorde mayor llega en el minuto 45, como un gol inesperado y esperanzador.

Si esta noche me hicieran una resonancia magnética funcional, mi cerebro se vería como un cubo de Rubik de 7 caras que al mismo tiempo es un cubo de Necker. Mientras no haya escrito sobre el dragón, su forma permanecerá indeterminada, rota en el aire, confundidas las sombras con las luces.

jueves, 12 de julio de 2018

—Mamá, ¿qué es un dildo?

La pregunta la hace Niki después de haber visto pasar por la calle un camión de Dildo King. Niki tiene diez años y es el mejor amigo de Aaron, que es el hijo de Constanze, que es la mejor amiga de Kathleen. Es un lector voraz, que ya se atreve con Harry Potter y con El Señor de los Anillos. La madre de Niki se llama Antje y tiene en el brazo un tatuaje que parece una viñeta de un manga pero que representa a sus tres hijos. Son cosas que una madre responsable debe hacer para integrarse en la sociedad berlinesa. Antje le da la respuesta más neutra posible:

—Un dildo es la reproducción de un pene en plástico o silicona.

Niki pone cara de desconcierto. De todos los reyes destronados, despóticos, justos, fanatizados, muertos, inmortales, zombis y espectrales que aparecen en El Señor de los Anillos, ninguno es Dildo King. Tras rumiarlo un rato, Niki prueba suerte con una hipótesis:

—¿Es algo para hacer sexo?

—No sé —responde Antje, calculando a toda velocidad cuánta información sobre consoladores necesita Niki recibir de ella en los próximos años—... Sí, puedo imaginármelo.

A Niki le da un ataque de risa, al que sigue un momento de indecisión:

—Me estás vacilando, ¿no?
—No —dice Antje.

Y Niki se vuelve a reír, esta vez más fuerte. Luego, en su cuarto, le comunica a Aaron sus descubrimientos.

—¿Para qué necesita alguien dos pitos? Yo con uno tengo bastante.

—Ya te digo —asiente Aaron—. Todavía si fueran sables láser... No se pueden tener demasiados sables láser, pero ¿qué haces con dos pitos?

Transcurre un rato de seria reflexión. Mientras, en la cocina, Antje le radia a su marido por teléfono toda la conversación, conteniendo las carcajadas a duras penas.

—¿Y culos? ¿Tendrán culos?
—Supongo...
—¿Y qué haces con un culo de plástico?
—No sé... Puedes ponerlo en el techo.
—Ah...

De repente el modelo de negocio de Dildo King empieza a parecerles menos descabellado. Los dos entienden que sería muy guay tener en el techo una reproducción de un culo.

—Oye, ¿y cuánto costará eso?
—A saber... Igual depende del tamaño de las nalgas.

martes, 3 de julio de 2018

En principio iba a ser entrar y salir: quitar la bañera y meter una de esas cajas de ducha prefabricadas. Luego resultó que todo el alicatado de la pared estaba deteriorado y que lo más conveniente era quitarlo del todo. Ya puestos, la casera decidió tirar una falsa pared y cambiar el lavabo. También podría aprovecharse para pasar la lavadora al baño; lástima que ello fuera a suponer la reorganización de la instalación eléctrica de medio apartamento. Y así fue cómo me encontré con una montaña de tuberías, contrachapado y mortero en medio del comedor, y con un electricista que hacía regatas de un palmo de ancho en el techo del pasillo con algo que guardaba un parecido inquietante con un martillo neumático.

En los momentos en los que no he estado fregando, lavando ropa ni quitando el polvo he ido viendo Victoria, una película de hace un par de años que ha aparecido por Netflix, que tiene a la crítica entusiasmada y que acabó siendo un nuevo motivo de irritación en estos días de mugre y cascote.

Como no podía entender la alta calificación que tenía la película en Rotten Tomatoes, y como sé que a veces me obceco y paso por alto aspectos importantes de los relatos que consumo, me puse a buscar reseñas. Comprensiblemente todas elogiaban la actuación de Laia Costa, la protagonista. La crítica de The Guardian empezaba sentando que Victoria es algo más que un truco técnico, pero concluía contradiciéndose al afirmar que el éxito de la película se debía al plano-secuencia de 138 minutos. El Telegraph la presentaba como una suma de géneros que debería satisfacer a cualquier espectador, como si a todos nos gustara meternos cuatro caramelos distintos en la boca al mismo tiempo. El Financial Times declaraba, entusiasta, que el plano interrumpido daba licencia para desentenderse de la verosimilitud. La Frankfurter Allgemeine Zeitung dedicaba 6 de sus ocho párrafos a comentar las consecuencias narrativas del rodaje en un solo plano, y a comparar Victoria con otras películas que se impusieron esa misma condición; otro de los párrafos contenía una reflexión sobre el papel del espacio en el que se ambienta la trama (Berlín, época actual) que podría haberse llevado más lejos. Una revista de cine en línea (THiNC) definía la película como una «pesadilla logística», mientras que en Die Zeit se la celebraba como una proeza técnica y una variante refrescante —por lo cruda— en una cartelera saturada de producciones costosas, elaboradas y demasiado perfectas.  

