Lo segundo que hice al volver a L*** fue acercarme a la Casa del Ciclista, que ya han vuelto a abrir, al lado de donde estaba. Alquilo una bicicleta por tres meses, y esa misma tarde hago sobre ruedas los doce kilómetros que hay hasta Tilff, o Tiflis, que de ambos modos figura en las crónicas. Voy más orgulloso que don Rodrigo en la horca, silbando aquello de «Lamparilla si hoy eres discreto» y mirando por encima del hombro a toda esa pobre gente que aún se desplaza en coche. Una mujer conduce con las rodillas mientras come una ensalada de pasta que lleva en un túper.
—¡Antiguos! ¡Carcas! ¡Majaderos!
Estos días se está proyectando un documental titulado Vélotopia, que entre otras cosas viene a decir que ya no se puede ser molón sin ir en bici, y que algún día viviremos en un mundo sin coches ni autopistas. No lo he visto aún, pero me lo he creído igual.
Es un viaje muy entretenido, porque el pavimento unas veces es de losas de hormigón, otras de adoquines, otras de grava, otras de baldosas, otras de asfalto, y otras también de asfalto pero no lo parece porque las raíces de los árboles lo han triturado hasta dejarlo irreconocible. No tengo que cuidarme de los coches, porque de puerta a puerta voy por un camino reservado para bicis y peatones, que la mayor parte del tiempo atraviesa pasto y bosque público. De todos me voy a comprar un casco y esto va a ser ya el acabose. Pero un casco con forma de casco, ojo, no uno de esos que parecen proyectos de Santiago Calatrava.
A la altura del kilómetro 7 me creo perdido en un espigón sobre el que se alinea media docena de casitas, delante de una esclusa del canal. Echo pie a tierra al ver que a la puerta de una de ellas hay una mujer, o en cualquier caso alguien que en una inspección más detenida podría resultar siendo una mujer, con una de esas batas floreadas y sin mangas que están mandadas retirar desde 1985.
—Bonjour, madame!
Se vuelve con aire desconcertado. Quizá es que no es una mujer, a pesar de la bata. Enseguida asoma también un viejecito pachón, cabezón y con barba corrida. No, me dice el viejecito, a ellos lo que pasa es que hay que hablarles en cristiano, porque son españoles.
—Hombre, pues estamos de suerte.
Me dirijo a ellos en su idioma, que es una curiosa mezcla de castellano y carraspera. Les pregunto dónde debo retomar el sendero que lleva a Tilff. El hombre frunce una ceja y guiña el ojo, formando un signo de interrogación. La destrozona de la bata oye campanas, pero no sabe dónde.
—Creo que es en esa dirección —señala vagamente hacia delante con la cabeza—, aunque yo no he estado nunca. Hay una playita donde va la gente, ¿no?
Contesto que sí, o no, según se mire. Agradezco la información, y tiro adelante sin encomendarme a Dios ni al diablo. Este matrimonio de emigrados me hace el efecto de aquellas mujerucas vascas de las que hablaba Julio Caro Baroja, que vivían a 7 kilómetros de la costa y no habían ido nunca a la playa. Con una diferencia: que aquí playa no hay.
Llego a casa de un humor excelente. Como al día siguiente también hace bueno, me voy a comer albóndigas a Esneux, que es un pueblo que está a 6 kilómetros, y apenas tardo 20 minutos, que es lo mismo que habría tardado en cruzar Recoletos para comer de menú en el café Gijón.
Eso fue ayer. Esta tarde simplemente he cruzado Tilff en bicicleta para sentarme en un lugar tranquilo a leer una tesina. La leo con suma desgana, pero mayor es la desgana con que ha sido escrita. Al poco rato oigo crecer a mis espaldas un ruido como de maquinilla de afeitar, y tres o cuatro minutos después surge a mi lado un auto pequeñito, pequeñito. Es un descapotable eléctrico, y lo conduce un niño que no tendrá arriba de cinco años. Cuando se pone a mi altura, el precoz automovilista me dirige una mirada de desdén, aprieta un botón del salpicadero y empieza a sonar música, una música de lata, como toda la que se hace ahora. Lo observo largo rato mientras se aleja, lenta pero inexorablemente, igual que mi fe en la condición humana y en la utopía de las bicicletas.