Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 30 de julio de 2018

Vivimos en burbujas tan herméticas que ya quedan pocos sitios —fuera de la literatura y de las piscinas— en los que encontrar gente absurda.

Nos acercamos a última hora de la tarde a la piscina de Moratalaz. Tras buscar durante quince minutos una esquinita de césped a la sombra, y después de haber estirado cuidadosamente nuestra toalla, caemos en la cuenta de que es al sol donde queremos ponernos. (Es en las piscinas y en la literatura donde nosotros también somos absurdos para los demás). Hay una niña varada en las losas, tendida a lo ancho y largo, derrotada por las vacaciones. Otra niña, ésta con sobrepeso, coge las chanclas que había dejado en el bordillo y se tira a la piscina con ellas en la mano. Un hombre se ha remangado la camiseta hasta las tetas y se broncea el vientre con pose de conquistador. En la grada, junto a nosotros, toma el sol una señora que presenta en las piernas un grave problema circulatorio. Un señor de bañador naranja le suelta el rollo:

—Estaba de moda entonces hacerle un agujero a una bala y hacerte un collar. Él fue a sacar lo de adentro y aquello pegó un petardazo que dio en el techo y le reventó el dedo. Pero no lo podíamos llevar al hospital, porque había andado con explosivo. Acababa de volver de la mili. «Como vuelvas a traer esto, te echo de casa», dijo su padre.

—Ya.

—Se dedicaba a sacar los toros muertos de las corridas. Tenía unas mulas que las enganchaba y arrastraban los toros. No las quería poco él. «Te voy a enseñar a mis hijas», decía, y te sacaba la foto de las mulas. El abono que usa es de caballo. «Todos los que tienen aquí caballo, voy yo y cojo la mierda». Es más natural. Lo malo que tiene es que te crece la yerba mala, y tienes que andar quitándola.
Para cuando terminamos de untarnos el protector solar anuncian por megafonía que la piscina cerrará en veinte minutos. Estamos haciendo un pan como unas hostias. Mientras nos cambiamos Kathleen me cuenta una anécdota que le ha contado a su madre una compañera de trabajo. Resulta que esta colega tiene un niño de seis o siete años con la psicomotricidad de un tresillo. No lo han podido escolarizar aún porque no da nivel suficiente para empezar la primaria. Antes de llegar al aula ya lo habrían suspendido en gimnasia. Le pedían que dibujase a su familia y hacía unas tachaduras alargadas que desvelaban a las psicopedagogas.

La culpa la tenían los padres, que salían a navegar por el mar Báltico todos los fines de semana en su bote de vela. Para evitar que el niño se cayera por la borda y se ahogase, lo ataban. El niño se pasaba los fines de semana como un Ulises de teatro de marionetas, y entre semana se tropezaba con su propio pie intentando jugar al fútbol.

Pero esta no es la historia. La historia es que la abuela de este niño era monitora de una natación de Mecklenburg. Un día, nadando con la abuela, dijo que tenía ganas de hacer pis. «No pasa nada», respondió la abuela, «puedes hacerlo aquí dentro». Se conoce que es un privilegio profesional que se conceden los monitores de natación, un poco como el que se lleva a casa papel timbrado de la empresa. Nadie necesitaba saber esto.

Unas semanas más tarde, fue su tío el que lo acompañó a la piscina. Este tío debía de ser la única persona medianamente cuerda de toda la familia. Como buen alemán, antes de zambullirse en el agua el tío fue a colocar las toallas sobre unas tumbonas para reservarlas. Había tenido suerte de encontrar sitio, porque a aquella hora había bastante gente nadando. Cuando se giró de nuevo hacia la piscina vio a su sobrino en el bordillo, de pie, con el bañador por los tobillos, meando alegremente sobre la calle 3.

lunes, 23 de julio de 2018

La sombra roja es la sombra de la luz azul, y la sombra azul es la sombra de la luz roja. El público de Clamores está hoy compuesto por parejas engañadas y solitarios desengañados. Sube al escenario un grupo de jóvenes blanquitos de Nueva Orleans que han publicado ya tres discos bajo la personalidad colectiva de un doctor en demonología o un actor de peli porno: Naughty Professor. 

Uno de sus temas se llama «Do you like dragons?». La pregunta había que planteársela porque las canciones que tocan son criaturas híbridas con acordes mutantes, grandes serpientes multicolores —sombras azules y rojas— nacidas de una orgía primordial de géneros incompatibles.

La batería suena a vidrios resquebrajados, a bongos playeros, a ventilador estropeado, a taller mecánico o a vagón entrando en una estación en curva. Hay compases compuestos, ritmos cojos, estarcidos sonoros: un riff reggae, una frase de Monk, un arpegio heavy, un bajo funk, un empaste de metales robado a Gustav Holst. El primer acorde mayor llega en el minuto 45, como un gol inesperado y esperanzador.