Para todos estos críticos, la modalidad de la grabación no sólo es el mayor mérito de Victoria, sino que también subsume todo lo que en ella debe percibirse. Es una película que va de que está grabada en una sola toma. Por ello, resulta irónico que yo la haya visto a trozos y entre destrozos.

La Victoria del título es una veinteañera madrileña, pianista virtuosa, que desde hace pocos meses trabaja de camarera en Berlín y que, aunque abre la cafetería a las siete de la mañana, sale sola a bailar tecno hasta las tantas en boîtes sórdidas. Este currículo de Amélie Poulain malasañera, que a mí me deja perplejo, al recensor de Variety le parece perfectamente normal. A pesar de ello, este crítico es el único que, en un momento fugaz de su columna, va más allá de la técnica de grabación y alude al «fastidio existencial generacional y a la soledad transnacional» que desprende la cinta.

Esto es lo más cerca que los espectadores profesionales (también los de El País o El Mundo) están de detenerse en los perturbadores ingredientes sociales que contiene la película: un Berlín despojado de cualquier referencia icónica; una artista hastiada de competir que trabaja por 4 € la hora —aunque no acaba de quedarme claro por qué competía—; varios jóvenes de ascendencia turca que se consideran los auténticos berlineses y que están atrapados por fidelidades de grupo; diálogos que alternan entre el alemán, el turco, el español y sobre todo el inglés, pero en un inglés que para quienes lo hablan es segunda o tercera lengua, y que en ocasiones consiste en clichés de series y películas anglosajonas («you’re going to get well... stay with me...»). Para la crítica, todo eso ha quedado eclipsado por un experimento técnico que ni siquiera es demasiado novedoso.

¿Cómo se estará comprendiendo esta película fuera de las redacciones de periódico? A trancas y barrancas, creo yo, y no por culpa del público. Parece que el guión era muy esquemático y que los actores improvisaban grandes partes de diálogo: esto, que imprime naturalidad a la actuación, también despoja a los personajes de la profundidad que deberían tener para que sus acciones fueran mínimamente inteligibles.

La lectura que encuentro más fácil y coherente me parece también inquietante, porque reactiva y expande viejos clichés. Tanto los turcos como los españoles son, en Alemania, inmensas minorías de inmigrantes laborales. Los primeros llevan ya dos o tres generaciones en el país, y no acaban de salir del círculo vicioso que va y viene de la marginalidad a los prejuicios sociales; los segundos estamos llegando aún, y a través de Victoria tomamos el relevo del crimen y de la marginalidad.

El único momento sobrecogedor de la película es cuando, interrumpiendo una conversación de tonteo particularmente tonto, Victoria se sienta al piano e interpreta, durante una larga escena, parte de uno de los valses de Mefisto de Franz Liszt. Como Liszt, Victoria también llega a Alemania en su edad adulta, pero a diferencia de Liszt renuncia a participar en una cultura común y se precipita con entusiasmo en el submundo del hampa. 

Puede verse de otro modo: los personajes no representan nada, son sólo adolescentes tardíos faltos de fósforo que caminan por la vida como pollos sin cabeza. Curiosamente, esta es a la vez la lectura más positiva y más negativa de la película.

Puedo imaginar asimismo una recepción ambiental, una adhesión preverbal y puramente emocional al espacio representado, que es un Berlín, como digo, típico pero no tópico: el Berlín de los kioscos que abren toda la noche, de los ciclistas borrachos, de los treintañeros inmaduros y de los clubes oscuros emplazados en lugares imprevisibles. A esta categoría de percepción pertenece el espectador que comentó una de las reseñas en línea con la sentencia siguiente: «si no te ha gustado esta película es que no eres un auténtico berlinés».

Abandono los escombros de mi apartamento belga y tomo el tren a Berlín, donde, según Victoria vaticina, no tardaré en atracar a viejecitas y transportar cocaína en el estuche de mi ukelele. La ficción escribe destinos sociales y profecías autocumplidas. Otra cosa es que esto, a veces, se perciba como algo completamente distinto: como ejercicios de estilo o como odas a una ciudad.

sábado, 23 de junio de 2018

Hay días en que me siento como si padeciera el síndrome de déficit de ¿he dicho ya que en el restaurante chino de Tilff —en uno de los dos restaurantes chinos de Tilff— han incluido al fin dos platos vegetarianos? Pedí el chop suey de tofu, y cuando terminé me trajeron una galleta de la suerte en cuyo interior había un papel que ponía attentez l’instant opportun, «atente el instante oportuno». Se resuelve así, tras de muchos años, esa vieja obsesión mía de saber quién escribe los mensajes de las galletas de la suerte: indudablemente, se trata de una célula durmiente de terrorismo gramatical.

