Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 29 de agosto de 2013

Lo primero que hice al volver a L*** fue dejar de tomar las vitaminas que me había recetado el otorrino, porque me estaban dando todos los efectos secundarios a la vez: vértigos, náuseas, cefaleas, desorientación, cansancio, murria, imbecilidad... Igual eran efectos secundarios de la autosugestión, que es algo que me pasa mucho, pero también se quitan si uno deja el medicamento.

Lo segundo que hice al volver a L*** fue acercarme a la Casa del Ciclista, que ya han vuelto a abrir, al lado de donde estaba. Alquilo una bicicleta por tres meses, y esa misma tarde hago sobre ruedas los doce kilómetros que hay hasta Tilff, o Tiflis, que de ambos modos figura en las crónicas. Voy más orgulloso que don Rodrigo en la horca, silbando aquello de «Lamparilla si hoy eres discreto» y mirando por encima del hombro a toda esa pobre gente que aún se desplaza en coche. Una mujer conduce con las rodillas mientras come una ensalada de pasta que lleva en un túper.

—¡Antiguos! ¡Carcas! ¡Majaderos!

Estos días se está proyectando un documental titulado Vélotopia, que entre otras cosas viene a decir que ya no se puede ser molón sin ir en bici, y que algún día viviremos en un mundo sin coches ni autopistas. No lo he visto aún, pero me lo he creído igual.

Es un viaje muy entretenido, porque el pavimento unas veces es de losas de hormigón, otras de adoquines, otras de grava, otras de baldosas, otras de asfalto, y otras también de asfalto pero no lo parece porque las raíces de los árboles lo han triturado hasta dejarlo irreconocible. No tengo que cuidarme de los coches, porque de puerta a puerta voy por un camino reservado para bicis y peatones, que la mayor parte del tiempo atraviesa pasto y bosque público. De todos me voy a comprar un casco y esto va a ser ya el acabose. Pero un casco con forma de casco, ojo, no uno de esos que parecen proyectos de Santiago Calatrava.

A la altura del kilómetro 7 me creo perdido en un espigón sobre el que se alinea media docena de casitas, delante de una esclusa del canal. Echo pie a tierra al ver que a la puerta de una de ellas hay una mujer, o en cualquier caso alguien que en una inspección más detenida podría resultar siendo una mujer, con una de esas batas floreadas y sin mangas que están mandadas retirar desde 1985.

Bonjour, madame!

Se vuelve con aire desconcertado. Quizá es que no es una mujer, a pesar de la bata. Enseguida asoma también un viejecito pachón, cabezón y con barba corrida. No, me dice el viejecito, a ellos lo que pasa es que hay que hablarles en cristiano, porque son españoles. 

—Hombre, pues estamos de suerte.

Me dirijo a ellos en su idioma, que es una curiosa mezcla de castellano y carraspera. Les pregunto dónde debo retomar el sendero que lleva a Tilff. El hombre frunce una ceja y guiña el ojo, formando un signo de interrogación. La destrozona de la bata oye campanas, pero no sabe dónde.

—Creo que es en esa dirección —señala vagamente hacia delante con la cabeza—, aunque yo no he estado nunca. Hay una playita donde va la gente, ¿no?

Contesto que sí, o no, según se mire. Agradezco la información, y tiro adelante sin encomendarme a Dios ni al diablo. Este matrimonio de emigrados me hace el efecto de aquellas mujerucas vascas de las que hablaba Julio Caro Baroja, que vivían a 7 kilómetros de la costa y no habían ido nunca a la playa. Con una diferencia: que aquí playa no hay.

Llego a casa de un humor excelente. Como al día siguiente también hace bueno, me voy a comer albóndigas a Esneux, que es un pueblo que está a 6 kilómetros, y apenas tardo 20 minutos, que es lo mismo que habría tardado en cruzar Recoletos para comer de menú en el café Gijón.

Eso fue ayer. Esta tarde simplemente he cruzado Tilff en bicicleta para sentarme en un lugar tranquilo a leer una tesina. La leo con suma desgana, pero mayor es la desgana con que ha sido escrita. Al poco rato oigo crecer a mis espaldas un ruido como de maquinilla de afeitar, y tres o cuatro minutos después surge a mi lado un auto pequeñito, pequeñito. Es un descapotable eléctrico, y lo conduce un niño que no tendrá arriba de cinco años. Cuando se pone a mi altura, el precoz automovilista me dirige una mirada de desdén, aprieta un botón del salpicadero y empieza a sonar música, una música de lata, como toda la que se hace ahora. Lo observo largo rato mientras se aleja, lenta pero inexorablemente, igual que mi fe en la condición humana y en la utopía de las bicicletas.

