Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 29 de septiembre de 2016

Aprovechando que paso unos días en Madrid pongo un poco de orden en los cajones de mi escritorio. Saco un carrito de la compra lleno de papeles para tirar, y hago algunos hallazgos arqueológicos, como un walkman, un mechero de cuerda, una máquina de etiquetas Dymo con carrete y una moneda de dos pesetas de 1936, con la alegoría de la República, que limpio con Sidol.

Aparece también una hucha que me regalaron en la primera comunión. Es un cerdito blanco de cerámica, con pinceladas doradas en las orejas. En un flanco tiene pintado un niño meapilas vestido con una túnica; en el otro, un cáliz y una hostia flotando entre nubecillas azules y rayos de sol. Dentro hay un montón de duros.

—Esto se podrá tirar, ¿no?

A mi padre se le despierta la memoria genética de procurador general del Santo Oficio y parece Agustín González en un arranque fuera de guión:

—¡¿Pero qué estás diciendo?! ¡Estás chalado! ¿Cómo vas a tirar el dinero? Vete al Banco de España y te lo cambian en euros.

Cómo voy a ir al Banco de España, si el billete de autobús vale más de lo que me van a dar... Además, imagínate la cara que pondría el de la ventanilla cuando me viera llegar con un cerdito de porcelana adornado con motivos eucarísticos. Bien mirado, sólo por eso valdría la pena ir. Pero no.

Mi padre dice que con su abono transportes de jubilado sí le trae cuenta, así que vacía la hucha y comienza a clasificar los duros por tamaños. Aparecen algunos de los que se acuñaron a principios de los 90, con un diseño a lo Mariscal.

—Huy —dice mi madre—, ésas te las van a pagar muy bien.

Al final salen 35 duros, 175 pesetas. Me quedo con una peseta rubia que aparece perdida por allí. Pasa el tiempo y pierdo de vista el asunto, pero no veo que mi padre vuelva ningún día cargado de delicatessen: quizá decidió gastárselo él solo y se comió media ostra en el mostrador gourmet del Corte Inglés.

Un par de días después mi padre asoma la cabeza por la puerta de mi cuarto:

—El teclado ese que tienes detrás de una puerta ¿no se puede tirar?

Se refiere al piano eléctrico que usaba en los bolos. Costó cien mil pesetas de entonces y está en perfecto estado. Creo yo que por lo menos 175 pesetas sí que me darían por él en eBay, y con ese argumento consigo salvarlo por unos años más.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Me queda aún una semana de trabajo. En algún momento consideré reservar una habitación de hotel en la ciudad, pero lo descarté enseguida: ¿por qué debería pasar la última semana en un sitio en el que he elegido no vivir los últimos cinco años? Busco una pensión en el valle y doy con una que está a dos pasos de la estación de Esneux. La regentan Joëlle y su marido Luc, cuyo apellido es Lecoq. De ahí que la finca —una vieja mansión con un jardín lleno de esculturas, un cenador, una piscina de agua salada y una que otra hectárea de bosque que descubrieron al cabo de los años en el registro notairal— tenga un nombre gallardo y resonante: Les Gallinautes.

Luc nació y creció en el Congo; su padre creó allí la primera red de dispensarios médicos del país. La familia volvió a Europa a principios de los 60; Luc quería irse a Roma a estudiar música, aprovechando que una de sus hermanas ya vivía allí, pero su padre se negó en redondo, le cortó el dinero y le inscribió en una formación de kinesioterapia. Fue a clase el primer día por curiosidad y se quedó pegado al pupitre durante los cinco años siguientes. Luego se doctoró en osteopatía y pasó varios años yendo y viniendo en coche de Lieja a París: tardaba dos horas y media, casi lo que tarda hoy el Thalys.

—Corría como un loco, pero es que tenía que pasar consulta aquí de diez a doce de la noche. Luego todavía estudiaba un rato y de madrugada volvía a París.

Nikola Tesla dormía más que Luc. Éste, cuando vuelve de trabajar, hace esculturas, toma fotografías, toca el piano, dibuja y dedica las noches a estudiar el desarrollo embrionario y el crecimiento humano.

—Pensamos en el desarrollo biológico como algo que se produce desde dentro, como una serie de instrucciones que van de los genes hacia el exterior, pero en realidad todo responde a un puñado de leyes mecánicas relativamente simples: la oxidación, la ósmosis, la erosión, la corrosión...

Habla de mareas, de corrientes y de ritmos, de fallas y de solidificaciones, pero en realidad de lo que está hablando es de la anatomía humana. Su tratamiento —dice— consiste en tocar a los pacientes de modo que su cuerpo recuerde mecanismos que se le habían detenido. Es un cartesiano que da mucha cancha a la intuición:

—La primera vez que vi a Joëlle —imagino que tendrían por entonces veinte años—, estaba morena como una etíope y llevaba una marinera con galones en las mangas, lo cual me pareció encantador. Volví a mi casa y le dije a mi madre: «acabo de ver a mi mujer».