El otro día llovió un poco y en mi despacho salieron tres goteras que daba gloria verlas. Debajo de una puse el ficus, que me lo agradeció lágrimas en los ojos, aunque diciendo por lo bajini «tiene que caerse el mundo para que me riegues, fistro, pecador». Puse la papelera encima de la impresora, que era donde caía la segunda gotera. A la tercera, como la veía más crecidita, la dejé de responsable de aquello y me bajé a dar parte al decanato. Allí me explicaron que no era cosa de ponerse estupendo ahora porque de todos modos la renovación de la azotea está prevista para octubre. Que, por si acaso, alejase de las goteras los dispositivos electrónicos. Sumiso, subí y comencé a correr muebles, consiguiendo perder los exámenes de tres cursos y romper un tiesto —vacío— que llenó el suelo de cascotes. Cerré la puerta detrás de mí, colgué el cartel de «zona catastrófica» y me fui a ver la exposición del Cirque Divers. 

El Cirque Divers fue un colectivo de artistas yeyés que hacían lo que entonces se hacía en arte: fiestas de culos, censos de ombligos e instantáneas de personas que llevan un abrigo de leopardo. «Atente el momento oportuno» bien podría haber sido su divisa, y quizá fueran ellos los auténticos destinatarios de ese mensaje que cayó en mis manos por haber encomendado a un situacionista la organización del sistema de comunicación clandestino.  

En 1980 los del Cirque Divers trajeron al colectivo Fluxus para que diera un concierto que luego resultó que consistía en apilar panes de molde delante de la pantalla de un televisor. Un modernusco que firmaba «Ben» pintó de negro un lienzo de regulares dimensiones y escribió encima, con letras infantiles que parecían espaguetis, «yo expongo por la gloria». Glen Baxter, Roland Topor y Fernando Arrabal pasaron por allí y se debieron de sentir en su salsa. Del último se expone —no sé si por la gloria— un collage que parece de Alberto Corazón: una parejita de burgueses contempla arrobada un busto de Karl Marx que flota en el espacio. De un tiempo a esta parte es para lo único que está sirviendo el bueno de Marx.

miércoles, 30 de mayo de 2018

Eugène Ionesco y David Mamet escriben a cuatro manos el acta de la reunión de una escuela doctoral internacional. La acción en una bella ciudad centroeuropea. Un aula con aspecto de que han dicho que la han desamiantado pero no es verdad. Calor tropical. Pendido del techo, bufa un proyector. Cuando se levanta el telón todos llevan ya veinte minutos discutiendo el título de su próximo encuentro.