martes, 13 de agosto de 2013

Yo no sé si la penuria ha hecho de los españoles una nación extremadamente eficiente, o si vamos directos a la catástrofe. Me han dado hora en el otorrino a las cuatro y doce minutos. A las cuatro y diez llego al ambulatorio: inmediatamente se abre una puerta, por la que asoma la gaita una enfermera que pronuncia mi nombre y me dice que entraré después de un señor calvo. «Pero no inmediatamente después —me advierte con innecesaria contundencia—: sólo cuando oiga un timbre». Hacen pasar al calvo, que sale casi de inmediato, y las cuatro y doce minutos exactamente suena el timbre. Entro y me enfrento a un médico que no me mira pero se sobreentiende que está estudiando mi expediente en el ordenador. Por el rabillo del ojo veo desaparecer a cuatro o cinco enfermeras, que salen a gruñir a los pacientes. La consulta tiene unos cuantos archivadores, estores con el varillaje desvencijado y un gran sillón de peluquero. «Siéntese», me dice el doctor, sin mirarme todavía pero haciendo un gesto elocuente con la mano; «siéntese y dígame».

—Pues verá, hace meses que tengo molestias en la garganta, se me quiebra la voz, me he puesto malo cuatro o cinco veces este año, y hay días que al dar clase...

—No me diga más. Le he entendido. Saque la lengua.

Saco la lengua. Le pone una cinta de gasa encima y me la agarra con la mano izquierda, tirando hacia sí, mientras con la derecha entra a matar con una varita en la que va montado un espejito, que me mete hasta la bola.

—Diga «iiii».
—¡Eeeurgh!...
—Estupendo. No hay pólipos, ni nódulos ni nada.

Sobre la mesa del otorrino hay cinco o seis tacos de papeletas fotocopiadas, unidas por un alambre. Con gesto automático arranca una de ella y la tiende hacia mí. Tiene el nombre de un complemento vitamínico que no necesita receta.

—Tómese dos cajas de esto, haciendo una pausa de un mes, y beba mucha agua. Y por las mañanas, una cucharada de miel en ayunas.

A las cuatro y trece minutos abandono la consulta. En el descansillo se ha entablado una batalla campal entre pacientes de otras consultas vecinas que estaban citados a las tres y cincuenta y siete, a las tres menos veinticuatro, a las cuatro y seis, a las dos y dieciocho y a las dos cincuenta y dos.

jueves, 8 de agosto de 2013

Anoche fuimos a escuchar a Norman Hogue en Populart. Hilarante, como siempre. Entre otras cosas repentiza una traducción castellana de It's lonely at the top: «...está muy solitario allá en la cumbre», ¡y lo más divertido es que parece que lo dijera por experiencia! Al terminar la primera parte, Norman anuncia llegado «el gran momento»...

—¡El gramo-mento! —dice un gracioso que les hace la rosca a los músicos y lleva también algún gramo de más. Por desgracia no le falta razón: uno sabe de buena tinta que a la mayoría de músicos de jazz les interesa menos la música que la merca, al menos durante los primeros treinta años de carrera. Pero dejemos hablar a Norman:

—Ahora llega el gran momento de la pausa, en la que pueden renovar el contenido de sus vasos. Recuerden que cuanto más beban ustedes, mejor sonamos nosotros. Cuando hayan bebido lo suficiente pueden pedir en la barra el compact disc de nuestro magnífico grupo, a cambio de un billetito de 20 €. Qué diablos, por 20 € voy yo a tocar a su casa.

La pausa termina sin que muchos hayan conseguido llegar a los lavabos para su gran o pequeño momento, y Norman presenta el primer tema del segundo pase:

—Esta canción la interpretó por primera vez la rana Gustavo, y trata sobre lo bonito que es ser de color verde, porque a Gustavo lo discriminaban por el color de su piel. Luego la interpretó Ray Charles, que también era verde. Y ahora nosotros. ¡Vamos p'allá!

sábado, 3 de agosto de 2013


Muchas veces Eduardo ha compartido con nosotros su sorpresa ante la obsesión inexplicable de los departamentos norteamericanos con gente como Walter Benjamin o Henri Bergson. El otro día, sin ir más lejos, nos contaba la historia de un tipo que creía haber escrito un libro sobre Walter Benjamin, aunque en realidad de lo que trataba era de Jacques Derrida. El pobre diablo había tenido un lapsus de varios cientos de páginas, uno de esos deslices freudianos, como cuando Rajoy dijo que llevaba cinco años en el Gobierno, queriendo decir cinco meses. El mundo universitario aquel espera con tanta intensidad leer libros sobre Walter Benjamin que los propios escritores piensan en él aun mientras escriben sobre otros. Es algo así como una fantasía erótica que convocan sin malicia para evitar el gatillazo intelectual.

