Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 16 de enero de 2016

Hoy se clausura la exposición de Parrondo y he venido a entrevistarle. Parrondo es un señor que hace cuentos de niños para adultos. También hace canciones de adultos para niños, y escribe relatos en los que no ocurre nada, y pinta ilustraciones que sólo guardan una relación remota y apenas discernible con lo ilustrado. Parrondo —otro Parrondo— dio nombre a una paradoja matemática según la cual es más fácil ganar a dos juegos siendo un mal jugador que jugando a uno solo. Pero Parrondo —el primer Parrondo— juega muy bien a muchos juegos.

Paseo por la exposición. Hay frases escritas por las paredes, enormes acuarelas y pruebas de color de muchos de sus libros. Sobre una columna Parrondo ha escrito «LEA ESTO», y debajo hay una flecha muy grande de madera que apunta a una palabra microscópica, escrita medio metro más abajo. Me acerco a leerla forzando la vista. En letra muy pequeñita pone: «esto».

Una de las salas de la exposición se llama «Museo del agujero», y reúne dibujos y esculturas sobre agujeros. También hay papeles con agujeros, un agujero descendiendo una escalera, agujeros en la moqueta y agujeros en la pared. Me acerco al responsable de la sala y le pregunto:

—Este agujero de 15 cm de diámetro en el muro de ladrillo, ¿estaba ya o lo han hecho para la exposición?
—Se ha hecho para la exposición, sí.
—Ah. ¿Y cómo lo van a tapar luego? Porque la pared tiene más de un palmo de grosor...
—Ya veremos.

Parrondo escribe y pinta con un pie al borde de lo imposible: el relato que termina con la misma situación con la que comenzaba (Ni plus ni moins), los cuentos que no cuentan nada porque ellos mismos son los protagonistas (Histoires à emporter), el cuento de antes de dormir que es rectificado a cada rato por los niños (Allez raconte), el código de circulación para una carretera circular que conduce al punto de partida (Nationale zéro). Hay en La porte una historia maravillosa y cortocircuitante en la que sale un hombrecillo que sostiene una puerta —de eso va la primera mitad del volumen— y de repente algo ocurre en su bolsillo. «Anda! me llaman!», dice el hombrecillo; «no, ahora no puedo hablar, estoy con Fulano». «Caray —dice para sí—, no le dejan a uno tranquilo». Y luego aclara, dirigiéndose al lector: «he mentido dos veces. Primero: no estoy con nadie, y segundo: esto no es un móvil, sino una piedra».

Veo a Parrondo firmando ejemplares para los visitantes, que por lo general tienen menos de diez años. El artista echa diez buenos minutos en firmar cada ejemplar, caligrafiando su dedicatoria meticulosamente con una letra que recuerda la de los cuadernos Rubio, y acompañándola de un dibujo original que improvisa tras una breve conversación con el destinatario y que colorea con una concentración enorme.

Siempre imaginé que la colección de lapiceros de Parrondo sería algo así como la colección de peinetas de Martirio. Sin embargo parece contentarse con lo que cabe en un estuche escolar de cremallera: lápices cortos y sufridos de distintas marcas que alterna sin mirar como si los conociera con nombre y apellido.

Parrondo viste con mucho carácter, sin caer en lo estrambótico. Chaqueta sin solapas, chaleco Burdeos, calcetines a juego, zapatos abotinados, pantalón de algodón con una cuadrícula imperceptible... Todo como salido de una prendería, pero de una prendería barcelonesa.

Parrondo tiene un apellido que se tiene solo, que basta y sobra, como a Ramón Gómez de la Serna le bastaba el nombre, igual de rotundo, igual de redondo. Parrondo conoce a Ramón, con el que comparte la mirada suspicaz sobre los objetos y la comodidad en las distancias cortas. Si Parrondo se llamase Ramón, sería el acabose.

Parrondo habla muy bajo. «Maldición —pienso—, cuando escuche la grabación de la entrevista sólo oiré los gritos de los niños que trotan a nuestro alrededor». Pero no, luego le oigo perfectamente hablar de sus veranos en España y de su tío, que ganó dos Oscars aunque nadie lo sabe, mientras los niños juegan y ríen con la boca llena de bizcocho.

viernes, 15 de enero de 2016

Fui a la presentación de Principia semiotica, que previsiblemente será la última de las opera magna del Groupe µ, el célebre equipo de semiólogos de Lieja, cuyo miembro más joven tiene actualmente setenta años. Son seiscientas páginas de «semiótica materialista», según explica Jean-Marie K., uno de los autores: un intento neodarwinista de estudiar la transmisión de información y la creación de sentido desde mucho más atrás de la especie sapiens, en un continuo que va desde las amebas hasta Baudelaire. (Ya es conocido que también los animales gestionan información de manera verbal; los primates, incluso, de manera analógica, poética: un chimpancé señala su mejilla para, por contigüidad, simbolizar una lágrima que, por analogía causal, significa «tristeza»).

