Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 19 de agosto de 2022

Durante los meses con R, el ambiente fresco de L*** enmascara aquellos olores que ofenden a las narices. Durante el verano, en cambio, la verdadera naturaleza de la ciudad queda al descubierto.

En mi palomar, los desagües de la ducha y del fregadero siempre fueron algo remolones, pero a la vuelta de las vacaciones me los he encontrado tan poco dispuestos a colaborar en nada como a un barón regional del Partido Popular. Primero intento hacerles entrar en razón con un producto que promete desintegrar la porquería por medio de enzimas respetuosas con el medio ambiente que yo me imagino como vaquitas azules que ramonean en praderas oscuras e infinitesimales. Los desagües se beben el producto, que parece enardecerlos en su insubordinación.

—Conque esas tenemos, ¿eh?

Saco del armario el desatascador de ventosa y comienzo a succionar. De la ducha empieza a salir un agua negra, llena de tropezones horrendos que me encogen las tripas, y la halitosis del fregadero se recrudece. Amedrentado, declaro un alto el fuego.

Al día siguiente lo primero que hago es acercarme a la ferretería a comprar una sonda desatascadora de tres metros y un potingue corrosivo de la sección «guerra total». Todo en balde: mis desagües están cada vez más encastillados, ya ni siquiera les pasa el buchito de agua que quedó de la noche anterior, y cuando vuelvo a aplicarles la ventosa brota de ellos la maldad del mundo, las deyecciones de monstruos preternaturales, la papilla descompuesta de algo que estuvo vivo, y luego muerto, y que ahora vuelve a estar vivo.

La situación comienza a adquirir tintes góticos, por lo que busco en Google «fontanero» y «cazafantasmas». Llamo al teléfono que aparece en la pantalla y efectivamente se presenta uno de los cazafantasmas, el que era negro y no salía en el cartel, armado con una especie de bazoka y con algo que parece un aspirador diseñado para funcionar en un planeta con una fuerza gravitacional siete veces superior a la de la Tierra. Claro que también recuerda a uno de esos barrenderos biónicos que solo proyectan la inmundicia de un lado a otro de la calle.

El cazafantasmas estudia el teatro de operaciones con gran concentración.

—Ya veo... ¿No tirará usted por el desagüe los posos del café?

No me jodas, cazafantasmas. Eso no son posos de café. Eso es lo que queda de un aquelarre cuando en la hoguera han ardido niños humanos. Eso es vómito de Belcebú. Eso es la verdadera naturaleza de esta ciudad zombi. Eso es lo que le quedaba por ver a Mariana Enríquez. Eso es exactamente lo que salía por el culo a Aldolf Hitler durante las legendarias diarreas que lo acometían mientras a su alrededor se derrumbaba su ilusorio imperio milenario.

—Bueno, esto ya está.

—¿Cómo? ¿Ya está?

—Sí —dice el simpático cazafantasmas—. Había un tapón más allá de la intersección entre las tuberías, por eso se habían atascado los dos desagües a la vez.

—Pero... ¿Y los restos de los niños humanos? ¿Y Hitler...?

—Eso... Jabón, aceite. Simple química. Lo que ocurre es que una vez que se tapona por completo, no hay líquido desatascador que valga, y hay que darle leña. Pero ya pasó. Son doscientos pavos, en metálico. Y recuerde que tiene... —aquí (a menos que lo haya soñado) mi interlocutor profirió una risa siniestra, una risa como la de Michael Jackson al final del videoclip de Thriller— tiene ¡una semana de garantía!

sábado, 13 de agosto de 2022

Muchos piensan que, mientras China siga quemando carbón y los empresarios californianos continúen veraneando en el espacio, nuestros pobres hábitos de consumo pequeñoburgueses no tienen virtualmente ninguna capacidad de influencia en la emergencia climática. Aunque este lugar común no sea por completo incorrecto, Bernd Ulrich argüía la semana antepasada en Die Zeit que cada uno debe preguntarse si realmente desea ser el tipo de persona que, en un punto de inflexión como no lo ha habido nunca en la historia de la humanidad, no hizo el mínimo gesto imaginable para mejorar las cosas.
 
Ya te lo digo yo, Bernd: sí, la mayoría de la gente desea ser el tipo de persona que no hace el mínimo gesto imaginable para mejorar las cosas. Según una encuesta reciente, la mayoría de los alemanes —pero sobre todo los hombres, y sobre todo los hombres ricos— quiere que su país siga siendo el único en Europa que carece de límite de velocidad en las autopistas, a pesar de que limitar la velocidad a 120 o a 130 km/h sería una medida bastante eficaz de ahorro energético y de reducción de emisiones contaminantes.

En su columna semanal escribía este jueves Harald Martenstein que la gente percibe como una provocación cuando alguien dice que adora los coches. Mi percepción es la inversa: la provocación es que la mayoría de la gente —pero sobre todo los hombres, y sobre todo los hombres ricos— adora los coches. Y no es solo que casi todo el mundo los adore, sino que quien puede se compra uno todavía más energívoro y amenazante.