A.— ¿Cuál es el problema de «puesta en escena de la hibridez»?
B.— El problema es que «hibridez» está ya muy visto.
C.— El problema no está tanto...
L.— No, no está mal.
X.— Está algo alejado de los valores, pero...
C.— Suena algo teatral.
A.— Quizá mejor «representación»...
B.— No, eso es muy literario. ¿Y los doctorandos, qué piensan?
D (doctoranda).— Lo hemos estado hablando entre nosotros y proponemos «Valor y cooperación: desafíos transfronterizos».
E (otra doctoranda, mirando de reojo a la anterior).— Algunas preferiríamos «Re/pensar lo transfronterizo».
B.— Como la escuela doctoral ya lleva la palabra «transfronteriza» en su título, quizá resulte algo redundante.
X.— ¿«Cooperaciones»?
F.— La idea era estudiar los valores que emanan de lo colectivo...
G.— «Valor y colectividad».
X.— Pero «colectividad» no contiene la noción de «cooperación».
Z.— Claro.
A.— Sociológicamente podría hablarse de «cohesión».
B. (irónico).— O de justo lo contrario.
L.— «Valor y cooperación», entonces. ¿O es demasiado...?
B.— Sí, es demasiado sociológico.
X.— ¿Y «cohesión, cooperaciones y valores»? Me gustan los títulos que tienen tres partes, no sé por qué.
E.— Habría que pensar lo transfronterizo.
G.— ¿Hace falta un tema? ¿No podríamos hacer, por una vez, algo más metodológico?
L.— Sí, lo hemos hecho otros años. ¿Cómo lo verían los doctorandos? ¿Preferirían discutir de metodología?
D.— ¿La idea sería venir a exponer la metodología de nuestras tesis?
G.— Sí, la metodología.
A.— En nuestro grupo de investigación habíamos hablado de trabajar la «representación», lo que permitiría plantear al mismo tiempo la metodología y los valores...
C.— Habría que evitar proponer temas demasiado generales. En cambio vol-ver a pen-sar lo interdisciplinar, lo transfronterizo...
E.— Lo de «repensar» habría que meterlo.
L.— Sí, por qué no.
X.— Yo me quedaría con «repensar lo transcultural».
Z.— Creo que ese título ya es una ponencia en sí mismo. Hay un artículo de trata de eso. En cambio, si hablamos de «retomar» podrá participar todo el mundo.
B (para su capote).— Sibilino...
L.— Podemos repensarlo todo, pero la idea es hacerlo dentro de las disciplinas.
A.— O sea, que el título sería solo «repensar».
Z.— No, es un tanto presuntuoso. «Recimentar...»
G (le interrumpe).— Yo creo que lo que nos piden a los doctorandos es ser originales, creativos.
L.— O sea, podría ser: «repensar: modelos y... ¿creación?».
C.— Yo sigo estando a favor de «repensar la frontera» o «repensar la diferencia»...
F.— ...O «la alteridad»
C.— «Frontera» es más abierto...
B.— Ya lo habíamos dicho, «alteridad».
L.— ¿Estáis de acuerdo los doctorandos?
E.— En realidad «alteridad» nos parece algo literario. Hay muchos que no vamos a saber qué hacer...
L.— Pero la idea de centrarse en la metodología me parecía interesante; es algo que concierne a todos los doctorandos.
X.— ¿Y «repensar la interdisciplinariedad»?
G.— ¿Eso les gusta? Si yo fuera doctoranda no sabría cómo abordarlo...
D.— No, no, por nosotros está bien.
L.— Sería entonces «repensar»...
E (interrumpiendo).— Con barra: «re/pensar... la transdiciplinariedad».
L (obediente).— «Re/pensar la interdisciplinariedad».
F.— La ventaja sería que los doctorandos estarían obligados a dialogar con otras disciplinas.
C.— Bueno, nada nos obliga a tomar una decisión hoy. Puede decidirlo la universidad organizadora.
Z.— Sinceramente, no creo que deba: la elección del tema siempre ha sido una decisión de la comisión de la escuela doctoral.
L.— ¿Podemos votar?
A.— «Re/pensar la originalidad».
B (negando con la cabeza).— No, hombre. Científicamente no tiene sentido...
X.— O sea, la cooperación la hemos descartado, ¿no?
L.— Sí, no sé... Entonces ¿«cooperación y cohesión»?
B.— No, no estamos obligados a meterlo... «Cooperaciones», en plural.
G.— ¿«Repensar las cooperaciones»?
C.— No, no...
L.— ¿Alguien se opone?
F.— No, no, pero es que en alemán esto no quiere decir nada.
A.— ¿Y «convergencias»?
B.— Es muy general, no sabe uno entre qué y qué.
L.— Podemos poner un signo de interrogación... ¿Podríais vivir todos con ese título? ¿«¿Convergencias?»?

Como por ensalmo el proyector interrumpe su arrullo. Pasa un ángel. Salimos de un estado como de intoxicación.

viernes, 25 de mayo de 2018

Congresito en París, pero no en el París real, sino en ese arquetipo parisino que es el 5º arrondissement. Me alojo en el hotel Senlis, donde ya estuve hace unos años, y que debe de ser la fonda de la clase tropa conferenciante que viene a la Sorbona. Salgo a cenar algo. La tarde se está disolviendo en tonos pastel sobre el zinc de las buhardillas. El tráfico se remansa alrededor del Panteón. Los edificios góticos alternan con orondas fachadas burguesas. Paseo junto al parque de Luxemburgo, ya cerrado, por la calle donde resonaron por primera vez los acordes de Francis Poulenc. A mano derecha nace sin hacer ruido la calle Vaugirard. Hay anticuarios, viejas librerías, pequeñas editoriales —algunas arruinadas— de manuales técnicos y de tratados arqueológicos. Al día siguiente entraré en Gibert Joseph y me sentaré en el parque medieval de Cluny a leer un libro sobre la lectura. Yo no quiero ser culturalista, pero peor es robar.

El congreso ha sido como ver diapositivas de veintisiete veraneos: «aquí sale Nocedal, con su boina»; «este es Gedeón»; «estos son los soldados cubanos en la manigua»; «estos son Amadeo y el duque de Montpensier paseando alrededor del trono»; «este es el tupé de Sagasta cuando aceptó el régimen de Sagunto». Y así quince horas.

No hay héroes en esta crónica: yo hice una faena bastante errática y confusa, como el que está rodeado de sanguijuelas hidrocéfalas y reparte mandobles sin mirar demasiado a quién. No podemos seguir haciendo como si todas las caricaturas fueran satíricas —decía—, ni como si todas fueran alegóricas: en realidad sus formas de relación con la realidad empírica son variables y responden a estrategias retóricas muy disímiles. Habría que pararse a considerar cómo se ha ido conceptuando históricamente la sátira y asumir de una vez por todas que no es un género.

