Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 15 de marzo de 2018

Salgo corriendo de la facultad para tomar el autobús, pero la parada de autobús no está donde debería. Ni siquiera parece que haya estado nunca allí: el trazado de la calzada continúa sugiriendo un vado, pero no queda rastro de la marquesina con anuncios de mujeres inverosímiles, ni del poste con los números de las líneas, ni del banquito en el que se sentaban los borrachos a echar una siesta o la pota.

Me pongo a dar vueltas en medio de la calzada como un pollo sin cabeza, arriesgándome a que el autobús fantasma me deje laminado. Al cabo de un rato mi cabeza deja de hablar como un minion en apuros y empieza a articular consejos comprensibles. Echo a correr hacia una parada de otras líneas que queda treinta o cuarenta metros más atrás, por si alguien hubiera aplicado políticas de sinergia donde no debía. Nada. Echo a trotar entonces en la dirección contraria, hacia la parada siguiente del 377, tropezando en una de esas aceras que no conducen a ninguna parte y que están llenas de socavones y de raíces. Allí llegamos a la vez el 377 y yo.

Desde que volví de Wisconsin he estado practicando lo de no sulfurarme y ya me sale muy bien; por ello, cuando me dirijo al conductor lo hago con un tono casi campechano. 

—¿Qué pasó con la parada, amigo mío?

—Un momento —me corta el chófer—, un momento que primero tengo que hablar con la máquina.

El autobusero concentra su atención en la registradora. Luego me extiende el billete y me dice que esto ya no es un autobús, sino un avión. Yo miro a mi alrededor pero no veo sino un autobús ligeramente menos cochambroso y contaminante que los habituales. Repito mi pregunta, con lo del sulfuramiento de mírame y no me toques.

—No lo sé, a nosotros nadie nos ha dicho nada.

Otra cosa que ha desaparecido de un día para otro es un vicerrector. Este era el vicerrector del rector actual, pero quería ser el vicerrector del rector futuro. El futuro es una cosa muy importante para este vicerrector. Cuando le explicaron que la mayoría de nuestros estudiantes tiene problemas para redactar un texto coherente en su lengua materna y le propusieron un plan económico y meditado para remediarlo, dijo que de todos modos ese problema lo solucionaría en un futuro próximo la inteligencia artificial. 

Como puede imaginarse, el rector actual no está muy contento de que su vicerrector quiera viajar al futuro sin él. El rector actual también querría disfrutar de la inteligencia artificial. Pero es un sueño que ya no se cumplirá. A nuestro hombre de hojalata lo ha abandonado el espantapájaros en un lugar muy alejado de la Ciudad Esmeralda; un lugar en el que sólo hay negociados, juntas y subcomisiones.

Despechado, el mismo día en que expiraba el plazo para presentar equipos a las elecciones rectorales, nuestro hombre de hojalata introdujo un recurso diciendo que el reglamento impedía que su hombre de paja volviera a presentarse para vicerrector. 

Lo primero que hizo el vicerrector al enterarse fue cambiar su imagen perfil de Facebook a una taza de capuccino con un smiley cariacontecido dibujado sobre la crema. Luego, escribió un largo mensaje a la comunidad universitaria. «Hoy he llorado», decía allí; «he llorado mucho, porque he recibido un mensaje escrito en una incomprensible jerga jurídica informándome de que no podía volver a pertenecer a un equipo rectoral. Después de muchos años sirviendo a la universidad me tiran a la basura como un calcetín viejo». Esto del calcetín viejo lo ponía en mayúsculas, pero a mí me da ya bastante vergüenza reproducirlo en minúsculas. Proseguía quejándose de esa falta de tacto, de esa comunicación fría, protocolaria e inapelable. Por una divertida ironía dramática, ninguno de los receptores de su lacrimógeno mensaje ignora que esos han sido los términos exactos en los que los últimos años se ha puesto en la calle a muchos doctores jóvenes y no tan jóvenes.

El calcetín que iba a ser vicerrector del rector futuro y que ahora ni siquiera forma parte del presente está tan desconectado de la realidad que tiene incluso la impresión de que se le está tratando igual que al excedente de mano de obra industrial que el capital considera superfluo y «aplasta en su puesto de trabajo». Se imagina que cuando hay un expediente de regulación los estibadores, los auxiliares de enfermería, las teleoperadoras, los albañiles y los conductores de autobús vuelven a sus cátedras, donde continúan dando clases hasta alcanzar la edad de la jubilación. Estas concepciones debería corregirlas la inteligencia artificial, pero aún no hemos llegado a ese futuro.