Para huir de los coches y de sus adoradores, decidimos pasar la última semana de vacaciones en una granja del Sauerland, rodeados de gallinas, perros, burros y conejos. Óscar da cada día una vuelta en pony, más contento que todas las cosas, aunque se muestra mucho más prudente con las cabritillas, que son casi tan pequeñas como él; en el tejado anidan las golondrinas, el suelo está lleno de boñigas y en nuestra ducha encontramos un ciempiés asqueroso que nos garantiza la autenticidad rural de nuestra experiencia.

Solemos cocinar algo sencillo en nuestro apartamento, pero al segundo día los granjeros hacen pizzas en el horno de leña, y comemos con ellos y con otros veraneantes. Yo pido una pizza de verduras y, cuando nos la trae a la mesa, el granjero le dice a Kathleen: «¿Una pizza sin carne? ¿No es esto motivo de divorcio?».

En nuestra granja, desde luego, el vegetarianismo parece una opción desproporcionada. Las vacas pastan a su aire por praderas cinematográficas, los burros se revuelcan en la arena, las gallinas picotean entre las sillas y los cerdos parecen dispuestos a todo menos a abandonar su pocilga. Esta granja viene a ser como los niños: una versión amable, inofensiva y soleada de aquello que los seres humanos realmente somos.

Una tarde subimos a los establos a ver cómo ordeñan las vacas. Estas pasan en grupos de tres o cuatro por una plataforma recubierta de azulejos en la que el granjero y su ayudante les limpian primero las pezuñas y las ubres, y luego les enchufan la máquina ordeñadora. El granjero les reserva una tinaja de leche a los recentales, que se encuentran aislados en unos chiqueros que recuerdan los remolques para caballos. Todos los terneros se apresuran a meter los hocicos en los cubos de leche; todos, salvo uno: al fondo de uno de esos chiqueros yace, desorientado e inapetente, uno que ha nacido esta misma tarde. Sin duda le han dado un duchazo, porque su pelaje, crespo y colorado, tiene un aspecto lustroso. Solo la preferencia que le demuestran las moscas y algunas manchas de sangre en el hocico delatan el parto reciente.

El granjero me mira de soslayo, me señala y le pregunta a Kathleen:

—¿Eso es tu marido?  

Kathleen asiente, y el granjero suspira como diciendo «qué le vamos a hacer, hay que aceptar que nos encontramos en una fase de decadencia genética». Luego se vuelve hacia mí y me ordena:

—Métete ahí y levántalo.

Yo, solícito, me meto de un brinco en el establo.
 
—¿De dónde lo cojo? —pregunto. Y el granjero, que no va a desaprovechar la ocasión de poner en su sitio a un urbanita, aunque sea un urbanita tan poco vocacional como yo:

—De donde puedas.

Yo brego un rato con el ternerito, tratando de alzarlo primero de las corvas, luego tirándole del rabo y por último poniéndome a horcajadas sobre él para rodearle los ijares con los brazos y tirar hacia arriba.

—Haz que se yerga primero sobre las patas de delante —me recomienda el ganadero, quizá ya menos divertido que impaciente. Yo agarro al animal de las axilas, por así decir, y les pido a mis lumbares un crédito a fondo perdido para dar un último tirón. El becerro se incorpora penosamente y casi a iniciativa propia estira también los cuartos traseros. Kathleen viene entonces con un biberón para gigantes que le introducimos en la boca a la fuerza, porque por no saber, no sabe ni mamar.
 
—¡Ahí están mis milanesas! —exclama mi suegro, regocijado. No había dicho que a estas vacaciones venían mis suegros: quería guardarme para el final este giro dramático. El caso es que mi suegro está en lo cierto: por ser machos, tanto mi lactante como sus primos de los chiqueros contiguos tienen los meses contados.

Estamos quienes vemos a los terneros como criaturas desorientadas y están quienes los ven ya como milanesas. El espacio entre ambas perspectivas se vuelve cada vez más intransitable. Como escribía Bernd Ulrich, el tiempo en el que era posible bromear sobre estas cosas es uno de los muchos tiempos que ya han pasado. Precisamente porque la demanda de carne impide que la mayoría de las granjas sean como esta, las milanesas ya no implican solo la ejecución y el descuartizamiento de terneritos desvalidos, sino también la deforestación del Amazonas, la destrucción de ecosistemas silvestres, la contaminación de los acuíferos y la emisión descontrolada de metano. Hay que haber vivido los últimos años en una burbuja epistémica de hormigón armado para no ser consciente de ello.

«¡Ahí están mis milanesas!»: esa frase, pronunciada en presencia de un prodigio afelpado y todavía trastabilleante, me hace pensar que nada ni nadie está libre de verse, antes o después, empanado. Para mi suegro —pero mi suegro no es aquí mi suegro, sino cualquiera— el mínimo gesto imaginable sería no comernos, pero empiezo a convencerme de que en ese futuro turbulento que nos aguarda muchos ni siquiera estarán dispuestos a eso.

martes, 2 de agosto de 2022

El mismo sonambulismo con el que nuestra especie se interna en la sexta extinción masiva  se manifiesta día a día en los detalles más triviales. Creemos saber lo que queremos, pero no medimos nuestras decisiones, nos hacemos una idea aproximada e incompleta de las cosas y el resultado es casi siempre contraproducente.