—Pues para mí sí es un género —refunfuña al fondo Eliseo T. Yo prosigo impertérrito recordando que mucha gente no acababa de entender las caricaturas, como demuestra el hecho de que en El Motín hubiera una sección en la que se explicaban, y que no está claro que contengan crítica política, pues su existencia en tanto sátira depende de una complicidad axiológica previa.

—Todo eso es obvio —responde un señor con suficiencia. Pero media hora más tarde, cuando le toque hablar, dirá que el significado de las caricaturas es inmediato, y que todo el mundo las comprendía, y que siempre son realistas aunque a veces los personajes representados no los reconozca ni la madre que lo trajo, y que la revolución Septembrina no se explica sin ellas, y que una alegoría de la República a él le recuerda las mujeres que bailaban el can-can. 

Lo que yo quería decir y quizá no supe expresar con suficiente claridad —le digo después a un señor de Málaga— es que no podemos seguir haciendo como si el significado de la sátira, o de la caricatura, fuera único, estuviera inscrito en ella y construyera un discurso coherente. Debemos evitar aplicar marcos pragmáticos de universitarios del siglo XXI a dibujos de la prensa republicana decimonónica, así como distinguir lo que son impresiones nuestras de lo que remite a códigos históricamente verificables, porque si no la cosa se convierte en un test de Rorschach.

—No, si ya... Pero mira esta litografía: ¿te has dado cuenta de el sable del oficial con el que se tropieza este otro paseante es un símbolo fálico? Y la calle en la que está me hace pensar en el no-lugar de Marc Augé, donde el espacio se aniquila a sí mismo...

Este es el París de postal, pero en su interior soplan neumas inanes, entre expresiones complacientes y celebratorias. Se levanta la sesión y salgo corriendo a Gibert Joseph a comprar un libro que tampoco da lo que promete.

martes, 15 de mayo de 2018

En L*** no voy a exposiciones ni al cine ni al teatro, ni entro en los comercios, ni me siento a tomar un café en una terraza. Por supuesto que tengo el propósito constante de hacerlo, y marco películas en el programa del Sauvenière, y apunto representaciones en mi agenda, pero al final me vence el cansancio o necesito ese par de horas extra para revisar contratos Erasmus o voy corriendo de un lado a otro y no me entero de que están poniendo una ópera de Philip Glass. Estoy seguro de que le ocurre lo mismo a cualquiera que tenga una edad social superior a los treinta.

Cuando estoy en Berlín las obligaciones no se desvanecen, pero sí se atenúa la extorsión terrorista que ejercen sobre la psique, y así puedo acercarme con Kathleen a ver una obra de teatro judío sobre eruditos disparatados que viven tiranizados por sus mujeres. También puedo detenerme sin remordimientos ante un escaparate, pasar una hora hojeando libros en el Kulturkaufhaus o meterme en una cafetería de Boxhagener Platz —el centro gravitacional de nuestro barrio— y escribir en mi diario sobre las metamorfosis de la ciudad.

Porque Berlín, como es público, está transformándose a ojos vista, y su cambio más manifiesto es la desaparición de los descampados. A principios de este siglo la experiencia más común de los turistas en Berlín consistía en ir de solar en solar preguntándose dónde estaría el centro histórico. En su empeño de equidad y de reunificación, el municipio se había cuidado de repartir equilibradamente los solares entre los distintos barrios. 

Enfrente de nuestro apartamento había un terreno circundado por un murete de ladrillo del tipo que solía encontrarse de antes en los barrios populares de Madrid, con hiladas dobles y sencillos frisos. Hubo una época, a principios del siglo XX, en que la albañilería seguía patrones de tricotosa. Una agrupación secreta se había adueñado de ese recinto abandonado que veíamos desde nuestro apartamento y lo dedicaba a actividades enigmáticas y vagamente situacionistas. «Instituto de garambainas», fue el letrero que durante muchos meses figuró encima del arco de entrada. Kathleen quiso hacerle una foto, pero nunca encontró el momento. Las pocas veces que nos asomamos no había nada; es decir, sí, había campo —piedras, plantas silvestres—, restos de una hoguera, una guirnalda tibetana, un ratón y la sensación de no vivir en una ciudad.

Un día, al volver de Madison, quise ir a nuestro apartamento de Berlín. Salí del metro y al llegar a la esquina descubrí que la calle estaba cortada por una valla metálica recubierta de tablones. Entre las tablas podían verse camiones, hormigoneras y materiales de obra apilados a ambos lados de la calle, entre dos excavaciones de cimientos. Alguien montaba guardia en una garita. Sesenta metros más allá, otra valla delimitaba la zona de exclusión. Y detrás estaba mi portal.