Si esta noche me hicieran una resonancia magnética funcional, mi cerebro se vería como un cubo de Rubik de 7 caras que al mismo tiempo es un cubo de Necker. Mientras no haya escrito sobre el dragón, su forma permanecerá indeterminada, rota en el aire, confundidas las sombras con las luces.

jueves, 12 de julio de 2018

—Mamá, ¿qué es un dildo?

La pregunta la hace Niki después de haber visto pasar por la calle un camión de Dildo King. Niki tiene diez años y es el mejor amigo de Aaron, que es el hijo de Constanze, que es la mejor amiga de Kathleen. Es un lector voraz, que ya se atreve con Harry Potter y con El Señor de los Anillos. La madre de Niki se llama Antje y tiene en el brazo un tatuaje que parece una viñeta de un manga pero que representa a sus tres hijos. Son cosas que una madre responsable debe hacer para integrarse en la sociedad berlinesa. Antje le da la respuesta más neutra posible:

—Un dildo es la reproducción de un pene en plástico o silicona.

Niki pone cara de desconcierto. De todos los reyes destronados, despóticos, justos, fanatizados, muertos, inmortales, zombis y espectrales que aparecen en El Señor de los Anillos, ninguno es Dildo King. Tras rumiarlo un rato, Niki prueba suerte con una hipótesis:

—¿Es algo para hacer sexo?

—No sé —responde Antje, calculando a toda velocidad cuánta información sobre consoladores necesita Niki recibir de ella en los próximos años—... Sí, puedo imaginármelo.

A Niki le da un ataque de risa, al que sigue un momento de indecisión:

—Me estás vacilando, ¿no?
—No —dice Antje.

Y Niki se vuelve a reír, esta vez más fuerte. Luego, en su cuarto, le comunica a Aaron sus descubrimientos.

—¿Para qué necesita alguien dos pitos? Yo con uno tengo bastante.

—Ya te digo —asiente Aaron—. Todavía si fueran sables láser... No se pueden tener demasiados sables láser, pero ¿qué haces con dos pitos?

Transcurre un rato de seria reflexión. Mientras, en la cocina, Antje le radia a su marido por teléfono toda la conversación, conteniendo las carcajadas a duras penas.

—¿Y culos? ¿Tendrán culos?
—Supongo...
—¿Y qué haces con un culo de plástico?
—No sé... Puedes ponerlo en el techo.
—Ah...

De repente el modelo de negocio de Dildo King empieza a parecerles menos descabellado. Los dos entienden que sería muy guay tener en el techo una reproducción de un culo.

—Oye, ¿y cuánto costará eso?
—A saber... Igual depende del tamaño de las nalgas.

martes, 3 de julio de 2018

En principio iba a ser entrar y salir: quitar la bañera y meter una de esas cajas de ducha prefabricadas. Luego resultó que todo el alicatado de la pared estaba deteriorado y que lo más conveniente era quitarlo del todo. Ya puestos, la casera decidió tirar una falsa pared y cambiar el lavabo. También podría aprovecharse para pasar la lavadora al baño; lástima que ello fuera a suponer la reorganización de la instalación eléctrica de medio apartamento. Y así fue cómo me encontré con una montaña de tuberías, contrachapado y mortero en medio del comedor, y con un electricista que hacía regatas de un palmo de ancho en el techo del pasillo con algo que guardaba un parecido inquietante con un martillo neumático.

En los momentos en los que no he estado fregando, lavando ropa ni quitando el polvo he ido viendo Victoria, una película de hace un par de años que ha aparecido por Netflix, que tiene a la crítica entusiasmada y que acabó siendo un nuevo motivo de irritación en estos días de mugre y cascote.

Como no podía entender la alta calificación que tenía la película en Rotten Tomatoes, y como sé que a veces me obceco y paso por alto aspectos importantes de los relatos que consumo, me puse a buscar reseñas. Comprensiblemente todas elogiaban la actuación de Laia Costa, la protagonista. La crítica de The Guardian empezaba sentando que Victoria es algo más que un truco técnico, pero concluía contradiciéndose al afirmar que el éxito de la película se debía al plano-secuencia de 138 minutos. El Telegraph la presentaba como una suma de géneros que debería satisfacer a cualquier espectador, como si a todos nos gustara meternos cuatro caramelos distintos en la boca al mismo tiempo. El Financial Times declaraba, entusiasta, que el plano interrumpido daba licencia para desentenderse de la verosimilitud. La Frankfurter Allgemeine Zeitung dedicaba 6 de sus ocho párrafos a comentar las consecuencias narrativas del rodaje en un solo plano, y a comparar Victoria con otras películas que se impusieron esa misma condición; otro de los párrafos contenía una reflexión sobre el papel del espacio en el que se ambienta la trama (Berlín, época actual) que podría haberse llevado más lejos. Una revista de cine en línea (THiNC) definía la película como una «pesadilla logística», mientras que en Die Zeit se la celebraba como una proeza técnica y una variante refrescante —por lo cruda— en una cartelera saturada de producciones costosas, elaboradas y demasiado perfectas.  

