Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 28 de mayo de 2016

Jonas, el novio de Maria, nos propuso participar en una especie de manifestación ciclista que tiene lugar todos los últimos viernes de mes y que se llama Masa Crítica, «Critical Mass». Inflo los neumáticos de mi vieja bici verde y nos encontramos con él y con unos amigos suyos en un kiosco de bebidas de Neukölln. Jonas compra dos Lager de medio litro; abre una y mete la otra en su mochila. Varias personas pasan recogiendo firmas para la celebración de un plebiscito sobre la adecuación de la calzada al tráfico ciclista. Quince minutos después el barrio está colapsado de bicis y empiezan a sonar los timbres: hemos alcanzado la masa crítica y hay que ponerse en marcha. 

A nuestro alrededor vemos gente de todas las edades; muchos conducen con una mano y tienen en la otra una botella de cerveza; alguno lleva un remolque con bafles y va pinchando música desde el iPhone. También hay alguno que va en patinete, o en triciclo, o en silla de ruedas. Al llegar a los cruces dos o tres valientes se paran para contener a los coches cuando cambie el semáforo.

—¡Eh, quitaos de en medio! —grita un conductor— ¡El semáforo está en rojo!

—Lo siento, somos un grupo de ciclistas y no podemos separarnos.

El conductor se baja del coche y nos increpa haciendo gesticulaciones de drama calderoniano.

—¡Panda de cretinos! ¡¿Alguno de vosotros ha leído el código de circulación?!

Ahora que lo menciona, el artículo 27 del reglamento de tráfico alemán determina que un grupo de más de 15 ciclistas es considerado como un gran vehículo. Esto significa que pueden ocupar carriles enteros de la calzada y que la circulación del grupo no se puede interrumpir en un cruce. En otras palabras: el pelotón debe continuar circulando aunque el semáforo se haya puesto en rojo. Lo interesante es que este artículo del código se aplica tanto a un grupo de 16 ciclistas como a uno de 16.000.

A lo largo de la noche nuestro pelotón llegará a tener casi tres kilómetros de longitud y a ocupar los cuatro carriles de las principales arterias de Berlín. Pensábamos que se trataría de una concentración simbólica, cosa de hacerse la foto y marcharse a la bodega, y al final nos pasamos cuatro horas pedaleando sin parar por todo Berlín Oeste, de Schöneberg a Wedding, para arriba y para abajo, hasta sumar 40 kilómetros largos. Por una noche los ciclistas hemos podido decir, como dijo hace cuarenta años cierto camaleón político hispano, que la calle es nuestra.

Kathleen y yo entonamos el estribillo de una vieja canción de Die Prinzen que empieza «jeder Popel fährt 'nen Opel», y que en castellano viene a querer decir: «los memos conducen un Opel, los capullos conducen un Ford, los tontos un Porsche, los gilipollas un Audi Sport, los tarados van en un Manta —ya he dicho que la canción es vieja—, los pringados en Jaguar: sólo quienes saben disfrutar van en bici y siempre llegan antes a los sitios». Si lo sé me traigo el ukelele. La gente sale a los balcones, aplaude, ríe, baila, nos jalea, nos hace fotos. Un mendigo que está durmiendo en el portal de un banco levanta el brazo por debajo de los cartones y hace el gesto de la victoria. Dos muchachas estupefactas nos preguntan adónde vamos: «¡a una fiesta!», responde el que pedalea delante de mí. Un chico y una chica salen de una discoteca y echan a correr por la acera en sentido contrario, desmelenados, en busca de sus bicicletas, mientras gritan «¡vamos con vosotros!».

De todos modos, conviene no sobreinterpretar el entusiasmo de los espectadores. Si uno saliera a la calle con un chaleco explosivo y pegando tiros al aire, la reacción de la gente quizá no sería muy distinta: fotos y gritos, aplausos y bailoteos. Así ocurre —literalmente— en la peli que acaba de dirigir Jodie Foster. Hace unos meses caí casualmente en París una mañana en la que todos los quais del centro estaban invadidos por una quedada de moteros, y el personal de a pie estaba enchanté de la vie. Yo fui el único que cruzó hacia las Tullerías haciendo la peineta con las dos manos.