Pensé, por ejemplo, que me sentaría bien volver a la investigación filológica. Por curiosa coincidencia, desde que hace dos años nació Óscar, no he vuelto a escribir una página de prosa académica, por lo que, cuando el director de Mediodía me pidió de hinojos que le escribira un artículo sobre la literatura española en 1922, acepté. No calibré en ese momento que el único modo de decir nada medianamente asertivo sobre la literatura de 1922 era ver todo lo que se publicó aquel año, así que termino dedicando la mayor parte del verano a revisar repertorios bibliográficos y catálogos de librería.

Nos proponemos descansar una semana en una playa paradisíaca, sin calcular que el mercurio de los termómetros entrará en efervescencia a las once de la mañana y que será suicida abandonar el hotel antes de las seis de la tarde. El mar, por otro lado, se ha puesto imposible de medusas, de manera que pasamos lo mejor del día confinados en un mundo feliz de pensión completa, artistas del karaoke y piscina de burbujas.

De nuevo en Madrid, corro a la Biblioteca Nacional porque todavía tengo por inspeccionar los índices de las muchas colecciones de novela popular que florecieron en los kioscos de 1922. El de «La Novela Corta», una de las más extensas, debería estar conservado en el CD-rom que acompaña el estudio de Roselyn Mogin-Martin. En la sala de documentación bibliográfica hallo el libro pero no el disco. La bibliotecaria hace como que busca durante diez o quince minutos antes de declararlo irremediablemente desaparecido. Días más tarde, de regreso en Alemania, recordaré que yo había leído el libro de Mogin-Martin en mi juventud heroica, y que sin duda había tenido el reflejo de hacer una copia del CD-rom. ¡Ah, si lograse encontrarla! ¡Menuda jugada, preparada con décadas de antelación! El disco aparecerá, efectivamente, entre las copias de mi tesis, pero cuando lo introduzca en el lector descubriré que, para los ordenadores actuales, la interfaz de 16 colores en la que, a finales del siglo pasado, se había codificado la base de datos con los títulos de la colección «La Novela Corta», ha devenido en un galimatías criptográfico indescifrable. La flor y nata de la ciencia española —el Centro Superior de Investigaciones Científicas, que era el organismo editor—, pretendiendo crear un software imperecedero y vistoso para la consulta de datos, ha conseguido exactamente lo contrario. Ejemplo de discalculia nivel «amo del calabozo».

La víspera de tomar el avión de regreso se nos ocurre llevar a Óscar a un espectáculo de magia para niños. Antes debo echar el resto en la Biblioteca Nacional, por lo que a mediodía engullo un pincho de tortilla, lo paso con un café con hielo y, cuando seis horas más tarde abandono mi pupitre, me digo que solo un dürüm de falafel puede reanimarme. Pero vuelvo a calcular mal, porque no merecía la pena reanimarse para arrostrar los sopetecientos grados del Paseo de Recoletos, y el principal efecto del dürüm es embadurnarme las gafas de una salsa rosa.

Así, viendo de color de rosa las obras con las que se está reformando la Puerta del Sol —en lo que tiene toda la pinta de ser un nuevo y colosal error de cálculo municipal—, corro hasta el sótano de la calle de Lavapiés en el que tiene lugar el espectáculo de magia. El chico que lo hace es muy animoso; lleva una barba postiza de chivo y, mientras el público se acomoda, simula estar durmiendo a pierna suelta. En cuanto se despierta comienza a tirar cosas por el suelo y a enredarse con el cable del micrófono. No habíamos calculado que la oscuridad del sótano, el foco espectral que iluminaba al artista y los sobresaltos con los que daba inicio aquella fantasmagoría aterrorizarían a Óscar hasta el punto de obligarle a abandonar la sala antes de que acabase el primer truco.

Mientras Kathleen y mi madre disfrutan del resto del espectáculo, yo me llevo a Óscar a dar el primer paseo de su vida por Lavapiés. Óscar tiene el flequillo lleno de trasquilones porque solo ha accedido a que le cortásemos el pelo si utilizábamos las tijeras de los pies. Vemos los puestos de flores de Tirso de Molina, saludamos a las decenas de policías que patrullan el barrio sin cesar, descubrimos una casa en la que vivió Picasso, nos fotografiamos en callejas provincianas y roñosas, y regresamos al bar del teatro para beber agua con una pajita, mientras todo lo sólido se disuelve en el aire ígneo de finales de julio. Y todo eso, que no habíamos calculado ni previsto, que no habíamos premeditado ni calibrado, terminará siendo lo menos fallido del verano y constituye también, a su modo, un espectáculo de magia para niños.