Aquella vez me eché a reír a carcajadas, pero el absurdo sólo resulta divertido mientras no se padece. En adelante, para llegar a nuestro apartamento debía caminar diez minutos más, dando la vuelta a una inmensa manzana, muchas veces tirando de una maleta que se resiste a rodar sobre los adoquines y la grava de Friedrichshain. Sin que lo hubiésemos decidido conscientemente, Kathleen y yo dejamos de ir al restaurante indio, a la peluquería y a las cafeterías que quedan al otro lado del muro. En lo que para nosotros es ahora la parte oeste de Berlín-Este ha quedado también la imprenta del yerno de Renau, al que ya no nos cruzamos cuando sale a almorzar al solecito. Sobre la señal de tráfico que prohíbe el paso hasta nuestro portal alguien ha escrito con un rotulador indeleble «de aquí no va a salir nada bueno». No hay mucho más que se pueda hacer. 

En realidad sí hay algo más que se puede hacer. Kathleen no me dejó colgar en la ventana una pancarta que dijera «tear down this wall!» (el imperativo que, como es fama, le dirigió Reagan a Gorbachov en 1987), pero un grupo de vecinos exasperados empezó a dar caceroladas nocturnas a los seguratas de la garita. El ruido de la construcción se prolongaba así durante media hora más, pero al cabo de unos meses los promotores aceptaron abrir la valla por las noches y en días festivos.

Desde entonces el edificio ha ido creciendo sobre el solar. Ahora vemos la masa desnuda de hormigón, aún deshabitada y esquemática, cubierta de andamios y con flecos de ferralla asomando en lo alto. No veríamos nada muy distinto desde una ventana de Alepo, de Gaza o de Kabul o de alguna de esas ciudades que la barbarie ha despojado de habitantes y enfoscados, de sus marcos y molduras. A diferencia de Kabul, Gaza o Alepo, el edificio de enfrente sólo permanecerá así un año. Transcurrido ese año, se instalarán allí 132 familias con sus niños, sin que aumente proporcionalmente el número de colegios, ni de ambulatorios, ni de parques.

Hemos perdido un solar que no servía para nada pero que reducía la edad social de la ciudad, precisamente porque era mera potencia: un terreno soltero, sin ataduras, sin contratos, sin hipotecas. En la Zitty de esta semana explican unos arquitectos que una ciudad es libre en la medida en que está inacabada. Un solar puede convertirse en cualquier cosa: en un parque, en un área infantil con mesas de ping-pong —que en nuestro barrio tienen una gran demanda—, en una piscina municipal o en un huerto urbano, para que los berlineses no tengan que plantar patatas en los alcorques, como suelen hacer. Un solar contiene una promesa.

Varias de las cosas más excitantes que suceden en nuestro barrio suceden junto a unas cocheras del ferrocarril, sobre la tierra de nadie de la antigua frontera. De manera permanente hay en ese descampado varios garitos, un rocódromo y tres o cuatro hangares telestópicos con tiendas de muebles antiguos tirados de precio; pero ese espacio acoge también exposiciones de grabado, ferias de artesanos cerveceros, proyecciones de cine al aire libre, conciertos y funciones circenses. En torno a él se han empezado a congregar, a paso de zombi —tan lento como incontenible—, las hordas de promotores urbanísticos.

sábado, 14 de abril de 2018

Cuando Julia nos invitó a pasar unos días con ella en Trondheim dejó caer que, si no nos importaba, le llevásemos alguna botella, porque el alcohol en Noruega está a un precio prohibitivo. Por supuesto que no nos importa, respondió Kathleen, y a vuelta de correo Julia le mandó una lista de la compra de más de diez litros. Por eso me encuentro cierto día en el supermercado de la estación de Kiel metiendo botellas de ginebra en una bolsa de Ikea y explicando que no son todas para mí. La cajera pone la cara de resignación de quien se encarga de atender a un pariente senil.

Nos habían explicado que el puerto de Kiel está a dos pasos de la estación de tren, y yo me lo había imaginado como la plaza de San Marco de Venecia. Creo que es porque los dos días anteriores sólo me habían dado de comer queso, y la indigestión había devastado mi flora intestinal dejando vivas únicamente a las bacterias que producen la neurotoxina del optimismo. Ese día concreto Kiel parece la hermanastra mala de Venecia, arrasada por un vendaval gélido que intenta arrebatarnos las bolsas de Ikea a los que intentamos embarcar en el ferry de Oslo.

Una vez a salvo sobre la cubierta del ferry, Kathleen me graba mientras yo tomo carrerilla y salto contra el viento intentando remontar el vuelo como un superhéroe. La idea me parece hilarante, pero cuando veo la grabación parezco un imbécil que salta dentro y fuera de cuadro mientras, cosquilleado por bacterias eufóricas, se ríe a carcajadas.

Al atracar en Oslo nos cruzamos con el regimiento de empleados que entra en el barco para limpiar. Prácticamente todos son inmigrantes, en un violento contraste cromático con los ruidosos pasajeros noruegos que hemos observado en las veinte horas de navegación. Kathleen y yo nos ponemos de perfil en el control de aduana, corremos a la estación de tren, metemos nuestro cargamento de alcohol en una taquilla y nos damos una vuelta rápida por la ciudad. Salvando el ayuntamiento y un castillo medieval, Oslo está aún en construcción.