Lo de Bergson igual se explica porque, como decía Julio Camba, sus textos se leen «de un tirón, con la sonrisa en los labios, aun sin haberse quedado calvo estudiando diez años en Marburgo a fin de prepararse para la lectura». Se leen o no se leen, pues quienes han estado en aquellas universidades aseguran que mucho de lo que en ellas se dice sobre estos pensadores es, pese a todo, de oídas y aproximativo.

No es imposible que algún día, en una fase futura de su largo romance con pensadores asistemáticos, los departamentos anglosajones de estudios culturales descubran, precisamente, a Julio Camba. Estos días en que se proyecta en Europa la película sobre Hannah Arendt conviene recordar que Camba ya se percató de la banalidad del mal en 1920: «Mis interlocutores suponían que para que un alemán matase a un niño en la guerra era preciso que ese alemán fuese un malvado. Yo, en cambio, opinaba que un alemán podía matar niños sin dejar por ello de ser un excelente padre de familia».

—Bueno, pero es que esto Camba lo decía en broma.

No del todo. A mí me parece que estas cosas Camba las decía en serio, pero sin darle demasiada importancia, como se dicen las verdades que nadie se va a creer. A diferencia de Benjamin o de Bergson, Camba no se tomaba demasiado en serio a sí mismo, lo que no quiere decir que escribiera en broma. Como a toda aquella primera generación de humoristas —el humorismo español se inventa en el fin de siglo— le daba repelús el pensamiento sistemático, el método, eso de tener una idea que igual no es mala y estirarla hasta que rompa. El sistema acaba siendo muchas veces una llave inglesa a la que se le quiere dar el uso de una navaja suiza. Esa misma prevención contra el sistema tenía también Julio Caro Baroja, que tenía, como sus tíos, mucho de humorista, sin que ello le restase talla intelectual.

Claro que todo esto es lógico que lo pensemos los españoles que sobrevivimos en un caldo cultural francófono o francófilo, empapuzados de sistema. En otros sitios, donde lo que abunden sean las genialidades y el toreo de salón, les parecerá lo contrario. Así se demuestra que todo es conforme y según.

Ortega dijo una vez que Camba era «el logos». ¡Ahí es nada! Sin duda Ortega eso no se lo decía a cualquiera. Tanto oír hablar del logos en los cursos predoctorales de la Autónoma, y al final resulta que de quien se hablaba era de Camba. Bien mirado es perfectamente comprensible, pues Camba tiene intuiciones que parecen conclusiones, y que ha dejado para que les saquen punta los que vengamos detrás:

a) «Una nación se hace, lo mismo que cualquier otra cosa. Es cuestión de quince años y de un millón de pesetas».

b) «El articulista es algo así como el avestruz. El avestruz lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo: el articulista lo reduce todo a artículo de periódico».

c) «Cuando un paisano mío carecía de oficio y no sabía hacer nada que le permitiese vivir en su tierra, si no tenía dinero bastante para ir a Buenos Aires, venía a Madrid y se dedicaba a ministro».
d) «Las elecciones son nuestra única industria nacional».
e) «Los escritores solemos dirigirnos a "el lector", poco más o menos, así como los criados se dirigen a "el señor"».
f) «El hecho de no saber escribir no basta para convertir a un hombre en filósofo».
Cada una de estas frases podría servir de lema o corolario a manuales acerca de, respectivamente, los siguientes asuntos: a) los nacionalismos periféricos; b) una deontología del columnismo periodístico; c) la tan traída y llevada casta política; d) la Transición española en bloque; e) la profesionalización de los escritores, y f) Theodor L. W. Adorno.

Con Camba en la mano, los departamentos de español podrían producir también sugerentes ensayos sobre esa cuestión de la identidad que tanto les fascina. Estando en el extranjero el vilanovés descubrió que se puede ser español sin ser de España, porque eso de la españolidad era entonces una cuestión de carácter más que de pasaporte; los españoles —añadía— descubren su cultura en cuanto cruzan los Pirineos, mientras que se europeízan si se quedan en su país; en cuanto a la España de las cupletistas, es muy reducida, y en ella no figura Pontevedra, ni Getafe, «ni mil otros pueblos que pagan, sin embargo, sus contribuciones al Estado y que cumplen la ley de Quintas». Con estas cosas uno podría hacer las Américas universitarias. A condición de decir que han aparecido dentro de la maleta de Walter Benjamin, y de olvidar piadosamente todos los escritos relativos al sistema parlamentario.