Este es el vicerrector al que hace un par de años, en lo más crudo de la ciclogénesis explosiva administrativa, me crucé cuando les iba explicando a sus adláteres lo bien que había salido la cosecha de champán. Agarrado a una botella de esa añada espera un autobús que no se sabe dónde va a parar y que a lo mejor se ha transformado ya en un avión.

jueves, 8 de marzo de 2018

Vino Nathalie Heinich a hablarnos de su último libro, que trata de los valores. De todos los valores: los valores de bolsa, los que se expresan en euros, los que hacen las manifestaciones y los que tienen los valientes. La socióloga dijo que había estudiado con especial atención los debates sobre las corridas de toros, y había llegado a la conclusión de que si en esos debates vienen repitiendo los mismos argumentos desde hace cien años es porque los taurófilos no consideran válidos los valores de los taurófobos, ni estos los de aquéllos.

Yo, huelga decirlo, no he leído el libro de Heinich, ni he dedicado a pensar en los valores una milésima parte del tiempo del que ella le ha dedicado. No obstante, hace ya varias décadas que en ciencias humanas puede uno decir lo que le brote sin tener que perder tiempo leyendo a los demás, fiándolo todo a la propia genialidad, que no por nada nos invitaron un día a una mesa redonda. Y así, con esa displicencia que es el Zeitgeist universitario del momento, yo me voy a permitir enmendarle la plana a una socióloga francesa.

No, señora. Es decir, sí, es verdad que los taurófobos no reconocen como legítimo el criterio de apreciación de los taurófilos, que es un criterio fundamentalmente estético; pero no es verdad que los taurófilos hagan abstracción del juicio ético de los antitaurinos. Yo tengo muy visto Tendido Cero —sobre todo como espectador pasivo, porque quien realmente lo veía, entre cabezada y cabezada, era mi abuela— y me doy cuenta de que la polémica de los toros se enquista en torno a un único valor, que unos entienden como absoluto y otros como relativo. En un rincón, el absoluto de no maltratar animales; en el otro, la cuestión relativa de hasta qué punto aceptar el maltrato de animales. Ver una corrida de toros de pe a pa es enfrentarse continuamente a esta cuestión desasosegante y bíblica.

Los tres tercios de la corrida son las tres rondas de negociación del abuso. A poco que el picador se ensañe, los aficionados le silban y le mentan la madre. Los taurófilos no aplauden cuando el toro sangra a chorros, sino cuando el torero se arrima a la bestia incólume y le saca siete pases seguidos. Un buen matador es el que fulmina al toro, y no el que pincha en hueso veinte veces, ni el que lo hace guardia civil, atravesándole la barriga para que se le salgan los menudillos y se desangre lentamente sobre la arena.

Yo soy vegetariano pero no estoy en contra de las corridas de toros. Al contrario: creo que hay que ir a verlas. Más aún: creo que los colegios deberían llevar de excursión a los niños para que las vieran. A día de hoy, la plaza de toros es uno de los pocos espacios en los que se puede ver de dónde procede la carne que comemos, y donde se nos plantea sin ambages si asumimos o no esa responsabilidad.

Las protestas antitaurinas suelen denunciar que la muerte de un animal se transforme en un espectáculo. Yo creo que —en este mundo, y no en un universo de ideas puras— conviene que la muerte animal sea un espectáculo; no para disfrutarlo, sino para devolverlo a la escena pública. Lo obsceno es, etimológicamente, lo que ocurre fuera del escenario, entre bambalinas, y el holocausto animal industrial, del que proceden las costillas, los filetes y las salchichas de nuestros supermercados, es conforme a esta etimología algo obsceno, algo que se realiza en lugares sin ventanas, alejados de los centros urbanos y difíciles de localizar en Google Maps. Ese secreto me parece peor y más denunciable que la espectacularización y la ritualización extrema de la muerte en una plaza de toros. Sólo cuando se hubiese abolido la producción industrial de carne tendría sentido empezar a pensarse en abolir las corridas de toros.

En las plazas de toros no rigen valores de excepción; lo que ocurre es que es uno de los rarísimos lugares en los que hoy se plantea abiertamente hasta qué punto se puede maltratar a un animal. ¿Cuánto es admisible que sufra un novillo durante la actualización de un rito secular? ¿Cuántos cerdos deberían vivir inmovilizados para que su carne tuviera un precio accesible? ¿Cuántos gansos del Canadá deben sacrificarse para controlar el equilibrio con las especies endémicas? ¿Cuántos linces atropellados pueden tolerarse por kilómetro de autovía? ¿Cuánta ansiedad es tolerable en el perro que nos hace compañía? ¿Cuántos pájaros silvestres aceptamos que cace el gato youtuber?

Contestar a todas estas preguntas «cero, nada, ninguno» supone trasladar el debate a una estación orbital.