La Masa Crítica tiene lugar desde hace años en todas las grandes ciudades del mundo los últimos viernes de mes. En Madrid los jueves, porque los ciclistas los viernes también van de bares. «¿Cómo es que no nos hemos enterado de esto antes?», nos preguntamos. A lo mejor no es culpa nuestra, ya que el movimiento ha ignorado conscientemente a los medios de comunicación, no ha emitido comunicados, no concede entrevistas, no tiene portavoces, no fija su ruta de antemano, y los periodistas, quizá algo picados, suelen hacer como si no existiera. La Masa Crítica existe en el entresuelo de la realidad y la leyenda, es un viernes de carnaval sostenible y sostenido, es un tren fantasma electrizante que aparece de improviso no se sabe dónde, es la Santa Compaña de ese otro mundo que también es posible.

miércoles, 18 de mayo de 2016

La desagradable raza extraterrestre de los vogons es descrita en la Guía del autoestopista galáctico de la siguiente manera: «No levantarían un dedo para salvar a sus propias abuelas […] sin órdenes firmadas en triplicado, enviadas, regresadas, cuestionadas, traspapeladas, encontradas, sujetas al escrutinio público, vueltas a traspapelar y finalmente enterradas en turba suave por tres meses y reciclada para hacer encendedores». Tengo fundadas sospechas de que la célula contable de nuestra Facultad está regida por uno de ellos.

La semana pasada este vogon me envió un correo electrónico relativo a un congreso que estamos organizando los profesores de español. En él que me rogaba le remitiera «las cartas de concesión de los subsidios que le hayan sido concedidos o de los que haya solicitado, en caso de que no se los hayan concedido aún». La frase es suficientemente larga como para que uno esté a punto de caer en la trampa presentando un documento que atestigüe algo que ocurrirá (o no) en el futuro, lo que seguramente abriría una puerta en el hiperespacio por la que este vogon introduciría a millones de sus congéneres en nuestro planeta, ya suficientemente provisto de burócratas.

El correo proseguía con una serie de formulismos vacíos de significado y de requerimientos arbitrarios, y terminaba pidiendo que le transmitiera asimismo los números de cuenta asociados al congreso que hayan sido generados para recibir los subsidios concedidos (o solicitados). 

Esta última parte no es tan graciosa si uno no sabe que el encargado de generar los números de cuenta bancaria asociados a los congresos es precisamente el vogon que me envía el e-mail. Tendría la misma lógica que yo le pidiera a un pobre tipo de Recursos Humanos o de Relaciones Internacionales que me dijera qué notas he puesto en mis asignaturas. O, más exactamente, qué notas voy a poner en mis asignaturas.

Sabiendo lo temible que es esa raza alienígena cuando de represalias se trata, he respondido con mucha seriedad y cautela lo siguiente:

«Estimado Sr. Vogon:

»Las cartas de concesión de los subsidios que aún no me han concedido están siendo tramitadas; generalmente las recibiré sólo una vez se resuelvan las solicitudes, pero confío en que un esfuerzo de concentración por mi parte consiga acelerar el proceso. En lo atingente a los números de cuenta, tendré mucho gusto en comunicárselos tan pronto como usted mismo los genere. 

»Quedo a su disposición para cualquier consulta relativa a este particular, etcétera, etcétera».

domingo, 15 de mayo de 2016

Hace más de quince años que quería ver tocar a Brad Mehldau y al fin he tenido la oportunidad. Verlo impresiona tanto como oírlo, porque Brad Mehldau tiene una cabeza muy grande, con orejas también muy grandes, y cuando toca se contorsiona como si le estuviera dando un jamacuco. Esta noche, además, se ha puesto unos pantacas muy ajustados con un diseño que no se sabe si es moaré o un patrón tridimensional de El ojo mágico.

Jeff Ballard tiene también una hexis rara, como si fuera nuevo en esto y la hubieran dicho que tocar consiste en ir poniendo cosas en los platos y en los tambores. En varias ocasiones toca la batería con las manos, no como si fueran bongos, sino con la yema de los dedos, con un gesto de maestro pastelero. Más de una vez puede vérsele con una escobilla en una mano, nada en la otra y dos baquetas preparadas en el sobaquillo.

El estilo de improvisación de Brad Mehldau no es mi preferido, pero sus voicings tienen una textura muy personal. «Como compositor —apunto al dorso de la entrada— aúna la sofisticación de Ornette Coleman con la emotividad de Schumann». Es una frase tópica, que quizá he leído en el libreto de algún CD. Tanto en los temas originales como en las versiones —muchas veces de clásicos de la música pop, en la línea iniciada por The New Standard de Herbie Hancock— practica una estructura asimétrica que es una bocanada de aire fresco en un género —el jazz contemporáneo— que tiene problemas para situarse en cualquier punto intermedio entre el desmadre amorfo y los turnos de sota, caballo y rey.

La penúltima canción de la noche, por ejemplo, es un estándar viejo y sentimental: Si tu vois ma mère, de Sidney Bechet. Expone el tema el contrabajo; sigue una improvisación muy lírica del piano, hacen luego dos tandas de ocho compases con el percusionista, al cual le sabe a poco y repasa la forma entera en solitario, y a esto le sigue una coda de diez minutos de piano rubatto a palo seco que se inspira remotamente en los intervalos de la melodía original y dura más que el resto de la canción en conjunto.