La madre de Joëlle vive también en la casa y debe de andar cerca de los noventa años, llevados con lucidez y hasta con bastante elegancia. El domingo, mientras desayunamos, nos cuenta historias de la ocupación nazi. Una vez, por ejemplo, pusieron a dormir a un alemán encima de un lingote de oro. Resulta que como un pariente trabajaba en un banco, les había resultado fácil transformar en oro sus ahorros, lo que en aquel momento era una operación inteligente. Cuando necesitaban hacer alguna compra, raspaban un poco el lingote. Lo escondieron de forma provisional debajo de una cama, y hete aquí al poco tiempo los alemanes los echaron de casa con modos perentorios para que pudiera dormir allí un archipámpano del Reich. «¡Ay, madre mía, como mire debajo de la cama!». Pero no tuvo que mirar, porque durmió muy bien. Si llega a dormir mal, acaban en la ruina.

En otra ocasión, ya a finales de la guerra, fueron obligados a alojar a dos SS muy jovencitos.

—Mi hermano pequeño había desmontado unas pinzas de la ropa y había pegado los palos simulando un avión. Se acercaba a los nazis imitando el ruido de la hélice y les bombardeaba las rodillas. Eran los días en que la aviación norteamericana estaba arrasando las ciudades alemanas. Los SS miraban a mi hermano con resignación. ¿Qué podían a hacer a aquellas alturas? Yo creo que ellos mismos no estaban muy convencidos del papel que les había tocado representar.

Reímos, y Joëlle dice:

—Seguro que en alguna parte hay un alemán que le está contando la misma historia a sus nietos: «...y había un niño que daba vueltas con unas pinzas y hacía como si nos bombardeara».

Los gallinautas pertenecen de esa clase de personas que intuyen la manera de ser afortunadas, y a las que todo les resulta sencillo e inocuo: no cierran la puerta, no pisan el freno y atraviesan las guerras mundiales con la candidez del buen soldado Šwejk.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Hemos quedado en el Amirauté para cenar con Nathalie y François, mis caseros, y para presentarles a David y Mara, que van a subalquilar el apartamento y, en cierto modo, a vestirse durante un año nuestra identidad social. François insiste en que pidamos vino rosado porque siempre ha estado presente en los grandes momentos de su vida. Hablamos de Tilff, de Madrid, de Madison, del frío que hace en Madison, y Nathalie me asegura que diez gotas al día de própolis la transportan confortablemente a través del invierno. Al final de la cena se nos pega el dueño del Amirauté y nos cuenta cómo fue esquiador olímpico, y cómo dirigió luego una discoteca en Marbella, y cómo tuvo una novia italiana que vivía en una fábrica de ataúdes; concluye palmeándose el triponcho y exclamando «¡este es mi capital!». Al volver al mostrador da instrucciones para que nos saquen otra botella de rosado, a cuenta de la casa: hemos sido un público magnífico.  

Al día siguiente, cuando estoy cerrando las maletas y terminando de recoger el piso, llaman al telefonillo. Es Nathalie, que se ha dejado caer para traerme un frasco del famoso própolis y desearme una vez más buen viaje. A su lado, espigada, su hija Louna. Le tiendo la mano y la mira con incomprensión. Tras unos segundos, termino por entender y me agacho para que me dé un beso. Las hago entrar en el piso un minuto.

—Álvaro se va a ir a América y va a escribir un libro —explica Nathalie.

Louna guiña un momento los ojos, y pregunta:

—¿De cuántas páginas?

Yo balbuceo que no sé, ni muchas ni pocas... Me giro hacia la estantería y saco la correspondencia de Erik Satie:

—Esto, por ejemplo, tiene demasiadas. Da angustia ponerse a leer un libro así de gordo. En cambio este otro —saco un Simenon— es demasiado fino, casi no merece la pena ni comprarlo, porque apenas ha empezado uno a entender de qué trata cuando se termina. Más bien algo entre los dos...

Entre Satie y Simenon escojo una historia de las invasiones marcianas escrita por Carlos Scolari, que reproduce fotogramas de viejas películas de ciencia ficción. Louna lo señala y dice: «yo también prefiero uno así».

Luego saco algunos de los cromos del mundo al revés que he ido comprando estos últimos meses:

—¿Eh? ¿Qué te parece? Estos cromos son más viejos que tu abuelo. Mira qué chulo, este tipo come por la barriga, y este otro es el arco con el que un violoncelo está tocando el violín.

Descuelgo de una pared el xilograbado de Épinal en el que varios animales van al zoológico a ver un grupo de seres humanos. Un cerdo se apoya flemático en un bastón; un león da explicaciones señalando con un puntero a los burgueses enjaulados. Louna se ríe, y dice:

—Una amiga mía tiene un libro en el que todo es al revés: la hierba es azul y el cielo es verde.

Dos horas después, David y Mara me despiden efusivamente y cierran por dentro la puerta de mi apartamento. Acostumbrado a tener algún juego de llaves en el bolsillo, noto ahora su vacío inusual. Arrastro la maleta en dirección a la estación y durante dos o tres segundos adivino la aprensión que debió de experimentar Martin Guerre el tiempo que no fue Martin Guerre.

La casera es mi amiga del alma, el trotamundos se transforma en inquilino, el inquilino se convierte en trotamundos y Valonia es un país acogedor que ya estoy echando de menos. El mundo al revés.
Post scriptum:
Unos días más tarde me escribe Nathalie. Louna ha vuelto al colegio y la primera lección trata de una niña que tiene que sacar a su madre de la cama y convencerla de que vaya al trabajo, porque ya se han acabado las vacaciones: «Louna inmediatamente se ha acordado de ti y de tus dibujos». Le respondo que le diga vaya estudiando bien el asunto para escribir un libro. Uno que no sea ni muy gordo ni muy fino.