Para todos estos críticos, la modalidad de la grabación no sólo es el mayor mérito de Victoria, sino que también subsume todo lo que en ella debe percibirse. Es una película que va de que está grabada en una sola toma. Por ello, resulta irónico que yo la haya visto a trozos y entre destrozos.

La Victoria del título es una veinteañera madrileña, pianista virtuosa, que desde hace pocos meses trabaja de camarera en Berlín y que, aunque abre la cafetería a las siete de la mañana, sale sola a bailar tecno hasta las tantas en boîtes sórdidas. Este currículo de Amélie Poulain malasañera, que a mí me deja perplejo, al recensor de Variety le parece perfectamente normal. A pesar de ello, este crítico es el único que, en un momento fugaz de su columna, va más allá de la técnica de grabación y alude al «fastidio existencial generacional y a la soledad transnacional» que desprende la cinta.

Esto es lo más cerca que los espectadores profesionales (también los de El País o El Mundo) están de detenerse en los perturbadores ingredientes sociales que contiene la película: un Berlín despojado de cualquier referencia icónica; una artista hastiada de competir que trabaja por 4 € la hora —aunque no acaba de quedarme claro por qué competía—; varios jóvenes de ascendencia turca que se consideran los auténticos berlineses y que están atrapados por fidelidades de grupo; diálogos que alternan entre el alemán, el turco, el español y sobre todo el inglés, pero en un inglés que para quienes lo hablan es segunda o tercera lengua, y que en ocasiones consiste en clichés de series y películas anglosajonas («you’re going to get well... stay with me...»). Para la crítica, todo eso ha quedado eclipsado por un experimento técnico que ni siquiera es demasiado novedoso.

¿Cómo se estará comprendiendo esta película fuera de las redacciones de periódico? A trancas y barrancas, creo yo, y no por culpa del público. Parece que el guión era muy esquemático y que los actores improvisaban grandes partes de diálogo: esto, que imprime naturalidad a la actuación, también despoja a los personajes de la profundidad que deberían tener para que sus acciones fueran mínimamente inteligibles.

La lectura que encuentro más fácil y coherente me parece también inquietante, porque reactiva y expande viejos clichés. Tanto los turcos como los españoles son, en Alemania, inmensas minorías de inmigrantes laborales. Los primeros llevan ya dos o tres generaciones en el país, y no acaban de salir del círculo vicioso que va y viene de la marginalidad a los prejuicios sociales; los segundos estamos llegando aún, y a través de Victoria tomamos el relevo del crimen y de la marginalidad.

El único momento sobrecogedor de la película es cuando, interrumpiendo una conversación de tonteo particularmente tonto, Victoria se sienta al piano e interpreta, durante una larga escena, parte de uno de los valses de Mefisto de Franz Liszt. Como Liszt, Victoria también llega a Alemania en su edad adulta, pero a diferencia de Liszt renuncia a participar en una cultura común y se precipita con entusiasmo en el submundo del hampa. 

Puede verse de otro modo: los personajes no representan nada, son sólo adolescentes tardíos faltos de fósforo que caminan por la vida como pollos sin cabeza. Curiosamente, esta es a la vez la lectura más positiva y más negativa de la película.

Puedo imaginar asimismo una recepción ambiental, una adhesión preverbal y puramente emocional al espacio representado, que es un Berlín, como digo, típico pero no tópico: el Berlín de los kioscos que abren toda la noche, de los ciclistas borrachos, de los treintañeros inmaduros y de los clubes oscuros emplazados en lugares imprevisibles. A esta categoría de percepción pertenece el espectador que comentó una de las reseñas en línea con la sentencia siguiente: «si no te ha gustado esta película es que no eres un auténtico berlinés».

Abandono los escombros de mi apartamento belga y tomo el tren a Berlín, donde, según Victoria vaticina, no tardaré en atracar a viejecitas y transportar cocaína en el estuche de mi ukelele. La ficción escribe destinos sociales y profecías autocumplidas. Otra cosa es que esto, a veces, se perciba como algo completamente distinto: como ejercicios de estilo o como odas a una ciudad.