El resto del día lo pasamos en un vagón de tren junto a un tipo que se quita los zapatos, se saca los mocos y nos tose jovialmente sin cubrirse la boca. Me sorprende que no me salga una calentura en ese mismo instante. Al otro lado de la ventanilla remontamos en el tiempo meteorológico, adentrándonos de nuevo en el invierno. La tundra, cubierta todavía por una densa capa de nieve pétrea, se expande como algo irremediablemente derramado. El tren para de rato en rato en lugares desoladores, donde no hay nada más que un apeadero de madera y un andén tan pequeño que desde él sólo puede accederse a un único vagón.  Los gamos triscan donde cede la nieve, a pocos metros de las granjas desocupadas, y todo me parece territorio de frontera. Un lugar todavía próximo del principio del mundo. O de su final.
Y sin embargo, esta no deja de ser la parte civilizada de Noruega. Nuestro destino, Trondheim, está en la misma latitud que Reykjavik, en lo que aún constituye la parte meridional del país: el ferrocarril continúa kilómetros y kilómetros hacia el norte, hasta el lugar donde ni siquiera los nazis apaleando a un ejército esclavo consiguieron torcerle el brazo a la tundra. Más allá llegan sólo los barcos, por lo que se entiende que cuando Edvard Munch perdió el ferry de vuelta hiciera el gesto de Macaulay Culkin en Solo en casa.

Aunque el día es largo, llegamos a Trondheim de noche. Julia nos conduce por calles silenciosas, llenas todavía de la grava que el ayuntamiento esparce sobre el hielo para que los peatones no se descalabren (se descalabran igual). Los montones de nieve vieja desprenden un olor a turba que confirma la supervivencia bacteriana y que es el primer anuncio de la primavera. Me pregunto si son bacterias eufóricas y, en caso afirmativo, de qué se ríen.

El apartamento de Julia está a dos pasos del cine Prinzen y de la catedral Nídaros. A uno no le suelen gustar las catedrales, ni por lo que representan ni por su arquitectura de parches, rodilleras y postizos. Son como esas casas belgas que han ido comiéndose el jardín a base de reformas, y que terminan siendo un muestrario disforme de ladrillos. La catedral de Trondheim, en cambio, se empina del románico al gótico con gracilidad, y se me hace simpática. Por fuera está rodeada de gárgolas boquiabiertas, y al restaurar uno de sus giraldillos le han puesto —no es broma— la cara de Bob Dylan. Es un destino de peregrinación comparable a Santiago de Compostela (o «de Compostelo», como dice el guía, confundiéndolo seguramente con Elvis Compostelo). Sin embargo, no veo peregrinos por ninguna parte: se los ha debido de tragar la tundra.

Pasamos unos días esplendorosos, en los que el viento de los glaciares y un sol hiperactivo nos cuartean la piel y nos ponen rápidamente cara de vikingo. Hay tanta luz que Kathleen se olvida de que lleva puestas las gafas de sol y pide que se las dé: lo siguiente será salir a la calle con la máscara de dormir. Al doblar alguna esquina, una vaharada de olor ahumado nos abre el apetito y los pies caminan solos hasta el mercado semanal, donde tomamos zumo de arándanos rojos con manzana (tyttebær) y panqueques rellenos (sveler). Picando de puesto en puesto, y por no quedar mal con nadie, nos dejamos varios cientos de coronas en quesos locales, entre ellos varias tonalidades de brunost, el famoso queso marrón que —nos explica un tendero— en realidad no es queso, porque la lactosa se funde hasta convertirse en caramelo. Caramelo de cabra.

Esta placidez que otros, menos corridos, atribuiríamos al comienzo de la primavera boreal, Julia la atribuye al petróleo. Cuando en los años 1970 se descubrieron en Noruega ingentes yacimientos petrolíferos —nos explica—, el gobierno los nacionalizó, creó un fondo de pensiones y, aunque ahora la energía consumida sea casi enteramente renovable, los noruegos siguen gozando de un capital geológico equivalente a un millón de dólares per capita.

—Este lo que pasa es que tiene asegurada la jubilación —razona Julia cuando el conserje sube a arreglarle la tele.

Un ciclista sonriente nos cede el paso:
—Es que tiene asegurada la jubilación.

Una tienda abre únicamente de cuatro a siete de la tarde:
—Es que el dueño tiene asegurada la jubilación.