Esta recursividad semiológica (A significa B, que significa C, que significa D) es mucho más limitada en los lenguajes parciales de las ciencias puras. Allí rige el principio del tercero excluido, lo que implica que 2+2 es 4 o no es 4, pero no puede ser a la vez 4 y no 4. «En poesía —dice Jean-Marie— no es imposible conciliar una proposición y su contrario; es más, es lo deseable». No sé si es deseable, pero lo que sí sé es que la lógica formal tampoco rige en los usos cotidianos de los lenguajes naturales. Así lo demostró hace unos días mi sobrina Nora, de dos años. Estaba haciendo cucamonas a su primo, que tiene sólo ocho meses pero que pesa casi tanto como ella, y dijo «el primito Jaime es muy pequeñito». Hasta ahí todo bien, todo perfectamente lógico (A = p); pero enseguida añadió «...¡y muy grandote!»: A = p = (no p). De paso, Nora nos hacía una demostración de malabarismo con sufijos no referenciales: los diminutivos empleados a despecho del tamaño objetivo de la criatura, y el aumentativo —en apariencia superfluo, pues se aplica al adjetivo «grande»— con función expresiva. 

Unas semanas atrás Nacho le mandó a Kathleen por WhatsApp un vídeo en el que nuestro sobrino Martín, de cuatro años escasos, lee sus primeras palabras. Lo habían puesto delante de un planisferio, y le señalaban un país al azar:
—L... I... li... B... lib... I... A... ¡Libia!
Después de una o dos demostraciones más, Martín da botes de excitación y, ante el asombro de sus padres, explica lo que ocurre: «¡es que veo las letras y las oigo!». Leer, decía Quevedo, es escuchar con los ojos. Leer es otra paradoja lingüística, una sinestesia maravillosa que produjeron hace apenas 4.000 años los alfabetos fonológicos.

He oído que en muchas escuelas belgas los niños que aún no sabían escribir entregaban sus ejercicios firmados con un dibujito que los identificaba: uno era el tren, otro la casa, otro el pollito, otro la mosca. El tren significaba «Vincent», la casa significaba «Véronique,», el pollito significaba «Valérie». Nadie quería ser la mosca. (¿Soy el único al que le sorprende que niños demasiado pequeños como para saber escribir tengan que entregar ejercicios? Este país no le pone las cosas fáciles a nadie). En las matemáticas y en lógica formal las letras funcionan de la misma manera que los dibujos de las escuelas primarias belgas, no guardan con su referente una relación unívoca. El matemático o el lógico piensan «(2x+y) / 3 = 14», o «la proposición R», y se atusan el bigote y ponen «R» o «x» como podrían poner un pictograma o un moco. Son letras que no suenan. O sí suenan, pero a hueco. 

Pero volvamos a Martín, quien unos días más tarde se topa con una dificultad inesperada. Yo mismo pongo entre sus manos uno de los regalos que ha traído Papá Noel desde Alemania, y le pido que lea el nombre de su destinatario. El ejercicio tiene truco, porque antes del nombre, sobre el envoltorio, figura un adjetivo en alemán: kleiner, «el pequeño». Martín se atranca a la tercera letra.

—¿Pero tú no sabías leer? —le pregunto con muy mala uva.
—Sí —responde—, pero sólo letras.

A veces Martín parece el Principito de Saint-Exupéry. Es una respuesta honda y correcta, porque aunque aprendemos a leer letra a letra, en realidad leemos palabras, y todos reaccionamos con el mismo derrotismo que mi sobrino cuando nos piden que leamos una combinación de letras que no reconocemos como una palabra, por ejemplo esas imposibles longanizas alemanas como «Streichholzschächtelchen». Por extraña paradoja, no nos convertimos en lectores competentes hasta que dejamos de leer letras y empezamos a leer palabras. Por eso no percibimos muchas de las erratas de los libros, y por eso podemos entender textos en los que se han tratsocado sistemáticamnete dos lertas de las parablas que teinen cicno o más. El alfabeto fonológico sólo empieza a ser útil de verdad cuando construye formaciones que identificamos en bloque, como si fueran pictogramas. 

Todo ello requiere, claro está, una sensibilidad muy desarrollada a variaciones mínimas en los trazos, análoga a la que exigimos de nuestro oído para distinguir «pelo» de «pero». Martín no hace mucho que dejó de decir «picote» en lugar de «bigote», y todavía tardará algún tiempo en reconocer las líneas apenas perceptibles que distinguen unas palabras de otras. Tristán, su hermano mayor, las tiene ya todas en la cabeza, y sabe distinguir qué configuraciones son más estables y cuáles son más susceptibles de variación.

Resulta que, uno o dos días antes de tomar el avión de regreso a Bélgica, fuimos con la Nacho y su familia a los puestos recreativos que desde hace poco abren en el paseo del Prado los fines de semana. Después fuimos a merendar a una cafetería de la calle de San Pedro. Tristán enseguida se puso de mal humor, porque era —decía— un sitio de mayores. Intentamos animarlo jugando a encadenar palabras: «pato», «palo», «polo», «pelo», «pela»... Tristán quería intervenir cuando no le tocaba, y cuando le llegaba su turno se enfurruñaba todavía más, diciendo que la palabra que se le había ocurrido antes ya no funcionaba.

—Bueno —le dijo su madre—, pues damos por terminada esta ronda y te dejamos que empieces tú con la palabra que quieras.
—Vale, venga. Pues empezamos con la palabra «luz». Ahí os quedáis.

Qué mala leche tiene. Sale a su tío.