Mehldau pone al público en pie y se somete a tres bises. No le dan la oreja porque bastante tiene con las suyas.

martes, 10 de mayo de 2016

Vuelvo a casa el viernes por la noche hecho una piltrafa y con una novela de Fred Vargas en los auriculares cuando una bestia inmunda me sale al paso, las fauces abiertas y babeantes, dando unos ladridos que hielan la sangre. Yo doy patadas al aire y profiero blasfemias de repertorio. Una señora sale de un portal, ajustándose el batín:

—No se preocupe, que no muerde.

La bestia se transforma en un schnauzer entrecano, da algunos resoplidos malhumorados y se mete en casa. No muerde, no muerde... Jobar, señora, sólo faltaba que encima mordiera. Eso de que no muerde, primero, es una afirmación cautelar: ya lo iremos viendo; y luego, como argumento, se las trae. Es como si uno saliera a la calle dando viajes con una catana y cuando el transeúnte más próximo estuviera lloriqueando sobre sus propios excrementos uno le dijera «no se preocupe, buen hombre, si yo esto lo hago sólo para darme pisto».

Un par de calles más allá viven unos border collies que me suelen montar un número cuando salgo, con las primeras luces, a coger el tren a la estación. Si no ando justo de tiempo me paro un rato delante de su verja, para que sigan ladrando y por lo menos despierten al dueño.

Al sueño pequeñoburgués de cualquier provincia del mundo Valonia le añade un perro. Una casa con jardín, un coche, dos niños, varios teléfonos móviles y un perro. Los niños son opcionales. Quien además tiene una moto de alta cilindrada ha triunfado en la vida y puede despeñarse a 170 por hora con dos copas de más sabiendo que no se deja nada por hacer. De todas estas aspiraciones, lo único que no molesta al prójimo es la casa. Y según qué casas: la frase no se aplica a las que un alemán ha reunido recientemente en un libro de fotografías titulado Ugly Belgian Houses.

Muchos de los habitantes de esas ugly Belgian houses consideran que su perro es un miembro más de la familia. Esto significa que al menos dos miembros de cada una de esas familias orinan en la calle a diario. Son familias a las que yo no querría pertenecer, porque lo que hacen con algunos de sus miembros no es muy distinto de lo que hacía con su hija Josef Fritzl, «el monstruo de Amstetten». Los mantienen recluidos en unos pocos metros cuadrados, los alimentan con latas de conservas, les atan correas al cuello, no dejan que traten con sus congéneres, los encierran durante horas en un coche, los castran, o si no los castran ahogan a sus crías, o las regalan. Esto lo hace mucha gente que ama los animales y que protesta cuando un toro se marca un cameo en el Teatro Real.

Los perros no me caen bien, y se me nota. En la novela de Fred Vargas que estoy escuchando hay un perro que se come el dedo gordo del pie de una vieja a la que acaban de asesinar y lo defeca en un alcorque de París. Es el tipo de cosas que hacen los perros por simple distracción, y que explican que cuando uno de ellos entra en mi visión periférica cuente ya con muchos puntos negativos que es improbable llegue a compensar alguna vez. En el primer piso de la casa de enfrente, por ejemplo, hay un perrillo con manchas de color canela; le abren la ventana y echa la tarde viendo pasar los coches y las motos. Hay días que me parece casi simpático, pero no puedo sacarme de la cabeza la idea de que, a poco que viera la ocasión, me arrancaría un dedo de un mordisco y se iría corriendo a cagarlo en París.

«Mejor es tener un gato, que son más independientes». Esto es lo que, llegados a este punto, diría alguien que nunca hubiera tratado de adoptar una oca. Un gato sólo es independiente en relación con los demás gatos; con los humanos tienen una relación pasiva-agresiva de adolescente petardo. Una oca, en cambio, no viene a restregarse contra la pernera de tu pantalón, ni se despatarra para que le rasquen el vientre. Las ocas viven y dejan vivir; se desentienden de los humanos y miran por los de su especie. Además son capaces de actuaciones verdaderamente remarcables. El sábado pasado festejaron la reapertura del museo de Bellas Artes de L*** con un desfile de ocas. Marchaban al ritmo de un tambor de infantería con una dignidad que ya quisieran para sí muchos vicerrectores.

Hace una semana fui a Hony en bicicleta; dos veces, porque pensé que había perdido las llaves en el camino, y luego resulta que me las había dejado puestas en la puerta. Es otra historia, que ahora no importa demasiado: el caso es que fui a Hony en bicicleta y me encontré con una señora que estaba paseando con dos cabras. A mí las cabras sí me resultan muy simpáticas. En las Ardenas se da una raza robusta y paticorta que inspira confianza. Me detuve un momento a contemplarlas y felicité a la dueña. Las cabras —le dije— son mucho mejores que un perro. No orinan en los portales, no muerden a los niños chicos, dan quesos, cortan el césped...

—Y además no ladran —añadió ella. 

Y además no ladran.