Lo que todo ello prueba es, sobre todo, que Julia no tiene asegurada la jubilación. Cuando Kathleen y yo regresemos a la primavera todavía le quedará un alijo de ginebra en el mueble bar, que no es una jubilación pero tiene los mismos efectos sobre el organismo.

jueves, 15 de marzo de 2018

Salgo corriendo de la facultad para tomar el autobús, pero la parada de autobús no está donde debería. Ni siquiera parece que haya estado nunca allí: el trazado de la calzada continúa sugiriendo un vado, pero no queda rastro de la marquesina con anuncios de mujeres inverosímiles, ni del poste con los números de las líneas, ni del banquito en el que se sentaban los borrachos a echar una siesta o la pota.

Me pongo a dar vueltas en medio de la calzada como un pollo sin cabeza, arriesgándome a que el autobús fantasma me deje laminado. Al cabo de un rato mi cabeza deja de hablar como un minion en apuros y empieza a articular consejos comprensibles. Echo a correr hacia una parada de otras líneas que queda treinta o cuarenta metros más atrás, por si alguien hubiera aplicado políticas de sinergia donde no debía. Nada. Echo a trotar entonces en la dirección contraria, hacia la parada siguiente del 377, tropezando en una de esas aceras que no conducen a ninguna parte y que están llenas de socavones y de raíces. Allí llegamos a la vez el 377 y yo.

Desde que volví de Wisconsin he estado practicando lo de no sulfurarme y ya me sale muy bien; por ello, cuando me dirijo al conductor lo hago con un tono casi campechano. 

—¿Qué pasó con la parada, amigo mío?

—Un momento —me corta el chófer—, un momento que primero tengo que hablar con la máquina.

El autobusero concentra su atención en la registradora. Luego me extiende el billete y me dice que esto ya no es un autobús, sino un avión. Yo miro a mi alrededor pero no veo sino un autobús ligeramente menos cochambroso y contaminante que los habituales. Repito mi pregunta, con lo del sulfuramiento de mírame y no me toques.

—No lo sé, a nosotros nadie nos ha dicho nada.

Otra cosa que ha desaparecido de un día para otro es un vicerrector. Este era el vicerrector del rector actual, pero quería ser el vicerrector del rector futuro. El futuro es una cosa muy importante para este vicerrector. Cuando le explicaron que la mayoría de nuestros estudiantes tiene problemas para redactar un texto coherente en su lengua materna y le propusieron un plan económico y meditado para remediarlo, dijo que de todos modos ese problema lo solucionaría en un futuro próximo la inteligencia artificial. 

Como puede imaginarse, el rector actual no está muy contento de que su vicerrector quiera viajar al futuro sin él. El rector actual también querría disfrutar de la inteligencia artificial. Pero es un sueño que ya no se cumplirá. A nuestro hombre de hojalata lo ha abandonado el espantapájaros en un lugar muy alejado de la Ciudad Esmeralda; un lugar en el que sólo hay negociados, juntas y subcomisiones.

Despechado, el mismo día en que expiraba el plazo para presentar equipos a las elecciones rectorales, nuestro hombre de hojalata introdujo un recurso diciendo que el reglamento impedía que su hombre de paja volviera a presentarse para vicerrector. 

Lo primero que hizo el vicerrector al enterarse fue cambiar su imagen perfil de Facebook a una taza de capuccino con un smiley cariacontecido dibujado sobre la crema. Luego, escribió un largo mensaje a la comunidad universitaria. «Hoy he llorado», decía allí; «he llorado mucho, porque he recibido un mensaje escrito en una incomprensible jerga jurídica informándome de que no podía volver a pertenecer a un equipo rectoral. Después de muchos años sirviendo a la universidad me tiran a la basura como un calcetín viejo». Esto del calcetín viejo lo ponía en mayúsculas, pero a mí me da ya bastante vergüenza reproducirlo en minúsculas. Proseguía quejándose de esa falta de tacto, de esa comunicación fría, protocolaria e inapelable. Por una divertida ironía dramática, ninguno de los receptores de su lacrimógeno mensaje ignora que esos han sido los términos exactos en los que los últimos años se ha puesto en la calle a muchos doctores jóvenes y no tan jóvenes.

El calcetín que iba a ser vicerrector del rector futuro y que ahora ni siquiera forma parte del presente está tan desconectado de la realidad que tiene incluso la impresión de que se le está tratando igual que al excedente de mano de obra industrial que el capital considera superfluo y «aplasta en su puesto de trabajo». Se imagina que cuando hay un expediente de regulación los estibadores, los auxiliares de enfermería, las teleoperadoras, los albañiles y los conductores de autobús vuelven a sus cátedras, donde continúan dando clases hasta alcanzar la edad de la jubilación. Estas concepciones debería corregirlas la inteligencia artificial, pero aún no hemos llegado a ese futuro.

Este es el vicerrector al que hace un par de años, en lo más crudo de la ciclogénesis explosiva administrativa, me crucé cuando les iba explicando a sus adláteres lo bien que había salido la cosecha de champán. Agarrado a una botella de esa añada espera un autobús que no se sabe dónde va a parar y que a lo mejor se ha transformado ya en un avión.