Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 30 de abril de 2022

A finales de enero leí una entrevista con José Luis Alcaine, que ha sido director de fotografía de muchos de los clásicos recientes del cine español. En ella lanzaba sobre el tapete una hipótesis fascinante: la de que el cine actual deja menos poso en los espectadores porque determina su atención en exceso. Las películas del día se ruedan abriendo mucho el diafragma de la cámara, con lo que queda desenfocado todo salvo aquello que el director quiere que se mire. Entre los años 1940 y 1970, decía Alcaine, se hacía lo contrario: se rodaban escenas con gran profundidad de campo en las que había tantas cosas que podías pasarte luego horas diseccionando la película.

En las entrevistas de estas últimas semanas sobre La Edad de Tiza hemos hablado mucho de cómo contar el pasado reciente y, a fuerza de darle vueltas y de explicarlo mal muchas veces, termino echando mano de esta ideaca de la profundidad de campo, que puede ayudar a aprehender lo que hay de traición en la mirada nostálgica. La mirada nostálgica es la que se consigue con el cierre de diafragma, con el primer plano extremo de unas sandalias cangrejeras, de un dispensador de caramelos PEZ, de una Game Boy o de la bruja Avería. Esa mirada falsea el universo semiótico de cualquier época, siempre mucho más complejo que la suma de los objetos que lo componen.

La historiografía académica no tiene por qué tener una mayor profundidad de campo que la de la ficción histórica, y de hecho no la tuvo durante todos los siglos en los que la Historia se desplegó en los manuales como un leporello de episodios bélicos. Todavía hoy un historiador cultural puede opositar a cátedra ignorando el lenguaje de las flores, o el pronombre de cortesía que debe aplicarse al deán catedralicio, o los usos de las aucas, o la pronunciación de la cedilla medieval, o el código de conducta durante los rituales religiosos, o los ruidos que atronaban las calles en la época de la que es especialista.

Por eso —entre otras causas— yo soy defensor de transcribir los textos de los cuatro últimos siglos manteniendo la ortografía original. Lo contrario es abrir el diafragma: maquillar las arrugas del lenguaje, inyectar bótox en los significantes. Esas operaciones estéticas generan la ilusión, sagazmente formulada en un libro reciente por Santiago Díaz Lage, «de que ninguna distancia histórica nos separa de aquel estado de lengua»; y ello, a su vez, «puede sesgar la interpretación», ya que también los significados han ido madurando, macerando, arrugándose, alterándose.  

Creo importante conocer —o, mejor dicho, aspirar a conocer, aunque ese conocimiento solo pueda ser, por fuerza, ridículamente parcial y fragmentario— esos detalles nimios y banales que componían la percepción epidérmica de la realidad cotidiana, porque en ellos se cifra la resistencia del pasado a nuestros reflejos mitómanos y universalistas. Basta con remontarse unas pocas décadas para comprobar cómo incluso la fisonomía humana se ha transformado sutilmente, desde aquella época en la que menos gimnasio, menos azúcar y menos comida producían cuerpos fibrosos, magros, chatos, culibajos y reconcentrados.

La arqueología de los objetos fósiles del pasado reciente puede aportar profundidad de campo, pero solo si se los desentierra con determinada actitud. La actitud nostálgica los aisla en una mirada contemplativa, bidimensional, que no enfoca lo que queda detrás ni lo que queda delante del objeto; pero si arqueología cultural transforma la contemplación en algo más discursivo y articulado, el resultado puede ser verdaderamente pedagógico.

Pensemos en ese gesto perdido de actor antiguo que consiste en meterse el pañuelo entre el cuello de la camisa y la piel. Arturo Barea decidió comenzar con ese gesto la última novela de una trilogía que es lo más cerca que quizá pueda estar uno de experimentar la vida cotidiana en el Madrid de principios de siglo: «El calor de agosto disuelve el almidón. El interior del cuello planchado se convierte en un trapo húmedo y pringoso; la tela exterior conserva su rigidez y sus aristas rozan la piel sudorosa». En la incomodidad del cuello deformado hay algo del pasado que no es nostalgia, como lo había en la caligrafía —que podía ser «española, inglesa o francesa», nos recuerda Díaz Lage—, en la cadencia del paso —mi amiga Giselle dice que le ha bastando con ver andar a alguien para saber que era de Venezuela— o en la manera de sostener un cigarrillo.

(Esto de sostener un cigarrillo ya va camino del museo de artes populares. Uno puede ver en la pantalla a actores que sostienen un cigarrillo como si sus dedos hubieran estirado la pata seis horas antes. Se llevan el pitillo a los labios con un exceso de premeditación y de precaución del que puede deducirse que faltaron a clase el día que daban el sistema Stanislawski).
 

No hay esquina del barrio de Salamanca que no luzca estos días un anuncio de la adaptación teatral de Tea Rooms, la novela-reportaje que Luisa Carnés escribió en 1934, y que trata de los sinsabores de unas camareras de un salón de té. A mí me exaspera que en el cartel aparezcan cruasanes y macarons. Algunos cruasanes sí que salen en la novela, pero macarons, ninguno. Dice la Wikipedia que estos dulces se inventaron en el siglo XVI, pero yo el primero que vi en mi vida lo vi en internet, no digo más.

Mi amigo el crítico marxista-althusseriano ha ido a ver la puesta en escena de Tea Rooms y está que trina porque han suprimido el alegato revolucionario-bolchevique con el que Carnés cerraba la novela. Yo no me habría atrevido a esperar tanto del Madrid que ha encumbrado a Díaz Ayuso, aunque sí habría creído posible evitar los macarons. Pero claro, el barrio de Salamanca exige también ese tipo de concesiones.

En la novela se mencionan los mantecados, los hojaldres, las pastas de té, las ensaimadas, los pasteles de nata, los «pan cakes» —que no sé si serían fruitcakes o tortitas—, los brioches, los mantecados, los puddings, los huevos de Pascua de chocolate, los merengues y unos bizcochos llamados «soletillas». Estas soletillas son lo contrario de los macarons: para mí representan el pasado inaprensible, el detalle que se resiste a la analogía facilona, a la actualización ruidosa de la trama obrerista. Si meciéramos esa soletilla en la palma de la mano y nos la llevásemos a la oreja, probablemente nos diría: «el mundo en el que vivieron estas mujeres ya está muy lejos del vuestro. Nunca lo comprenderéis por entero».