Amaury llega tarde porque estaba durmiendo al niño, que anda con bronquitis. David, otro de los que debíamos encontrarnos esta tarde para cenar en lo que antes fue la librería Livre aux Trésors, y que hoy es una pizzería de moda, no puede venir porque no le ha dado permiso su reloj.
David es futbolista semiprofesional. Acaba de ascender de división y tiene que correr no sé cuántos kilómetros al día. Si no lo hace, le regaña el reloj digital que le ha regalado el club, y que debe llevar permanentemente en la muñeca. Ascender de división ha sido para David algo así como obtener un tercer grado penitenciario. En primera supongo que no te dan un reloj, sino unos grilletes unidos mediante una cadena a una bola de hierro macizo.
David, por si fuera poco, tiene casi dos niños. Uno calculo yo que debe de tener la edad de Óscar, y el otro puede llegar en cualquier momento, así que tampoco era cosa de irse con los amigotes a la pizzería. A mí me extraña que el reloj no tenga nada que decir a ese respecto, porque los niños de esas edades son lo peor que hay para el rendimiento físico. Si fuera consecuente, el reloj debería interrumpir los momentos de intimidad de David conectando por videollamada con el míster o cantando aquello de Les Luthiers: «¡píldoras, píldoras... anticon-cep-ti-vas!».
El juez interrumpe el relato antes de que Ahmed llegue al momento en el que fue finalmente detenido. «Esta causa tiene demasiados vericuetos; prosigamos la vista dentro de dos semanas». «Ah, no, Señoría» replica Ahmed; «dentro de dos semanas no puedo, que tengo examen en la uni».
—No me jorobes —dice Alexis, que es nuestro tercer comensal—; igual le doy clase yo.
—Seguramente. Pero espera —dice Amaury— espérate, que falta lo mejor. Es que no te vas a creer quién era el fiscal. Cuando te lo diga, es que no te lo vas a creer, no te vas a recuperar en la vida. ¿Sabes quién era el fiscal?
—¿Quién era el fiscal? —pregunta Alexis.
—Agárrate: el fiscal era el primo de Gauthier.
—¿Quién es el primo de Gauthier? —pregunta Alexis.
Luego charlamos sobre sobre Savitzkaya, Wauters, Demoulin, Johannin. Amaury destaca los méritos de cada uno con rara finura hasta que nos llaman a capítulo nuestros relojes, nuestros trabajos, nuestros hijos con bronquitis. Mi reloj, en la vida real, es un cepillo de dientes: el cepillo de dientes eléctrico que tuve que comprarme bajo amenazas de mi dentista, y que me tiene tiranizado. Si hago lo que me pide, la pantalla del mango sonríe con estrellas en los ojos y mi cerebro chapotea en dopamina. En cambio, cuando me entran las prisas, el cepillo hace una mueca de profunda decepción que me hunde para el resto de la semana. Se conoce que también he ascendido a la segunda división de algo, no sé de qué.